Índice de Yo acuso de Emilio ZolaAnteriorSiguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Declaración ante el jurado

Fue publicada en L'Aurore el 22 de febrero de 1898. Había leído estas páginas el día antes, el 21 de febrero, ante el jurado que debía condenarme. El 13 de enero, el mismo día en que apareció mi Carta al presidente de la República, la Cámara decidió iniciar diligencias judiciales contra mí por 312 votos contra 122. El 18, el general Billot, ministro de la Guerra, puso la denuncia en manos del ministro de Justicia. El 20, recibí la citación, que, de toda mi carta, sólo mencionaba quince líneas. El 7 de febrero se iniciaron las vistas y ocuparon quince sesiones, hasta el 23, día en que fui condenado a un año de cárcel y a pagar una multa de tres mil francos. Por su parte, los tres expertos, los caballeros Belhomme, Varinard y Couard, me denunciaron por difamación.


Señores del jurado,

En la Cámara, en la sesión del 22 de enero, Monsieur Méline, presidente del Consejo de Ministros, declaró, entre los aplausos frenéticos de una complaciente mayoría, que no desconfiaba de los doce ciudadanos en cuyas manos ponía la defensa del ejército. A ustedes se refería, señores. Y del mismo modo que el general Billot dictó desde el estrado su sentencia al consejo de guerra encargado de absolver al comandante Esterhazy, dando a unos subordinados la consigna militar de respetar sin discusión lo ya juzgado, también Monsieur Méline ha decidido ordenarles que me condenen en nombre del respeto al ejército, acusándome de haberlo ultrajado. Denuncio, ante la conciencia de la gente decente, esta presión que los poderes públicos ejercen sobre la justicia del país. Son abominables costumbres políticas que deshonran a una Nación libre.

Ya veremos, señores, si ustedes se disponen a obedecer esa orden. Pero no es cierto que yo esté aquí, ante ustedes, por voluntad de Monsieur Méline. Éste ha cedido a la necesidad de perseguirme llevado básicamente por una gran preocupación, el terror a que se dé un nuevo paso hacia la verdad. Todo el mundo lo sabe. Si estoy ante ustedes es porque he querido. Yo, y sólo yo, decidí que había que llevar este oscuro y monstruoso caso ante su jurisdicción, y sólo yo, por iniciativa propia, les elegí a ustedes, la mayor y más directa emanación de la justicia francesa, para que Francia se entere de todo y se pronuncie. Mi acto no tiene otro objetivo y mi persona no es nada, la sacrifico, pues me siento satisfecho de haber puesto en manos de ustedes no solo el honor del ejército, sino el honor, ahora amenazado, de toda la Nación. Me absolverían, pues, si en sus conciencias se hubiera hecho ya del todo la luz. Si no hay tal luz, no sería culpa mía. Estaría yo soñando cuando pensé que podría mostrarles todas las pruebas y les consideré los únicos dignos de ellas, los únicos competentes. Empezaron por quitarles a ustedes por un lado lo que parecía llegarles por el otro. Simulaban aceptar su competencia, pero mientras confiaban en ustedes para vengar a los miembros de un consejo de guerra, otros oficiales permanecían intocables, más allá de vuestra misma justicia. Entiéndalo quien pueda. Es el absurdo al que lleva la hipocresía, y de ello se desprende, con toda evidencia, que han tenido miedo de su sentido común, que no se han atrevido a correr el riesgo de dejarnos a nosotros decirlo todo y dejarles a ustedes juzgarlo todo. Ellos dicen que quisieron acotar el escándalo; ¿qué piensan ustedes de ese escándalo, de ese acto mío que consistía en hacerles entrega del caso, en querer que fuese el pueblo, encarnado en sus personas, quien juzgara? Afirman también que no podían aceptar una revisión camuflada del caso, y de ese modo no hacen sino confesar que, en el fondo, lo único que temen es el control soberano que ustedes ejercen. Ustedes son los máximos representantes de la ley; y esa ley del pueblo elegido fue la que deseé, la que respeto profundamente como buen ciudadano, y no los sospechosos procedimientos con los que creían burlarse de ustedes.Sírvame esto de disculpa, señores, por haberles sacado de sus ocupaciones y no haber sido capaz de aportarles la luz que me proponía hacer resplandecer. La luz, toda la luz, ése fue mi único y apasionado anhelo. Estas sesiones acaban de demostrarlo: hemos tenido que luchar paso a paso contra un deseo obstinado de ocultación. Ha sido preciso un combate para arrancar cada retazo de verdad; lo hemos discutido todo, nos lo han negado todo, han aterrorizado a nuestros testigos con ánimo de impedir que aportaran pruebas. Y hemos luchado sólo por ustedes, para que ustedes dispusieran por entero de esa prueba, para poder pronunciarse sin remordimiento alguno, en conciencia. Por lo tanto, estoy seguro de que ustedes tendrán en cuenta nuestros esfuerzos y de que, además, se ha conseguido aclarar un poco más este caso. Ya han oído a los testigos, ahora oirán a mi defensor, que les contará la verdadera historia, esa historia que solivianta a todo el mundo y que nadie conoce. Me siento tranquilo, la verdad está ahora en ustedes, y actuará.

Así pues, Monsieur Méline creyó imponerles a ustedes el veredicto al confiarles el honor del ejército. En nombre de ese mismo honor del ejército apelo yo ahora a la justicia de este jurado. Desmiento rotundamente lo que dijo Monsieur Méline, nunca ultrajé el ejército. En cambio, he declarado mi cariño y mi respeto por la Nación en armas, por nuestros queridos soldados de Francia, que se alzarían a la primera amenaza y que defenderían el suelo francés. Asimismo, es falso que haya atacado a sus superiores, a los generales que les llevarían a la victoria. ¿Acaso decir que algunos miembros concretos del Ministerio de la Guerra han comprometido con sus actuaciones al mismo ejército es insultar el ejército entero? ¿No será más bien digno de un buen ciudadano salvaguardar al ejército de todo compromiso y lanzar el grito de alarma para que los errores -los únicos por los que nos vemos enfrentados- no vuelvan a producirse ni nos lleven a nuevas derrotas? De todos modos, no voy a defenderme; prefiero que la historia se ocupe de juzgar mi acto, un acto que era necesario. Sin embargo, afirmo que están deshonrando al ejército al permitir que la policía proteja al comandante Esterhazy después de las abominables cartas que ha escrito. Afirmo que a ese valiente ejército lo están insultando cada día unos ladrones que, so pretexto de defenderlo, lo ensucian con su ruin complicidad, arrastrando por el barro todo lo bueno y grande que aún posee Francia. Afirmo que son ellos los que deshonran a ese gran ejército nacional cuando mezclan los gritos de ¡Viva el ejército! con los de ¡Mueran los judíos! Y han gritado también: ¡Viva Esterhazy! ¡Por Dios!, el pueblo de San Luis, de Bayard, de Condé y de Hoche, el pueblo de las grandes guerras de la República y del Imperio, el pueblo que ha deslumbrado al universo con su fuerza, su gracia y su generosidad, ese pueblo ha gritado: ¡Viva Esterhazy! Es un oprobio que sólo puede lavarse con nuestro esfuerzo en pro de la verdad y la justicia. Ya conocen la leyenda que se ha creado. Dreyfus fue condenado justa y legalmente por siete oficiales infalibles, de quienes no podemos dudar sin insultar el ejército entero. Dreyfus expía su abominable fechoría mediante una vengadora tortura. Y, como es judío, se creó una cofradía judía, una cofradía internacional de hombres sin patria que disponían de centenares de millones, con objeto de salvar al traidor aun a costa de las más impudentes maniobras. A partir de entonces, esa cofradía empezó a acumular crímenes: compró conciencias, sumió a Francia en una criminal agitación, decidido a venderla al enemigo, a hundir a Europa en el desastre de una guerra, antes que renunciar a sus espantosos designios. Sí, muy sencillo, o mejor dicho, muy infantil y necio, como ustedes pueden ver. No obstante, con ese pan emponzoñado alimenta la prensa desde hace meses a nuestro pueblo. Y nada tiene de extraño que se produzca una crisis desastrosa, pues cuando hasta tal punto se siembra estulticia y embuste, forzosamente se cosecha demencia.

Por supuesto, señores, no quiero insultarles pensando que hasta ahora han dado ustedes crédito a ese cuento chino. Les conozco, sé quiénes son. Encarnan ustedes el corazón y el discernimiento de Paris, de mi gran Paris, la ciudad donde nací, a la que amo con infinito cariño, a la que estudio y canto desde hace casi cuarenta años. Y también sé lo que cruza en este momento sus mentes; porque, antes de venir a sentarme aquí, como acusado, me he sentado ahí, en el banco que ustedes ocupan. Representan a la opinión de la mayoría, aspiran a ser la cordura y la justicia de la masa. Dentro de poco me hallaré con el pensamiento entre ustedes, en la sala de deliberaciones, y estoy convencido de que tratarán de salvaguardar sus intereses como ciudadanos, que son, naturalmente, según ustedes, los intereses de la Nación entera. Podrán equivocarse, pero errarán si piensan que, al asegurar el bien de ustedes mismos, aseguran el bien de todos.

Puedo verles en su hogar, por la noche, bajo la luz de la lámpara; puedo oír cómo charlan con sus amigos, les acompaño por sus talleres y por sus tiendas. Todos ustedes son trabajadores, comerciantes unos, industriales otros, y algunos ejercen profesiones liberales. A ustedes les inquieta, inquietud muy legítima, el estado deplorable en que se hallan las finanzas. En todas partes, la crisis actual amenaza con convertirse en un desastre, disminuyen los ingresos, y las transacciones comerciales se vuelven cada vez más dificiles. De modo que la preocupación que les trajo aquí y que leo en sus rostros es la de que están hartos y que hay que acabar de una vez. No están aún entre los muchos que dicen: ¿Qué nos importa que haya un inocente en la isla del Diablo? Por el interés de uno solo, ¿valdrá la pena turbar de esa manera a un gran país? Con todo, piensan ustedes que nuestra agitación, la de los que tienen sed de verdad y justicia, se está pagando a un precio demasiado alto si se compara con todo el mal que, según nuestros acusadores, hacemos. Y si me condenan, señores, no habrá en su veredicto más que el deseo de calmar a los suyos, la necesidad de que florezcan sus negocios, la creencia de que, al condenarme, detendrán una campaña reivindicativa perjudicial para los intereses de Francia.

Pues bien, señores, se equivocarían de todas todas. Háganme el honor de creer que no estoy aquí para defender mi libertad. Si me condenan, no lograrán más que engrandecerme. Quien sufre por la verdad y la justicia, pasa a ser augusto y sagrado. Mírenme, señores, ¿tengo cara de vendido, de embustero y de traidor? ¿Por qué, pues, actuaría como lo hago? No me mueve la ambición política ni la pasión de un sectario. Soy un escritor libre que ha dedicado su vida al trabajo, que mañana se reintegrará a su condición y que proseguirá la tarea interrumpida. ¡Y qué necios son los que me llaman el Italiano, a mí, nacido de madre francesa, educado por abuelos de La Beauce, campesinos de esa recia tierra, a mí, que perdí a mi padre a los siete años, que no fui a Italia hasta la edad de cincuenta y cuatro años y sólo con objeto de documentarme para un libro. Ello no impide que me sienta muy orgulloso de que mi padre fuera oriundo de Venecia, esa resplandeciente ciudad cuya antigua gloria permanece aún en todos los recuerdos. Y aun así, si no fuera francés, ¿acaso los cuarenta volúmenes en lengua francesa, de los que corren millones de ejemplares por el mundo entero, no bastan para hacer de mí un francés, útil a la gloria de Francia?

Por lo tanto, no me defiendo. Pero ¡qué error cometerían si creyeran que, al condenarme, restablecerían el orden en nuestro infortunado país! ¿No comprenden ahora que el país muere de la oscuridad en que se empeñan en sumirlo, del equívoco en que agoniza? Los errores de los gobernantes se amontonan sobre otros errores, las mentiras traen nuevas mentiras, de modo que el cúmulo llega a ser espantoso. Se ha cometido un error judicial y desde entonces, para disimularlo, no ha habido más remedio que cometer cada día un nuevo atentado contra la sensatez y la equidad. La condena de un inocente conllevó la absolución de un culpable; y hoy les piden que me condenen a mí porque grité mi angustia al ver que la patria se encaminaba hacia un destino atroz. ¡Pues condénenme!, pero sera un error más, otro más, un error con cuyo peso cargarán ustedes en la historia futura. Mi condena, en lugar de traer la paz que desean, que deseamos todos, no sera más que una nueva semilla de pasión y desorden. El vaso está colme, se lo aseguro, no hagan que se desborde.

¿Cómo no son ustedes plenamente conscientes de la terrible crisis por la que atraviesa el país? Algunos dicen que somos los autores del escándalo, que los amantes de la verdad y de la justicia son quienes perturban la Nación, quienes provocan los alborotos. Decir eso equivale a burlarse de la gente. ¿Acaso no está informado el general Billot, por no citar a otros, desde hace ya dieciocho meses? ¿Acaso no le instó el coronel Picquart a que se ocupara personalmente de la revision si no quería que estallara la tormenta y se trastornara todo? ¿No le suplicó Monsieur Scheurer Kestner, con lágrimas en los ojos, que pensara en Francia, que evitara tamaña catástrofe? ¡No! Nuestro deseo fue dar facilidades, quitarle hierro al asunto, y, si el país está angustiado, el responsable es el poder, que, en su afán por ocultar a los culpables y movido por intereses politicos, se negó a todo creyendo que tendría bastante fuerza para impedir que se hiciera la luz. Desde aquel día, se ha limitado a maniobrar en la sombra, a favor de las tinieblas, y él, solo él, es responsable del violento malestar en que se sumen las conciencias.

¡Ah, señores, qué pequeño se nos antoja el caso Dreyfus en estos momentos, qué perdido y qué lejano con respecto a los aterradores problemas que ha suscitado! Ya no hay caso Dreyfus, ahora solo se trata de saber si Francia sigue siendo la Francia de los derechos del hombre, la que dio la libertad al mundo, la que debía darle la justicia. ¿Somos aún el pueblo más noble, más fraternal, más generoso? ¿Conservamos en Europa nuestro renombre de equidad y humanidad? Además, ¿no son precisamente nuestras conquistas las que ahora están en tela de juicio? Abran los ojos y comprendan de una vez que, para que Francia se halle en tal confusion, ha de sentirse sublevada en lo más hondo de su alma y alarmada a la vista de un temible peligro. Un pueblo no se desquicia de ese modo sin que su vida moral se vea amenazada. El momento reviste excepcional gravedad, y está sobre el tapete la salvación del país. Y cuando hayan entendido esto, señores, comprenderán que solo existe una solución posible: decir la verdad, impartir justicia. Todo aquello que retrase la llegada de la luz, todo lo que añada tinieblas a las tinieblas, no hará sino prolongar la crisis. La misión de los buenos ciudadanos, de los que sienten el imperativo de acabar de una vez, consiste en exigir la plena luz. Empezamos a ser muchos los que así lo creemos. Los hombres de letras y de ciencia, los filósofos, se alzan por todas partes en nombre de la inteligencia y de la razón. Y ya no hablo del extranjero, del temblor que ha sacudido a toda Europa. Sin embargo, el extranjero no tiene por qué ser el enemigo. No hablemos de aquellos que mañana puedan ser nuestros adversarios. Pero Rusia nuestra gran aliada, la pequeña y generosa Holanda, todos los simpáticos pueblos del Norte, esas tierras de lengua francesa, Suiza y Bélgica ¿por qué tendrán hoy el corazón oprimido, desbordante de fraternal sufrimiento? ¿Sueñan ustedes con una Francia aislada del mundo? ¿Quieren que, al cruzar la frontera, ya nadie les sonría por su legendaria fama de equidad y humanidad?

¡Qué desgracia, señores! Tal vez ustedes, como tantos otros, estén esperando la chispa provocadora, la prueba de la inocencia de Dreyfus, que caería del cielo como un trueno. La verdad no suele revelarse así, exige investigación e inteligencia. Y sabemos muy bien dónde está la prueba de esa verdad. Pero sólo la recordamos en la intimidad, y nuestra angustia por la patria nos hace temer que quizás algún día, tras haber comprometido el honor del ejército con una mentira, recibamos la violenta respuesta a esa prueba. También quiero declarar abiertamente que, si bien mencionamos anteriormente como testigos a algunos miembros de las embajadas, nuestra primera y firme intención no fue la de citarlos para que declararan. Hubo quien se sonrió ante nuestra audacia. Pero no creo que en el Ministerio de Asuntos Exteriores se hayan sonreido, porque allí debieron de entender. Nos hemos limitado a querer decir a los que saben la verdad que nosotros también la sabemos. Esa verdad corre por las embajadas, y mañana todos la conocerán. Ahora nos es imposible ir a buscarla donde está, protegida como se halla por formalidades insuperables. El Gobierno, que nada ignora, el Gobierno que, igual que nosotros, cree firmemente en la inocencia de Dreyfus, podrá, cuando lo desee y sin ningún riesgo, requerir a los testigos que por fin aporten la luz.

Dreyfus es inocente, lo juro. Respondo con mi vida, respondo con mi honor. En esta hora solemne, ante este tribunal que representa a la justicia humana, ante ustedes, señores del jurado, que son la esencia misma de la Nación, ante toda Francia, ante el mundo entero, juro que Dreyfus es inocente. Por mis cuarenta años de trabajo, por la autoridad que esa labor pueda haberme dado, juro que Dreyfus es inocente. Y por todo lo que conquisté, por la fama que me labré, por mis obras, que ayudaron a la difusion de las letras francesas, juro que Dreyfus es inocente. ¡Que todo se desmorone, que desaparezcan mis obras, si Dreyfus no es inocente! Dreyfus es inocente.

Todo parece confabularse contra mí: las dos Cámaras, el poder civil, el poder militar, los periódicos de gran tirada, la opinión pública, a la que han envenenado. Sólo me queda la idea, un ideal de verdad y de justicia. Y me siento muy tranquilo; venceré.

No quería que mi país siguiera viviendo en la mentira y en la injusticia. Podrán ustedes condenarme aquí mismo. Algún día, Francia me dará las gracias por haberla ayudado a salvar su honor.

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