Índice de La capacidad política de la clase obrera de Pierre-Joseph Proudhon | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Capítulo 15
Pero no nos dejemos llevar de digresiones. Debemos explicar la que son la unidad y el orden en una democracia mutualista y hay una objeción muy grave que no dejarán de hacernos nuestros adversarios.
Salgamos -dirán- de la teoría y del sentimentalismo. En todo estado debe haber una autoridad y un espíritu de disciplina y de obediencia, sin los que no es posible que subslsta sociedad alguna. Debe haber en el gobierno una fuerza capaz de triunfar sobre toda resistencia y de someter a la voluntad general todas las opiniones. Dispútese cuanto se quiera sobre la naturaleza, el origen y las formas de ese poder: no es ésta la cuestión. Lo que verdadera y únicamente importa es que esté constituido rigurosamente. No hay voluntad humana que pueda mandar a la voluntad humana, ha dicho Bonald, y ha deducido de aquí la necesidad de una institución superior, de un derecho divino. Según J. J. Rousseau, por la contrario, el poder público es una colectividad, o por mejor decir, una fuerza colectiva que se compone de la parte de libertad y de fortuna que le ha sacrificado cada ciudadano en aras de los intereses generales: teoría que constituye el derecho democrático revolucionario. Sígase el sistema que se quiera, siempre se terminará en que el alma de la sociedad política es la autoridad y en que su sanción es la fuerza.
Después de todo, así se han constituido en todo tiempo los estados, así gobiernan y así viven. ¿Es acaso por un acto de libre adhesión que se han reunido en paz las muchedumbres y han fundado, bajo el poder de un jefe, esas poderosas unidades en que influye tan poco la obra de las revoluciones? No, esas aglomeraciones han nacido de la necesidad servida por la fuerza. ¿Es acaso por su plena voluntad, por efecto de una persuasión misteriosa o por una convicción imposible de motivar que esas masas se dejan conducir como un rebaño por una idea que no es la suya, pero que sin embargo las domina, por una idea cuyo secreto no conoce nadie? Tampoco; esa facultad de centralización a la que todo el mundo se resigna, aunque murmurando, viene también legitimada por la necesidad servida por la fuerza. Es absurdo rebelarse contra esas grandes leyes, como si pudiéramos cambiarlas y crearnos otra existencia sobre otros principios.
¿Qué pretende, pues, el mutualismo y cuáles son sus consecuencias bajo el punto de vista del gobierno? Quiere fundar un orden de cosas en que se aplique al pie de la letra el principio de la soberanía del pueblo, del hombre y del ciudadano; en que cada individuo del estado conserve su independencia, continúe obrando como soberano y se gobierne a sí mismo, limitándose la autoridad superior a entender de los intereses colectivos; en que no haya centralización, aunque sí ciertas cosas comunes. Vayamos hasta el fin: en que reconocida cada parte del estado como soberana, tenga la facultad de salir del grupo y de romper el pacto ad libitum. Porque conviene no engañarse: la federación -para ser lógica y fiel a su principio- debe ir hasta allí, so pena de no ser más que una ilusión, una bravata, una mentira.
Es evidente, sin embargo, que esa facultad de separarse, que en principio no puede menos de tener todo pueblo confederado, es en sí contradictoria, no se ha realizado jamás y está desmentida por la práctica de las confederaciones. ¿Quién no sabe que en la primera guerra médica Grecia estuvo a punto de perecer, traicionada por su libertad federal? Acudieron contra el gran rey sólo los atenienses y los espartanos; los demás se negaron a ponerse en marcha. Vencidos los persas, estalló la guerra civil entre los griegos para acabar con esa constitución absurda; mas toda la honra y el provecho de esa guerra redundaron en favor del macedonio. En 1846 (1), cuando la confederación de Suiza estuvo a punto de disolverse por la separación de los cantones católicos (Sonderbund), la mayoría no vaciló en apelar a las armas para reducir a los separatistas. No obró entonces -a pesar de lo que se haya afirmado- en virtud del derecho federal, que tenía positivamente en contra. ¿Cómo los trece cantones protestantes, todos soberanos, podían probar a los once cantones católicos, tan soberanos como ellos, que por el pacto tenían el derecho de forzarlos a conservar la unión, cuando ya no la querían? La palabra federación está reñida con semejantes pretensiones. La mayoría helvética no obró sino en virtud del derecho de conservación nacional: consideró que Suiza, colocada entre dos grandes estados unitarios, no podía, sin riesgo de muerte, admitir una nueva confederación más o menos hostil. Cediendo a la necesidad, y apoyando su derecho en el argumento de la fuerza, proclamó, en nombre y bajo las insignias de su pretendida confederación, la preeminencia del principio de unidad. En estos momentos -y por cierto con causas menos serias que los liberales suizos de 1846, puesto que la libertad americana no corre ningún peligro-, los Estados Unidos del Norte pretenden también retener en la Unión, por la fuerza, a los del Sur, llamándolos traidores y rebeldes, como si la antigua unión fuese una monarquía y Lincoln, un emperador. Es, sin embargo, claro que o la palabra confederación tiene un sentido por el cual los fundadores de la Unión han querido distinguirla decididamente de todos los demás sistemas políticos -en cuyo caso, dejando aparte la cuestión de esclavitud, es injusta la guerra hecha al Sur por el Norte- o bien, bajo las apariencias de la confederación, y esperando ocasión favorable, se ha aspirado secretamente a la formación de un gran imperio. En este caso, los americanos harían bien en borrar de sus programas las palabras libertad política, República, democracia, confederación y hasta Unión. Se empieza a negar ya, al otro lado del Atlántico, el derecho de los estados o, lo que es lo mismo, el principio federativo, signo inequívoco de la próxima transformación de aquella República. Lo más extraño aún es que la democracia europea aplaude este hecho, como si no fuese la abjuración de su principio y la ruina de sus esperanzas (2).
Resumamos: una revolución social en el sentido de la mutualídad es una quimera porque, en una sociedad tal, la organización política debería ser el corolario de la económica; ese corolario -que se confiesa debe ser un estado federal- es, considerado en sí mismo, un imposible. De hecho las confederaciones no han sido nunca sino una cosa provisional, estados en períodos de formación; teóricamente son verdaderos contrasentidos. La mutualidad, pues, proponiendo el federalismo como su última palabra, se excluye a sí misma, no es nada.
Tal es el argumento decisivo a que tenemos que contestar. Pero debo hacer antes una rectificación histórica.
Los adversarios del federalismo suponen gratuitamente que la centralización reúne todas las ventajas que niegan a la federación; que ésta es tan poco viable como es aquélla vital y pujante; que tiene la centralización tanta lógica y fuerza como le faltan a la federación y que tal es la causa de la enorme diferencia que hasta aquí ha caracterizado sus tendencias. Para no omitir nada y poner al igual los dos sistemas, debería yo oponer a la crítica del principio federativo la del principio unitarío, y demostrar si desde el origen de las sociedades no han jugado las confederaciones sino un papel aparentemente secundario; si gracias a la divergencia de sus instituciones no han durado nunca mucho; si parece hasta imposible que puedan fundarse dentro de la verdad de su príncipio. En cambio, los estados de gran centralización no han sido la mayoría de las veces sino inmensos latrocinios, tiranías organizadas, cuyo principal mérito ha consistido desde hace treinta siglos en arrastrar, por decirlo así, los cadáveres de las naciones, como si la providencia se hubiera propuesto castigarlas por sus caprichos federales con siglos de tormento.
Asimismo debería demostrar que la historia entera no es más que una serie consecutiva de composición y de descomposición; que tras las confederaciones vienen siempre las aglomeraciones y tras las aglomeraciones, las disoluciones; que el Imperio griego de Alejandro, establecido en Europa y en Asia, no tardó en ser repartido entre sus generales, cosa que fue como diríamos ahora volver a las nacionalidades; que a ese movimiento nacionalista sucedió luego la gran unidad romana, reemplazada a su vez en el siglo V por las confederaciones germánicas e italianas; que hemos visto no hace mucho a Austria pasar de absolutista a federalista, mientras Italia pasaba de la federación al estado unitarío; que si el prímer Imperio -con sus treinta y dos departamentos, sus grandes feudos y sus alianzas- no ha podido sostenerse ante la confederación europea, el segundo -más fuertemente centralizado, aunque mucho menos extenso- está atormentado de cierto espíritu de libertad, mucho más imperioso en las provincias y en los municipios que en los mismos individuos.
Esto es lo que hubiera deseado poder desarrollar y que sólo me limíto a apuntar aquí como un recuerdo.
Tal es, pues, el enigma que tenemos que descifrar, enigma que interesa tanto a la centralización como a la federación misma.
1° ¿A qué se debe que los estados unitarios, monárquicos, aristocráticos o republicanos tiendan constantemente a descomponerse?
2° ¿A qué se debe que las confederaciones tiendan por su parte a unificarse?
A esto hay que responder antes de juzgar el valor comparativo de los estados unitariós y los confederados. Por lo tanto afirmo, en conformidad a los principíos sentados en el capítulo anterior, que la verdad y el derecho son las bases del orden, sin las que toda centralización es absorbente y toda federación, hipócrita.
La causa de que los estados -tanto unítarios como federales- estén sujetos a descomposición y ruina es que, en los primeros, la sociedad carece de toda especie de garantía política y económica, y en los segundos -aun suponiendo que el poder esté perfectamente constituido-, la sociedad no ha tenído jamás garantías económicas, por más que las haya tenído políticas. Ni en Suiza ní en los Estados Unidos hallamos organízada la mutualidad; y sin una serie de instituciones mutualistas, sin derecho económico, la forma política queda impotente y el gobierno es siempre precario, una especie de sepulcro blanqueado, como decía San Pablo.
¿Qué hay, pues, que hacer para evitar la disolución de las confederaciones sin dejar de mantener este principio: facultad para todo pueblo, distrito, provincia, en una palabra, todo estado, de entrar y salir de la confederación ad libitum?
Obsérvese que jamás se ha ofrecido a hombres libres condición tan ventajosa, ni jamás se ha planteado por publicista alguno, semejante problema. Bonald y Rousseau -el hombre del derecho divino y el de la demagogia- han estado conformes en declarar, después de Cristo, que perecerá todo reino dividido en sí mismo. Mas Cristo hablaba en sentido espiritual y nuestros autores son puros materialistas, partidarios de la autoridad y, por lo tanto, de la servidumbre.
Lo que importa para hacer la confederación indestructible es darle ya la sanción que todavía espera, proclamando el derecho económico como base del derecho federativo y de todo orden político.
Conviene considerar aquí sobre todo la revolución que se va a verificar en el sistema social por el sólo hecho del mutualismo, del que ya he presentado a la atención del lector algunos ejemplos. Se ha podido apreciar que el principio de mutualidad, al pasar de las relaciones privadas a las colectivas, se traduce en una serie de instituciones cuyo desarrollo es fácil de indicar. Recordemos, para ayudar la memoria, sólo las más notables.
A. Funciones económicas.
1. Servicio de beneficencia y socorro a personas, transición entre el régimen de caridad instituido por Cristo y el régimen de justicia inaugurado por la revolución: sociedades de asistencia, servicio médico, asilos, casas de maternidad y sanidad, penitenciarías, etcétera. Existe todo esto más o menos, pero sin el nuevo espíritu que pueda hacerlo eficaz y librarlo del parasitismo, la hipocresía, la mendicidad y el despilfarro (3).
2. Seguros contra inundaciones, incendios, riesgos de navegación y de ferrocarriles, la epizootia, el granizo, las enfermedades, la vejez y la muerte.
3. Crédito, circulación y descuento, bancos, bolsas, etcétera.
4. Servicios públicos de transportes por mar, ríos, canales y ferrocarriles; servicios que en nada perjudican a las empresas particulares sino que más bien les sirven de regulador y eje.
5. Servicio de depósitos, muebles, mercados y mercuriales; servicio que tiene por objeto asegurar en todo tiempo la mejor distribución de los productos en interés de los productores y de los consumidores, y que es el fin de la especulación mercantil, de los acaparadores, de las condiciones y del agio.
6. Servicio de estadística, de publicidad y de anuncios para fijar los precios y determinar los valores. Establecimientos societarios que sirven de reguladores para el comercio al por menor (4).
7. Compañías de trabajadores para hacer terraplenes, replanteos de árboles, desmontes, caminos, calzadas, riegos.
8. Compañías de trabajadores para construir puentes, acueductos, depósitos de agua, puertos, edificios públicos, etcétera.
9. Compañías de trabajadores para la explotación de minas, aguas y bosques.
10. Compañías de trabajadores para el servicio de puertos, estaciones, mercados, depósitos, almacenes.
11. Sociedad de albañiles para la construcción, conservación y arriendo de casas y el abaratamiento de habitaciones en las ciudades.
12. Instrucción pública, científica y profesional.
13. Propiedad, revisión de las leyes relativas al derecho, formación, distribución, forma de trasmisión de las propiedades. Reforma y consolidación del sistema alodial.
14. Contribuciones.
Observaciones.
1. Hasta aquí las instituciones o funciones a que damos el nombre de económicas han sido en las sociedades un mero desideratum. No las inventamos, no las creamos por antojo; nos limitamos a determinarlas en virtud de un principio tan sencillo como perentorio. Está efectivamente demostrado que, en un gran número de circunstancias, la iniciativa individual es impotente para realizar lo que la cooperación de todos es capaz de hacer sin esfuerzo y con menos gastos. Para lo que no puede alcanzar la acción privada, es justo y es hasta un derecho y un deber emplear la mutualidad, la fuerza colectiva. Sería absurdo sacrificar a una libertad impotente la riqueza, la felicidad pública. Tal es el principio, el objeto y la razón de las instituciones económicas. Debe, por lo tanto, dejarse a la individualidad todo lo que pueda hacer sin faltar a la ley de justicia, y poner entre las atribuciones de la colectividad todo lo que está fuera de la capacidad del individuo.
2. Coloco en la categoría de las funciones o instituciones económicas los establecimientos de caridad, la instrucción pública y el impuesto. La razón de esto viene indicada por la naturaleza de las cosas. La extinción del pauperismo y el alivio de las miserias humanas han sido considerados en todo tiempo como los más arduos problemas de la ciencia. Las miserias sociales afectan las fuentes vivas de la producción, del mismo modo que la indigencia en casa del trabajador, y comprometen directamente la felicidad pública. Es, pues, de una ciencia y de una administración exacta sustraer a la acción y a la influencia del poder público toda esa categoría de establecimientos. Otro tanto se debe decir del impuesto. Sobre este punto, la Revolución de 1789 y todas las constituciones que de ella han emanado, han sentado los verdaderos principios al decir que todas las contribuciones que pide el gobierno han de ser consentidas por la nación y su reparto hecho por las diputaciones provinciales y las municipales. No se paga ya el príncipe a sí mismo sino que paga el país a su mandatario; de donde resulta que lo que llamamos hoy ministerio de Hacienda no entra de modo alguno en las atribuciones del poder. En cuanto a la instrucción pública -que no es otra cosa que el desarrollo de la educación doméstica- o hay que reconocerla como una función económica o rehacerla como función religiosa y negar la familia.
3. Por los artículos 4, 7, 8, 9, 10 y 11 de la serie precedente, se puede apreciar cuán importantes son en la nueva democracia las asociaciones de obreros, consideradas como órganos económicos e instituciones mutuas. Tienen por objeto no sólo dar satisfacción a los intereses de la clase obrera sino también cumplir los deseos legítimos de la sociedad, reducidos a sustraer al monopolio de las sociedades por acciones la explotación de los ferrocarriles y las minas; al favoritismo de las concesiones y al capricho de los ingenieros oficiales, las obras de utilidad pública; a las devastaciones del dominio privado, las aguas y los bosques, etcétera. Esas compañías de trabajadores, formadas según las prescripciones del Código Civil y el de Comercio, sometidas a la ley de la competencia -como se ha dicho en el Manifiesto- y responsables de sus actos, están además ligadas -con la sociedad que las emplea- por el deber mutualista, que consiste en prestarle sus servicios con el menor costo.
A ese conjunto de funciones económicas hay que añadir otras, llamadas políticas, que son su complemento. Como las anteriores, pueden éstas variar en la definición y el número, pero no es posible que se engañe nadie sobre su carácter.
B. Funciones políticas.
15. Cuerpo electoral o sufragio universal.
16. Poder legislativo.
17. Poder Ejecutivo: Administración.
18. poder Ejecutivo: Policía, Justicia.
19. Poder Ejecutivo: Cultos.
20. Poder Ejecutivo: Guerra.
Los ministerios de Agricultura, Comercio, Instrucción Pública, Obras Públicas y Hacienda han sido incluidos y refundidos en las funciones económicas.
Observaciones.
1. Esas funciones llevan el nombre de políticas -en oposición a las anteriores llamadas económicas- porque tienen por objeto no ya las personas y los bienes, la producción, el comercio, la educación, el trabajo, la propiedad, el crédito, sino el estado, el cuerpo social en su unidad y sus relaciones, ya exteriores ya interiores.
2. Esas mismas funciones están además subordinadas a las otras y pueden llevar el nombre de subfunciones porque, a despecho de su majestuoso aparato, cumplen un papel mucho menos esencial que las funciones económicas. Antes de legislar, administrar, construir palacios y templos y hacer la guerra, la sociedad trabaja, cultiva, navega, cambia, explota la tierra y los mares. Antes de consagrar reyes e instituir dinastías, el pueblo funda la familia, consagra el matrimonio, edifica ciudades, establece la propiedad y la herencia. En un principio, están las funciones políticas confundidas con las económicas. Nada hay, en efecto, que constituya la especialidad del gobierno y el estado, nada que sea extraño a la economía pública. Y si más tarde la razón general, determinando el organismo gubernativo, ha parecido conferirle una especie de primogenitura, es efecto de una ilusión histórica que no podría ya engañarnos, después de haberse restablecido en su integridad la genealogía social y puesto cada cosa en el lugar que le corresponde. Entre las funciones económicas y las políticas, existe una relación análoga a la que existe en los animales entre las funciones de la vida orgánica y las de la vida de relación. Por éstas se manifiesta el animal exteriormente y llena su misión entre las demás criaturas, mas por las otras existe, y cuanto hace en uso de su libertad de acción no es, verdaderamente, sino un conclusum más o menos meditado de sus facultades primordiales (5).
3. Así en la Constitución democrática -tal como es lícito deducirlo de sus ideas más pronunciadas y de sus aspiraciones más auténticas- el orden político y el económico no constituyen sino un solo orden, es decir, un solo sistema establecido sobre un solo principio: la reciprocidad. Así como hemos visto que, por una serie de transacciones mutualístas, se han ido determinando las grandes instituciones económicas y formando ese vasto organismo humanitario, así el aparato gubernativo resulta a su vez no ya de una ambigua convención ficticia -imaginada por la necesidad de la República y tan pronto retirada como establecida- sino de un contrato real, por el que la soberanía de los contratantes, en lugar de quedar absorbida en una majestad central, a la vez personal y mística, sirve de garantía positiva a la libertad de los estados, de los municipios y de los individuos.
Tenemos, pues, no ya una soberanía del pueblo en abstracto -como en la Constitución de 1793 y las que le han seguido y en el Contrato Social de Rousseau- sino una soberanía efectiva de las clases trabajadoras, que reinan y gobiernan, primeramente en las juntas de beneficencia, en los tribunales de comercio, en las corporaciones de artes y oficios, en las compañías de trabajadores, en las bolsas, en los mercados, en las academias, en las escuelas, en el comicio agrícola. Y finalmente, en el comicio electoral, en los parlamentos y los consejos de estado, en la guardia nacional y hasta en las iglesias y los templos. Se manifiesta , siempre y en todas partes la misma fuerza de colectividad, en nombre y virtud del principio mutualista, última afirmación del derecho del hombre y del ciudadano.
Afirmo aquí que las masas obreras son real, positiva y efectivamente soberanas. ¿Y cómo no lo habían de ser, perteneciéndoles por completo todo el organismo económico: el trabajo, el capital, el crédito, la propiedad, la riqueza? ¿Cómo, siendo dueñas absolutas de las funciones orgánicas, habían de dejarlo de ser, con más motivo, de las de relación? La subordinación al poder productor de la que constituyó en otro tiempo exclusivamente el gobierno, el poder, el estado, aparece clara y manifiesta en la formación del organismo político, que consiste:
a) En un Cuerpo Electoral que se reúne espontáneamente, examina los actos del gobierno y revisa y sanciona los suyos propios;
b) En una delegación, Cuerpo Legislativo, Cortes o Consejo de Estado, que nombran los grupos federales, y son reelegibles (6);
c) En una Comisión Ejecutiva nombrada por los representantes del pueblo de entre ellos mismos, y revocable;
d) En un Presidente de esa Comisión, que ella misma nombra, y puede ser también revocado.
¿No es ése el sistema de la vieja sociedad vuelto de arriba a abajo; un sistema en que el país lo es decididamente todo; un sistema adonde el que antes se llamaba jefe del estado, soberano, autócrata, monarca, déspota, rey, emperador, zar, kan, sultán, majestad, alteza, no es ya definitivamente más que un caballero particular, el primero, quizá, entre sus conciudadanos por su distinción honorífica, pero el menos peligroso a buen seguro de los funcionarios públicos? Esta vez sí que pueden vanagloriarse de haber resuelto el problema de la garantía política, de la sumisión del gobierno al país, de la subordinación del príncipe al soberano. No volverán a ver jamás ni usurpaciones ni golpes de estado; es ya de todo punto imposible la insurrección del poder contra el pueblo, la coalición de la autoridad y de la burguesía contra la plebe.
4. Comprendido esto, vuelvo a la cuestión de la unidad que quedó más arriba planteada: con el derecho federativo, ¿cómo podrá ser duradero el estado? ¿Cómo podrá obrar en conjunto y sostenerse un sistema que tiene por idea fundamental el derecho de cada confederado a separarse de la confederación?
La objeción, preciso es confesarlo, era incontestable mientras se hallaban constituidos los pueblos confederados fuera del derecho económico y de la ley de mutualidad; la divergencia de los intereses no podía dejar de producir antes o después divisiones funestas, ni la unidad monárquica dejar de reemplazar el equívoco republicano. Pero ahora está todo cambiado: el orden económico descansa en bases enteramente distintas; el espíritu de los estados no es ya el mismo; la confederación, realizable dentro de la verdad de su principio, es indisoluble. No tiene ya nada que temer la democracia, tan hostil -sobre todo en Francia-, a todo pensamiento de división.
No existe ya entre los grupos mutualistas nada de lo que divide a los hombres, a los pueblos, a las corporaciones, a los individuos. No existe ya ni poder soberano, ni centralización política, ni presupuesto de la Casa Real, ni condecoraciones, ni pensiones, ni explotación capitalista, ni dogmatismo, ni espíritu de secta, ni celos de partido, ni preocupaciones de raza, ni rivalidades de corporación, de unidad, de provincia. Puede haber aún diversidad de opiniones, de creencias, de intereses, de costumbres, de industria, de cultura, pero esas diferencias son la base y el objeto del mutualismo y no pueden por consiguiente degenerar en ningún caso en intolerancia de Iglesia, ni en supremacía pontificial, ni en predominio de tal o cual localidad, ni en preponderancia industrial o agrícola. Los conflictos son imposibles; sería preciso destruir la mutualidad para que renaciesen (7).
¿De qué podría nacer la rebelión? ¿Qué pretexto tomaría el descontento? En una confederación mutualista, el ciudadano no abdica parte alguna de su libertad, como exige Rousseau para el gobierno de su República. El poder público está sometido al ciudadano que por sí mismo lo ejerce y lo aprovecha y si se quejase de algo, sería de no poder usurparlo y gozarlo exclusivamente. No tiene ya en adelante que sacrificar su fortuna: el estado no le pide, a título de contribución, sino lo estrictamente necesario para pagar los servicios públicos, los que, siendo esencialmente reproductivos en su justa distribución, hacen del impuesto un verdadero cambio (8). Ahora bien, el cambio es aumento de riqueza (9); no es de temer por este lado la disolución.
¿Se separarían tal vez los confederados ante los peligros de una guerra civil o extranjera? Pero en confederaciones fundadas sobre el derecho económico y la ley de reciprocidad, no sería posible la guerra civil sino por cuestiones religiosas. Ahora bien, sin tomar en cuenta que los intereses espirituales son muy débiles donde están los demás conciliados y mutuamente garantidos, ¿quién no ve aquí que la mutualidad tiene por corolario la mutua tolerancia, hecho que hace de todo punto improbable el conflicto? En cuanto a una agresión extranjera, ¿qué podría producirla? Cuando las confederaciones reconocen a cada uno de sus estados el derecho de separarse, es obvio que no quieren ni pueden imponerse a las demás naciones. La idea de conquista es, por otra parte, incompatible con su principio. Sólo puede aquí aducirse un caso de guerra extranjera: el de una guerra de principios. Podría suceder que la existencia de una confederación mutualista fuese considerada y declarada por los estados vecinos -sujetos aún al sistema de explotación y centralización- incompatible con su propio principio, del mismo modo que en el año 1792 lo fue, en el manifiesto de Brunswick, la revolución francesa. Mas a esto replico que a una confederación fundada sobre el derecho económico y la ley de reciprocidad no podría acontecerle nada más favorable que esta declaración, tanto para exaltar el sentimiento republicano federativo y mutualista como para acabar con el mundo del monopolio y determinar el triunfo de la democracia trabajadora en toda la superficie del globo.
Pero ¿a qué insistir más?
El principio de reciprocidad, penetrando en la legislación y las costumbres y creando el derecho económico, renueva de arriba a abajo el derecho civil, el derecho comercial y el administrativo, el derecho público y el de gentes. O más bien, con llegar a esa suprema y fundamental categoría del derecho, el principio mutuo crea la unidad de la ciencia jurídica, hace ver mejor que nunca que el derecho es uno e idéntico; todas sus prescripciones uniformes; todas sus máximas, corolarios las unas de las otras; todas sus leyes, variaciones de la misma ley.
El antiguo derecho -que la ciencia de los viejos jurisconsultos había subdividido en tantos ramos especiales como tantos eran los objetos distintos a que se aplicaba-, se distinguía en todas sus partes por su carácter negativo. Mas bien impedía que permitía, mas bien prevenía conflictos que creaba garantías, mas bien reprimía cierto número de violencias y de fraudes que aseguraba contra todo fraude y violencia la creación de la riqueza y la felicidad pública.
El nuevo derecho es por lo contrario esencialmente positivo. Su objeto es procurar con seguridad y largueza todo lo que el antiguo se limitaba sólo a permitir, esperándolo todo de la libertad, sin buscar ni las garantías ni los medios de realizarlo, ni declarar si lo aprueba o lo desaprueba. Faltar a la garantía, a la solidaridad social; insistir en las prácticas de la anarquía mercantíl, del disimulo, del monopolio, del agio, será ya en adelante -por el nuevo derecho- un acto tan reprensible como todas las estafas, abusos de confianza, falsificaciones y robos en poblado y en despoblado de que se ha ocupado hasta aquí la ley casi exclusivamente. Hemos ya desarrollado bastante ese carácter positívo del nuevo derecho -las nuevas obligaciones a que da origen y la libertad y riqueza que crea-, cuando hablamos de las cuestiones relativas a los seguros, a la oferta y a la demanda, a la determinación de los precios y de los valores, a la buena fe mercantil, al crédito, a los transportes; en una palabra, a lo que hemos llamado instítuciones o funciones económicas. No tenemos ya necesidad de volver a tocar esta materia.
¿Cómo se quiere, pues, que un grupo de trabajadores, después de haber formado parte de una confederación mutualista, renuncie a las ventajas positivas, materiales, palpables y hasta susceptibles de descuento que aquélla le asegura? ¿Cómo había de preferir volver a la nada, al pauperismo tradicional, a la insolidaridad, a la inmoralidad? ¿Después de haber conocido el orden económico, se había de querer hacer aristocracia explotadora y, para la insana satisfacción de algunos, atraer de nuevo la miseria universal? ¿Cómo, pregunto, hombres de corazón que hubiesen conocido el derecho, se habían de declarar contra el derecho, denunciándose al mundo como una turba de ladrones?
En cuanto esté proclamada en cualquier punto del globo la reforma mutualista, la confederación llegará a ser una necesidad en todas partes. Y para que exista, no será preciso que los estados que se confederen estén contiguos ni agrupados en un mismo recinto, como lo estamos viendo en Francia, en Italia y en España. Puede muy bien haber confederación entre pueblos separados, disgregados y distantes los unos de los otros; para ello basta que declaren querer unir sus intereses y darse garantías recíprocas, conforme a los principios del derecho económico y de la reciprocidad. Una vez constituida, ya no es posible que la confederación se disuelva porque -lo repito- no surge de un pacto, ni de una profesión de fe, como la profesión de fe mutualista y el pacto federativo.
Así, como llevamos ya dicho, tanto en el orden político como en el económico, el principio de reciprocidad es, a no dudarlo, el vínculo más fuerte y más sutil que puede existir entre los hombres.
No pueden asegurarles tanta libertad, uniéndolos íntimamente, ni sistemas de gobierno ni comunidades o asociaciones ni religiones ni juramentos.
Se nos ha echado en cara que por medio de ese desarrollo del derecho no hacemos más que destruir todo ideal y fomentar el individualismo. ¡Qué calumnia! ¿Dónde podrá la fuerza de colectividad producir mejores resultados? ¿Dónde podrán estar más hermanadas las almas? A cualquiera otra parte que vayamos hemos de tropezar con el materialismo del grupo, la hipocresía de la asociación y las pesadas cadenas del estado. Sólo aquí sentimos en la justicia la verdadera fraternidad. Ella nos penetra, nos anima y nadie puede quejarse ni de que le haga la menor violencia ni de que le aplaste bajo yugo alguno ni de que le imponga la más ligera carga. Es el amor en toda su verdad y en toda su franqueza; el amor que no es perfecto sino en cuanto ha tomado por divisa la máxima de la mutualidad: dar y recibir.
Notas
(1) De 1841 a 1847 el grave conflicto del Sonderbund amenazó dislocar la Confederación Suiza. Fue provocado por la decisión del Gran Consejo de Argovia, tomada el 19 de enero de 1841, tendiente a la supresión de los ocho conventos de ese cantón y a la secularización de sus bienes. La Dieta, consultada, se pronunció contra esa medida y declaró terminado el asunto. Pero en 1844, Agustín Keler pidió la expulsión de los jesuitas. La ciudad de Lucerna protestó. Los liberales enviaron contra ella cuerpos armados. Habiendo sido derrotada la expedición en marzo de 1845, el gobierno de Lucerna decidió crear una liga separada, el Sonderbund, integrada por siete cantones y apoyada por Austria, Francia y Cerdeña de acuerdo con un tratado secreto hecho público el 9 de junio de 1846 en el Gran Consejo de Friburgo. Ginebra, a consecuencia de su revolución de 1846, habiendo caído en manos de los radicales y siendo éstos adversarios del Sonderbund, decretó nuevamente la expulsión de los jesuitas. La guerra continuó, después de la capitulación de los separatistas, con alternativas diversas, hasta la constitución de la actual Federación Helvética (Suiza).
(2) J. Bryce ha señalado, en su célebre República Americana, que en los Estados Unidos es la tendencia centralizadora la que domina; que después de la guerra de Secesión ha seguido su curso, más rápido y más poderosa que nunca. Bryce agrega (1910), confirmando los pronósticos de Proudhon, que las apariencias actuales sugieren que la tendencia centralizadora continuará prevaleciendo. Idéntica tendencia en la Suiza federalista. (Traduc. franc., Giard y Briére, ed. t. IV, pág. 586 y sig.).
(3) Los anhelos de Proudhon se han realizado parcialmente: los servicios de asistencia y socorro público se inspiran cada vez más en las ideas de solidaridad; el castigado por la mala suerte, en las formas solidaristas, es considerado menos como un indigente que como un acreedor. Es un asistido titular con derecho al socorro: el anciano de 70 años y el enfermo, el que está a cargo de un ciudadano bajo banderas, y tiene acción jurisdiccional, pudiendo serle retirado o concedido en acción judicial. En la misma línea de evolución, se debe señalar la ley sobre retiros obreros y campesinos. En cierto modo constituye ésta un ensayo de asistencia mutua, pagada por el obrero, el patrono y el estado, por partes iguales.
(4) Numerosas leyes han creado comisiones y servicios cuya misión es precisamente recoger los precios y publicarlos a fin de permitir una discusión entre los interesados: el servicio general de Estadística de Francia -así como de casi todos los paises más importantes del mundo-, que publica mensualmente los índices de los precios, es uno de ellos. Existen también Comisiones Regionales encargadas de establecer y estudiar el costo de la vida.
(5) Esta afirmación de la preponderancia de lo económico sobre lo político ocupa un lugar destacado en la historia del materialismo histórico, cuyos primeros elementos se encuentran ya en Saint Simon. Cnf. Proudhon, Sistema de las contradicciones económicas y creación del orden (1845 y 1843), donde escribe entre otras cosas: Las leyes de la economía política son las leyes de la historia; las sociedades se mueven a impulsos de la acción de las leyes económicas y se destruyen cuando se las viola, págs. 453, 468, 483 y 484. Para esta historia, conf. la Introducción de Andler a su edición del Manifiesto Comunista.
(6) Si los estados confederados son iguales entre sí, basta una sola asamblea; si de desigual importancia, se restablece el equilibrio creando para la representación federal dos Cámaras o Consejos. Los individuos de la una deben ser nombrados en número igual por los estados, cualesquiera que sean su población y la extensión de su territorio; los de la otra por los mismos estados en proporción a su importancia (véase la Constitución Federal Suiza, donde la dualidad de las Cortes tiene una significación enteramente distinta de la que tiene en las Constituciones de Francia y de Inglaterra). (Nota de Proudhon).
(7) Un hecho poco conocido y de los más interesantes pondrá esa verdad en claro. En ciertos pueblos del departamento de Doubs y del distrito de Montbeliard, cuyos vecinos son mitad católicos, mitad protestantes, no es raro que un mismo edificio sirva sucesivamente, en horas distintas, para los dos cultos, sin que haya por una ni otra parte la menor impaciencia. Esas buenas gentes han debido, a no dudarlo, entenderse entre sí y celebrar para el ejercicio de su culto un pacto de tolerancia mutua, pues sólo la mutualidad excluye todo pensamiento de lucha y de conflicto. No se ha oído jamás que en esos pueblos haya pasado ningún vecino de una religión a otra, ni tampoco que se haya entregado a actos de agresión ni de exagerado celo. El arzobispo de Besanzon ha empezado hace algunos años a sembrar la discordia, haciendo edificar para sus ovejas iglesias aparte. Un verdadero amigo de la paz y de la humanidad habría propuesto simplemente agrandar y embellecer la casa de Dios, comprendiendo que esa iglesia-templo no podía menos de ser el más bello monumento levantado por la mano de los hombres a la caridad cristiana. Pero no lo entiende así el arzobispo. En cuanto de él depende, opone religión a religión, iglesia a iglesia, cementerio a cementerio. Así, cuando venga el juicio final, estando ya completamente hecha la separación de los fieles y de los impíos, no tendrá Cristo más que dictar la sentencia. (Nota de Proudhon).
(8) Véase, Teoría de la contribución, por P. J. Proudhon, París, 1891, Dentu.
(9) Véase, Manual del Bolsista, Introducción, por P. J. Proudhon, París, 1857.
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