Índice de La Constitución Inglesa de Walter BagehotCapítulo anteriorSiguiente CapítuloBiblioteca Virtual Antorcha

CAPÍTULO OCTAVO

FRENOS Y CONTRAPESOS DE LA CONSTITUCIÓN INGLESA

En capítulos anteriores he consagrado un estudio a comparar una con otra la forma monárquica y la forma no monárquica del gobierno parlamentario. He demostrado que en el momento en que un ministerio se organiza, y mientras está en funciones, un monarca realmente hábil podría ser de una gran utilidad: he probado que es erróneo suponer que, en esas circunstancias, un monarca constitucional no tiene ni papel ni deberes que cumplir; pero he demostrado también que el carácter, las disposiciones y las facultades necesarias para permitir a un monarca constitucional ser útil en ese caso, son cosas muy raras, tan raras por lo menos como el genio de un monarca absoluto, y que, colocado sobre un trono constitucional, una medianía puede hacer tanto mal como bien, y quizá más mal aún que bien.

No me era posible examinar por completo la línea de conducta que un rey debe tener a la terminación de su administración. En efecto; entonces es cuando pueden ser puestas en actividad las prerrogativas otorgadas al gobierno por nuestra Constitución, es decir, el derecho de disolver la Cámara de los Comunes y el derecho de crear nuevos pares. Mientras no se conociese la naturaleza propia de la Cámara de los Lores y la de la Cámara de los Comunes, no teníamos medio de sentar las premisas necesarias para explicar la acción del rey sobre el Parlamento. Ahora ya hemos examinado las funciones de las dos Cámaras y los efectos de un cambio ministerial sobre el sistema administrativo. Nos hallamos, pues, en situación y condiciones de discutir las funciones que desempeña un rey cuando un ministerio se retira.

Quizá se juzgue que soy un tanto meticuloso en este capítulo, pero lo soy de propósito deliberado. Me parece que esas dos prerrogativas de que el poder ejecutivo está revestido, de disolver los Comunes y de aumentar el número de los pares, constituyen dos de las partes más importantes y menos apreciadas de nuestra organización política, y que se han cometido miles de errores copiando la Constitución inglesa sin tenerlas en cuenta.

Decía Hobbes hace ya mucho tiempo, y todo el mundo lo comprende hoy, que en un Estado se necesita imprescindiblemente una autoridad suprema: es preciso que en toda cuestión haya una autoridad que tenga la última palabra.

La misma idea del gobierno es la que implica esta necesidad; se advierte así en cuanto se penetra en ella como se debe. Pero hay dos sistemas de gobierno: en el uno, la autoridad que decide en última instancia es siempre la misma; en la otra, esta autoridad varía según los casos, y pertenece ya a un miembro del cuerpo político, ya a otro.

Los americanos han creído imitar fielmente a Inglaterra estableciendo su Constitución según este último principio, dando el poder supremo ya a uno de los miembros del cuerpo, ya a otro, según las materias. Pero la verdad es que la Constitución inglesa está fundada en el principio opuesto, y no reconoce, por tanto, más que una autoridad suprema en todas las circunstancias. Para poner con toda claridad de relieve la diferencia que existe entre los dos sistemas, veamos lo que los americanos han hecho.

Primeramente han conservado aquello de que no podían prescindir: la soberanía de los Estados particulares. Un artículo fundamental de la Constitución federal declara que los poderes no delegados al gobierno central se reservan a los Estados respectivos. Y los sucesos recientes, quizá hasta todos los males pasados, no han tenido en los Estados Unidos causa más determinante que esa. La soberanía en los principales sucesos de orden político no ha correspondido al gobierno general, sino a los gobiernos subordinados. El gobierno federal no podía tocar en la esclavitud, esta institución doméstica que dividió la Unión en dos partes desemejantes desde el punto de vista de la moral, de la política y de la sociedad, y que al fin ha provocado la lucha entre el Norte y el Sur. Ese hecho político determinante no se comprendía en la jurisdicción del gobierno más elevado, donde se debía esperar encontrar el más alto grado de prudencia del gobierno central, donde debe haber mayor imparcialidad, sino en la jurisdicción propia de los gobiernos locales, donde los intereses mezquinos debían, naturalmente, ser oídos, y donde las medianías intelectuales deberían tener una entrada más fácil. De ese modo, el hecho político más importante estaba reservado al juicio de autoridades secundarias.

Otro hecho, el único comparable con la esclavitud en el respecto del influjo que ha tenido en los Estados Unidos, ha debido su existencia a la autoridad de los Estados particulares. La democracia excesiva que se señala en América, es un resultado cuya causa no se remonta a la legislación federal, sino a la legislación particular de los Estados. Según la Constitución federal, uno de los elementos principales del mecanismo político está confiado a la discreción de los gobiernos subordinados. Una de las cláusulas del pacto federal declara que para el nombramiento de los miembros que deben componer la Cámara de Representantes en el gobierno central, las cualidades requeridas a los electores serán las mismas en cada Estado que para el nombramiento de la rama más numerosa de su poder legislativo: ahora bien; como cada Estado fija por sí mismo las cualidades requeridas en los electores para el nombramiento de los miembros que componen las Cámaras de un poder legislativo, resulta que de ese modo fija también las que se exigen en los electores llamados a elegir la Cámara de Representantes federales.

Otra cláusula de la Constitución federal concede a los Estados el derecho de fijar la cualidad de los electores para la designación de presidente. Así, el elemento fundamental de un gobierno libre, es decir, el derecho de decidir en qué medida pueden los ciudadanos participar en la dirección de los negocios, depende en América, no del gobierno central, sino de ciertos cuerpos políticos locales subordinados que, a veces, como en el Sur, le pueden ser hostiles.

Verdad es que los autores de la Constitución no tenían mucho en que elegir. Los más sabios de ellos deseaban conceder al gobierno central el mayor poder posible, y dejar lo menos posible en manos de los gobiernos locales. Pero pronto se elevó una protesta para acusarles de crear una tiranía, de destruir la libertad, y gracias a esta opinión, los prejuicios locales lograron fácilmente triunfar. Todo el mecanismo del gobierno federal nos procura el espectáculo de una organización política, en la cual, lo que yo he llamado las partes imponentes del gobierno no concuerdan por completo con las partes útiles. Los Estados particulares son la antigua patria, que atrae y conserva el afecto y la fidelidad de los ciudadanos: el gobierno federal es una cosa útil, pero nueva y sin atractivos.

Es preciso que el gobierno federal haga concesiones a los gobiernos de los Estados particulares; porque les debe su poder motor; son los gobiernos que tienen asegurada la obediencia voluntaria del pueblo. En los países en donde los gobiernos locales no han sabido conservar el afecto del pueblo, están condenados a desaparecer como han desaparecido los pequeños potentados de Italia y de Alemania. Entonces, la federación es inútil, un gobierno central extiende por todas partes su autoridad.

La división de la soberanía, según la Constitución americana, es cosa aún mucho más compleja. La parte de autoridad dejada al gobierno federal está por sí misma dividida y subdividida. Tomemos por vía de ejemplo lo más saliente de esta verdad. Si el Congreso decide de todo en materia de legislación, el presidente es dueño absoluto en materia administrativa. La Constitución no establece entre ellos más que un solo lazo para mantener la unidad de propósitos: el presidente puede oponer su veto a las leyes que no la satisfacen. Pero cuando las dos terceras partes de cada una de las Cámaras son de la misma opinión, como recientemente ha ocurrido, el Congreso se impone al presidente y se prescinde de su aprobación.

Y he ahí tres depositarios de la autoridad legislativa según los casos; primero el Congreso y el presidente cuando están de acuerdo; luego el presidente cuando su veto se respeta; y, por último, los dos tercios de cada Cámara cuando el Congreso pase por encima de la voluntad presidencial. Es cierto que el presidente no debe poner gran empeño y piensa en ejecutar una ley que no aprueba. Sin duda se le puede acusar si se hace culpable de faltas graves, pero entre una negligencia criminal y un apresuramiento lleno de celo, hay muchos grados. Mr. Johnson no cumplió las prescripciones del bill relativo a la oficina de los liberados con tanto ardor como comenzara a hacerlo Mr. Lincoln que aprobó esta medida. La Constitución americana tiene su sistema particular para variar la autoridad suprema en materia legislativa, según los casos, y para separar la autoridad administrativa en todos los casos.

Pero la autoridad administrativa por sí misma no es ni simple ni indivisa. Una de las partes más importantes de la administración, es la política internacional; en esta materia, la autoridad suprema pertenece no al presidente, y menos aún a la Cámara de Representantes, sino al Senado. El presidente no puede hacer tratados sino con el asentimiento de las dos tercias de los senadores presentes. En virtud de esto, resulta que la soberanía en ese respecto, es decir, en lo que concierne a las más grandes cuestiones de política internacional, está confiada a una parte del cuerpo político completamente distinto de la administración ordinaria y del poder legislativo; en suma, ocupa un lugar aparte.

El Congreso es quien declara la guerra, pero le sería muy dificil, después de las leyes hechas en estos últimos años, obligar al presidente a firmar la paz. Sin duda entraba en los planes e intenciones de los hombres de Estado que establecieron la Constitución federal, el dar al Congreso el derecho de intervenir los actos del ejecutivo como el Parlamento lo hace entre nosotros; y con ese objeto habían concedido exclusivamente a la Cámara de Representantes la facultad de votar los subsidios. Pero no contaban con el papel moneda, y he ahí que se ha atribuido al presidente el derecho de emitir papel moneda, sin consultar al Congreso. Durante la primera parte de la última lucha, Mr. Lincoln empleó ese medio para subvenir a los gastos de la guerra; no se servía del dinero votado por el Congreso, sino de una prerrogativa que le permitía emitir valores fiduciarios. Parecerá esto casi una broma, pero nada más cierto que ese hecho; se decidió que el presidente podía emitir Greenbacks en su calidad de comandante en jefe, y en virtud de lo que se llama la necesidad militar.

Durante la última guerra se necesitaba dinero y la administración lo obtuvo por el medio más sencillo; y la nación, contenta porque evitaba los impuestos, aprobó por entero el sistema. Pero quedó en pie que el presidente tiene ahora, gracias a ese precedente y a esa decisión, un poderoso medio de continuar la guerra sin el asentimiento del Congreso y quizá contra su voluntad. Seguramente, si la desaprobación del pueblo se hiciera oír de una manera enérgica, su presidente se vería reducido a la impotencia, no se atrevería a resistir, el espíritu del país y de la nación no le permitirían hacerlo. Pero si, como se ha visto recientemente, la nación estuviese dividida en dos partes, la una favorable al presidente, y la otra favorable al Congreso, el derecho indiscutible que hoy el presidente tiene de emitir papel moneda, le aseguraría los medios de continuar la guerra, aunque el Parlamento, como aquí diríamos, le ordenase terminarla.

Por último, la esfera que comprende las más grandes cuestiones del orden político está colocado en los Estados Unidos fuera de la órbita gubernamental, depende de autoridades especiales. Cuando se trata de modificar la Constitución, las autoridades constitucionales no tienen ningún derecho a hacerlo, son autoridades extraconstituciona1es las únicas que tienen ese derecho. Toda modificación al pacto federal, ya sea urgente ya insignificante, debe ser sancionada por medio de un mecanismo complicado en el cual entran los Estados y sus poderes legislativos. Resultando así que no hay remedio rápido, ni aun para los defectos más peligrosos de la Constitución, que es preciso recurrir a las ficciones más absurdas para neutralizar el efecto de las cláusulas malas, que la lentitud en los movimientos y la sutileza de las discusiones detienen la vida política del pueblo más franco y más activo que hay sobre la tierra. Los argumentos que se presentan en la práctica legal en América recuerdan al espíritu la imagen de los ejecutores testamentarios que se esfuerzan por interpretar un testamento mal hecho; sus intenciones son excelentes, pero no pueden concordar perfectamente, ni expresarse sencillamente, tantos obstáculos se encuentran en los términos anticuados del extraño testamento.

Esos ejemplos y otros que podrían añadirse, muestran, como la historia lo hace también, cuál era el verdadero pensamiento de aquellos que hicieron la Constitución americana. Vacilaban en colocar la soberanía en una mano cualquiera que ella fuese, temían engendrar la tiranía. Jorge III había sido para ellos un tirano, y, en todo caso, no querían dar a su país un Jorge III. La teoría reinante les decía que la Constitución inglesa dividió la autoridad soberana, y para imitar a Inglaterra fraccionaron la autoridad soberana en su Constitución.

Y ya se ve cuáles han sido los resultados: en un momento crítico, tal como aquel en que se encuentran, no hay, en los Estados Unidos, ningún poder pronto a marchar hacia adelante y a resolver pronto las cuestiones. El Sur, después de una gran insurrección, se encuentra a los pies de sus vencedores; sus vencedores tienen que decidir de su suerte; tienen que determinar las condiciones mediante las cuales podrán volver a ser ciudadanos libres de la Unión, votar, tener representantes, y gobernar quizá como antes. ¡Dificil problema éste de convertir los enemigos vencidos en hombres libres! Si los Estados del Norte quieren asegurar el pago de su gran deuda pública y asegurar así en el porvenir su crédito y su poder de hacer la guerra, quizá sea cosa para ellos imprescindible no confiar una parte de autoridad demasiado grande a gentes que no vean en esa deuda más que el precio de su derrota, y que deben tener una tendencia natural a rechazarla ahora que su propia deuda, es decir, el precio de su defensa, ha sido abolida por los Estados del Norte. Hay, además, una población sometida en otros tiempos, que hoy está a merced de personas llenas de odio y de desdén hacia ella: los que la han liberado están obligados a abrirles y facilitarles las vías en su nueva marcha.

En otros tiempos, el esclavo protegido por sus tierras, tenía un valor económico; hoy que se pertenece, nadie tiene interés en su vida, está a merced de los blancos, a quienes hace concurrencia por medio de su trabajo, y que le miran con un desprecio mezclado de disgusto. Es, en verdad, el más grande problema moral y el problema político más terrible que la historia menciona, éste que los americanos se han planteado. Y sin embargo, no se ve, por su parte, ni decisión, ni siquiera posibilidad de acción. El presidente quiere seguir una línea de conducta y puede impedir que se siga cualquier otra; por su lado, el Congreso tiene la suya con el mismo poder. El fraccionamiento de la soberanía equivale a la ausencia total de la autoridad soberana.

Los americanos de 1787 creían copiar la Constitución inglesa, y, en rigor, hacían lo contrario. El gobierno americano es el tipo de los gobiernos compuestos, en los cuales la autoridad suprema está dividida entre varios cuerpos políticos y varios funcionarios; el gobierno inglés es, por el contrario, el tipo de los gobiernos simples, en los cuales la autoridad soberana sobre todas las cuestiones, está confiada a las manos de las mismas personas.

Según la Constitución inglesa, la autoridad suprema pertenece a una Cámara de los Comunes, que se renueva por elección. Que la cuestión que es preciso decidir sea del orden administrativo o legislativo, poco importa; poco importa, además, que se trate de materias que afecten a la esencia de la Constitución o de detalles relativos a la vida ordinaria; que sea preciso resolverse a declarar la guerra o continuarla, a imponer una contribución o a emitir papel moneda; que se trate de una cuestión relativa a las Indias, a Irlanda o a Londres, a una nueva Cámara de los Comunes es a quien pertenece, de una manera absoluta, el derecho de decidir en última instancia.

La Cámara de los Comunes, según lo hemos explicado, puede otorgar a la Cámara de los Lores un poder de revisión, y someterse, en los asuntos en que no ponen gran empeño, al veto suspensivo de esta Cámara; pero cuando se estime apoyada fuertemente por el sentimiento popular, cuando acaba de ser elegida, tiene una autoridad absoluta; tiene el derecho de gobernar según le parece, de tomar las decisiones que estime conveniente tomar, y tiene, además, las mejores garantías de que esas decisiones no varían; puede asegurar la ejecución de sus decretos, porque nombra el ejecutivo; puede castigar de la manera más severa toda negligencia, derribando el ejecutivo. Para que se cumpla su voluntad, le basta elegir ministros que tengan la misma voluntad que ella, y de ese modo puede tener la seguridad de que su voluntad será cumplida. Una mayoría determinada por la Constitución puede, poniéndose de acuerdo en las dos Cámaras del Congreso, reducir a la nada la opinión del Presidente; en cambio, la de la Cámara, que en nuestro Parlamento representa el elemento popular, puede dar a un ministro el poder ejecutivo y quitárselo.

En una palabra: la Constitución tiene por objeto confiar la autoridad soberana en un solo poder que se elige y de modo que sea de buena calidad; la Constitución americana, por el contrario, distribuye la soberanía entre varios poderes, con la esperanza de que el número neutralizará la superioridad particular de cada una de ellas. Los americanos preconizan mucho sus instituciones; y por tal modo se privan de elogios que ellos merecen realmente. Pues bien; puede, en verdad, decirse que si no tuviesen un verdadero espíritu político, una gran moderación en los actos, que es muy singular en un país donde, a no considerar más que la forma, la palabra alcanza tanta violencia; si no tuvieran por la ley un respeto tal como ha mostrado jamás un gran pueblo y que supera en mucho al nuestro, la multiplicidad de autoridades que establece la Constitución americana, habría, hace ya tiempo, producido un resultado desastroso. Varios accionistas que tienen buen sentido, me decía un día cierto procurador muy experto, pueden salir adelante en sus negocios, con un documento o forma de sociedad cualquiera; creo más, que los habitantes de Massachussets se acomodarían a cualquier clase de Constitución (1). Pero la filosofía política debe aplicar el análisis á la historia; debe distinguir la parte que corresponde a las cualidades gue un pueblo posee y lo que toca a las instituciones que le rigen, es necesario que calcule el alcance exacto de cada elemento constitucional, a riesgo de destruir así los ídolos de la multitud; de esa manera llega a descubrir el lugar secreto donde residen las fuerzas verdaderas en un punto donde pocas personas esperarían encontrarlas.

En cuanto a la importancia de la unidad de acción en política, pienso que nadie la ponga en duda. Bien está que sea posible definir separadamente cada una de las partes que en ella colaboran; la política es un todo armonioso. Tiene por instrumentos las leyes y los administradores; emplea unas veces el uno, otras emplea el otro; pero a menos de manejar muy fácilmente esos dos instrumentos, no obrará como debe, y no teniéndolos a su disposición, de un modo absoluto, no hará sino una obra imperfecta.

La naturaleza compleja de los negocios humanos exige que el movimiento se imprima con energía por una sola mano: si una fuerza especial moviese cada parte, no tendríamos más que un conjunto de luchas incoherentes, aun suponiendo que cada una de esas fuerzas tuviera bastante vitalidad para producir un efecto dado. El mérito propio de la Constitución británica consiste precisamente en haber creado esta unidad de acción, en haber organizado la autoridad soberana de modo que fuese fuerte y eficaz.

Ese resultado feliz se debe sobre todo a la circunstancia particular de la Constitución inglesa que otorga la elección del ejecutivo a la Cámara popular, pero no se hubiera podido alcanzar por completo si nuestra Constitución no comprendiese dos elementos que me atrevo a llamar el uno su válvula de seguridad y el otro su regulador.

La válvula de seguridad es aquella particularidad de la Constitución cuyas ventajas he procurado mostrar ampliamente en mi estudio acerca de la Cámara de los Lores. El jefe del ejecutivo puede vencer la resistencia de la Cámara alta nombrando nuevos pares; si no le apoyase la mayoría, puede hacer una mayoría. Esta válvula de seguridad es extremadamente cómoda. Permite a la voluntad popular, que el ejecutivo tiene el encargo de expresar, toda vez que para ello es nombrado, recoger en el recinto del dominio constitucional aspiraciones y opiniones y tendencias que uno de los cuerpos políticos se niega a aceptar; ofrece, además, una salida libre a sentimientos que, comprimidos, serían peligrosos y podrían deshacer la Constitución, como con frecuencia ha ocurrido en otros países en los cuales la explosión del espíritu popular ha destruido los gobiernos.

El regulador, si se me permite emplear esta palabra, es el poder concedido al ejecutivo de disolver la Cámara de los Comunes, que, por otra parte y bajo esta reserva, es soberana. Ya hemos visto detenidamente, en el capítulo anterior, cuáles son los defectos de esta Cámara popular. Pueden resumirse brevemente con relación a estos tres puntos:

Primero. El capricho es el defecto más ordinario y más temible de una Cámara que elige gobernantes. En las de nuestras colonias, donde el gobierno parlamentario no tiene buen éxito, o parece no tenerlo, a ese defecto es al que precisamente se debe atribuir, sobre todo, tan funesto resultado. No es posible obtener de la asamblea que conserve una administración; se fija sucesivamente en ministerios diversos, y jamás hay así un gobierno estable.

Segundo. La organización de los partidos que tiene por objeto remediar o neutralizar el capricho de una Cámara, entraña otro inconveniente. Sólo hay un medio de obtener que la mayoría forme cuerpo y permita a una administración ser duradera en un gobierno parlamentario, y es organizar los partidos. Pero esta organización tiende a aumentar la violencia y la animosidad. En suma: somete la nación entera a la preponderancia de una fracción elegida a causa de su parcialidad. El gobierno parlamentario es, en su esencia, un gobierno de sectas, no es posible más que cuando las sectas tienen cohesión.

Tercero. Un Parlamento, como todos los demás soberanos, tiene sus sentimientos, sus prejuicios, sus intereses particulares, y puede procurar buscar su satisfacción contra el deseo y hasta contra lo que al país le convenga. Tiene su egoísmo al igual que su capricho y su espíritu de partido.

El juego del regulador en el mecanismo constitucional es muy sencillo. No debilita en manera alguna la autoridad específica de los Parlamentos en general, alcanza sólo al Parlamento sobre el cual se ejerce en particular. Gracias a ese regulador, una persona extraña al Parlamento puede decir: Miembros del Parlamento, no cumplís con vuestro deber, cedéis a vuestro capricho en detrimento del país; obedecéis a la voz de vuestro deseo e interés en prejuicio del país; quiero saber si el país aprueba o no aprueba vuestra conducta; apelaré del Parlamento número uno al Parlamento número dos.

Para apreciar bien esta particularidad de nuestra Constitución, nada mejor que seguir su efecto, examinar, como hemos hecho respecto de los otros poderes de la monarquía, hasta qué punto este efecto es independiente de la existencia de un rey hereditario, y en qué medida un primer ministro podrá producirlo por sí mismo. Estudiando el carácter de la persona a quien está confiado el ejercicio de ese poder, se reconoce claramente la naturaleza de su poder mismo. y ante todo, en lo que se refiere al capricho de que ese Parlamento da prueba en la elección de los ministros, ¿qué persona puede ponerle remedio mejor que cualquier otra? Evidentemente es el propio ministro. Él es quien está más interesado en conservar su administración; por consiguiente, él es quien es más capaz de emplear útil y diestramente los medios de conservarse. La intervención de un monarca es en ese caso perjudicial. Un Parlamento caprichoso puede alimentar siempre la esperanza de que el capricho del rey acabará por coincidir con el suyo. En los tiempos en que Jorge III atacaba a sus ministros, el primer ministro de ordinario no tenía la autoridad que debería tener para el caso. Equivalía ello a fomentar las intrigas, porque se tenía el derecho de esperar que quizá el ministro detestado por el rey no obtendría la autorización para hacer un llamamiento al pueblo contra quienes intrigaban, y se estimaba que en ese caso el rey, que por su parte conspiraba, podría elegir uno de los conspiradores para reemplazarle. El mejor medio de neutralizar el capricho del Parlamento es dar el poder de disolver la Cámara al ministro elegido por él mismo; vale esto más que reservar ese poder a una autoridad extraña.

Pero si, por el contrario, hay que poner remedio al espíritu de partido y al egoísmo del Parlamento, lo más seguro es confiar el poder de disolver el Parlamento a una autoridad que no esté ligada por ningún lazo al Parlamento, y que no dependa de él, suponiendo, por de contado, que esta autoridad extraparlamentaria es, desde el punto de vista moral e intelectual, digna del poder que se le confia. Como el primer ministro es nombrado por el partido que compone la mayoría, debe evidentemente tener sus prejuicios, y, en todo caso, está obligado a decir que participa de ellos.

Cierto es que el roce con los negocios es propio por su naturaleza para quitar a un ministro todo prejuicio y todo fanatismo, ya que la práctica sirve muy bien para corregir muchas apreciaciones falsas que podrían perturbar su espíritu. Entre los conservadores que componen un gabinete tory, hay más de uno que mira su partido como muy atrasado intelectualmente, que no habla la misma lengua de los tories o que por lo menos no la habla más que por correspondencia y con apartes, que respeta sus prejuicios porque ve en ellos las energías virtuales que le mantienen en el poder, pero que en el fondo los desdeña, aunque les deba nada menos que su existencia. Hace algunos años, Mr. Disraeli decía del ministerio de sir Roberto Peel, el último ministerio tory que ha tenido una autoridad real, que era la coalización de la hipocresía, hasta tal punto veía que las ideas del jefe se alejaban de las ideas de sus partidarios: Mr. Disraeli comprende, probablemente hoy, si no lo ha sabido siempre ya, que el aire de Downing Street da, a quienes le respiran, ideas particulares, y que los prejuicios violentos y enteros de la oposición se apagan y se funden en la gran corriente de los negocios. Lord Palmerston, es sabido que era uno de esos tipos de hombres de Estado que tratan más bien de calmar que de excitar, de dulcificar más bien que de agriar a sus partidarios.

Pero aunque el contacto de las dificultades despoje ordinariamente a un primer ministro de la librea grosera del partidario sin moderación, ese tal ministro no por eso deja de conservar cierto espíritu de partido que a veces puede ser violento: en ese caso, no está hecho para corregir a su partido, cuando la secta que prepondera en el Parlamento se conduce de otro modo de como la nación lo desea; es preciso hacer inmediatamente un llamamiento al pueblo, es preciso disolver el Parlamento. Ahora un primer ministro fanático no consentirá hacer este llamamiento, seguirá ciegamente su doctrina, creyendo que es útil al país, cuando acaso no logra más que extremar máximas estrechas, hasta los límites en que tropiecen con la impopularidad. En tal caso, un rey constitucional, como lo era Leopoldo I, y tal como hubiera sido el príncipe Alberto, si hubiera sido el rey, tiene un valor sin igual: puede y sabrá llamar al país, puede impedir al Parlamento perjudicar al país, y no dejará de hacerlo.

En cuanto al egoísmo del Parlamento, debe sin duda ser reprimido por una autoridad extranjera: una minoría parlamentaria no puede detenerle. Un primer ministro designado por el Parlamento es capaz de participar de los malos instintos de aquellos que lo han elegido; en todo caso puede haber especulado sobre esos malos instintos y haber participado de ellos en la apariencia. Las vistas interesadas, las tendencias de la asamblea al agio, no serán ciertamente para él más que consideraciones muy secundarias: su principal cuidado será mantener su ministerio en el poder, esté o no esté interesado en esas prácticas de corrupción. En el orden natural, debiendo ser nombrada una asamblea nueva, antes de mucho tiempo, no valdrá indisponerse con los electores de donde esta asamblea debe emanar. Pero aunque el interés de un ministro no puede acomodarse a un agio escandaloso, tolerará el agio en cierta medida, contemporizará, procurará revestir de una manera conveniente los hechos inconvenientes, permitir bastantes abusos para satisfacer a la asamblea y no los suficientes para disgustar al país; no temerá convertirse en particeps criminis; lo que únicamente procurará es atenuar la responsabilidad. Por eso, y a causa de tales circunstancias, resultará que la intervención de una autoridad extraña, imparcial y capaz, si hay una que reúna semejantes cualidades, será de muy grande interés, y una gran ayuda para reprimir la avidez de la asamblea que elige los ministros, como será útil para extinguir el fanatismo político.

Pero ¿dónde encontrar esa autoridad? En mi sentir ya se le ha encontrado con esas cualidades para ciertos Parlamentos. Los gobernadores de nuestras colonias son verdaderos Dei ex machina. No pueden menos de ser inteligentes, de tal modo su espíritu está adaptado a las dificultades: tienen de un modo natural imparcialidad, porque procediendo del otro extremo del mundo, no podrán tener las opiniones interesadas de algunos colonos, dado que antes de llegar a la realización de sus proyectos habrán vuelto ya para el otro hemisferio, donde, ante caras y caracteres nuevos, no tendrán apenas ocasión de saber lo que pasa en un país del cual casi no volverán a acordarse. Un gobernador colonial es una autoridad supraparlamentaria, animada de un espíritu cuya prudencia puede ser grande y cuya experiencia es diferente de la que puede tener el Parlamento local, cuando no llega a serle hasta superior. Pero la ventaja que ofrece esta autoridad extraña se compra al precio de inconvenientes que no pueden disimularse, teniendo presente sus contrapesos propios. El gobernador de una colonia no tiene interés permanente en la colonia que gobierna; puede ocurrir que se haya visto obligado a buscar esta colonia sobre el mapa cuando fue llamado a dirigirla; sólo después de pasados varios años es cuando llega a darse cuenta de los partidos que la dividen y de las cuestiones que la agitan; aunque él no tenga prejuicios, puede someterse a los prejuicios de su entorno local; inevitablemente, y quizá con justo título, no se esfuerza por gobernar en interés de la colonia que le es imposible apreciar, sino en su propio interés, del cual tiene una amplísima noción. Su primer deseo es no provocar negocios que puedan procurarle dificultades, ni causar ningún contratiempo en la metrópoli a sus superiores del Colonial office, porque determinarían un llamamiento prematuro que le perjudicaría en su carrera.

Al dejar la colonia, dejará, de seguro, la impresión de que apenas conoció a sus administrados, y de que no se interesaba por sus asuntos. No estamos, en verdad, en situación de comprender ese sentimiento generalmente extendido de nuestras colonias, nosotros que designamos sus jefes; pero fácilmente lo comprenderíamos si, a consecuencia de una metamorfosis política, estuviesen ellos encargados de nombrar nuestro soberano. Inmediatamente diríamos: ¿es posible que un hombre venido de Nueva Zelanda esté al corriente de nuestros asuntos? ¿Es posible que un hombre que acaba de llegar de los antípodas tenga el menor interés en Inglaterra? ¿Es posible que nos confiemos a un hombre cuya posición está a merced de una autoridad tan lejana? ¿Se puede prestar una obediencia cordial a un hombre que es un verdadero extraño para nosotros, a pesar de la identidad fortuita del lenguaje?

Si hago notar esos inconvenientes que amenguan la utilidad de un gobernador en nuestras colonias, es porque ofreciendo el gobernador el más feliz ejemplo de una autoridad supraparlamentaria, llegaremos a la conclusión de que la existencia de esta autoridad para corregir los vicios de nuestro Parlamento, no deja de estar rodeada de dificultades reales. Estamos tan habituados a gozar de los beneficios que nos procura, que apenas nos tomamos el trabajo de estudiarlo. Somos como esas gentes que, después de haber frecuentado el trato de un hombre toda su vida, se sorprenden al advertir en él cierto rasgo característico que un extraño ha sido el primero en notar desde el primer momento. Yo he conocido a una persona que jamás había sabido cuál era el color de los ojos de su hermana, aun a pesar de verla diariamente durante veinte años. Precisamente por haberla visto con tal regularidad, es por lo que no se había parado a observarla. Prueba evidente de la verdad que encierra la máxima de la filosofia, según la cual abandonamos el elemento constante de nuestros pensamientos, aunque sea el más importante de todos, para preocupamos tan sólo de los elementos variables, los cuales pueden tener un influjo mucho menor que los primeros. Así, cuando por el ejemplo de un gobernador colonial, se advierte la dificultad que hay para que un monarca constitucional ejerza su derecho de disolver el Parlamento, inmediatamente se ve cuán inverosímil es que un monarca hereditario esté dotado de las cualidades requeridas para el ejercicio de ese derecho.

Un rey hereditario es una persona ordinaria, un término medio, una medianía a lo sumo: hay casi una certidumbre de que está poco preparado en el manejo de los asuntos por su educación; no ha lugar a creer que será guiado por sus gustos: rodeado desde su infancia de todas las seducciones, habrá pasado probablemente toda su juventud en la mala posición en que se encuentra su heredero presunto, el cual no puede hacer nada porque no se le señala ningún empleo y se expone a la censura de que dificulta la marcha de las cosas; si emprende alguna, emprende una obra de su elección. La mayoría de las veces, un monarca constitucional es un hombre perjudicial, que se siente impulsado por la necesidad a ocuparse de los negocios, y cuya actividad está disminuida por todas las tentaciones que rodean a un déspota.

Además, la historia demuestra que las familias reales que ocupan un trono hereditariamente, acaban, bajo el perjudicial influjo de las causas que la corrompen, por tener en la sangre un vicio oculto, una especie de veneno propio para debilitar su inteligencia, entristecer su felicidad y cubrir con una nueva los momentos de placer. Se ha dicho, si no con verdad, a lo menos con una cierta verosimilitud, que en 1802 todos los monarcas hereditarios estaban locos. Ahora bien; ¿puede admitirse que monarcas semejantes sepan buscar el momento en que, a pesar de la oposición de un ministerio que tiene mayoría, su deber es disolver el Parlamento? Para obrar así, es preciso que sean capaces de reconocer que el Parlamento equivoca el camino y que la nación está descontenta de él. Ahora bien; para reconocer que un Parlamento sigue mal camino, es preciso ser un grande hombre de Estado, a lo menos un hombre de Estado, de algún valor, de alguna habilidad; es preciso estar dotado de un gran vigor de espíritu necesario para comprender los principios arduos de la política, es preciso tener una gran actividad sin la cual se verá el sujeto aplastado por los detalles que abrazan ese principio a su aplicación variada. Un hombre a quien la naturaleza ha hecho ordinario, a quien la vida sonríe, no tendrá ni este espíritu ni esa actividad, es casi seguro que no será ni hábil ni activo. Y un monarca que, retirado al fondo de su palacio en donde sus oídos están encantados por la adulación, no se mezcla en el mundo exterior del cual está separado por su rango, ese monarca no puede ser más que un pobre juez de la opinión pública. Aunque tuviera el deseo de conocer la opinión pública, su género de vida jamás le permitirá cumplirla, y hasta poco a poco le quitará el deseo.

Una circunstancia aún más deplorable se presenta a veces, y de ella encontramos un ejemplo en la historia de Jorge III, ese resumen, de todos los defectos que puede tener un rey constitucional. Puede ocurrir, que siendo el Parlamento más sensato que el pueblo, el rey tenga la misma opinión que este último. Durante los últimos años de la guerra de América, el primer ministro, lord North, a quien incumbía el peso de la responsabilidad, no quería continuar esta guerra, convencido de que no saldría bien de ella, y el Parlamento tenía la misma opinión. Si se hubiera consentido a lord North presentarse al Parlamento con un tratado de paz en la mano, el Parlamento hubiera aceptado con gusto la insinuación, y, guiado por sus representantes, la nación, aunque triste por las pérdidas experimentadas, probablemente hubiera acogido la noticia con satisfacción. La opinión pública, en esta época, se parecía mucho más en Inglaterra, a la opinión actual de los Estados Unidos, que a nuestra propia opinión de hoy. Se formaba casi más lentamente que hoy se forma, obedecía más fácilmente al impulso repentino de la administración central. Si lord North hubiera podido emplear toda la energía y toda la autoridad del ejecutivo para pactar una paz fecunda, se hubiera economizado mucha sangre, se hubieran apagado muchos sentimientos hostiles que han dejado huellas en América hasta hoy día. Pero detrás del primer ministro había un poder; Jorge III se empeñaba locamente en continuar la guerra; y la nación, no viendo cuán estéril era la lucha, no previendo la hostilidad duradera que esta obstinación engendraría, la nación ignorante, y además grosera e imprudente, perseveró también en ese mal camino. Aunque lord North hubiera querido pactar la paz y hubiera arrastrado tras de sí el Parlamento, sus esfuerzos todos hubieran sido vanos; un poder superior hubiera apelado de un Parlamento sensato y pacífico, a una nación irritada y belicosa. Por tal modo, el freno que nuestra Constitución ha encontrado para reprimir los defectos de un Parlamento se empleó entonces en contener el empuje de su previsión.

Cuanto más se estudia el gobierno de gabinete, más se penetra uno de la idea de que no se debe exponer en un camino delicado a los ataques que podría dirigirle en una circunstancia vital, un extraño incapaz o quizá medio loco. Hay muchos motivos para creer que en una ocasión solemne, el primer ministro y el Parlamento tendrían más prudencia que el rey. El primer ministro reúne ciertamente a un talento verdadero el deseo de tomar las mayores decisiones; si no lo consigue, pierde su puesto, mientras que el rey conserva el suyo, a pesar de todas las faltas que pueda cometer; la inteligencia del uno, naturalmente muy activa ya, está continuamente despierta por el sentimiento de la responsabilidad, mientras que la del otro que la naturaleza ha hecho ordinaria, está libre de toda tutela. Luego el Parlamento está, de ordinario, compuesto de gentes, el espíritu de las cuales es profundo, circunspecto y práctico. El razonamiento demuestra, pues, que, en el caso de que se trata de hacer que dimita un ministro que es del gusto del Parlamento o de disolver un Parlamento haciendo un llamamiento al pueblo, el poder de recurrir a esas medidas graves no es de aquellas que, en general, un monarca hereditario sea cual fuere, puede ejercer ventajosamente.

Ese poder, si no ha desaparecido por completo, está casi por completo fuera de los usos constitucionales. Nada parecería más extraño al pueblo inglés que un golpe de Estado, por medio del cual la reina destruyese repentinamente un ministerio que tuviera en su favor la confianza y el apoyo de una mayoría parlamentaria. Ese poder pertenece, en teoría, a la reina, no hay duda, pero ha caído tan en el olvido por desuso, que si la reina quisiera ejercerlo, nos produciría el mismo espanto que la noticia de una erupción volcánica en Primrose Hill. La última circunstancia en la cual se ha podido ejercer un tanto esta prerrogativa, no ofrece un precedente que pueda intentarse seguir. En 1835, Guillermo IV hizo derrotar una administración, que aunque completamente desorganizada por la pérdida del hombre de Estado que la representaba principalmente en la Cámara de los Comunes, no por eso dejaba de existir como gobierno, teniendo en la Cámara de los Lores su primer ministro, y en la Cámara de los Comunes un personaje pronto para reemplazar a aquel que acababa de morir. El rey se imaginaba que la opinión abandonaba a los whigs y se pasaba a los tories, y creía precipitar esta transición derribando el ministerio whig. Pero los acontecimientos le demostraron su error. En el fondo veía bien; el pueblo inglés comenzaba a cansarse de los whigs, que no tenían ningún jefe popular, ningún jefe capaz de representar el liberalismo, hasta el punto de hacer de él una pasión personificada; además, como el partido whig había estado demasiado tiempo en la oposición, cometía faltas desde que había sido llevado al poder por un movimiento popular, cuyo sentido no comprendió, y cuyo espíritu quizá aprobaba menos. Pero si veía bien, el rey obraba mal; el expediente político dificultaba la reacción en lugar de precipitarla. Llegados prematuramente a los negocios, los tories fueron muy poco afortunados, como podría preverse con un poco de tacto. El pueblo comenzaba, nada más que comenzaba a alejarse de los whigs sin haberles abandonado seriamente, y así la intervención de la Corona les fue favorable, porque pareció harto contraria a las libertades públicas. Y aun teniendo razón para creer que la opinión pública comenzaba a cambiar de rumbo, Guillermo IV, con su conducta, le impedía cambiar por entero. Pronto se manifestó el deseo de que continuase la política liberal: las censuras que se hubieran podido dirigir a los whigs no eran más que de un carácter completamente personal y accidental; se dirigían contra la insuficiencia de los jefes y contra algunas ideas particulares, por el momento, sugeridas en los principios liberales, y las cuales no alcanzaban a los príncipes mismos. De suerte que la última agresión que la Corona intentó contra un ministerio, tuvo como resultado contrariar las buenas ideas en beneficio de las malas, y perjudicar al partido que el rey quería favorecer. Después de una lección de ese género, es probable que los monarcas sigan tranquilamente la línea de conducta que una larga serie de precedentes les ha trazado, y cuando un ministerio tenga la confianza del Parlamento, se entreguen por entero a la prudencia del Parlamento.

En realidad, cuando las pasiones políticas son más ardientes en la Cámara de los Comunes que en el país, y cuando, por virtud de opiniones propias, la Cámara de los Comunes se opone a los verdaderos intereses del país, no son estas circunstancias demasiado peligrosas en un pueblo que tiene espíritu político y que vigila siempre los actos de sus representantes con la facultad o poder de inspeccionarlos. No es posible que la Cámara de los Comunes haga una oposición contrariando la voluntad del pueblo, cuando el pueblo se preocupa tanto y tan incesantemente con los negocios políticos, y mientras los que le representen tengan que temer la pérdida de sus puestos en la Cámara.

No hay, en verdad, peligro que temer en esos dos respectos más que en los Estados en formación, donde las poblaciones están diseminadas, donde no se suscitan cuestiones que ofrezcan algún interés, donde las distancias son grandes, donde la opinión no está siempre pronta a castigar con su juicio los excesos parlamentarios, y donde pocas gentes se preocupan por tener asiento en la Asamblea nacional, y donde muchos representantes, por el contrario, tienen un carácter y antecedentes que no les hacen lo más a propósito para sentarse en ella.

El mayor inconveniente del sistema parlamentario en un Estado que ha llegado a su madurez, es el capricho que el Parlamento puede aplicar a la elección de los ministros. El pueblo no puede vigilarlo eficazmente en ese caso, y en una cierta medida es hasta poco deseable que sea llamado a revisar actos de ese género; la manera según la cual un Parlamento aprecia una administración, depende, en general, de cosas que el Parlamento ve de cerca y distintamente, mientras la nación se halla demasiado alejada para verlas. Cuando las cuestiones personales entran en juego, es cuando el capricho comienza. Se comprende fácilmente que puede haber una Cámara de los Comunes descontenta de todos los hombres de Estado en absoluto, dividida en pequeños partidos que forman pequeños núcleos cuando votan; esta Cámara no sigue a un jefe único, y no da a ningún jefe facilidades para gobernar, ni la esperanza de conservar el poder. A estos Parlamentos es necesario aplicarles un remedio, es preciso disolverlos; pero el empleo de ese remedio ya se ha demostrado; vale más confiarlo a un primer ministro que a un monarca; y según el uso admitido hoy, esta prerrogativa tiende a ser quitada al monarca para pasar a sus manos con los derechos del primer ministro. En la actualidad la reina no puede negar a un ministro a quien la mayoría abandona en el Parlamento, el derecho de disolver la Cámara de los Comunes; no puede, como tampoco puede sin el consentimiento del primer ministro, disolver el Parlamento, en el cual el primer ministro tiene la mayoría.

Vamos a ver que lo mismo ocurre en lo que se refiere a lo que he llamado la válvula de seguridad de nuestra Constitución. Ciertamente, un monarca hereditario, si tuviera virtudes y talento, sabría usar de este recurso mucho mejor que un primer ministro, pero el primer ministro puede servirse de él convenientemente; sólo quizá una vez cada cien años nacerá un monarca capaz de superar a sus ministros desde ese punto de vista, mientras que continuamente se ven monarcas incapaces de hacerlo.

Hay dos medios de ejercer el derecho que posee el ejecutivo de crear pares; es decir, de sumar más miembros á los que comprende la Cámara alta, la Cámara de revisión. El primero de esos medios tiene una acción constante, habitual, aunque el público no lo advierte de una manera suficiente; el otro tiene una acción terrible, a la cual casi jamás se ha recurrido de hecho, pero cuyo influjo conminatorio basta, como a modo de talismán, para prevenir el mal.

Creando pares de tiempo en tiempo, la Corona modifica poco a poco el sentimiento de la Cámara alta. He oído decir a personas competentes, que la parte puramente inglesa de la Cámara alta, donde están representados los tres reinos, que esa parte, la única sobre la cual se ejerce el poder de nombrar pares nuevos, es ahora más bien whig que tory. Hace treinta años era al contrario. Circunstancias especiales no han permitido a las dos opiniones políticas sucederse de una manera regular como muchos teóricos lo predecían, y como es bastante corriente decir que pasa.

El partido whig ha conservado el poder durante setenta años, salvo raros intervalos, desde la muerte de la reina Ana hasta la coalición de lord North y de Mr. Fox; luego los tories, siempre con raros intervalos, han estado en el poder durante cerca de cincuenta años, hasta 1832. Desde entonces casi siempre ha imperado el partido whig. De donde resulta que durante el largo período de su autoridad, cada uno de esos partidos ha podido modificar a su voluntad la Cámara alta. Las numerosas creaciones de pares hechas por los tories durante medio siglo, habían hecho de la Cámara una asamblea fanáticamente tory antes del primer bill de reforma electoral; peor hoy ya los tories distan mucho de tener un dominio tan absoluto.

Los pares irlandeses y los pares escoceses, como son nombrados por un cuerpo político, las modificaciones del cual han sido casi nulas, y como representan únicamente la mayoría de esos Cuerpos políticos, cuyas minorías no tienen un solo representante, resultan pertenecer invariablemente al elemento tory.

El elemento, pues, susceptible de modificación, ha sido modificado. Que la parte inglesa de los lores sea o no tory actualmente, lo cierto es que ya no es como era en 1832. Lo que como whig se ha introducido en ella, se ha tomado en una clase de la sociedad cuyas ideas se acercan mucho más a los tories que a los radicales. No puede, en verdad, suponerse que esos opulentos personajes sean de instintos revolucionarios. Los nuevos pares están muy de acuerdo con los antiguos pares, y su influencia ha sido tanto más grande y más penetrante. Si se hubiera impuesto a la Cámara un elemento nuevo que contrastase con su naturaleza, este llamamiento la hubiera perturbado; pero habiéndose adicionado delicadamente partes análogas, si no similares, se ha producido un compuesto en el cual el elemento primitivo está contrabalanceado sin necesidad de experimentar una irritación.

Ese medio de crear pares, el medio ordinario, está en manos del primer ministro, y tiene efectos que llevan la señal de origen. En la calidad de jefe del partido predominante, el primer ministro es, sin duda, la persona más capaz de modificar gradualmente la Cámara permanente que en un principio pudiera serie hostil; en todo caso, las adiciones que haga le ponen más en armonía con la opinión de que él es representante. Nada hay en la Constitución que posea un mecanismo tan delicado, tan flexible y tan regular, para modificar una segunda Cámara. Si a ese se hubiera unido el derecho de nombrar pares de por vida, el influjo saludable del ejecutivo responsable ante la Cámara de los Lores se hubiera ejercido con toda la perfección que cabe desear en semejante materia.

En cuanto a la creación de pares por hornadas, cuyo objeto es sumergir la oposición de la Cámara alta, es una cosa completamente distinta. Si se tiene un rey capaz e imparcial, es preciso entregarse a él en este respecto. Es ese un derecho que sólo se debe ejercer en las grandes ocasiones, cuando el objeto que se persigue es de gran alcance y los partidos aparecen ante él divididos. Entonces es cuando llega el momento de poner en acción ese poder supremo y decisivo que vale, naturalmente, más confiar en manos de una persona capaz e imparcial que no en las de un primer ministro, el cual tendrá siempre algún espíritu de partido. La prudencia, la calma y la habilidad del monarca, en este instante de crisis, son cualidades que, si entonces concurren, tienen un valor inestimable. El monarca puede, cuando ese caso llegue, evitar largas perturbaciones, evitar a su país los horrores sangrientos de la guerra civil, procurarse un título al reconocimiento publico e impedir la explosión de los odios que suelen animar a un partido contra otro. Pero es preciso volver a poner esta cuestión: ¿Se tendrá entonces semejante monarca? ¿En qué medida se puede contar con él en un momento? ¿Cómo se conducirá el monarca ordinario a quien el azar de la herencia, con sus inconvenientes reconocidos, hará reinar en ese instante en el país?

No se podrá responder a estas preguntas de una manera satisfactoria, si se interroga a nuestra experiencia. Esas crisis son raras, y en nuestra historia sólo ha habido dos circunstancias, en las cuales se ha tenido la ocasión de nombrar una cantidad de pares suficientes para producir una especie de trastorno radical de fuerzas, y para cambiar completa y repentinamente la mayoría en la Cámara de los Lores. La primera de esas circunstancias ocurrió bajo la reina Ana. En esta época la mayoría de los pares era whig, y por medio de creaciones numerosas y rápidas, el ministerio Harley hizo una mayoría tory. El ejercicio de esta prerrogativa produjo un efecto tal sobre el pueblo que, durante el reinado siguiente, una de las cuestiones que más vivamente se agitó, fue la proposición hecha por los ministros de privar a la Corona del derecho de nombrar pares hasta lo infinito, estableciendo de una manera fija, como en la Cámara de los Comunes, la cifra máxima de los miembros que pueden contarse en la Cámara de los Lores. Pero ¿qué importaba entonces al trono el descontento de la opinión? La reina Ana es una de las personalidades más mediocres de cuantas han ocupado un trono. Swift decía de ella, con tanta razón como amargura, que no tenía bastante corazón para tener más de un afecto a la vez: ahora bien; todo su afecto se concentraba entonces en una de sus damas de honor. Esta dama de honor le pedía que crease pares y los creaba. En cuanto a penetración y a ideas políticas no tenía cosa mayor que la señora Marshans. Para sostener un mal ministerio empleó la medida más extraña y lo hizo sencillamente por puro capricho.

La segunda vez que se trató de una medida semejante, fue bajo Guillermo IV, pero las circunstancias del asunto son mucho menos conocidas que en el caso anterior. Pronto las conoceremos. Lord Grey ha prometido publicar la correspondencia cambiada entre ese monarca y su padre, mientras fue aquel ministro, y todos los detalles relativos a ese hecho figurarán en ella necesariamente. Pero según lo que sabemos ahora, el rey, en aquella circunstancia, se vió dominado por todas las vacilaciones de un carácter débil. Su espíritu flotaba a la ventura, consultaba a su ministro, consultaba a la reina, y luego quizá a un secretario. ¿Hará algo el duque de Wellington? ¿No hará nada Peel? ¿Entonces todo lo tiene que hacer Grey?. Todos se preguntaban: El rey, ¿creará pares? Pero el rey mismo no sabía qué iba a hacer. Vacilaba. La prerrogativa tan importante que la Constitución le confiere, parecía en sus manos al fusil que tiene una mujer cuando, presa de espanto, no se atreve ni a servirse de él ni a dejarlo. Primeramente se negó a crear pares, ocasionando una crisis: los personajes más importantes aconsejaron al país que negasen el impuesto. Las asociaciones de Birmingham fanatizaban al pueblo; llegó a pensarse en la suspensión de las operaciones bancarias de Inglaterra, como recurso político: en pasquines colocados en Londres figuraban estas palabras: ¡Reclamar el pago en especies! Entonces el rey, a lo menos según lo que asegura lord Brougham, firmó un documento mediante el cual se comprometió respecto de los whigs a crear tantos pares como quisieran. Estoy asombrado de la insistencia con que usted ha tenido que proceder para decidirle, dice lord Grey a lord Brougham, dado el estado de abatimiento en que se encontraba. Había quien hizo notar que jamás había visto un asunto tan grave en un pedazo de papel tan pequeño.

La moral de todo eso es que, en un momento de revolución, el poder puede encontrarse en manos débiles, pero que no para ahí: sale de ellas para pasar a otras manos más firmes. Un monarca hereditario, de un espíritu medio, un Guillermo IV, o un Jorge IV, no puede ejercer el poder de crear pares precisamente cuando el ejercicio de ese poder se hace necesario. Un rey medio loco, como Jorge III, lo haría peor todavía: se le verá usar de él por puro capricho, cuando no hiciese falta, y negarse a recurrir a él cuando fuese oportuno.

Al poner un freno al poder del primer ministro, privándole de ese derecho, se corre un peligro verdadero, se le impide servirse de un freno de la más grande utilidad. Sería fácil declarar por una ley que jamás podrá el ejecutivo crear un número extraordinario de pares, declarar, por ejemplo, que no podrá crear más de diez al año, sin estar para ello autorizado por una gran mayoría de la Cámara baja, v. gr., por una mayoría de tres cuartos si se quiere. Sería esto suficiente para garantir el que jamás el primer ministro abusaría de esa fuerza que la Constitución tiene en reserva empleándola como una fuerza ordinaria, para garantir el que usaría de ella tan sólo cuando el país entero lo pidiese: de ese modo sería ese un instrumento de revolución y no un instrumento de administración, y se habría logrado tener en el caso preciso a la mano el referido instrumento. El ejemplo de la reina Ana y el de Guillermo IV, están ahí para probar que no se alcanza el fin apetecido confiando esos derechos tan importantes, y de ese ejercicio tan delicado, al azar de la herencia que, de ordinario, no da más que soberanas medianías.

Quizá se me pregunte por qué me detengo tanto tiempo en una cuestión tan lejana de la práctica ordinaria, y, desde cierto punto de vista, tan apartada de mi asunto. Nadie en el mundo quiere destronar a la reina Victoria: si hay un trono sólido, es el que ocupa la reina: en el curso de esta obra he mostrado que la masa del pueblo no querría obedecer a ningún otro poder que el suyo, que el respeto de que está rodeada es, para emplear un término científico, el foco virtual de todas las demás autoridades que de ello toman su potencia. Pero es preciso no limitar los estudios políticos a la hora presente ni a nuestro país, y si se considera el porvenir del mundo, no hay cuestión que tenga un interés más práctico.

Lo que caracteriza las tendencias actuales del mundo es un cierto realismo; a medida que los siglos avanzan, proclámase más y más el triunfo del hecho. En todas las partes del mundo se levantan nuevos países donde fallan las tradiciones, que son las fuentes del respeto, donde es necesario reemplazarlas artificialmente, estableciendo instituciones capaces de provocar el afecto leal de los pueblos, por su utilidad evidente. Ese realismo que hasta la misma Europa se extiende, es el producto natural de los dos principales agentes de la civilización de nuestra época, a saber: el comercio y la guerra. Los resultados materiales del comercio están tan a nuestra vista, que nos hacen olvidar los resultados morales. Pero es evidente, no hay duda, que el comercio imprime a nuestra inteligencia el amor al hecho, el carácter insuficiente de las ideas, el desdén por las frases hermosas. Todo trabajo debe ser retribuido: he ahí su divisa. Se abandona la espada por el libro mayor; hay más aún, la misma guerra se hace mucho más por la teneduría de libros que por la espada. El militar, el verdadero militar del día ya no es el ser novelesco, lleno de vagas esperanzas, animado por el fanatismo, por quimeras tales como el amor de su dama y de su soberano: es un hombre tranquilo, grave, muy abismado en el estudio de los mapas, exacto en sus pagos, maestro consumado de táctica, ocupado con los detalles vulgares, pensando, sobre todo, como hacía el duque de Wellington, en los zapatos de los soldados, que desprecia todo brillo y toda elocuencia, y sabiendo quizá, como el conde de Molke, guardar silencio en siete lenguas.

Hemos llegado a un momento en el cual la cifra gobierna, en el cual el defensor del derecho divino, como lo llamaba al conde de Bismarck, va cortando en vivo las personas reales, aplicándoles la lógica de los hechos, y no concediendo el derecho de vivir sino a condición de que se haga alguna cosa. Es evidente que, desde hace quinientos años, las ocupaciones de los que gobiernan los pueblos han cambiado mucho de naturaleza: en otros tiempos distribuían su tiempo entre los ejercicios violentos y un profundo reposo. El barón feudal no conocía término medio entre las fatigas de la guerra o de la caza de una parte, y lo que se llamaba el descanso sin gloria. En cambio, en la vida moderna, si por un lado no entraña emociones vivas, exige por otro que se trabaje sin cesar. Los hábitos familiares del comercio han influido fuertemente sobre ello, y como se pide todo a la bolsa, los hombres, las cosas, las instituciones, se les dice: ¡Bueno! ¿qué habéis hecho desde nuestra última entrevista?

Las ciencias fisicas que son el estudio principal al cual se consagran miles de individuos, y que comienza a tener sobre nuestra literatura corriente un influjo que aún quizá no se advierta bastante, esas ciencias conducen al mismo fin. Sus dos caracteres, los más salientes, son la familiaridad y la curiosidad: la importancia que dan a las luchas más groseras, y el deseo continuo que inspiran de comprobar las luchas, de examinar, por medio de los sentidos, si tienen realidad. Casi se ha renunciado a la sobrexcitación que el pensamiento se imponía en otros tiempos, o más bien todo ese trabajo que se concentraba en meditaciones próximas al éxtasis, se difunde pacíficamente por todo el curso de la vida.

Un filósofo de otros tiempos, Descartes, por ejemplo, se imaginaba que después de haberse dado cuenta de las verdades primeras por medio de esfuerzos intelectuales, podía por deducción sacar de ahí el orden universal. Examinarse a sí propio, a la luz de la razón, tal era, según él, el procedimiento para descubrir todas las cosas. Según una opinión admitida, sólo el alma y por sí sola, era capaz de explicar todo, siempre que se mantuviese fiel a un aislamiento sublime. El bien supremo que esta filosofia prometía a sus partidarios, era el de no engañarse jamás, de razonar siempre, sin estar obligado a observar los hechos.

Ahora, nuestros filósofos más ambiciosos tienen procedimientos muy diferentes. Véase cómo comienza Darwin:

Cuando me encontraba a bordo del buque S. M. B., el Beagle, en calidad de naturalista, quedé muy sorprendido al notar la distribución de los seres organizados en América del Sur, y al ver las relaciones que se observan, por medio de la geología, entre las razas antiguas y las razas actuales de aquel continente. Esos hechos, como se podrán ver en los capítulos siguientes, me pareció que arrojaban alguna luz sobre el origen de las especies, ese misterio de los misterios, como lo ha llamado uno de nuestros sabios más ilustres. A mi vuelta a Inglaterra se me ocurrió la idea, hacia 1837, de que se avanzaría quizá en la solución de ese problema, reuniéndolos, para estudiarlos, todos los hechos que al mismo podían referirse. Después de cinco años de trabajo, he sacado algunas deducciones de esos hechos, y los he resumido con algunas notas muy breves: esas notas las he ampliado en 1844, añadiendo el bosquejo de conclusiones que me parecían entonces probables. A partir de esa época, hasta hoy día, me he dedicado cuidadosamente a este estudio. Espero que se me dispensará de entrar en estos detalles personales; los doy para demostrar que no me he apresurado demasiado para llegar a una decisión.

Para llegar a la solución de ese gran problema, Darwin cuenta con las experiencias curiosas que hacía cultivando palomas y otras variedades artificiales. Su héroe no es un filósofo encerrado en su gabinete y dedicado por entero a su pensamiento; es aquel hábil cultivador sir John Sebright, que tenía la costumbre de decir al hablar de las palomas, que produciría cualquier clase de plumas al cabo de tres años, pero necesitaba seis para obtener una cabeza y un pico.

No pretendo que la manera de pensar moderna valga más que la antigua; no es ese mi objeto: mi único propósito es mostrar, como sólo pueden hacerlo los ejemplos, hasta qué punto de realismo, y en la apariencia, hasta qué punto de mezquinería ha llegado nuestra ciencia, aun en medio de sus más ambiciosos ensueños.

En los Estados nuevos, que nuestros hábitos de emigración crean de continuo, el prosaismo de esta manera del espíritu se acentúa aún más. En América y en las colonias, contra lo que se suponía, el viejo espíritu de Inglaterra, el espíritu de las poblaciones ha contraído hábitos muy prosaicos, una especie de tendencia a decir: Los hechos ahí están, piense usted como quiera. Antes de la guerra de América se decía, de ordinario, que los americanos adoraban la omnipotencia del dollar: hoy sabemos que pueden prodigar el dinero sin medida cuando así les plazca. Pero tenían razón a medias: adoran el valor visible, el resultado evidente, indiscutible, cierto. En Australia y en Nueva Zelanda se observa el mismo aire en las ideas. La lucha con la tierra virgen lo quiere así.

Las dificultades materiales apuran en común a todos los países en su cuna, y los dejan en el espíritu un sello de materialismo.

Así, cuando los Estados en países recientemente colonizados tienen que elegir un gobierno, deben tomar uno en el cual todas las instituciones tengan un carácter evidente de utilidad. Los americanos se ríen de nuestra reina con el misterio que los rodea, de nuestro príncipe de Gales con la feliz inacción en la cual se halla sumergido. Su espíritu prosaico no puede penetrarse de la idea de que el gobierno constitucional es un gobierno fundado en la razón, que conviene a la época moderna y a un país nuevo, que un Estado puede adoptarlo desde un principio. Los principillos que corren por el mundo con excelentes intenciones, pero que no pueden conocer la menor palabra de negocios, les sirven de testimonio para demostrar que el sistema constitucional es exclusivamente europeo y se remonta a la Edad Media; y que si aún le queda algún papel que representar en el viejo mundo, nada tienen ya que hacer en los pueblos nuevos. El implacable realismo que críticos esclarecidos advierten en las obras principales de la literatura en el siglo XIX, se encuentra también en la política. La ostentación del utilitarismo debe caracterizar sus creaciones.

Por tal motivo, es preciso dar el más grande interés al problema en que nos venimos ocupando en este capítulo. Si la monarquía hereditaria fuese un elemento indispensable de gobierno parlamentario, seria preciso desconfiar de ese gobierno; pero un estudio atento demuestra que ese sistema no implica como condición esencial la existencia de la monarquía; que, en general, la monarquía no le es útil; que si un rey muy generoso y muy prudente, un rey que tenga todas las cualidades de su posición, es siempre útil, y en circunstancias raras infinitamente precioso; en cambio, un rey ordinario, un rey tal como los hace de ordinario al azar del nacimiento, no es de ninguna utilidad en los momentos de crisis, mientras que en la vida corriente, como no se siente llamado a obrar, no hace nada ni necesita hacer nada. Vese con esto que un país nuevo no está obligado a recurrir a esta fútil distinción de poderes que caracteriza el sistema presidencial; puede, si las circunstancias lo permiten, tener absolutamente todas las ventajas que se desprendan de la Constitución inglesa, y eso sin la monarquía, bajo un gobierno parlamentario.




Notas

(1) No hablo aquí, por supuesto, ni de Sur ni de Sureste en su estado actual. Cómo puede existir un gobierno libre en medio de sociedades con tan malos elementos, es lo que no puedo concebir.

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