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Capítulo 14
Es fácil ahora comprender que lo que constituye el derecho económico de que tantas veces he hablado en mis anteriores obras -es decir, la aplicación de la justicia a la economía política- es el régimen de reciprocidad. Sin instituciones mutuas, libremente formadas por la razón y la experiencia, los hechos económicos no son más que un embrollo de manifestaciones contradictorias, producto del azar, del fraude, de la tiranía y del robo (1).
Del derecho económico se desprende inmediatamente el derecho público. Un gobierno es un sistema de garantías; el mismo principio de garantía mutua que asegura a cada uno la instrucción, el trabajo, la libre disposición de sus facultades, el ejercicio de su industria, el goce de su propiedad y el cambio de sus productos y de sus servicios, asegurará igualmente a todos el orden, la justicia, la paz, la igualdad, la templanza del poder, la fidelidad de los funcionarios públicos y la cooperación de todos los ciudadanos.
Así, pues, del mismo modo que el territorio ha sido primitivamente dividido por la naturaleza en cierto número de regiones, y luego cada región subdividida de mutuo acuerdo entre los municipios y repartida entre las familias; del mismo modo también que los trabajos y las industrias se han ido recíprocamente deslindando conforme a la ley de división orgánica, y han formado a su vez grupos y cuerpos que todo el mundo ha respetado; asimismo, según el nuevo pacto, la soberanía política, la autoridad civil y la influencia corporativa se van coordinando entre las regiones, distritos, municipalidades y demás categorías, e identificándose por medio de esa coordinación con la libertad misma.
A no dudarlo, la vieja ley de unidad y de indivisión queda derogada. En virtud de la adhesión, al menos presunta, de las diversas partes del estado al pacto de unión, el centro político está en todas partes; la cabeza, en ninguna. Cada grupo o variedad de población, cada raza, cada lengua reina sola y señora en su territorio; cada ciudad, garantida por sus vecinas, en el círculo o término que abraza. La unidad viene ya indicada, en el derecho, por la promesa que se hacen unos a otros los diversos grupos soberanos: 1°) de gobernarse por sí mismos mutuamente y tratar con sus vecinos en conformidad a ciertos principios; 2°) de protegerse contra el enemigo exterior y la tiranía interior; y 3°) de concertarse y ligarse en interés de sus respectivas explotaciones y empresas, así como también de ayudarse en sus desgracias. En el gobierno, la unidad está dada por un consejo nacional, constituido por representantes de los diversos estados, que tiene a su cargo velar por el cumplimiento del pacto y la sucesiva mejora de los intereses comunes.
Así, en la esfera política, lo que hemos llamado hasta aquí mutualismo o garantismo, toma el nombre de federalismo. En una simple sinonimia tenemos la revolución entera, la revolución política y la económica (2).
No me extenderé sobre esa consecuencia final del mutualismo, suficientemente acentuada en el Manifiesto de los Sesenta, a propósito de la reorganización corporativa, de la práctica del sufragio universal y de las libertades provinciales y municipales. Basta afirmar, por razones lógicas y en vista de los hechos, que en la democracia obrera -tal como se ha presentado desde un año acá en sus actos más reflexivos y más auténticos-, la política es el corolario de la economía y las dos se rigen por el mismo método y los mismos principios, de suerte que la República unitaria, la monarquía constitucional y la autocracia centralizadora no tienen con las clases obreras más probabilidades de éxito que la anarquía mercantil y el comunismo icariano.
Es indudable que esa concepción aún no ha dado grandes pasos, pero están ya sentadas las bases y echada la semilla y no tardarán en darle incremento la lógica de las masas y el curso natural de los sucesos; está ya desenmarañado el socialismo caótico de 1848. No diré todo lo que lleva consigo; lo que sé y veo es que, embrión ya robusto, está completamente constituido. Nada pueden ya contra él la calumnia ni la ignorancia. Ha resuelto su problema; la revolución democrática y social puede decirse que está asegurada, garantida. No podrá hacerse esperar mucho tiempo su triunfo.
La idea mutualista, fuera de la cual no hay para el pueblo mejora ni salvación posibles, no podía dejar de ser objeto de algunos cargos. Dos acusaciones han sido formuladas, parecidas en el fondo y que sólo difieren por ser distintos el punto de vista y el temperamento de sus autores. Por una parte, los antiguos demócratas han abrigado el temor de que en vez de reformar simplemente el sistema político, atacando los abusos, cambiando las formas y renovando las instituciones -como lo había entendido siempre el sistema republicano-, viniese el mutualismo a destruir hasta la unidad, es decir, lo que constituye la vida social, la vida colectiva, lo que da al pueblo su fuerza de cohesión y le asegura el poder y la gloria Por otra parte, la burguesía ha manifestado la misma desconfianza: ha visto en esa mutualidad ilimitada una tendencia a la anarquía, y ha protestado, en nombre de la libertad misma, contra esa ferocidad del derecho individual y ese exorbitante predominio de la personalidad.
Algunas personas, forzoso es decirlo, poco prudentes aunque llenas de buenas intenciones, han dado lugar a esos cargos por la vehemencia con que han protestado en estos últimos tiempos contra el desbordamiento del poder central; de suerte que si después de tantos debates y contradicciones, y de tanta fatiga y disgusto, nos queda aún algo de nuestras antiguas opiniones, alguna chispa de nuestro antiguo ardor político, cabe en último análisis interpretarlo a favor del orden contra la libertad. Reina hace doce años en Francia una verdadera fuerza de inercia contra todo movimiento.
Se trata, pues, en estos momentos, para la democracia trabajadora -y no tengo necesidad de insistir en la gravedad de la cuestión- de manifestar cómo cree poder realizar el lema de Libertad y orden público que formuló en 1830 la burguesía, y que la democracia de 1848 tradujo con mejor voluntad por las palabras: Unidad y libertad.
Vamos aquí a poder contemplar de un golpe, en todo su alto alcance y su gran carácter, esa idea soberana, por la que se acredita de la manera más brillante la capacidad política de las clases trabajadoras.
Empecemos por observar que el espíritu humano tiende esencialmente a la unidad. Reconoce esa unidad en todo: en la religión, en la ciencia, en el derecho. La quiere con más razón en la política; la quisiera, si no hubiera en esto contradicción, hasta en la libertad y la filosofía. La unidad es la ley de todo lo que tiene vida y está organizado, de todo lo que siente, ama, goza, cree, lucha, trabaja, y por la lucha como por el trabajo busca el orden y la felicidad. La ausencia de unidad ha sido considerada como el principio del reinado satánico: la anarquía, la disolución, se ha dicho, es la muerte. Por y para la unidad se constituyen las ciudades, se formulan los códigos, se fundan los estados, se consagran las dinastías, obedecen las muchedumbres a príncipes, a asambleas, a pontífices. Por horror a los desgarramientos, consecuencia inevitable de las discordias, persigue la policía de los gobiernos con desconfianza y cólera la investigación filosófica y el altanero análisis, y la negación impía, y al deicida hereje; por esa previsora unidad se resignan algunas veces las naciones a la más detestable tiranía.
Procuremos comprender, sin exagerar ni empequeñecer nada, qué es la unidad.
Observaremos ante todo que así como no hay libertad sin unidad o, lo que es lo mismo, sin orden, no hay tampoco unidad sin variedad, sin pluralidad, sin divergencia, ni orden sin protesta, contradicción o antagonismo. Esas dos ideas, libertad y unidad u orden, están pegadas la una a la otra como el crédito a la hipoteca, la materia al espíritu, el cuerpo al alma. No cabe separarlas ni absorberlas: es preciso resignarse a vivir con las dos equilibrándolas.
No consiste, pues, la cuestión -como pretenden imprudentes sofistas- en discurrir si la libertad saldrá del orden o el orden de la libertad; en especular si podemos contar con ésta para obtener aquél o si la libertad es, por el contrario, la última palabra de la idea organizadora. El orden y la libertad no esperan para surgir ni el concurso ni el permiso el uno de la otra, ni el de nadie; existen indisolublemente unidos desde la eternidad. Se trata solamente de descubrir cuál es, en todo, su respectiva medida y el carácter que les corresponde.
Hasta aquí orden y libertad han sido, en el cuerpo político, dos voces provisionales e inexactas, por no decir arbitrarias. La humanidad en su incesante organización y emancipación -términos sinónimos- ha pasado por una serie de hipótesis destinadas a servirle a la vez de transición y de prueba. Quizá no hayamos llegado todavía al fin; mas, aun cuando así sea, es consolador para nosotros y nos basta saber desde ahora que hay en las sociedades un progreso paralelo hacia la libertad y el orden, y que podemos definir y acelerar el que debemos efectuar en estos momentos.
¿De qué depende, pues, que se hayan ido aboliendo sucesivamente tantas formas de gobierno, tantos estados, y los haya ido abandonando la conciencia universal hasta el punto de que no haya hoy en la Europa civilizada un hombre que quisiera jurar por ninguna de las constituciones anteriores? ¿De qué procede que la misma monarquía constitucional, tan acariciada por nuestros padres, obra de tres generaciones consecutivas, no tenga ya probabilidades de levantarse en la nuestra y presente en toda Europa visibles muestras de decadencia? De que ninguna forma política ha sido aún la verdadera solución del problema sobre la armonía de la libertad y el orden, tal como conviene a almas racionales. De que la unidad, tal como ha sido concebida por las inteligencias más liberales y por los entendimientos más absolutistas -háyase llamado dogma, fracción, bandera, símbolo de secta, de partido, de iglesia o de raza, artículo de fe o razón de estado-, no ha sido nunca más que una unidad artificial, ficticia, fruto de la coacción y de la violencia, un puro materialismo tan impenetrable para la razón como extraño para la conciencia.
Aclarémoslo con algunos ejemplos. Francia constituye una gran unidad: desde los tiempos de Hugo Capeto podemos determinar la fecha de la accesión de cada una de sus provincias. En 1860, Saboya y Niza fueron a su vez anexadas. ¿Qué prueba esto en favor de la unidad francesa? ¿Qué le agregan ni le quitan esos aumentos de territorio ni las conquistas? ¿La unidad política es acaso una cuestión de superficie o de fronteras? Si así fuese, la unidad no estaría sino en la omniarquía del globo: nadie creería en la nacionalidad francesa ni en la inglesa ni en la de ningún otro estado.
Pasemos del dominio de la materia al del espíritu. El sufragio universal, tal como lo ha organizado la ley de 1852, es, a no dudarlo, una manifestación unitaria y lo mismo cabe decir del régimen electoral de 1830, del de 1806, del de 1793, etcétera. Y bien, ¿qué significan todas esas fórmulas? ¿En cuál de ellas está el verdadero orden, la verdadera unidad política? Pregúntese más bien cuál es la de más inteligencia y más conciencia, cuál es la que no ha faltado al derecho, a la libertad, al sentido común. Decíamos hace poco que la unidad política no es cuestión de superficie territorial ni de fronteras; no lo es más de voluntad ni de votos. Iré más allá: si no fuese por el respeto debido a las clases trabajadoras, que parecen tener verdadero apego a sus derechos electorales; si no fuese además por las esperanzas que ha despertado hace dos años, ¿quién creería ya en el sufragio universal?
Lo que hoy hace falta a las nuevas generaciones es una unidad que sea la expresión del alma social, una unidad espiritual, un orden inteligible que nos una por medio de todas las facultades de nuestra razón y de nuestra conciencia, y nos deje, sin embargo, libre el corazón, libre la voluntad y libre el pensamiento; que no nos arranque ninguna protesta, como nos sucede cuando nos encontramos frente a frente de la verdad y el derecho. ¿Qué digo? Lo que nos hace falta hoy es una unidad que, aumentando todas nuestras libertades, crezca a su vez y se fortifique con esas libertades mismas, tal como lo da a entender la dualidad metafísica que la burguesía tomó por divisa en 1830 : Libertad -Orden.
¿Puede la unidad política llenar esas condiciones? Sí, por cierto, con tal de que descanse sobre esos dos cimientos: el derecho y la verdad. Porque no hay sino dos cosas que no engendren servidumbre: la verdad y el derecho.
Tomemos por ejemplo el sistema de pesas y medidas.
Si un día se estableciese nuestro sistema métrico en todo el globo y se uniese así a todos los productores y negociantes de la tierra para el empleo común de un mismo método de cuenta y avalúo, ¿supondría para nadie la menor traba ni la menor desventaja de esa unidad medio comercial, medio científica? Lejos de eso, todos los pueblos encontrarían en esa unidad, para sus relaciones económicas, una inmensa facilidad y la supresión de un sinnúmero de trabas. Si, a la hora en que escribimos, no ha sido aún realizada en todas partes, con unánime afán, tan útil y radical reforma, ¿podrá creer nadie que proceda de intereses o libertades contrarias? No, sin duda; no se oponen a su establecimiento sino las preocupaciones locales, el amor propio de los pueblos, los celos de estado, las servidumbres de todo género que afligen aún al espíritu humano. Suprímase esa tenaz persistencia en los hábitos menos justificados, ese apego de las masas a la rutina, esa maquiavélica resistencia de todos los poderes a lo que viene del extranjero, y se verá mañana decretado en todo el globo el sistema métrico. El calendario ruso está respecto al sol en un retardo de doce días, ¿por qué no ha adoptado Rusia el calendario gregoriano? ¡Ah! porque el gobierno que lo intentase en el actual estado de los ánimos correría el riesgo de ser considerado como apóstata.
Así, la unidad de pesas y medidas podría existir a pesar de la diferencia de nombres, marcas, tipos o efigies, dándose a la vez un paso no sólo hacia la unidad sino también hacia una mayor libertad. Otro tanto cabe decir de la unidad de las ciencias: puede existir, existe de hecho, y aún se nos impone a pesar de la diferencia de lenguas, de métodos y de escuelas y no se concibe siquiera cómo podría dejar de existir; nuevo e importante paso hacia la unidad universal, nuevo y poderoso medio de libertad. Lo mismo se puede decir de la unidad ética, unidad que proclama la razón de todos a pesar de las distinciones de cultos, de hábitos y de instituciones, unidad en que encuentra hoy toda conciencia su emancipación.
Tal debe ser, pues, entre los hombres, seres racionales y libres, o por lo menos destinados a serIo, el vínculo social, principio y fundamento de todo orden político; en una palabra, la unidad. Se constituye invisible, impalpable y permeable en todos sentidos para la libertad, como el aire da vida y sostén al viajero alado que lo cruza.
Ahora bien, es precisamente esa unidad la que promete darnos la organización mutualista; esa unidad tan libre de toda traba y tan sin excepción, reserva ni intolerancia; ese orden tan fácil, que no cabría imaginar para la libertad otra morada ni otra patria.
¿Qué es en efecto la mutualidad? Una fórmula de justicia, hasta aquí menospreciada o reservada por nuestras diferentes categorías legislativas. Una fórmula, en virtud de la cual los individuos de la sociedad -de cualquier rango, fortuna y condición que sean, corporaciones o individuos, familias o ciudades, industriales, labradores o funcionarios públicos- se prometen y garantizan recíprocamente servicio por servicio, crédito por crédito, prenda por prenda, valor por valor, noticia por noticia, buena fe por buena fe, verdad por verdad, libertad por libertad, propiedad por propiedad.
He aquí la fórmula radical por la que se propone la democracia reformar el derecho en todos sus ramos o categorías: derecho civil, derecho mercantil, derecho criminal, derecho administrativo, derecho público, derecho de gentes; he aquí cómo entiende fundar el derecho económico.
Establecido ese mutualismo, tendremos el vínculo más sutil y más fuerte, el orden más perfecto y menos incómodo que pueda unir a los hombres, la mayor suma de libertad a que puedan aspirar. Convengo en que en un sistema tal la parte de la autoridad sea cada vez más débil; ¿qué importa si la autoridad no tiene nada que hacer? Convengo también en que la caridad sea una virtud cada vez más inútil; ¿tenemos acaso algo que temer del egoísmo? ¿De la falta de qué virtud privada ni social podemos acusar a hombres que se lo prometen recíprocamente todo y, sin concederse jamás nada por nada, se lo garantizan, aseguran y dan todo: instrucción, trabajo, cambio, patrimonio, renta, seguridad, riqueza?
Esa, dirá tal vez alguien, no es la fraternidad que se nos había aparecido en sueños, esa fraternidad entrevista por los antiguos reformadores, anunciada por Cristo, prometida por la revolución. ¡Qué seca, qué vulgar es la vuestra! Podrá ser ese ideal del gusto de nuestros dependientes de comercio y tenedores de libros, pero no está a la altura de nuestros antiguos burgueses.
Hace ya largo tiempo que por primera vez me dispararon a boca de jarro ese argumento. No me ha probado nunca sino que, en boca de la mayor parte de nuestros agitadores, la proclamación de tales o cuales reformas es sólo un pretexto; que no creen en lo que piden y cuidan muy poco de conseguirlo. Lamentarían que se les demostrase que es posible y se les pusiese en el brete de llevarlo acabo.
Hombres que os sentís dominados por el culto de lo ideal y encontráis las cosas de pura utilidad pobres y mezquinas, y con haber dejado a los demás los quehaceres domésticos, creéis haber escogido como María la mejor parte, creedme; ocupaos ante todo de los negocios caseros, Oeconomía: el ideal vendrá después sin buscarle. El ideal es como el amor, si ya no es el amor mismo: como se le dé de comer y de beber, no tarda en ser lozano y florido. Cuanto más se le acaricia, más enflaquece; cuantos menos miramientos se tienen con él, tanto más bellos y magníficos son sus engendros.
¡Cómo! porque los hombres de la mutualidad, en vez de vivir acuartelados, quieren para cada uno su casa; porque podrán decir con una certidumbre ya muy difícil en nuestros días: ésta es mi mujer y éstos son mis hijos, en lugar de arrojar a diestro y siniestro su semilla y engendrar sin amor; porque con esas costumbres será la vivienda del hombre más limpia y bella; porque el servicio del estado, reducido a sus más sencillos términos, no podrá ser ya un objeto de ambición ni de sacrificio, ¡iríais a acusar a nuestros conciudadanos de groseros y de individualistas! ¡y a decir que su sociedad no tiene nada de ideal ni de fraternal! ¡Ah! lo sabíamos hace tiempo, y no os vale ya que disfracéis vuestros pensamientos. Necesitáis para esa comunidad, que tan gratuitamente calificáis de laboriosa y democrática, autoridad, distinciones, corrupción, aristocracia, charlatanismo, explotación del hombre por el hombre, del industrial por el artista, y el amor libre. ¡Qué vergüenza! (3)
Notas
(1) Véase, Sistema de las contradicciones económicas, dos volúmenes, París, 1849.
(2) Véase, El principio federativo, de P. J. Proudhon, París, 1862, Dentu; Madrid, 1868, Durán; y Los demócratas juramentados, del mismo autor, París, Dentu.
(3) Lo que más distingue a la falsa unidad es su materialismo. Para un régimen tal, bastaría que al frente del gobierno estuviese un mono. Una vez montada la máquina, obedece todo. Nadie se permite exigir al poder central ni inteligencia ni moralidad ni garantías. Quiere y ordena y manda, y con decir que es la autoridad está dicho todo.
A la centralización debió el municipio de París su triunfo después de las jornadas de septiembre; a ella debió Marat el suyo el 31 de mayo. A ella fue debido el triunvirato de Robespierre, Saint-Just y Couthon; gracias a ella fue posible el terror y pudo reinar durante catorce meses. Ella fue la que consolidó la obra del 18 de brumario y ella la que hizo que dos años más tarde faltase poco para que no tomase Cadoudal la revancha. Si la máquina infernal hubiese acabado con Bonaparte, la Restauración de 1814 se habría verificado doce años antes. Merced a la centralización, estuvo en poco que Malet no reemplazase al emperador en París, mientras Napoleón fechaba en Moscú sus decretos. La centralización hizo, en 1814, de la capitulación de París la constitución de la Francia; la centralización, después de haber derribado la dinastía de los Borbones, ha derribado la de los Orleans. Bastaron siete hombres para el golpe de estado del 2 de diciembre. Con la centralización no es ya un hombre, héroe o conspirador, el que manda; no es ya ni Lafayette, ni Danton, ni Marat; no es ya ni siquiera la Convención ni el Directorio, ni el Rey, ni el Emperador; es París, la gran ciudad; es el centro que ha hablado. (Nota de Proudhon).
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