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Capítulo 13
He creído obligación consagrar un capítulo especial a esta cuestión, presente hoy en el pensamiento obrero, pero envuelta aún en una oscuridad profunda. Los autores del Manifiesto no encarecen menos que sus camaradas del Luxemburgo la importancia de la asociación, ni dejan de considerarla como un poderoso medio de orden, de ética, de riqueza y de progreso. Mas ni los unos ni los otros han sabido todavía reconocerla y distinguirla; la confunden con la mutualidad y hasta con la comunidad. No ha habido hasta ahora quien -saliéndose de los Códigos Civiles y de los de Comercio, de los que por otra parte no se acuerdan los obreros- haya sabido desentrañar su carácter, útil o nocivo, ni quien haya conocido las modificaciones que sufrirá en el régimen que nos ocupa.
En interés de las sociedades obreras que se están desarrollando, trataré de llevar alguna luz sobre el asunto y de llenar en pocas palabras tan importante laguna.
Llamo fuerzas económicas a ciertas fórmulas de acción, cuyo efecto es llevar el poder del trabajo mucho más allá de lo que estaría si se le dejase enteramente abandonado a la libertad individual.
Así, lo que se llama división del trabajo o separación de las industrias es una fuerza económica. Desde A. Smith acá se ha demostrado mil veces que un determinado número de obreros produce cuatro, diez y hasta veinte veces más trabajo, distribuyéndoselo de una manera sistemática que trabajando cada uno aisladamente y haciendo todos la misma tarea sin entenderse ni combinar sus esfuerzos.
Por la misma razón, o más bien por una razón inversa, lo que he sido uno de los primeros en llamar fuerza de colectividad es otra fuerza económica. Está igualmente demostrado que cierto número de obreros ejecutará fácil y brevemente un trabajo que les sería del todo punto imposíble si, en vez de agrupar sus esfuerzos, pretendiesen obrar individualmente.
La aplicación de la maquinaria a la industria es otra fuerza económica. Esto no hay ya necesidad de demostrarlo. Como las máquinas realizan mayores esfuerzos, el trabajo resulta más productivo: el aumento de riqueza resultante revela la presencia de otra fuerza económica.
La competencia es otra fuerza económica, por la sobreexcitación que produce en los trabajadores.
La asociación otra, por la confianza y seguridad que inspira.
Y finalmente, el cambio, el crédito, el oro y la plata acuñados, la propiedad misma -que al menos como vía de anticipación puedo nombrar aquí sin escrúpulo- son fuerzas económicas.
Pero de todas las fuerzas económicas, la más importante, la mejor, la que une a las combinaciones del trabajo las concepciones del espíritu y la justificación de la conciencia, es la mutualidad, en la que todas las demás se confunden.
Por medio de la mutualidad, todas las demás fuerzas económicas entran en el derecho y pasan, por decirlo así, a formar parte integrante del derecho del hombre y del productor. Sin ella permanecen indiferentes al bien como al mal social; no tienen nada de obligatorias; no ofrecen por sí mismas carácter ético. Son conocidos los excesos, por no decir las matanzas, de la división del trabajo y las máquinas, los furores de la competencia, los fraudes del comercio, los despojos del crédito, la prostitución del dinero, la tiranía de la propiedad. Esa crítica está hace tiempo agotada y con la democracia actual, insistir en ella sería perder el tiempo. Predicaríamos a conversos. Sólo la mutualidad, fruto a la vez de la inteligencia y de la conciencia, sólo el pacto bilateral, desconocido por muy largo tiempo, pero hoy ya lazo secreto de unión entre todos los trabajadores, obligan al hombre al mismo tiempo que fecundan su obra. La mutualidad es lo único que no puede ser ofendido ni vencido porque en las sociedades humanas, como en el universo, es a la vez el derecho y la fuerza.
La asociación, considerada bajo su más noble aspecto, es sin duda fraternal ¡no quiera Dios que sea yo quien la deshonre a los ojos del pueblo! Pero la asociación, por sí misma y sin una idea de derecho que la domine, no es más que un vínculo fortuito basado sobre un mero sentimiento de necesidad e interés; un contrato libre, siempre susceptible de rescisión; un grupo limitado cuyos individuos, estando asociados sólo para sí mismos, puede decirse que lo están contra todo el mundo. Así lo ha entendido después de todo el legislador, y así debía forzosamente entenderlo.
¿De qué se trata, por ejemplo, en nuestras grandes asociaciones de capitalistas, organizados según el espíritu del feudalismo mercantil o industrial? De monopolizar la fabricación, los cambios y los beneficios; de agrupar al efecto, bajo una misma dirección, las más diversas capacidades; de centralizar los oficios; de aglomerar las funciones. En una palabra, de excluir la pequeña industria, matar el pequeño comercio y transformar por ahí en proletarios la parte más numerosa y más digna de interés de la clase media, todo en provecho de los mal llamados organizadores, fundadores, directores, administradores, consejeros y accionistas de esas gigantescas especulaciones. Se ven en París numerosos ejemplos de esa guerra desleal hecha por los grandes a los pequeños capitales: inútil es citarlos. Se ha hablado de una librería que, por la comandita de M. Péreire, había de reemplazar la mayor parte de las librerías actuales: nuevo medio de dominar la prensa y las ideas. No hay quien no aspire al monopolio; hasta la sociedad de literatos, celosa de los beneficios de los libreros, piensa hacerse editora de todos los autores vivos. No tiene límites esa manía de avasallarlo todo: señal inequívoca de la pobreza de los espíritus. He conocido una imprenta que acumulaba, además de la composición y de la impresión, que casi siempre van juntas, el comercio de líbrería al por mayor y al por menor, los útiles de escritorio, la fundición de tipos, la fabricación de prensas, los clisés, la encuadernación, la ebanistería. Tratábase además de crear en ella una escuela para los aprendices y una pequeña academia. Ese establecimiento monstruo se hundió rápidamente bajo la acción del despilfarro, del parasitismo, de la confusión y del hacinamiento, de los gastos generales, de la competencia que provocó, del creciente desequilibrio entre los gastos y las entradas. El feudalismo industrial tiene las mismas tendencias; tendrá el mismo fin.
¿De qué se trataba también en las sociedades de obreros por el sistema del Luxemburgo? De suplantar, por medio de la coalición de los trabajadores y las subvenciones del estado, las sociedades de capitalistas, es decir, de hacer también la guerra a la industria y al comercio líbres por medio de la centralización de los negocios, la aglomeración de los obreros y la superioridad de los capitales. En lugar de ciento o doscientos mil industriales con patente que existen hoy en París, habría habido entonces sólo un centenar de grandes asociaciones, representando los diversos ramos de la industria y del comercio, en que los obreros hubiesen sido regimentados y definitivamente avasallados por la razón de estado de la fraternidad, como tienden a serIo ahora por la razón de estado del capital. ¿Qué habrían ganado con esto la libertad, la felicidad pública, la civilización? Absolutamente nada. Habríamos cambiado de cadenas, y -lo que es más triste y manifiesta la esterilidad de los legisladores y reformadores- la idea social no habría adelantado un paso: viviríamos bajo el mismo fatalismo económico.
De esa primera y rápida ojeada, tanto sobre las asociaciones comunistas -que han quedado en estado de proyecto- como sobre las sociedades colectivas -en comandita y económicas, tales como las concibió la anarquía mercantil y las pone en práctica el nuevo feudalismo, con la sanción del legislador y la protección del gobierno-, resulta que tanto las unas como las otras han sido fundadas con fines particulares y por intereses egoístas. Nada revela en ellas ni un pensamiento de reforma ni miras superiores de civilización ni el menor celo por el progreso y los destinos generales. Obrando por lo contrario de una manera anárquica al par de los individuos, no pueden ser jamás consideradas sino como pequeñas iglesias organizadas contra la más grande, en cuyo seno y a cuyas expensas viven.
Los caracteres generales de esas compañías, reunidos en el Código, demuestran su espíritu estrecho y su corto alcance. Están compuestas -con exclusión de los extranjeros- de un determinado número de personas que vienen naturalmente designadas por sus nombres, profesión, residencia y cualidades y aportan todas un capital más o menos considerable. Están constituidas con un objetivo especial, por un interés exclusivo y por tiempo limitado. ¿Qué hay en todo esto que corresponda a las grandes esperanzas que ha fundado en la asociación la democracia obrera? ¿Con qué derecho se lisonjearía ésta de hacerla producir resultados más humanos? La asociación es una cosa que se define por sí misma y tiene por carácter especial la particularidad ¿Sería posible que dejase de haber, separadas y distintas las unas de las otras, sociedades de carpinteros, de albañiles, de lamparistas, de sombrereros, de sastres, de zapateros, etcétera, etcétera? ¿Entra en la idea de nadie que todas esas sociedades puedan refundirse las unas en las otras y constituir una sociedad general? Se puede desafiar sin temor a la democracia obrera a que se meta en ese laberinto; ¿qué digo? se puede desafiar, no sólo a los trabajadores, sino también a sus consejeros, a la Academia de Ciencias Morales y Políticas, al Cuerpo Legislativo, a la Escuela de Derecho en masa, a que presenten una fórmula de asociación por la cual se unan, confundiendo su acción y sus intereses, dos grupos heterogéneos, tales como los albañiles y los ebanistas. Si las asociaciones son, pues, distintas por la fuerza de las cosas, por la fuerza de las cosas también serán rivales. Serán divergentes sus intereses, y habrá contradicciones y hostilidades. Esto es inevitable.
Pero ¿no tenemos acaso, se me dirá, el principio de mutualidad para establecer la armonía entre nuestras asociaciones y hacerlas vivir en paz, sin necesidad de que se refundan las unas en las otras?
En buena hora. Ya tenemos aquí la mutualidad presentándose como el Deus ex machina. Veamos, pues, lo que nos dice. Para empezar, consignemos ante todo que la mutualidad no es lo mismo que la asociación; que si ama la reunión de fuerzas, no ama menos la libertad, y rechaza todo capricho como toda intolerancia.
Hablábamos hace poco de la división del trabajo. Crea esta fuerza económica tantos focos de independencia como especialidades, hecho que lleva necesariamente consigo la separación de empresas, justo lo contrario de lo que buscan quienes fomentan las asociaciones comunistas y quienes fundan las compañías de capitales. Combinada luego con la ley del agrupamiento natural de la población por regiones, cantones, municipalidades, barrios, calles, la división del trabajo conduce a una consecuencia decisiva: no sólo está llamada cada especialidad industrial a desarrollarse y obrar con plena y entera independencia -bajo las condiciones de mutualidad, responsabilidad y garantía que constituyen la condición general de las sociedades- sino que también están llamados a lo mismo cada uno de los industriales que representan una de las especialidades del trabajo en sus respectivas localidades. Esos industriales en principio deben permanecer libres, pues la división del trabajo, la libertad, la competencia, la igualdad política y social, la dignidad del hombre, no admiten filiales. Dicen los Sesenta en su Manifiesto que no quieren clientelas: en verdad no serían éstas sino el reverso de aquéllas; son unas y otras la misma idea, la misma cosa.
Se deduce de ahí que la mutualidad tiene por principio -en lo que a la asociación se refiere- que los hombres no deben asociarse sino en cuanto la requieran las exigencias de la producción, el costo de los productos, las necesidades del consumo y la seguridad de los mismos productores, para aquello en que no sea posible que el público descanse en la industria particular ni que ésta asuma las cargas ni que corra sola los riesgos de la empresa. No une entonces a los hombres ni un pensamiento sistemático ni un cálculo de ambición ni el espíritu de partido; los une tan sólo la fuerza de las cosas y pueden entonces conservar, hasta en el seno de la asociación, su libertad, precisamente porque al asociarse obedecen sólo a la fuerza de las cosas.
Ese aspecto de la idea mutualista, tal como resulta de los principios generales sentados en el Manifiesto de los Sesenta, hace conciliables con la nueva democracia las más vivas simpatías de los pequeños propietarios, industriales y comerciantes.
¿Se trata de la gran producción manufacturera, extractiva, metalúrgica, maritima? Es obvio que cabe allí la asociación; nadie la pone en duda ¿Se trata de una de esas grandes explotaciones que tienen carácter de servicio público, tales como los ferrocarriles, los muebles, los establecimientos de crédito? He probado más arriba que pugna con la ley de la mutualidad buscar en esos servicios ganancia de ningún género y que, por lo tanto, hay que prestarlos al público por lo que cuesta explotarlos y conservarlos. Aun así es evidente que no serán las compañías privilegiadas, ni las comunidades que protegidas por el estado obran en nombre y por cuenta del estado, las que nos den la mejor garantía de la buena ejecución y menor costo del servicio. No nos puede venir esa garantía sino de socios libres, obligados con el público por el contrato de mutualidad y los unos para con los otros, por el de sociedad.
¿Se trata ahora, empero, de esos mil oficios y comercios que tan numerosos son en las ciudades y en los campos? No veo aquí ya la necesidad ni la utilidad de la asociación. La veo tanto menos cuanto que el fruto que de alli pudiéramos prometernos lo conseguimos ya por el conjunto de las garantías mutualistas, seguros mutuos, crédito mutuo, policía de los mercados, etcétera. Más aún: dadas esas garantías, más seguridad tiene el público tratando con un particular que con una compañía.
¿Quién no ve, por ejemplo, que el pequeño comercio tiene su razón de ser en la necesidad de las grandes compañías de establecer en todas partes, para comodidad de los consumidores, almacenes o despachos particulares, es decir, sucursales? Ahora bien, bajo el régimen de la mutualidad, somos todos clientes los unos de los otros, sucursalistas los unos de los otros, servidores los unos de los otros. En esto consiste nuestra solidaridad, esa solidaridad que los autores del Manifiesto proclaman junto con la libertad industrial, el derecho al trabajo, la mutualidad del crédito. ¿Qué inconveniente, pues, habían de encontrar en que el mismo hombre que en un sistema de feudo tal como el de las grandes compañias de capitales o el de las comunidades del Luxemburgo estaba condenado a ser de por vida un sucursalista a sueldo, un simple asalariado, viniese a ser en el sistema nuestro -donde el agio no es ya más que una palabra- un comerciante libre? La tarea del comerciante no está reducida a comprar y vender bajo el exclusivo punto de vista del interés privado; también debe irse elevando con el orden social del que forma parte. Ante todo, el comerciante tiene a su cargo la distribución de los productos, cuyas cualidades, fabricación, procedencia y valor debe conocer a fondo. Debe tener siempre a los consumidores de su distrito al corriente de los precios, de los ártículos nuevos, de los riesgos de alza y de las probabilidades de baja. Trabajo continuo que exige inteligencia, celo y honradez y que -lo repito-, dadas las nuevas condiciones en que nos coloca el mutualismo, no necesita de la garantía -sospechosa, por otra parte-, de una de nuestras grandes sociedades. Basta aquí, para tranquilidad del público, la reforma general de las costumbres por medio de los principios. ¿Por qué, pues -me pregunto- habría de desaparecer esa individualidad económica? ¿Para qué habríamos de mezclarnos en eso? Organicemos el derecho y dejemos actuar al comerciante. Sea la mejor clientela para el más diligente y el más honrado.
Aquí, si no me engaño, deben encontrarse los elementos de la alianza proclamada y reivindicada por los autores del Manifiesto entre la pequeña burguesía industrial y comercial y las clases obreras.
Sin nosotros -dicen con profundo sentimiento de la verdad-, los burgueses no pueden sentar nada sólido, al paso que sin su concurso nuestra emancipación puede tardar muchísimo tiempo. Unámonos, pues, para un fin común: el triunfo de la verdadera democracia.
Repitámoslo a su ejemplo. No cabe pensar en destruir posiciones adquiridas; se trata simplemente de ver si, rebajando el alquiler de los capitales y de las habitaciones, facilitando y disminuyendo los descuentos, eliminando el parasitismo, extirpando el agio, sometiendo a una buena policía los depósitos y los mercados, aminorando el precio de los transportes, equilibrando los valores, dando una instrucción superior a las clases obreras, haciendo preponderar definitivamente el trabajo sobre el capital y otorgando a cada parte y a cada talento la justa consideración que merezcan, se restituye al trabajo y a la propiedad lo que el capital indebidamente les usurpa; se aumenta el bienestar general asegurando las subsistencias; se evitan, por la verdad y certidumbre de los contratos, las quiebras y la ruina; se impide la formación de esas fortunas exorbitantes que carecen de fundamento legal y legítimo y llevan consigo el despojo de muchos; se acaba, en una palabra, con todas las anomalías y perturbaciones que ha indicado en todo tiempo la sana crítica como las causas crónicas de la miseria y del proletariado.
Pero ¿a qué batallar sobre palabras y perder el tiempo en discusiones inútiles? Lo cierto es que el pueblo, dígase lo que se quiera, tiene fe en la asociación y la reconoce, presiente y anuncia, creyendo, sin embargo, que no hay otra que el contrato de sociedad definido por nuestros códigos. Para ser a la vez fieles a los datos de la ciencia y a las aspiraciones populares, concluyamos, pues, diciendo que la asociación --cuya fórmula han buscado los innovadores contemporáneos, como si nada hubiese dicho sobre esto el legislador, sin que ninguno de ellos haya llegado a definirla-; esa asociación que Fourier, artista místico y profeta, llamaba armonía y anunciaba que había de venir precedida de un período de garantismo (1); esa famosa asociación que debe abrazar la sociedad entera y dejar sin embargo a salvo los derechos de la libertad individual y corporativa; esa asociación que no puede ser, por consiguiente, ni la comunidad o sociedad universal de bienes y ganancias -reconocida por el Código Civil, practicada durante la Edad Media en el campo, generalizada por la secta de los Moravos, identificada con la constitución política o el Estado, y reglamentada de diferentes modos por Platón, Campanella, Moro, Owen, Cabet- ni tampoco las Sociedades de Comercio, colectiva, en comandita, anónima, de cuentas en participación; esa asociación, por fin, que la democracia obrera insiste en invocar como el término de toda servidumbre y la forma superior de la civilización, es y no puede ser menos que la misma mutualidad.
La mutualidad, cuyos principales rasgos hemos trazado, ¿no es efectivamente el contrato social por excelencia, un contrato a la vez político y económico, bilateral y conmutativo, que abraza en sus tan sencillos términos al individuo y a la familia, la corporación y la sociedad, la venta y la compra, el crédito, el seguro, el trabajo, la instrucción y la propiedad; las profesiones todas, los contratos todos, los servicios todos, las garantías todas; un contrato que en su alto alcance regenerador excluye todo egoísmo, todo parasitismo, toda arbitrariedad, todo agio, toda disolución social? ¿No es ella verdaderamente esa asociación misteriosa, soñada por los utopistas, desconocida por los filósofos y por los jurisconsultos y definible en dos palabras: contrato de mutuo o de mutualidad? (2).
Echemos una última ojeada sobre ese nuevo pacto, tal como desde hoy se presenta en los esbozos imperfectos, pero ricos en esperanzas, que nos presenta la democracia obrera, y notemos sus caracteres esenciales. Por pobre que al principio parezca en su personal, por especial que sea su objeto, por limitada que sea su duración, por modificables y rescindibles que sean sus cláusulas, hay en la asociación mutualista -podemos ya en adelante darle este nombre- una fuerza de desarrollo que tiende invenciblemente a asimilarle e incorporarle todo lo que le rodea, a transformar a su imagen la humanidad y el estado. Esa fuerza de desarrollo la recibe de la alta moralidad y de la fecundidad económica de su principio.
Obsérvese que, en virtud del principio que la caracteriza, los cuadros de la asociación están abiertos para todo el que quiera entrar en ellos, después de haber reconocido su espíritu y su objeto. No puede por su naturaleza excluir a nadie; antes bien, es tanto más ventajosa cuanto más grande. Bajo el punto de vista del personal, la asociación mutua es, por su índole, del todo ilimitada, al revés de las demás asociaciones.
Otro tanto sucede con su objeto. Una sociedad mutua puede tener por objeto especial la explotación de una industria. Con todo, en virtud del principio de mutualidad, tiende a llevar su sistema de garantía primero a las industrias con que está en inmediato contacto y luego, a las más apartadas. Desde ese punto de vista la asociación mutua es también ilimitada, es decir, de una indefinida fuerza de coalición.
¿Hablaré de su duración? Es muy posible que asociados por ese sistema, habiendo salido mal de una empresa, en lo que pueda tener de determinado, de particular, de personal y de especial, se hallen reducidos a rescindir sus pactos. No por esto es menos cierto que -estando fundada su sociedad principalmente en una idea de derecho y para la aplicación económica de esa idea- presenta cierto carácter de perpetuidad, del mismo modo que, según acabamos de ver, presenta un carácter de universalidad que la distingue. El día en que las clases trabajadoras hayan adquirido la clara noción del principio que hoy las agita y tengan íntimamente penetrada de ella su conciencia y la hayan profesado en alta voz, será de todo punto imposible la derogación del régimen que hayan establecido. Sería contradictorio que otra cosa sucediese. La mutualidad, o la sociedad mutua, es la justicia, y en justicia como en religión no se retrocede. El mundo, después de convertido en monoteísta por el Evangelio, no ha pensado jamás en volver al culto de los dioses. Francia no podría hoy tampoco volver al feudalismo, después de haber abolido los rusos la servidumbre. Así sucederá con la nueva reforma. El contrato de mutualidad es por su naturaleza irrevocable, así en las más grandes como en las más pequeñas sociedades. Causas puramente materiales y externas pueden hacer que se rescindan compañías de esta especie en lo que tengan de especial, pero en sí mismas y en su disposición fundamental crean siempre un nuevo orden de cosas y no son susceptibles de ser rescindidas. Hombres que han celebrado un pacto de probidad, de lealtad, de garantía, de honra, no es posible que se separen diciendo: Nos hemos engañado; volvamos a ser embusteros y pillos; saldremos más gananciosos.
En la sociedad nuestra -y éste es su último carácter- no es ya indispensable aportar capitales; basta, para ser socio, guardar una lealtad mutua en los contratos.
En resumen, según la legislación vigente, la sociedad es un contrato celebrado entre determinadas personas, que se designan por sus nombres, profesiones y cualidades (Código Civil, art. 1.832), para obtener beneficios que se han de repartir entre los socios (ibid). La sociedad está constituida por tiempo determinado (art. 1.865). Todo socio debe aportar dinero, u otros bienes, o su industria (art. 1.833).
Otro es el espíritu de la asociación mutua. Por su carácter de mutua admite a todo el mundo y tiende a la universalidad; no se establece para obtener directamente un beneficio sino una garantía; no exige aportes en dinero ni en otros valores, ni siquiera en industria, y sí tan sólo lealtad al pacto de mutualidad; una vez constituida, se generaliza por su propia naturaleza y se hace eterna.
La asociación comunista, como instrumento revolucionario y fórmula de gobierno, tiende también a la universalidad y a la perpetuidad, pero no deja nada en propiedad a los asociados, ni su dinero, ni sus demás bienes, ni su trabajo, ni su libertad, ni su talento. Es lo que la hace imposible.
Una vez transformadas las generaciones por la ley de la reciprocidad, nada impedirá que se continúen formando sociedades particulares que tengan exclusivamente por objeto la explotación de un ramo de la industria o la ejecución de una empresa y por fin, el beneficio de los que las constituyen. Pero esas sociedades -que podrán conservar sus actuales nombres, sometidas las unas hacia las otras y todas con el público al deber de mutualidad- no serán ya comparables con las de nuestros tiempos. Habrán perdido el carácter egoísta y subversivo que ahora tienen, y conservado las ventajas que les dé su fuerza económica. Serán otras tantas iglesias particulares en el seno de la Iglesia universal, capaces de reproducirla, si quizá llegara a extinguirse.
Hubiera querido dar aquí la teoría mutualista y federativa de la propiedad, cuya crítica he publicado hace veinte años, pero lo extenso de la materia me obliga a dejar tan importante estudio para otra ocasión (3).
Notas
(1) Fourier traza a su manera la historia antigua y futura de los períodos de la humanidad (sociedad edénica, sociedad salvaje, sociedad patriarcal, sociedad civilizada; garantismo, sociantismo, harmonismo). En este último período la naturaleza se pone a tono con la humanidad. El planeta, que hasta ahora no ha engendrado más que dos creaciones, se tornará fecundo y producirá -¡la imaginación de Fourier es fantástica!- otras dieciséis creaciones sucesivas, donde los seres actuales revestirán nuevas formas ...
(2) Los dignos ciudadanos que en estos últimos tiempos han tomado bajo su patronato el desarrollo de las sociedades de obreros -diputados, periodistas, banqueros, abogados, literatos, industriales- comprenderán, así lo espero, que al dar a la palabra mutualidad, tomada como fórmula general de la revolución económica, una decidida preferencia sobre la de asociación, lejos de obrar movido por un vano deseo de gloria personal, lo he hecho en interés de la exactitud científica. La palabra asociación es demasiado especial y demasiado vaga, carece de precisión, habla menos a la inteligencia que al sentimiento, no tiene el carácter de universalidad que en semejantes circunstancias se requiere. Sin contar, como dice uno de los redactores de la Asociación, que existen hoy entre los obreros tres clases de sociedades faltas de un vinculo común: las de producción, las de consumo y las de crédito. Las hay de socorros mutuos, de seguros, de enseñanza, de lectura, de templanza, de canto, etc., a las que hay que añadir las sociedades definidas por el Código: sociedades civiles y comerciales, sociedades universales de bienes y de ganancias o comunidades, sociedades colectivas, en comandita y anónimas. Estas sociedades no se parecen mucho y lo primero que debería hacer un autor que quisiera escribir un tratado sobre la asociación sería buscar un principio por el que cupiese reducir a una sola fórmula esas innumerables asociaciones, principio que por consiguiente sería superior al de la asociación misma.
No está aqui todo. Es evidente que las tres cuartas, si no las cuatro quintas partes de una nación como la nuestra, propietarios, labradores, pequeños industriales, literatos, artistas, empleados, no pueden ser considerados como personas que viven en sociedad. Ahora bien, a menos de declararlos desde luego fuera de la reforma, de la revolución, no puede menos de convenirse en que la palabra sociedad, asociación, no llena el objeto de la ciencia y se hace por lo tanto preciso encontrar otra que una a la sencillez y al nervio de la universalidad de todo principio. Hemos hecho observar, por fin, que en la nueva democracia el principio politico ha de ser idéntico y adecuado al económico; ese principio, nombrado y definido hace largo tiempo, no es otro que el federativo, sinónimo de mutualidad o garantía recíproca, que nada tiene de común con el de la asociación. (Nota de Proudhon).
(3) Véase ¿Qué es la propiedad? Carta a M. Blanqui: Advertencia a los propietarios, París, 1840, 41 y 42, y Sistema de las contradicciones Económicas.
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