Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO CUARTO

LA MONARQUÍA (CONTINUACIÓN)

La Cámara de los Comunes ha hecho investigaciones acerca de la mayor parte de las cuestiones, pero jamás ha tenido un comité de la reina. Ningún blue book trata de lo que hace la reina; tal investigación no podría efectuarse, y sin embargo, si se consintiera hacer, probablemente ahorraría a la reina muchas molestias ordinarias, y la pérdida de un tiempo que emplea trabajosamente en una tarea inútil.

En la teoría admitida generalmente sobre la Constitución inglesa, hay dos errores respecto del soberano. El primero es que, en otro tiempo al menos, se le miraba como un Estado del reino, es decir, como si tuviera la autoridad con el mismo título que la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. Y, en efecto, el soberano de otros tiempos tenía esta autoridad; su poder era hasta muy superior al del Parlamento, pero ya no es así. El ejercicio de semejante autoridad supone en el monarca un derecho de veto en los actos legislativos. Sería preciso que le fuese posible rechazar los bills, si no a la manera de la Cámara de los Comunes, a lo menos como la Cámara de los Lores.

Pero la reina no tiene por arma el veto. Se vería obligada a firmar su propia sentencia de muerte si las dos Cámaras se pusieran de acuerdo para someterla a su firma. Sólo en virtud de una fIcción del pasado se le atribuye el poder legislativo. Hace mucho tiempo que no posee ni una sola partícula de semejante poder.

En segundo lugar, la teoría antigua pretende que la reina es el poder ejecutivo. La Constitución americana ha sido el fruto de discusiones muy detenidas cuando fue hecha, y entonces se admitió como verdad que el rey era en la Constitución inglesa un administrador supremo; y se acordó, en defInitiva, que la primer necesidad era la creación de un administrador análogo sin la herencia, es decir, un presidente. Viviendo más allá del Atlántico, y dejándose arrastrar por las doctrinas corrientes, los hábiles autores de la Constitución federal, a pesar de toda su atención y cuidado, no han visto que el primer ministro tiene como suya la parte principal del poder ejecutivo en la Constitución inglesa, mientras que el monarca era una simple rueda del mecanismo político. Cierto es que pueden muy bien encontrar disculpa los legisladores americanos en la historia de aquella época. La idea que tenían de nuestra Constitución, se la habían formado según lo que habían tenido ocasión de advertir. En los tiempos en que lord North se estimaba que administraba el país, era Jorge III quien en realidad gobernaba. Lord North no era hechura suya, sino su agente. Si el ministro proseguía una guerra que desaprobaba con todas las fuerzas de su alma, es porque esta guerra tenía la entera aprobación del rey. De donde se sigue de un modo inevitable, que los miembros de la Convención americana han debido ver el verdadero ejecutivo en el rey, cuyos actos les perjudicaban, y no en un ministro que no les había hecho daño alguno.

Si, dejando a un lado la teoria de las gentes ilustradas, examinamos nuestra antigua legislación no derogada, verdaderamente sorprende todo lo que puede hacer el soberano. Hace algunos años la reina quiso con mucha razón nombrar pares del reino vitalicios; los miembros de la Cámara alta cometieron el gran error, en contra de sus mismos intereses, de oponerse a ese deseo. Pretendieron que el derecho reivindicado por la reina había caído en desuso, que en otro tiempo sin duda la monarquía lo había poseído, pero que por prescripción lo había perdido.

Léase el Digesto de Comyn o cualquier otro libro de este género: en el epígrafe Prerrogativa real se encontrará que la reina tiene cien derechos de ese género, los cuales no se podrá decir si existen aún o si han caído en desuso, y que darían lugar a largas e interesantes discusiones si la reina intentase ejercerlos. Sería bueno que un buen jurisconsulto escribiese una obra encaminada á distinguir entre esos derechos los que están en vigor y los que no lo están, merced a la prescripción. No hay en verdad noticias más auténticas acerca de lo que la reina puede hacer, que sobre lo que en realidad hace.

Desde el punto de vista estrictamente superficial de la teoría, hay en esto, en nuestras libres instituciones, un defecto evidente. En un gobierno popular, todo poder debe estar definido. La idea dominante de ese gobierno, es que el mundo político, el que gobierna, da a los negocios la dirección que juzga conveniente. Todos los actos de una administración se aquilatan con gran cuidado: se inspeccionan esos actos para saber si son buenos, y para oponerse a ellos de una manera o de otra si parecen malos. Pero no se puede juzgarlos más que con conocimiento de causa, no es posible ponerlos en orden si se ignora la extensión de esos distintos derechos. Una prerrogativa secreta es una anomalía. Y, sin embargo, ese carácter secreto es indispensable a la monarquía inglesa hoy para que pueda ser todo lo útil posible. Ante todo, la monarquía quiere ser respetada, y si se quiere excavar en el dominio de sus prerrogativas, es imposible respetarla. Desde el momento en que se estableciese un comité especial de la reina desaparecería todo el encanto fascinador de la monarquía. Este encanto existe merced al misterio. La magia no se concibe en plena luz. No se debe llevar a la monarquía al terreno político, so pena de dejar de ser respetada por los combatientes; no será más que un combatiente como los otros.

Si la existencia de ese poder secreto es desde el punto de vista puramente abstracto un vicio de nuestra Constitución política, se trata de un vicio inherente a una civilización como la nuestra, en la cual es necesario tener poderes augustos y, por consiguiente, desconocidos, a la vez que esos poderes dependan de un uso ordinario.

Si para apreciar el funcionamiento de ese poder secreto se acude a los testimonios de aquellos que, entre los muertos o los vivos, lo han tenido más cerca, se observa una extraña diferencia entre sus opiniones. Como los cortesanos de Jorge III, los hombres de Estado que van a la corte de la reina Victoria están unánimes en lo de afirmar la extensión de la influencia real. Uno y otros admiten que la Corona hace mucho más de lo que parece hacer. Pero hay esa misma divergencia de opiniones en lo que concierne al valor de los actos que ejecuta. Mr. Fox no sentía escrúpulo alguno en calificar severamente el influjo latente de Jorge III: veía en él las maniobras ocultas de un espíritu infernal.

Los actos de la Corona, en la época a que nos referimos, inspiraban temor y terror a los liberales; hoy los liberales más avanzados hablan así: Jamás, por nuestra parte, podremos saberlo, pero cuando la historia se haya escrito, podrán nuestros hijos saber todo lo que debemos a la reina y al príncipe Alberto. El misterio de la Constitución, que aturdía tanto en otros tiempos a los hombres de Estado más serenos, más reflexivos y más instruídos, es un objeto de amor y de respeto para sus sucesores.

Antes de procurar explicar ese cambio, hay una parte de los deberes de la reina que se pretende poner fuera de discusión; es la parte rutinaria. Es preciso que la reina dé su asentimiento y su firma a una porción innumerable de documentos oficiales que nada tienen que ver con la política, cuyo contenido es insignificante, y que el empleado más modesto podría firmar como ella. Jorge III tenía la costumbre de leer una gran cantidad de documentos antes de firmarlos: cesaba de leerlos cuando lord Thurlow le declaraba que era absurdo examinar documentos que no se podían comprender. Pero la peor clase de documentos es la de las comisiones del ejército. En virtud de un acto aprobado hace sólo tres años, la reina debió firmar todas las comisiones militares, y aún hoy firma todas las comisiones nuevas. Por una consecuencia natural e inevitable, esas comisiones estaban y están retrasadas por nulas. Hase visto muchas veces oficiales que no reciben sus comisiones por primera vez sino años después de haber dejado el servicio. Si la reina fuese un funcionario ordinario, se habrían hecho oír las quejas desde hace mucho tiempo, y desde hace mucho tiempo se le habría librado de un trabajo tan absorbente.

Se pretende que un hombre de Estado un tanto despreocupado en su manera de tomar estas cosas, ha encontrado el medio de defender el indicado abuso diciendo: Puede ocurrir que un tonto suba al trono, y en ese caso, sería bueno reservar las muchas ocupaciones de una naturaleza tal que no puede hacer con ella mayores dañOS. Pero es una cosa poco seria acumular tanta tarea rutinaria en manos de un soberano a quien su título condena al desempeño de una infinidad de deberes oficiales en la sociedad. Se trata aquí de un rastro del tiempo pasado, cuando Jorge III quería conocer por sí mismo los detalles más vulgares y no dar sino un asentimiento motivado a las medidas más insignificantes. Dejemos, pues, fuera de toda discusión esas labores impuestas por la rutina. No proporcionan al soberano ningún influjo ni para mal ni para bien.

El medio mejor de apreciar todo lo que debemos a la reina, es hacer un vigoroso esfuerzo de imaginación para ver cómo nos arreglaríamos sin ella. Despojemos al gobierno de gabinete de sus accesorios, reduzcámosle a sus dos elementos esenciales, es decir, una Asamblea de representantes llamada Cámara de los Comunes, y un gabinete elegido por esta Asamblea; veamos lo que podríamos hacer con eso sólo. Se está tan poco acostumbrado a analizar la Constitución, se tiene tal hábito de atribuir al conjunto de la Constitución la totalidad de sus efectos que, en la opinión de muchos, no es posible para una nación prosperar o siquiera vivir con esos dos elementos solos.

Sin embargo, de ahí es de donde depende la posibilidad de imitar las formas generales del gobierno inglés. Un monarca realmente capaz de inspirar respeto, una Cámara de los Pares que posee la misma cualidad: he ahí accidentes históricos casi especiales de nuestra isla, y que, en todo caso, sólo hay en Europa.

Un país nuevo, si quiere adoptar el gobierno de gabinete y no arrojarse en brazos del gobierno presidencial, está obligado a crear un gabinete con sus propios recursos, porque no tiene a su disposición la vieja ruta del antiguo mundo.

Cabe imaginar varios sistemas para conseguir de un Parlamento en apariencia, lo que nuestro Parlamento nos asegura en realidad; la facilidad de elegir un primer ministro. Por mi parte me inclinaría al modo más sencillo. De esta manera se tendrá de seguro el esqueleto del sistema, se mostrará en qué difiere del sistema monárquico, y se podrá eludir la censura de haber rodeado de encantos y de seducciones ilusorias el primero de esos sistemas para sustituirle con el otro.

Supongamos, pues, que la Cámara de los Comunes, existente sola y por sí misma, debe elegir al primer ministro como los accionistas de una compañía de ferrocarriles nombran su director, que en el momento de cada vacante causada, sea por muerte, sea por dimisión, los miembros de los Comunes tengan el derecho de nombrar el sucesor del ministro; que pasado cierto tiempo, tal como lo exigen de ordinario las crisis ministeriales, v.gr.: una quincena de días ó diez días, los miembros de los Comunes votan por el candidato que prefieren: que el speaker hace el recuento de votos, y que el candidato que sume el mayor número de votos es elegido primer ministro; semejante medio de elegir primer ministro pondría la elección en manos de los partidos organizados absolutamente como ocurre entre nosotros, con la diferencia que produce el derecho de intervención reservado a la Corona. Jamás será nombrado un candidato independiente, porque el considerable número de votos de que cada uno de los grandes partidos dispone se impondrá a las pequeñas minorías temporales. El primer ministro no seria elegido por un tiempo fijo, sino por todo el tiempo que su conducta agrade al Parlamento. Con las modificaciones naturales y las diferencias que quedan por señalar, todo marcharía entonces como hoy. Entonces, como hoy, el primer ministro debería formular su dimisión después de un voto que indicase que ha perdido la confianza del Parlamento; pero la voluntad del Parlamento se ejercitaría por medio de un acto evidente y sencillo, que sería la elección de un sucesor, en tanto que hoy dicha voluntad predomina de una manera indirecta.

Para aclarar la discusión, será bueno dividida en tres partes. La marcha de un gobierno representativo tiene tres períodos: el primero abraza la formación de un ministerio, la segunda su ejercicio, la tercera su fin o término.

Examinemos con cuidado cuál es el papel de la reina en cada uno de esos períodos; veamos en qué difiere nuestra fonna actual de gobierno en cada uno de ellos, sea en bien, sea en mal, de esa otra forma más sencilla que tendría un gobierno de gabinete que existiese sin la reina.

Al principio de una administración no habrá mucha diferencia entre la forma monárquica y la forma no monárquica, en lo que a los gobiernos de gabinete se refiere, si hubiera sólo dos grandes partidos en el Estado, y si todos los miembros que componen el más importante de esos dos partidos se entendiesen perfectamente para reconocer el mismo jefe parlamentario y elegir, por consiguiente, el mismo ministerio. El soberano debe actualmente aceptar el jefe así reconocido tal, y, en el caso de que fuera la Cámara de los Comunes quien eligiera directamente al primer ministro, no podría elegir más que un jefe. El partido principal, obrando unido y de acuerdo, impondrá todas sus decisiones en la Cámara sin resistencia seria, y quizá sin lucha aparente. Un partido preponderante, que no estuviese dividido, tendría una autoridad absoluta. En semejantes circunstancias, el gobierno de gabinete marcharía sin tropiezo alguno, con o sin la reina. El mejor soberano no añadiría ventaja alguna, ni el soberano más malo podría hacer ningún daño.

Las dificultades son mucho más grandes cuando los miembros del partido preponderante no se entienden para la elección de su jefe. En una monarquía, del soberano es de quien depende la elección, y eso de hecho; pero bajo una forma de gobierno no monárquico, ¿á quién corresponderá la elección en ese caso? Será preciso celebrar mitings, como los de Willis Rooms; será necesario que la mayoría del partido ejerza sobre la minoría la especie de despotismo que obligaba a lord John Russell, en 1855, a prescindir de sus pretensiones que ponía en segundo término, para servir como segundo en el ministerio de lord Palmerston. La presión tácita que un partido ganoso del poder ejerce sobre los jefes que dirigen sus fuerzas, tendrá y deberá tener entonces su propio empleo. En cuanto a lo de saber si en ese caso, ese partido elegirá siempre al hombre más capaz, puede ponerse en duda. Una vez que un partido se divida, nada más dificil y trabajoso que reunir la unanimidad de sufragios en la persona que un espectador desinteresado recomendaría. Se despiertan toda clase de rivalidades y celos, y es siempre dificil, cuando no imposible, apagarlos. Pero, aunque entonces ese partido pueda no elegir el mejor jefe, tiene los más graves motivos para elegir, por lo menos, un jefe muy conveniente. Sólo a ese precio puede conservar su influjo. Bajo el gobierno presidencial, las reuniones preliminares para la designación del presidente, no tienen que preocuparse con las facultades que podrá desplegar más tarde el candidato de su elección. Lo que buscan es un candidato capaz de juntar los sufragios: poco importa su capacidad. Si elige un hombre mediocre, no por eso dejará de gobernar mientras dure el periodo constitucional de su mandato; y, aun cuando diese las pruebas más grandes de capacidad, a la aspiración de su mandato habrá, según las prescripciones constitucionales, otra elección.

En cambio, un gobierno ministerial no está sometido a un límite de existencia tan formal. Ese gobierno es siempre revocable, la duración de su existencia depende de su conducta. Si el partido que es dueño del poder comete la falta de elegir como su jefe a un hombre insuficiente, su partido pierde todo su crédito. La habilidad es su condición de vida. Supongamos que en 1859 el partido whig se hubiera decidido á rechazar a lord Palmerston y a lord Russell para poner en su lugar a una medianía; los whigs, probablemente hubieran caído del poder en el momento en que se presentó la cuestión del Schleswig-Holstein. La nación los hubiera abandonado, el Parlamento hubiera hecho lo mismo; no se hubiera soportado que una negociación secreta, de la cual dependía la solución de un grave problema, a saber, si habría guerra o paz, estuviera confiada a las manos de un ministro insuficiente, de un ministro que hubiera debido su nombramiento a ser una medianía y que no hubiera sido respetado ni aun por sus amigos.

Por otra parte, un gobierno ministerial obra a la luz del día, toma su fuerza en la discusión. Un presidente puede ser un hombre mediocre, y sin embargo, si tiene buenos ministros hasta el fin de su administración, puede no revelar que es un mediocre sin dejar en duda la cuestión de saber si es un hombre inteligente ó incapaz. En cambio, un primer ministro debe mostrarse tal cual es, es preciso que se mezcle en los debates de la Cámara de los Comunes, es preciso que guíe a esta Asamblea en el manejo de los negocios, es preciso que en toda ocasión la aconseje y que la dirija en los momentos agitados. Su entera personalidad está sometida a la prueba de las investigaciones, y si no sabe resistir a ellas, deberá abandonar el poder.

Ningún partido consentiría investir a un hombre que fuese una medianía, con las graves funciones que un gobierno de gabinete pone en manos del primer ministro. Este personaje, aunque designado por el Parlamento, puede disolver el Parlamento. Los representantes cuidarán de un modo natural, de que ese derecho de poner fin a su mandato, tan codiciado, no caiga en manos que no sean hábiles. No irán a confiar á manos inhábiles el ejercicio de un derecho que, perjudicando a la nación, pueda arruinarles a ellos mismos. Puede, pues, estarse seguro de que, aun en el caso de que el partido preponderante esté dividido, un gobierno de gabinete, si no hay monarca, no dejará de encontrarse en el Parlamento un jefe hábil y capaz, no dejará de presentar un buen primer ministro, ya que no el mejor posible. Mas, se dirá: ¡es que bajo la monarquía, un gobierno puede resultar mejor!

Sí, así lo creo, pero con una sola condición.

Si el monarca constitucional está dotado de una rara penetración, si no tiene prejuicios, si ha procurado acumular vastos conocimientos políticos, puede hasta llegar él mismo a elegir en las filas de un partido dividido el jefe mejor, cuando precisamente ese partido, entregado a sus propios instintos, no sabría elegirlo. Cuando el soberano está en situación de desempeñar el papel de aquel espectador muy inteligente y muy desinteresado que ocupa un puesto tan hermoso en las obras de ciertos moralistas, puede elegir mejor que sus mismos súbditos el ministro que les conviene. Pero si el monarca no está libre de prejuicios, si no tiene un maravilloso discernimiento, según todas las probabilidades, no sabrá hacer una elección mejor que la haría un partido dividido. Evidentemente no tiene los mismos motivos que ese partido para conducirse sabia y prudentemente en su elección. Su posición está asegurada, ocurra lo que ocurra, mientras que la caída de un partido puede producirse a causa de la incapacidad desplegada por el ministro elegido.

Es muy razonable temer que el soberano obedezca a prejuicios. Durante más de cuarenta años las antipatías personales de Jorge III paralizaron las administraciones que en el poder se sucedieron. Casi al principio de su carrera prescindió de lord Chatham, y casi al fin de su reinado, no consintió a Mr. Pitt entenderse con Mr. Fox. Sintió siempre una gran debilidad por las medianías; en general, no le agradaban las gentes hábiles y mostró siempre una gran repugnancia y alejamiento hacia las grandes ideas. Si los monarcas constitucionales resultan ser hombres que tienen una experiencia limitada y una inteligencia común, y no hay derecho alguno a suponerles por obra de un milagro cualidades superiores, las elecciones de esos soberanos tendrán, la mayoría de las veces, menos valor que las de un partido dividido; el peligro que se deberá siempre correr en esos casos, es que el soberano prefiera un servidor obsequioso y vulgar, como Addington, a un hombre de talento poco común, pero independiente como Pitt.

Llegaremos a una conclusión análoga examinando la manera de elegir un primer ministro bajo los dos sistemas de gobierno si se supone el caso más crítico, esto es, el caso en que haya tres partidos. Es este el caso en el cual el gobierno de gabinete corre más riesgo de poner de relieve sus defectos, y está en las mejores condiciones de desplegar sus buenas cualidades.

Lo que caracteriza principalmente el gobierno de gabinete, es que el poder ejecutivo es elegido por la Asamblea legislativa; pero cuando hay tres partidos es imposible hacer una elección satisfactoria. No hay seguridad de obtener una elección realmente buena, más que cuando una gran mayoría se decide en pro de un hombre y le concede su confianza. Pero cuando hay tres partidos, nada análogo puede ocurrir. El partido más débil numéricamente, al dar el apoyo de sus votos, determina la elección del candidato. Su conducta, en ese caso, no está sometida a ninguna sanción; renunciando al derecho de votar por su propio interés, ese partido se limita a no intervenir de una manera decisiva en favor de uno de los candidatos de los otros, en cuyo beneficio sacrifica el suyo. Cuando la elección de un ministro descanse en un acto de tal abnegación, no puede tener solidez; esa elección puede ser rectificada en cualquier momento. Los acontecimientos de 1858, aunque no sean propios para proporcionar un ejemplo perfecto en apoyo de mi pensamiento, lo explican, sin embargo, de una manera suficiente. En esta época, el partido radical, separándose de los liberales moderados, consintió en mantener en el poder a lord Derby. Y en su virtud, el partido más avanzado estimó conveniente coaligarse con el partido de la inmoralidad.

Uno de los radicales expresaba con más claridad que delicadeza sus ideas, diciendo: Perseguimos mejor lo que nos proponemos con esas gentes, que con otras, dejando entender que, en su opinión, los tories se prestarían mejor al planteamiento de las ideas radicales que los whigs. Pero era evidente que la unión de partidos tan opuestos no podía ser duradera. Los radicales habían vendido sus votos en pro de personajes cuyos principios les eran perfectamente hostiles, y los conservadores los habían pagado consintiendo medidas perfectamente contrarias a sus doctrinas. Pasado un breve intervalo, los radicales volvieron hacia los whigs moderados, que son sus aliados naturales, si bien ofreciéndoles de una manera natural ciertos motivos de acritud. Sirviéronse, pues, del peso decisivo que entonces tenían sus votos, primero para un cierto gobierno, luego para un gobierno de opinión opuesta.

No tengo por qué censurar esta política. Me limito a citarla para apoyar mi pensamiento, y añado que si, por hipótesis, ese juego volviera a repetirse con exceso y se prolongara demasiado, el gobierno parlamentario sería imposible. Cuando hay tres partidos, entre los cuales no hay dos que coaliguen sus esfuerzos de una manera duradera, si ocurre que el más débil, oscilando rápidamente entre los otros dos, les otorga, por turno, su preferencia, ya a uno ya a otro, la condición elemental que exige el gobierno de gabinete falta por completo. No hay en el Parlamento un cuerpo capaz de elegir: no es posible contar con que su elección creará un poder ejecutivo con suficientes probabilidades de duración, porque entonces no hay fijeza ni en las ideas ni en los sentimientos de aquellos que deben elegir el gobierno.

Bajo todas las formas que puede tener el gobierno de gabinete, con o sin monarquía, sólo hay un remedio contra ese mal. Es preciso que los espíritus moderados de todos los partidos se unan para sostener el gobierno que, en suma, convenga mejor al conjunto. Por ese medio es por donde la administración de lord Palmerston se ha sostenido en su tiempo, y como ese ministerio, aunque insuficiente en diversos respectos, tenía una política extranjera excelente, y desplegaba en el interior su actividad con mayor éxito que lo han hecho la mayoría de los ministerios ingleses. Los conservadores moderados y los radicales moderados lograron mantener firmemente esta administración, consintiendo en prestar su apoyo en una medida suficiente a los whigs moderados. Que haya o no haya rey, esta abnegación saludable es la fuerza principal con la cual debe contar para asegurar su funcionamiento regular un gobierno parlamentario en las circunstancias indicadas, que para él constituyen una crisis temible. Ahora bien; ese espíritu de moderación ¿lo favorece ó lo contraría la forma monárquica? ¿Tendrá un efecto más beneficioso bajo la forma real del gobierno ministerial que bajo la otra forma? ¿Será este efecto funesto?

Si el soberano lleva su penetración hasta el genio, su existencia podrá, en semejante crisis, ser de una utilidad inmensa. Tomará como ministro y conservará en el ministerio, si es posible, al hombre de Estado en el cual el partido moderado deberá, en definitiva, fijar su elección, pero que aún busca por medio de sucesivos tanteos; siendo el soberano un hombre de sentido, de experiencia y tacto, sabrá ver cómo puede establecerse el equilibrio y cuál es la fracción política a la cual vendrán a unirse más tarde los espíritus moderados que hay en los otros partidos. Por medio de variaciones sucesivas y de la incertidumbre general, el monarca tendrá probablemente varias ocasiones de hacer una elección. De él dependerá llamar al poder a A, B, o bien a X, V y experimentarles. El estado agitado de los partidos no permite tener fijeza, pero es muy favorable a una especie de tolerancia provisional. Vese que es útil tener alguna cosa, sin saber precisamente lo que se desea, y se acepta provisionalmente todo lo que se presenta, para examinar si eso es lo que en rigor se necesita y qué resultado dará el ensayo.

Durante la larga sucesión de gobiernos débiles, que comienza con la dimisión del duque de Newcastle en 1762 y termina con el advenimiento de Mr. Pitt en 1784, la voluntad enérgica de Jorge III tuvo efectos extremadamente importantes.

En momentos en que la mezcla de los partidos presenta complicaciones prolongadas, como debe ocurrir a menudo durante largos períodos, bajo un gobierno parlamentario, cuya existencia es ya antigua, si el poder real ejerce hábilmente su influjo, prestará al orden político servicios incalculables.

Pero ¿se ejercerá ese poder con un tacto hábil? Un soberano constitucional, en la práctica ordinaria, no es, en general, un hombre cuyas facultades son ordinarias. Tengo, en realidad, mucho miedo, considerando la decrepitud precoz de las dinastías donde el poder se transmite hereditariamente, que el soberano sea un hombre hasta de capacidad muy débil. La teoría y la experiencia están de acuerdo para enseñarnos que la educación de un príncipe no puede ser sino mediana, y que una familia real tiene, en general, menos talento que las demás.

Siendo esto así, ¿hay derecho a esperar que los soberanos pertenecientes a una dinastía cualquiera puedan transmitirse a perpetuidad ese tacto exquisito, que no es más que una especie de genio, y que, por serio, es tan raro, por lo menos, como el genio mismo?

De una manera general puede afirmarse que la prudencia y sabiduría más profundas quizá, de un monarca constitucional, deberán mostrarse bajo la forma de una inacción estudiada. En las circunstancias tan complejas de los años 1857 a 1859, la reina y el principe Alberto se han abstenido con toda su prudencia de imponer jamás su propia elección al Parlamento. Si hubieran elegido un primer ministro, quizá no hubieran elegido a lord Palmerston. Pero debieron ver, a lo menos puede creerse así, que el mundo político podía prescindir de su injerencia, y que introduciendo en la corriente regular de los negocios un elemento extraño, no harían más que retrasar el momento en el cual las fuerzas íntimas del Parlamento llegarían a organizarse según el orden más ventajoso.

Después de todo, hay un motivo que, por sí solo, debería inclinar aun al soberano más hábil y más seguro de su habilidad a no hacer caso de ella, sino muy a la larga, y es que está bien que el Parlamento se dé cuenta de su responsabilidad. Cuando un Parlamento se imagina que el soberano debe elegir la administración, llega hasta no saber encontrar los elementos para ello. La forma real del gobierno ministerial es la peor de todas; se llega a poner una rueda accesoria donde está una principal, y a hacer que una Asamblea se desentienda de sus funciones supremas para confiar su cumplimiento a otro poder.

Para hacer la necesaria justicia al gobierno de gabinete bajo una República, notaremos en él la falta de uno de los vicios más graves y más salientes que se ven bajo la forma monárquica. Allí donde no hay corte, no se puede temer al mal influjo que una corte puede ejercer. En qué consiste este influjo, todos lo saben, aunque nadie, ni el observador más atento, puede precisar con seguridad la inmensidad de sus efectos. Sir Roberto Walpole, empleando un lenguaje muy fuera de las costumbres modernas, declaraba, después de la muerte de la reina Carolina, que no tenía por qué preocuparse de las hijas del rey -esas doncellas, como él decía-, y que se apoyaría exclusivamente en la señora de Walmoden, la querida del rey. El rey, dice un escritor de los tiempos de Jorge IV, el rey nos es favorable y, lo que vale aún más, la marquesa de Conyngham está por nosotros. Nadie ignora a qué género de influencias se han atribuido ciertos cambios que se han producido en el gobierno, en Italia, después de la unidad italiana. Esos influjos malos tienen, naturalmente, el más grande efecto en los momentos de perturbación, es decir, cuando pueden ser más peligrosos.

Una querida del rey tan audaz y tan inclinada al mal como se la supone, en vano formaría complots contra una administración invulnerable; pero la intriga elegiría para obrar el momento en que estando el Parlamento indeciso, y encontrándose los partidos divididos, las probabilidades de éxito serán más numerosas y las acciones perversas más fáciles de cometer; entonces, en una palabra, es cuando el gobierno de gabinete tropieza con las mayores dificultades para su ejercicio.

Es muy importante ver que una buena administración puede organizarse sin monarca; varios importantes hombres de Estado que se han ocupado en el asunto en nuestras colonias lo dudan: Admito, se dice, que un ministerio puede llegar tan lejos sin un director, una vez lanzado; pero me parece imposible prescindir de él para crear el ministerio. Hasta se ha emitido la idea de que si una colonia se separase de Inglaterra y se viese obligada á organizar su propio gobierno, haría muy bien en elegir un director de por vida para confiarle únicamente el encargo de nombrar los ministros; sería esta una función análoga a la del gran elector en el sistema de Sieyes. Pero al crear una función de ese género, la colonia no haría más que procurarse un obstáculo artificial. Ese jefe sería inevitablemente un hombre que tendría las pasiones del partido. El puesto más imponente del Estado no dejaría de procurar materia suficiente para rivalidades entre los hombres de opiniones diferentes, que dividen ordinariamente todo país donde la vida política es activa. Esos hombres de los partidos se preocupan y se mezclan en todo; jamás consentirían en confiar el puesto de más honor, el más en evidencia, más que a uno de los suyos. Se diría, por otra parte, que el gran elector, designado para elegir ministros, podría, en el momento de una crisis importante, mostrarse como amigo celoso de los unos, enemigo peligroso de los otros. El partido más fuerte elegiría, dado esto, un jefe que tuviese de su lado cuando hiciera falta decidir, que se inclinaría á su favor cuando se tratase de manifestarse favorable; en suma, un auxiliar constante para sí mismo, y al mismo tiempo un obstáculo continuo para sus adversarios. Es absurdo elegir por medio de elecciones disputadas un hombre de Estado para darle la misión de elegir imparcialmente los ministros.

Pero es durante el periodo de vida de un ministerio, más bien que en el momento de su formación, cuando las funciones del soberano interesan a mayor número de personas, y cuando, en general, se les atribuirá por el público mayor importancia. Declaro que yo mismo soy de esa opinión. Es posible, creo yo, mostrar que el puesto del soberano reinante sobre un pueblo que es inteligente y está penetrado del espíritu público en una monarquía constitucional, es precisamente el puesto que más gustaría ocupar a un hombre sensato; se le ofrecerían en él las mejores ocasiones y medios de estimular el talento, y de oponerse a las malas tendencias del espíritu humano.

Respecto de la manera como la reina entienda sus deberes mientras dura una administración, tenemos un precioso fragmento escrito por su propia mano. En 1851, Luis Napoleón había realizado su golpe de Estado; en 1852, lord Russell dio el suyo para derribar a lord Palmerston. Mediante una muy útil derogación de la etiqueta, dio lectura en la Cámara de los Comunes del memorandum siguiente dirigido por la reina al primer ministro: La reina desea primeramente que lord Palmerston le manifieste claramente lo que se propone hacer en una circunstancia dada, a fin de que ella sepa bien en qué medida puede otorgarse la sanción real. En segundo lugar, cuando esta sanción se conceda a una medida, es preciso que esta medida no se someta arbitrariamente a cambios o a modificaciones por el ministro, pues de otro modo la reina debe considerar esta conducta como falta de sinceridad para con la Corona, y ejercer en ese caso el derecho constitucional que tiene de pedir la dimisión al ministro. Cuenta que la tendrá al corriente de todo lo que ocurriese entre él y los embajadores extranjeros antes de tomar decisiones importantes fundadas en esas conferencias, cuenta recibir los despachos extranjeros en tiempo oportuno, y que el texto de los proyectos de ley que deban ser aprobados por ella, le serán presentados con tiempo suficiente para que ella pueda enterarse antes de despacharlos.

Fuera de la intervención que ejerce la reina respecto de cada uno de sus ministros, y especialmente respecto del ministro de Negocios Extranjeros, la reina tiene una cierta acción de intervención respecto del gabinete. El primer ministro, como es sabido, le da noticias auténticas acerca de todas las decisiones más importantes, más lo que ella misma pueda conocer por sí leyendo los periódicos, con las indicaciones que suponen los principales votos del Parlamento. Es cosa obligada cuidar de que esté enterada de todo lo que merece la pena que sepa y deba ser conocido en la política corriente del país. El uso le otorga formalmente el derecho de quejarse cuando no se le da cuenta de un acto importante del ministerio, no sólo antes de cumplido, sino con tiempo suficiente para que pueda examinarlo y oponerse a que se ejecute.

En resumen: el soberano, bajo una monarquía constitucional como la nuestra, goza del triple derecho de ser llamado a dar su opinión, a animar, y por último, a hacer sus advertencias. Un rey prudente y cuerdo no debería desear otros derechos. Reconocería que la privación misma de los demás derechos le colocará en situación de ejercer éstos de una manera singularmente eficaz. Diría a sus ministros: Sobre vosotros recae la responsabilidad de esas medidas. Es preciso hacer todo lo que juzguéis bueno, y todo lo que juzguéis bueno de hacer tendrá mi pleno y completo apoyo. Pero debéis advertir que por esta o aquella razón ese proyecto es malo; por este o aquel motivo sería mejor lo que no proponéis; no me opongo al cumplimiento de esa medida, pues es mi deber no oponerme a ella; pero notad que os llamo la atención acerca del caso. Supongamos que el rey tenga razón, y que posee el don que los reyes tienen a menudo, el don de persuadir; sus palabras no dejarán de hacer efecto en el ministro. Sin duda, no siempre lograrán cambiar su determinación, pero casi siempre producirán en su ánimo una cierta turbación.

En el curso de un largo reinado, un rey sagaz logrará conseguir un grado de experiencia que pocos ministros tendrán. El rey podrá decir: ¿Recuerda usted acaso lo que ocurrió bajo tal o cual ministerio, hace catorce años, si no estoy equivocado? Puede de ello sacarse una enseñanza para las malas consecuencias que tendrá en efecto ese proyecto. En aquellos tiempos no ocupaba usted en la vida política el rango que ahora tiene, y es posible que su memoria no le represente por completo todas las luchas de entonces. Le invito a suspender la cosa y discutir el asunto con sus colegas de más edad que tomaron parte en el otro caso. No sería prudente volver á repetir una política cuyos resultados han sido entonces tan malos.

El rey, en tal supuesto, tendrá la ventaja que un subsecretario permanente tiene sobre su superior el secretario de Estado, miembro del Parlamento. Semejantes asuntos han ocupado su actividad durante su existencia, han entretenido su pensamiento; acaso le habrán causado inquietud; quizá le han procurado hasta placer; acaso su resolución se habrá decidido contra su parecer, o bien con su aprobación. El secretario miembro del Parlamento tiene tan sólo un vago recuerdo de que se ha hecho algo parecido en tiempo de uno de sus predecesores, cuando no conocía, o, por lo menos, no tenía interés alguno en esta parte de los negocios públicos. Es necesario que se ponga á estudiar trabajosamente y sin esperanza de conocer perfectamente todo lo que el secretario permanente ve desde el primer instante, y sin esfuerzo alguno de su memoria.

Bien sé que un secretario miembro del Parlamento puede, cuando quiera, reducir al silencio a su subordinado en virtud de la superioridad que su título le concede. Puede limitarse a decir: Todo eso, en mi sentir, no prueba gran cosa. Se han cometido muchas faltas en los tiempos de que usted me habla; no discutamos eso. Un personaje arrogante fácilmente desbarata las objeciones que dirigen los que están por encima de él.

Pero si un ministro puede muy bien obrar así con un subordinado, no ocurrirá lo mismo en su relación con su rey. La fuerza que le da la superioridad del rango social, y que le ha permitido derrotar a su subsecretario, no está entonces a su favor, sino en su contra. No se trata para él ya de tomar en consideración la opinión respetuosa de un subalterno, sino de responder a los argumentos de un superior a quien él debe respeto.

Jorge III conocía al detalle la marcha de los negocios públicos tan bien y mejor que cualquier hombre de Estado de su tiempo. Si a su capacidad y facultades como hombre de negocios y a su actividad hubiera sumado las cualidades más elevadas, que son las de un hombre de Estado clarividente, su influjo hubiera sido enorme. La antigua Constitución de Inglaterra daba seguramente a la Corona un poder que nuestra Constitución actual le niega. Mientras la mayoría del Parlamento fue principalmente comprada a costa de los favores reales, el rey participaba del mercado con o sin el ministro. Pero, aun bajo el imperio de nuestra Constitución actual, un monarca como Jorge III, teniendo grandes facultades, no dejaría de tener un influjo excelente. Toda Europa sabe que en Bélgica el rey Leopoldo ha tenido una autoridad inmensa con el empleo de medidas análogas á las que yo he descrito.

También es sabido, cuando se está al corriente de los acontecimientos de estos últimos tiempos en Inglaterra, que el príncipe Alberto ha alcanzado en realidad mucho influjo de la misma manera. Tenía las raras cualidades y aptitudes de un monarca constitucional; si hubiera podido vivir veinte años más, hubiera logrado tener una reputación en Europa, igual a la del rey Leopoldo. Durante su vida tuvo una gran desventaja. Los personajes más influyentes entonces en Inglaterra tenían una experiencia mucho más larga que la suya. Podía ejercer, y sin duda debió de ejercer un grave influjo, hasta un influjo absoluto sobre lord Malmesbury, pero no podía dirigir a lord Palmerston. El antiguo hombre de Estado que gobernaba a Inglaterra, a una edad en que la mayor parte de los hombres no son capaces siquiera de gobernar a sus familias, tenía el recuerdo de toda una generación política, desaparecida antes del nacimiento del príncipe Alberto. Lord Palmerston y el príncipe se diferenciaban por la edad y por el carácter. La estudiada delicadeza del príncipe alemán, delicadeza de espíritu que con razón se ha llegado a comparar con la de Goethe, era una cosa completamente extraña al hombre de Estado, mitad irlandés y mitad inglés. El valor un poco ruidoso que desplegaba en las dificultades secundarias, el empleo que sabía hacer, siempre con oportunidad, para matar la contradicción, de un lugar común, a veces un poco vulgar, podía molestar al príncipe Alberto, que unía a la circunspección del sabio el coraje de un estudiante. Nuestros nietos sabrán a qué atenerse acerca de esto, si nosotros no podemos darnos cuenta. El príncipe Alberto ha hecho mucho bien, pero ha muerto antes de haber podido extender su influjo sobre una generación de personas políticas menos experimentadas que él, y deseosas de recoger y aprovechar sus lecciones.

Sería pueril pensar que la conversación de un ministro con un soberano puede nunca tener el carácter de una discusión en forma. La divinidad que protege a los reyes inspira menos veneración que en otros tiempos, pero no deja de inspirarla todavía. Nadie, o casi nadie, sabe discutir en el gabinete de un ministro como en su propio gabinete, o como se discutiría en el gabinete de cualquier otro individuo. No se está allí tan a su gusto para formular sus razones y refutar los argumentos opuestos. Y la cosa es peor cuando se está en el gabinete de un monarca.

La prueba mejor de lo que decimos, nos la da el ejemplo de lord Chatham. Jamás hombre de Estado tuvo un aire más dictatorial, ni más empírico; además, fue quizá el primer personaje que llegó al poder contra la voluntad del rey y contra la de la nobleza; fue el primer ministro popular. Se podía muy bien creer que ese tan valiente tribuno del pueblo tendría grandes humos ante su soberano, y se presentaría ante el rey como ante cualquier otra persona. Pues bien; muy por el contrario, se dejaba dominar por su propia imaginación, y, dominado por una especie de encanto difundido místicamente alrededor de la persona real, no era el mismo hombre en presencia del rey. Una mirada, dice Burke, en el gabinete del rey, lo embriaga por completo y para el resto de su vida. Un bufón afirmaba, que al levantarse se inclinaba tanto hacia abajo, que la parte de la nariz aguileña podía verse por entre sus dos rodillas. Tenía la costumbre de arrodillarse junto al lecho de Jorge III cuando le hablaba de los negocios. Ahora bien; es evidente que un hombre no puede discutir cuando está de rodillas. El respeto supersticioso que le pone en esta actitud fisica, le impondrá en lo moral una disposición análoga al espíritu. No le permitirá refutar los malos argumentos de un rey, como lo haría si se tratase de un particular. No desenvolverá sus mejores razones con una fuerza y un alcance suficientes, cuando piensa que puede disgustar al soberano. Si se presenta un punto dudoso, el rey se impondrá, y en política muchos razonamientos de los más graves están llenos de puntos controvertidos. Todo lo que se ocurra en apoyo de la opinión real tendrá fuerza, todo lo que pueda decirse para apoyar la opinión del ministro, no se producirá sino habiendo perdido valor y fuerza.

El rey, por otra parte, está adornado de un poder del cual en teoría se le debe hacer caso en las circunstancias graves, pero que la ley le consiente ejercer en todas ocasiones. Tiene el derecho de disolución; puede decir a su ministro: Ese Parlamento le ha traído a usted aquí, pero yo quiero ver si no me es posible obtener del pueblo otro Parlamento, que me envíe a otro que le reemplace a usted.

Jorge III sabía muy bien que, para ejercitar ese derecho, era preciso escoger el momento favorable y no disolver el Parlamento sino a propósito de cuestiones que, según todas las apariencias, y, en todo caso, con alguna probabilidad, le procurarían el concurso del país. Se las arreglaba siempre de manera que tuviera un ministro que no le hiciera temer la sombra de un sucesor inmediato. La habilidad de que en estas materias estaba dotado, llegaba a un grado y alcance tales que, en su exageración, se encuentra en los locos. Aunque tuvo que habérselas en su lucha con los personajes más hábiles de su tiempo, casi nunca quedó debajo. Sabía admirablemente arreglárselas para reforzar un argumento un poco débil por medio de una amenaza tácita, sobre todo cuando se dirigía a un individuo dominado ordinariamente por el sentimiento del respeto.

He ahí los poderes que un hombre prudente gustaría de ejercitar, y aquellos de que menos temería estar armado. Querer ser un déspota, aspirar a la tiranía, como decían los griegos, es, en nuestros días, señal de un espíritu pequeño. Para estar en disposición semejante, es preciso no haber tenido en cuenta lo que Butler llama la incertidumbre de las cosas. Persuadirse de que se tiene en absoluto razón, imponer su voluntad o tener el deseo de imponerla a otro por la violencia, no parar la atención más que sobre sus ideas fijas, y atormentarse el espíritu para realizarlas, no prestar oídos a las opiniones ajenas, ser incapaz de pesar con buen sentido lo que tienen éstas de verdad, equivale a merecer el rango propio de las inteligencias groseras en el estado actual de nuestra civilización. No puede ignorarse que el dominio de los hechos es inmenso, que el progreso es cosa compleja, que las concepciones ardientes como germinan en los cerebros de los jóvenes, son la mayoría de las veces falsas y siempre incompletas. El ideal de un hombre de Estado, de mirada penetrante y de voluntad de hierro, que puede trazar planes para generaciones que aún están por nacer, ese ideal es una quimera engendrada por el orgullo del espíritu humano y que no tienen en su apoyo los hechos.

Los planes de Carlomagno han perecido con este emperador, los de Richelieu han abortado, los de Napoleón eran gigantescos hasta la demencia. Pero un monarca constitucional, verdaderamente grande en su prudencia y cordura, no se inclinará hacia esas vanidades grandiosas. No edifica castillos en el aire: su carrera es la del mundo positivo: se ocupa en proyectos realizables, proyectos el cumplimiento de los cuales es deseable, y que vale la pena pensar en ellos. Con los ministros que sucesivamente le serán enviados, usará este lenguaje: Creo esto o aquello, pensad y considerad si hay algo aprovechable en mis ideas: he hecho el asunto objeto de un memorándum que someteré á vuestro estudio. Sin duda la materia no está agotada, pero creo os dará ocasión para reflexionar acerca de ella.

Después de algunos años de discusión con cada uno de los ministros sucesivos, los mejores planes de un rey muy prudente acabarán por ser adoptados, y sus proyectos de un mérito inferior, los que son impracticables, serán rechazados y abandonados. Semejante monarca no se adelantará inútilmente a su época, porque estará obligado a convencer a los hombres distinguidos que mejor le representan. Y el mejor medio para él de probar que tiene buenas ideas sobre las cuestiones nuevas y poco conocidas, es que después de pasados años de discusión, lo repito, habrá probablemente llegado a tener consigo los personajes elegidos por el pueblo, es decir, personajes que no deban su posición más que a la conformidad de sus opiniones con las del público, y, por consiguiente, dispuestos a aceptar las concepciones nuevas y los pensamientos profundos. Un monarca constitucional, de una inteligencia sagaz y original, podrá, mejor que nadie, llegar a la tumba con la conciencia libre. Sabrá que sus mejores leyes están en armonía con las necesidades de la época, que gustan al pueblo para el cual están hechas, y que debe aprovecharse de ellas. Y su vida se habrá deslizado sin nubes. Habrá tenido siempre el gusto de haber sido escuchado; gracias a él, los que debían tener la responsabilidad de las medidas habrán reflexionado siempre antes de obrar; por fin, estará seguro de que los planes cuya ejecución habrá sugerido no podrán mirarse como puras salidas debidas al capricho de un individuo y que encierran la mayoría de las veces graves errores. Sus planes tendrán todas las probabilidades de ser excelentes, porque, después de haber tenido por autor a un hombre muy inteligente, habrán pasado por una larga prueba para al fin ser aceptados y puestos en práctica por gentes ordinariamente inteligentes.

Pero ¿es posible contar con la existencia de un rey así? O bien, porque este es el punto más importante, ¿puede esperarse que habrá una sucesión de monarcas semejante?

Conocida es de todos la respuesta del emperador Alejandro a Mad. Stael, un día que ésta acababa de ponderarle pomposamente los beneficios del despotismo: Sí, señora, le dijo; pero eso no es más que un feliz accidente. Sabía muy bien que las grandes capacidades y las buenas intenciones, cuya reunión es necesaria para que un déspota haga obra buena y útil, no aparecen con continuidad en una dinastía, cualquiera que sea; sabía que semejantes aptitudes están muy lejos de ser hereditarias en los hombres en general. ¿Puede esperarse que las cualidades necesarias al monarca constitucional se leguen más fácilmente? No; sin duda, no puede creerse.

Hemos visto que las cualidades requeridas en un monarca constitucional, cuando se trata de organizar una administración, trascienden mucho del alcance ordinario de la inteligencia que tienen los soberanos para llegar al trono por la herencia. Temo mucho que una investigación imparcial no nos conduzca a la misma conclusión, por lo que toca a la utilidad de esos monarcas, mientras dura una administración.

Si echamos una ojeada sobre la historia, advertiremos que sólo durante el actual reinado es cuando en Inglaterra se han sabido desempeñar bien los deberes de los monarcas constitucionales. Los dos primeros Jorges no conocían nada la política inglesa: eran enteramente incapaces de dirigirla, ni para bien, ni para mal. Durante varios años, en su tiempo, el primer ministro no sólo tenía que obtener el favor del Parlamento, sino además el de una mujer: a veces, ésta era la reina; otras, quien dirigía al monarca era una querida. Jorge III se mezcló constantemente en los negocios; pero siempre para hacerlo mal. Jorge IV y Guillermo IV jamás se dedicaron a guiar á sus ministros; eran para ello incapaces. En el continente, la monarquía constitucional jamás duró más de una generación. Luis Felipe, Víctor Manuel y Leopoldo son fundadores de sus dinastías. No es posible contar, ni en la monarquía constitucional, ni en la monarquía absoluta, con la transmisión hereditaria de las aptitudes que posee el jefe de la familia. Hasta donde la experiencia permite juzgar, no hay razón alguna para esperar que pueda existir una sucesión de soberanos que tengan las cualidades necesarias en el trono en una monarquía limitada.

Si consultamos la teoría, mostrará ésta más aún cuán poco debe contarSe con lo que queda dicho. Un monarca no es útil más que en el caso en que pueda dirigir a sus ministros con provecho para el público; pero sus ministros deben necesariamente estar en el número de los personajes más capaces de su tiempo. Es preciso que hayan manejado los negocios y que sepan defender su conducta ante el Parlamento de modo que éste quede satisfecho. Esos actos y esos discursos exigen que un hombre tenga importantes facultades y diversas. Ese doble ejercicio es excelente para dar la experiencia de las gentes; y por otro lado, fuera de eso, ¿por qué género de educación magnífica no tiene que pasar un miembro del Parlamento antes de que llegue ó sea reconocido como jefe? Es preciso que dispute con éxito un puesto del Parlamento; es preciso que se haga escuchar de la Cámara; es preciso que gane la confianza del Parlamento, y es necesario que además obtenga la confianza de sus colegas. Nadie llega á cumplir esas condiciones; nadie logra, lo que es más dificil, conservar el beneficio entero, cumpliéndolas, si no está dotado de un talento particular, admirablemente ejercitado por los detalles privados de la vida. ¿Qué motivo aparece cierto para que el monarca hereditario, tal cual la naturaleza lo ha hecho, tal como lo presenta la historia, pueda ser superior a un personaje, la educación y el nacimiento del cual son tan diferentes?

En primer lugar, el rey no puede ser más que un hombre como tantos otros; a veces será un hombre inteligente, y otras veces será un estúpido. Por lo general, no será ni lo uno ni lo otro; será el individuo simple y corriente, nacido para seguir trabajosamente los pasos de la rutina desde la cuna hasta el sepulcro. Su educación no alcanzará sino el nivel al cual se llega cuando no se ha tenido que luchar; estará al tanto de que nada tiene que conquistar, por estarle reservado el primer lugar sin discusión; jamás habrá tenido que conocer las necesidades de la vida. En vano querrá esperarse de un hombre nacido en la púrpura un genio como el de un hombre extraordinario, que ha visto la luz lejos de los palacios. Aquel a quien por adelantado se le ha señalado un puesto, ¿puede tener más juicio que otro que deba a su inteligencia la conquista del suyo? Aquel cuya carrera no pueda cambiar, ya tenga discernimiento, ya carezca de él, ¿puede tener la exquisita penetración del hombre que se ha elevado por su sabiduría, y que caerá si deja de ser sabio?

La principal ventaja de un rey constitucional está en lo permanente de su posición. Esta permanencia le proporciona la ocasión de adquirir sin cesar el conocimiento de los negocios; pero se limita a proporcionarle la ocasión. Es preciso que sepa aprovecharse de ella. No hay en política caminos o itinerarios reales: el detalle de los negocios es enorme, desagradable, complicado, mezclado. Para estar al igual de sus ministros en la discusión, es preciso que el rey trabaje como ellos; es preciso que, Como ellos, sea un hombre de negocios. No obstante esto, la verdad es que un príncipe constitucional es más inclinado al placer que atraído por el trabajo.

Un déspota debe saber que es como el eje del Estado, todo el peso de su reino descansa sobre su cabeza. Tanto como vale el hombre, vale su obra. Puede verse seducido por el atractivo de los placeres y abandonar todo lo demás, pero corre un riesgo evidente: el de perjudicarse y exponerse a una revolución. Si resulta incapaz de gobernar, algún otro más capaz que él conspirará contra su autoridad. En cambio, un rey constitucional no tiene nada que temer. Puede abandonar sus deberes sin que por ello se perjudique. Su situación es cosa por entero fija, sus negocios están seguros, las ocasiones de entregarse al placer son tan numerosas como se quiera. ¿A qué trabajar pues? Sin duda, perderá el beneficio del influjo posible y secreto que pasados años le procuraría su habilidad: pero un joven impetuoso, a quien el mundo le ofrece sus pompas y sus tentaciones, no se sentirá atraído por la perspectiva lejana de obtener un poco de influjo en cuestiones áridas. Podrá tomar muy buenas instrucciones y decirse: El año próximo me dedicaré a leer tales documentos; estudiaré el mundo político y me enteraré mejor de lo que en él pasa; no consentiré a esas mujeres que me hablen como me hablan. y: ellas le seguirán hablando como antes. La pereza más incurable es la que se mece en medio de los mejores proyectos. El lord del Tesoro, dice Swift, ha prometido que despachará el asunto esta misma tarde, y lo repetirá cien días seguidos. Es preciso no olvidar que el ministro cuyo poder resulta aminorado por la injerencia del rey en los negocios, no le apurará demasiado para que se dedique a ellos.

He ahí lo que ocurre cuando el príncipe sube al trono desde joven: pero el caso es aún peor cuando no llega a él sino ya viejo o en su edad madura. Entonces es incapaz de trabajar. Habrá pasado en la ociosidad toda su juventud y la primera parte de su edad viril; ¿es natural que sienta deseos de trabajar? Un príncipe ocioso y amigo de los placeres no se pondrá a trabajar a la mitad de su vida, como lo hacían Jorge III o el príncipe AlbertO. El único hombre capaz de hacer un buen rey constitucional es el príncipe que comienza a reinar pronto, que durante su juventud haya sabido desdeñar los placeres para dedicarse al trabajo, y a quien la naturaleza haya concedido una gran penetración. Semejantes reyes son los grandes presentes del cielo, pero son además los más raros.

Un rey holgazán, un rey ordinario sobre el trono constitucional, no dejará huella alguna en la historia de su tiempo; pasará sin hacer bien ni mucho mal: bajo él, el gobierno de gabinete de forma monárquica funcionará como si no tuviera forma monárquica. Un cero no tiene valor puesto a la izquierda. Pero, es sabido, corruptio optimi pessima: un mal paso bajo la forma monárquica es infinitamente más peligroso que bajo la otra forma.

En efecto; puede fácilmente imaginarse que sube al trono constitucional un tonto, personaje activo y renovador, que quiere mostrarse siempre cuando no debe, y que no obra cuando haga falta, distrayendo a sus ministros del cumplimiento de las medidas más preciosas, y animándoles en la realización de las más deplorables. Igualmente se comprende que un rey de esta clase puede llegar a ser el instrumento de ciertas gentes: los favoritos podrán imponérsele, las queridas podrán corromperle y la atmósfera de una corte viciada envenenará el gobierno de un país libre.

Tenemos un terrible ejemplo de los peligros que puede ofrecer la monarquía constitucional: ocurrió cuando reinaba un rey loco. Durante la mayor parte de su existencia, Jorge III sintió que la razón no estaba firme y que se sobrexcitaba en cada crisis. Durante toda su vida, tuvo una obstinación rayana en la locura. Y fue muy fatal esa su obstinación; no era posible sustraerle al error; su posición elevada le permitía apartar lejos del buen camino a los ministros mejores que él, pero más débiles. Daba un excelente ejemplo de moralidad a sus contemporáneos; pero fue uno de esos hombres de quien puede decirse que el bien que ha hecho desaparecen con ellos, mientras que el mal subsiste, pues les sobrevive. Prolongó la guerra de América, quizá fue quien la causó, legándonos el odio de los americanos; opúsose á los sabios proyectos de Pitt, legándonos las dificultades de la cuestión irlandesa. No permitió hacer el bien en tiempo oportuno, y ahora nuestros esfuerzos con ese objeto son inoportunos y estériles. La monarquía constitucional bajo un monarca activo y medio loco es uno de los gobiernos más tristes. Semejante monarca es un poder secreto que se mezcla en todo y que despliega ordinariamente la obstinación; su poder se engaña á menudo, dirige á los ministros mucho más de lo que éstos creen, y se impone a éstos mucho más de lo que el público se imagina; no tiene ninguna responsabilidad porque es impenetrable, no puede tener trabas porque es invisible. Seguramente las ventajas que procura un buen monarca son infinitamente preciosas, pero los desastres que puede ocasionar un mal rey son casi irreparables.

Estas conclusiones las veremos confirmarse examinando los poderes y los deberes que un rey de Inglaterra está llamado a ejercer cuando una administración cae del ministerio. Pero el poder de disolver la Cámara de los Comunes y la prerrogativa de crear pares, dos atribuciones del monarca en el momento de crisis, tiene una importancia tal y abrazan cuestiones tan complejas, que es imposible hablar de ellas con detalles suficientes, al final de un capítulo tan largo como éste.

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