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Capítulo 16
Sabemos ya en qué consiste la idea de las clases obreras, tanto desde el punto de vista de los intereses como desde el del gobierno. Completaremos esta exposición diciendo en pocas palabras lo que era en 1789 y lo que ha sido después de la revolución la idea de la burguesía. El lector podrá luego juzgar, con perfecto conocimiento de causa, en qué clase está hoy la capacidad política, si en la clase capitalista o en la democracia trabajadora.
En el capítulo II señalamos que la conciencia que de sí misma tiene la burguesía había llegado a su más alto grado de intensidad en 1789, cuando el estado llano, desafiando por boca de Sieyes al antiguo régimen, decía de sí: ¿Qué soy yo? Nada. ¿Qué debo ser? Todo. También destacamos que habiendo llegado, en efecto, la burguesía a serIo todo, y no habiendo ya en el cuerpo social nada que la diferenciase ni distinguiese, había empezado a perder el sentimiento de sí misma y caído en letargo. Hemos hecho también observar que si en 1848, después de la caída de Luis Felipe, parecía haber salido de su somnolencia, había sido gracias al levantamiento de las clases obreras, las que separándose o mejor dicho distinguiéndose de ella por haber adquirido conciencia de sí mismas y de su destino, acababan de entrar en la escena política. Había sido, en una palabra, gracias al terror socialista.
Pero hay aún en las capas superiores y medias de esa clase algo más triste que la pérdida de la conciencia y es que -a diferencia de la clase obrera, cuyo ascenso es tan rápido- no entiende ya ni siquiera la idea que en otro tiempo la dirigía, En consecuencia el país y el gobierno, que pueden ser aún considerados como estando bajo su dependencia, viven, por efecto de su profunda nulidad, a merced de la suerte. Ahora bien, lo que constituye la capacidad política no es sólo la conciencia sino también la idea. La burguesía, si supiese aún pensar, quedaría no poco sorprendida al saber que su idea está agotada y es impotente para crear tanto el orden como la libertad misma; en una palabra, que no tiene ya idea.
Antes de 1789, la idea de la burguesía era una división de la idea feudal. La nobleza y el clero poseían casi todas las tierras; dominaban en los castillos, en los conventos, en los obispados y en las parroquias; ejercían los derechos señoriales y aun otros; administraban justicia a sus vasallos y hacían la guerra al rey, hasta que, de derrota en derrota, quedaron reducidos -gracias a la coalición de los burgueses con el monarca- a no servirle más que de corte. La burguesía, por su parte, reinaba en el comercio y en la industria; tenía sus corporaciones, sus privilegios, sus franquicias y sus veedurías; se había aliado con la corona para salvarse de la tiranía de los clérigos y de los nobles y había obtenido por este medio contar por algo en el estado. En 1789 quedó abolido todo este sistema. La burguesía -después de haber llegado a serIo todo en política- pudo aumentar indefinidamente sus propiedades, continuando por lo demás en fabricar y traficar como los nobles en comer lo que les quedaba de renta y el clero en cantar sus oficios. Idea no tuvieron nunca ni unos ni otros.
Me engaño, sin embargo; he aquí a lo que vino a parar la idea de la burguesía:
Dueña del poder por su homogeneidad, sus capitales y su influencia -por nadie disputada- sobre la plebe, no vio más que un medio para consolidar su posición y crearse por los empleos y el presupuesto un nuevo campo de explotación y de fortuna. Sustituida a los derechos del clero, de la nobleza y del rey en los antiguos estados generales, no vio inconveniente en conservarle al estado su forma monárquica, centralizadora y unitaria; procuró tan sólo arrancar del príncipe garantías por medio de lo que se llamó Carta constitucional. En el fondo, era por y para la burguesía que funcionaba la administración, por y para la burguesía que se cobraban las contribuciones, por y para la burguesía que reinaba el rey.
Emanaba de ella toda justicia; el gobierno del Rey era su gobierno; creía tener sola el derecho de paz y de guerra, el alza y la baja; y si alguna vez tuvo que reprimir las veleidades políticas de la Corona, fue fácil ver que no tardaba en conformarse con la pérdida de una dinastía.
A ese sistema de centralización política era indispensable, sin embargo, según las reglas del equilibrio, darle un contrapeso. No bastaba haber limitado, circunscrito y nivelado el poder real; no bastaba haberlo subordinado a una mayoría parlamentaria y haberlo refrendado por sus propios ministros; se hacía además preciso poner un freno, un límite, a ese inmenso organismo llamado gobierno, si no se quería ser devorado por el monstruo tarde o temprano. Se habían tomado precauciones contra la prerrogativa de la Corona y ¿qué era esa prerrogativa, puramente personal, al lado de la fuerza evolutiva y absorbente del sistema?
Aquí se revela, en toda su candidez, el genio de la burguesía.
A esta inconmensurable fuerza de centralización se le dieron diversos contrapesos: ante todo, la organización del poder mismo conforme al principio económico de la división del trabajo o separación de industrias; luego, el sistema representativo y la votación de las contribuciones por un Congreso de representantes del pueblo, sistema por el cual nada podía hacer el Poder Ejecutivo sin el referendo de una mayoría legislativa; y, por fin, el sufragio universal. Se había advertido que no había mayoría de la burguesía que estuviese al abrigo de las seducciones del gobierno y se dijo -en serio- que si un ministerio podía arrastrar consigo algunos centenares de ciudadanos de aquella clase, no llegaría jamás a corromper a todo un pueblo. La organización del municipio y la provincia podía también ser uno de los grandes medios de contener constitucionalmente al poder; pero esto no fue más que una esperanza, que no llegó jamás a realizarse.
Mas, de todas las trabas puestas a la autoridad, la más poderosa, la única que obra de una manera eficaz y comparte hoy con el absolutismo imperial la omnipotencia de la nación fue -¿habrá quien lo adivine?- la anarquía mercantil e industrial, el lodazal económico, la libertad de la usura y del agio, el Cada uno en su casa y Cada una para sí en lo ideal de su egoísmo, el Dejad hacer, dejad pasar en su más lato sentido, la propiedad en toda la deformidad del antiguo derecho quiritario. En resumen: la negación de toda reciprocidad y garantía, la insolidaridad absoluta, la negación del derecho económico. Esto era verdaderamente lógico: a un principio exorbitante había que oponer otro que no lo fuera menos. Abyssus abyssum invacat. Ahí está el gran secreto del desorden contemporáneo: son dos azotes que se sostienen y se sirven de estribo y que en lugar de paralizarse recíprocamente se prestan, por decirlo así, una sanción amistosa. Han crecido luego los dos cada uno en su esfera. El poder central se ha hecho de día a día más absorbente y opresor; la anarquía económica se ha señalado por un agio sin freno, golpes mercantiles inauditos, espantosas especulaciones de bolsa y una carestía universal y progresiva.
El hombre de la burguesía se dedica al negocio de banca, a la industria, a la agricultura, a las artes extractivas, a la navegación, a la comisión, a todo; pero sin entrar jamás en contratos que tengan por objeto disminuir los riesgos, prevenir los azares, fijar los valores o cuando menos impedir sus violentas desviaciones del valor normal, equilibrar, por fin, las ventajas entre compradores y vendedores. Siente horror por todo lo que, dándole una garantía, podría imponerle una obligación; niega la solidaridad económica; mira con repugnancia la mutualidad. Se le propone entrar en una operación conformándose a las reglas del mutualismo y contesta que prefiere quedar libre. Libre, ¿para qué? Libre para -si se ofrece coyuntura- colocar su dinero al mayor interés posible, a riesgo de no encontrar dónde colocarle o de tener que hacerlo sobre una hipoteca ruinosa; para vender sus mercancías con gran beneficio, a riesgo de verse obligado a venderlas con pérdida; para encarecer a su antojo sus productos, a riesgo de envilecerlos él mismo si sobreviene una crisis o llegan a abundar en la plaza; para arrendar sus tierras a un precio exagerado, a riesgo de arruinar a su colono y no poder cobrar su renta; para especular, por fin, sobre el alza y la baja, entregarse al agio, jugar, dictar la ley a los demás y usar y abusar del monopolio, a riesgo de sufrir condiciones más rudas y, después de haber sido el azote de sus camaradas, ser víctima de sus represalias. No está el hombre de la burguesía por las operaciones seguras, si exigen de él cierta reciprocidad. Busca lo aleatorio, por pocas probabilidades de éxito que le presente. Todo es para él ocasión, medio o pretexto de encarnizada concurrencia, sin que jamás distinga lo que es obra del hombre y lo que es resultado de la fuerza de las cosas. No hay nada tan fácil de mutualizar como el seguro y, sin embargo, él prefiere practicarlo por el sistema del monopolio.
De esa insolidaridad económica, de esa falta de moralidad en los tratos -tan preconizada por la economía política de la escuela inglesa-, funda la burguesía un principio, una teoría, una doctrina. Para ella, la idea de un derecho económico -complemento y corolario del derecho político y del civil- no ha existido ni existe; es un contrasentido. Cada cual en su casa, cada cual para sí y Dios para todos son sus lemas. La ciencia económica, tal como ella la comprende, no descansa en una noción de dos términos -noción sintética y positiva-, que constituye la ciencia de los intereses a imagen de la misma justicia, sino en nociones elementales, simples y antinómicas que, no pudiendo determinarse por sí mismas ni equilibrarse, hacen de la ciencia una especie de bascula y una contradIcción perpetua. Para la burguesía, por ejemplo, no hay valor verdadero, aunque nos hable sin cesar de la ley de la oferta y la demanda y aunque esos dos términos, oferta y demanda, impliquen cada uno, bajo un punto de vista diferente, la idea de un valor exacto, que se ve que pretenden determinar comprador y vendedor por medio del regateo. A sus ojos, el valor es esencialmente arbitrario, inestable. De la circunstancia de ser el valor variable deduce que es necesariamente falso, y Dios sabe cuánto le sirve para excusar sus faltas de conciencia esa falsedad que imputa a las cosas. Así no se la ve jamás, ni en sus tratos, ni en las reflexiones que éstos le inspiran, preocuparse del equilibrio de los valores, ni del justo precio de las mercancías, ni de la balanza de los servicios, ni del tipo normal del interés, ni del salario; no es ella para caer en esas quimeras. Comprar, si puede, por tres francos lo que vale seis; vender por seis lo que vale tres, a pesar del conocimiento personal que tiene de la situación y de las cosas y a pesar del perjuicio que puede acarrear al prójimo. Esta y no otra es la máxima mercantil que profesa desvergonzadamente. Dígasele después de esto que sus rentas, sus intereses, sus beneficios y todos esos provechos que tan fácil le sería legitimar con sólo cambiar de práctica -y que prefiere, no obstante, sacar por medio de una guerra de emboscadas, astucias y sorpresas del monopolio que le aseguran la superioridad de sus capitales y las irregularidades de su comercio- son desleales y se enoja, cosa que pone aún a salvo su honradez. Se ve por lo menos que está convencida de que los actos, más o menos escabrosos, a que se dedica todos los días, de la mañana a la noche, tienen su legitimidad, puesto que son necesarios; y que no hay por consiguiente en ellos estafa ni robo, salvo los casos determinados por el Código.
¿Qué se puede decir de esas exhibiciones académicas, donde se dan premios sobre premios a los jóvenes escritores que se distinguen en la guerra contra el socialismo, justificando doctrinas infames; de esas conferencias y de esos cursos en que se afecta vindicar la propiedad ultrajada? (1) ¿Qué se puede decir de esas misiones malthusianas donde se tiene la jactancia de declarar que se establecen las relaciones debidas entre una economía politica de devoradores de hombres y los eternos principios de la moral y la justicia? ¿Por qué se dispone de los púlpitos, de los sillones de las academias, de los concursos y de las escuelas, se abrigará tal vez la esperanza de alucinar a las masas y engañar la conciencia humana? ¡Sofistas miserables, que no tienen siquiera la facultad de ver que ni les comprenden las masas, preocupadas como están por su miseria, ni tienen nada que enseñar a los que les pagan! ¡Se atreven a hablar de una moral económica, cuando durante cuarenta años han cifrado sus esfuerzos en probar que una cosa es la moral y otra la economía política! ¡Cuando la más clara de sus teorías consiste en rechazar, del terreno de la economía, la intervención del derecho y el llamamiento a la solidaridad humana, que miran como un atentado contra la libertad y la ciencia! Cuál de ellos se atrevería a contestar afirmativamente a esta pregunta: ¿Fuera del derecho económico, basado sobre la obligación de la reciprocidad, existe una ciencia, una verdad económica? Interrógueseles sobre este punto y se verá la que contestan.
¿Qué virtud, qué buena fe podrán existir en una sociedad cuya máxima fundamental es que la ciencia económica no tiene nada en común con la justicia, de la cual es del todo independiente? ¿En una sociedad que cree, por consecuencia, que existiendo el orden económico, según se pretende, por sí mismo, no descansa en ninguna base jurídica? ¿Que los hombres pueden prometerse los unos a los otros todo la que les parezca, pero no se deben en realidad nada por el sólo hecho de sus relaciones económicas? ¿Que por lo tanto, teniendo cada cual el derecho de seguir la voz de sus intereses, el amigo puede legal, racional y científicamente arruinar al amigo, el hijo abandonar a su padre y a su madre, el jornalero vender a su maestro? ¿Qué respeto -pregunto- cabe para la propiedad en semejante sistema?, ¿qué fuerza en la asociación?, ¿qué consideraciones para el poder?, ¿qué religión para las leyes?, ¿qué dignidad en el hombre? Un volumen entero podría llenar con las infamias vertidas -al abrigo de su pretendida ciencia- por los mal llamados economistas. Dejo la tarea para escritores jóvenes, pues la posteridad no abandonará la causa.
La inmoralidad de las ideas de la burguesía se ha revelado de una manera particular con motivo de la cuestión del libre cambio. No hay en esa clase un solo hombre que no quiera tener a su favor la balanza del comercio y que no se considere perdido si no la alcanza, pero tampoco hay quien no hable destempladamente contra el espantoso monopolio de sus compañeros y no encuentre equitativo que respecto de ellos se ponga término a la protección. Aplaude que se le quiten cargas: ve en ello hasta el interés de la sociedad, pero encuentra justo que se agraven las de sus camaradas. Otro tanto sucede con relación al descuento. ¿Qué negociante, pequeño o grande, no se daría por muy feliz si se le garantizase el descuento de su papel con sólo dos firmas en lugar de tres, y al tIpo fijo de 1/2 por cIento en lugar del 5, 6, 7, 8 y hasta 9, que hoy se le arranca arbitrariamente, cuando menos lo piensa, en los momentos más difíciles? Los partidarios de la reciprocidad se proponen precisamente crear para siempre el descuento fijo y esa regularidad en el crédito. Pero cuidado: el hombre de la burguesía no ha de estar siempre en desgracia; le ha de llegar también su vez. Véasele: después de una serie de campañas afortunadas, se ha hecho con cien mil, con doscientos mil francos. Ve rebosar de oro su caja y al momento lo lleva al Banco. No se le hable ya de descuento a 1/2 por ciento y con dos firmas. Es rico, dueño de la situación; dicta la ley a los banqueros, es banquero él mismo. Impónganse ahora las más duras condiciones a sus concurrentes menos afortunados, ¡que los devore la usura! ... Encontrará así que los negocios van a pedir de boca; se acercará al gobierno y votará por el ministerio.
Tal es en los negocios el hombre de la burguesía; tal es también en política. En el fondo no tiene principios; no tiene más que intereses. Ve hoy de una manera, mañana de otra, según la cotización de la Bolsa. Es cortesano del que manda o individuo de la oposición; es humilde pretendiente o detractor encarnizado; grita Viva el Rey o Viva la Liga, según sube o baja la Bolsa, se despachan o se estancan sus mercaderías o si a la intervención de algún elevado personaje, una fuerte contrata del estado, adjudicada a él o a su contrario, viene a salvarle de su ruina o a sumirle en una situación desesperada.
Es preciso ver en las obras de economía política publicadas hace treinta años, y en las críticas que de ellas se han hecho, hasta qué punto está degenerada esa infeliz burguesía y en qué abismo cada vez mayor la han precipitado sus hombres de estado, sus representantes, sus oradores, sus profesores, sus académicos, sus sofistas y hasta sus novelistas y dramaturgos. Se han consagrado a destruir en ella, por medio del sentido común, el sentido moral y ha llamado ella sus salvadores a los que han llevado a cabo tan digna obra. Quos vult perdere Jupiter, dementat.
Lo que distinguía principalmente a la nación francesa al salir del crisol de la revolución, e hizo de ella durante más de medio siglo la nación modelo, fue ese espíritu de igualdad, esa tendencia a nivelar, que pareció por un momento estar en víspera de refundir toda aristocracia del capital y todo asalariado en una clase única, la que ha sido tan justamente llamada clase media. Con haber añadido a la igualdad de los derechos, a la de las sucesiones y a la de la industria, el omnipotente impulso de las instituciones mutualistas, se habría verificado y completado sin violencia y sin estrépito la revolución económica; el orden, que tanto desea la burguesía, no se habría alterado ni un solo instante.
Desde hace veinticinco años, el país ha vivido bajo una influencia y una dirección contrarias. Gracias a la legislación de minas, al privilegio del Banco, y sobre todo a las concesiones de ferrocarriles, ha predominado decididamente el feudalismo capitalista e industrial. De este modo, la clase media se va extinguiendo día a día (2), atacada de frente por el alza de los salarios y el desarrollo de la sociedad anónima; atacada en sus flancos por las contribuciones y la concurrencia de extranjeros, o sea el libre cambio; reemplazada finalmente por la clase de los empleados, la de los industriales y comerciantes de alto rango y la de los asalariados.
¿De qué ha venido esa decadencia de la clase media, decadencia que lleva consigo la de la nación y la de la libertad? De las teorías económicas que ha aceptado locamente, de ese falso liberalismo que sigue aún profesando y le ha dado por toda ventaja la centralización administrativa, los ejércitos permanentes, el charlatanismo parlamentario, la concurrencia anárquica, el parasitismo que vive del monopolio, el alza continua del interés del dinero y de los demás capitales, el cosmopolitismo del libre cambio, la carestía universal y, por consecuencia, las coaliciones y las huelgas de las clases obreras. Pero no hay mal tan grave que no tenga remedio: así como la causa es común para los trabajadores de las ciudades y los de los campos, lo es también para la democracia trabajadora y la clase media. ¡Ojalá comprendan la una y la otra que su salvación está en su alianza!
Podemos asimismo decir que de ahora en adelante están trocados bajo todo concepto, los papeles entre la democracia trabajadora y la burguesía capitalista, propietaria, jefe de taller y gobernante. No ya a la primera sino a la segunda hay que dar el nombre de masa, de multitud, de muchedumbre. Tomado en conjunto el pueblo trabajador, no es ya ese montón de arena que servía a Napoleón I para definir la sociedad. ¿Qué es la sociedad? decía; y se contestaba: una administración, una policía, tribunales, una Iglesia, un ejército; lo demás, polvo. Rudis indigestaque moles. Hoy la clase trabajadora constituye ya cuerpo; se siente, razona, vota, ¡ay! sin consejo, pero con voluntad propia y desarrolla su idea. La que no piensa ya, la que ha caído en estado de turba y de canalla, es la burguesía. Mientras el pueblo, a impulsos de una conciencia enérgica y gracias al poder de una idea justa, se presenta a la faz del mundo con la fuerza y el brillo de una formación orgánica, reivindicando su lugar en los consejos del país y ofreciendo a la clase media una alianza que dentro de poco será ésta harto feliz en alcanzar, vemos a esa misma alta burguesía, después de haber rodado de catástrofe en catástrofe política y haber llegado al mayor vacío intelectual y moral, confundiéndose en una masa que no tiene ya de humano sino el egoísmo. Buscando salvadores cuando no hay ya salvación para ella, presentando por todo programa una indiferencia cínica y, en vez de aceptar una transformación inevitable, llamando sobre el país y sobre sí misma un nuevo diluvio y rechazando con odio lo que saludó y adoró en 1789: el derecho, la ciencia, el progreso ... ¡la justicia!
Notas
(1) Horn, Batbie, Bénard, Garnier, Baudrillart, son los principales doctrinarios de la escuela liberal a los cuales Proudhon alude evidentemente. En su lección de apertura de cursos, Baudrillart, en el Colegio de Francia (1853), celebra la propiedad, la herencia, la desigualdad: Condiciones absolutas de la asociación humana; columnas del templo, muchísimo más fuertes que los que han tratado jamás de destruirlas, dice; y afirma que la libertad de la industria curará todos los males. Garnier expone una doctrina análoga en sus cursos del Ateneo (1843-1844), y también en la Escuela de Puentes y Caminos; en su obra: Del principio de las poblaciones según las ideas de Malthus, celebra las ventajas sociales y providenciales de la desigualdad de las riquezas. Bénard, filósofo, obtiene en 1862 un premio de la Academia Francesa por su obra: De la filosofía en la educación clásica. Batbie sostiene tesis análogas en sus cursos populares de economía política en el anfiteatro de medicina y en la Sorbona, y finalmente Horn, economista y periodista, colaborador del Debate, de la Presse y del Diario de los economistas publica en 1859-61 el Anuario internacional del crédito público. Su merecedor, en 1861, al premio León Faucher; en 1964, El crédito público es también coronado por el Instituto.
(2) También Marx, en el Manifiesto Comunista ha previsto la proletarización de la clase media.
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