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Capítulo 2
A fin de quitar de hecho a las clases obreras la capacidad que les ha sido reconocida de derecho, por el sufragio universal, los diarios políticos, sobre todo los de la oposición democrática, han recurrido a una de las más groseras confusiones. Apenas se había publicado el Manifiesto de los Sesenta cuando toda la prensa se alzó contra la pretensión de los obreros a hacerse representar como clase (1). Recordóse con tono doctoral, y afectando gran celo por los oráculos de la revolución, que desde 1789 habían dejado de existir las castas; que la idea de las candidaturas de obreros tendía a resucitarlas; que si se admite en la representación nacional al simple artesano, como se admite al ingeniero, al hombre de ciencia, al abogado, al periodista, es sólo bajo la condición de que el obrero sea en la legislatura, al par de sus colegas, expresión de la sociedad, no de su clase. De otro modo la candidatura de ese obrero provocaría la discordia y tendría un carácter retrógrado; sería atentatoria contra las libertades y los derechos de 1789 y subvertiría el derecho, el orden y la paz pública por la desconfianza, la alarma y las iras que levantaría en la burguesía. Faltó poco para que el Manifiesto de los Sesenta -que por su idea y sus conclusiones tendía efectivamente a desorganizar la oposición- no fuese tratado de intriga policial y de contrarrevolucionario.
Los autores del manifiesto habían previsto esa objeción de sus adversarios y protestado de antemano contra la calumnia, pero su justificación dejaba mucho que desear. Si afirmaban la distinción de las dos clases, sublevaban contra sí a los políticos del partido y se sentían perdidos. Si la negaban, ¿a qué entonces una candidatura de obreros?, se les decía; dilema al que deseo yo ahora contestar.
Tomando por argumento el desagrado de la burguesía, los adversarios del manifiesto se contradecían sin advertirlo y reconocían implícitamente una verdad profunda que habría debido ser proclamada en el manifiesto mismo. Se reconoce en nuestros días la existencia de una clase burguesa, aunque ya no haya nobleza ni sea el clero más que una categoría de funcionarios, pues sino, ¿en qué descansaría el sistema orleanista? ¿Qué serían la monarquía y la política constitucionales? ¿A qué vendría esa hostilidad de ciertas gentes hacia el sufragio universal? No se quiere reconocer, sin embargo, a la clase obrera como correlativa de la clase burguesa; ¿habrá quien me explique esta inconsecuencia?
Nuestros publicistas de la oposición no han visto, a pesar de su amor y respeto por las ideas de 1789, que lo que ha creado la distinción enteramente nueva, y hasta desconocida de burguesía y proletariado -precisamente cuando desaparecían las categorías de nobleza, clero y estado llano- ha sido justamente el derecho inaugurado en el mismo 1789. No han visto que antes de 1789 el obrero era parte de la corporación y de la casa del maestro como la mujer, el hijo y el criado lo eran de la familia, y que entonces no se habría admitido sin gran repugnancia una clase de obreros y otra de capitalistas, por suponerse a la una contenida en la otra. Pero después de 1789, roto el haz de los gremios -sin haberse establecido por eso la igualdad de fortuna ni de condición entre obreros y maestros, ni haberse hecho ni previsto nada para la mejor distribución de los capitales, la organización de la industria ni los derechos de los trabajadores- surgió natural y espontáneamente la distinción entre la clase de los maestros, poseedores de los instrumentos de trabajo, capitalistas y grandes propietarios, y la de los simples obreros asalariados.
Negar hoy esa distinción de ambas clases sería algo más que negar la escisión que la produjo, y que no fue, después de todo, sino una de las mayores iniquidades; sería negar la independencia industrial, política y civil del obrero, única compensación que ha obtenido; sería decir que no han sido creados para él, como para el hombre de la burguesía, la libertad y la igualdad de 1789; sería negar que la clase obrera -que vive bajo condiciones completamente nuevas-, sea susceptible de conciencia y de iniciativa propias, y declararla privada, por la misma naturaleza, de capacidad política
¿No es acaso cierto, a despecho de la revolución de 1789 o precisamente a consecuencia de esa misma revolución, que la sociedad francesa, antes compuesta de tres castas, desde la noche del 4 de agosto está dividida en dos, una que vive exclusivamente de su trabajo y en la que cada familia de cuatro personas debe ajustarse a un salario anual que no llega a 1.250 francos -supongo que 1.250 francos es aproximadamente la suma media, para cada familia, de la renta o producto total de la nación- y otra que vive de otra cosa que de su trabajo, cuando trabaja; que vive de la renta, de sus propiedades, de sus capitales, de sus dotaciones, de sus pensiones, de sus subvenciones, de sus acciones, de sus sueldos, de sus honores y de sus beneficios? ¿No existen acaso -desde el punto de vista de la distribución de los capitales, los trabajos, los privilegios y los productos- dos categorías de ciudadanos llamados vulgarmente clase burguesa y plebe, capitalistas y asalariados? ¿No es verdad que esas dos categorías de ciudadanos, en otro tiempo unidas y casi confundidas por el lazo feudal del patrono, están hoy profundamente separadas y no tienen entre sí más relaciones que las determinadas por el capítulo 3°, título 8°, libro 3°, artículos del 1.779 al 1.799 del Código Civil, relativos al contrato de arrendamientos de obras y servicios? Nuestra política, nuestra economía pública, nuestra organización industrial, nuestra historia contemporánea, nuestra misma literatura descansan sobre esa distinción inevitable que no pueden negar ya sino la mala fe y una necia hipocresía.
Siendo obvia y flagrante la división de la sociedad moderna en dos clases, la una de trabajadores asalariados, la otra de propietarios-capitalistas-empresarios, debía lógicamente suceder lo que no puede sorprender a nadie, y es preguntarse si esa distinción era casual o necesaria; si cabía dentro de los verdaderos términos de la revolución; si se la podía legitimar en derecho del mismo modo que se la podía consignar como hecho. En una palabra, si por una aplicación sana de las reglas de la justicia y de la economía, no sería mejor destruir una división tan peligrosa, uniendo las dos clases en una y estableciendo entre las dos un perfecto nivel y un completo equilibrio.
Esta cuestión, que no es nueva para los filósofos, debía surgir entre las clases obreras el día en que una revolución las pusiese -por el sufragio universal- al nivel de las clases burguesas, medio por el que no podían menos de observar el contraste que existía entre su estado social y su soberanía política. Entonces, y sólo entonces, sentada esta importante cuestión económica y social, podían las clases obreras llegar a adquirir la conciencia de sí mismas y decirse, como en el Apocalipsis, que el que reina debe tener las ventajas del reinado, presentar sus candidatos a la diputación y sus pretensiones al gobierno. Así es como los trabajadores han empezado hace dieciséis años a elevarse a la capacidad política; así es como la democracia francesa se distingue de todas las democracias anteriores: no es otra cosa lo que se ha llamado socialismo.
¿Qué han hecho y dicho sobre esto los Sesenta? Ahí está su manifiesto explícándolo. Se han colocado en la situación que les crearon los acontecimientos y el derecho público, y han dicho lo que rebosaba de su conciencia de obreros. Convencidos por su parte de que la cuestión puede y debe ser resuelta afirmativamente, han hecho observar con moderación, pero con firmeza, que si se ha tenido olvidada esta cuestión hace mucho tiempo, ha llegado la hora de ponerla de nuevo en el orden del día. Al efecto, y sin examinar si su proposición era la manera más segura de reivindicar su derecho ni si estaba en armonía con su idea, han presentado, como señal de haber entrado nuevamente en el juego, la candidatura de uno de ellos que -por su carácter de obrero y, sobre todo, por serlo- creyeron que podía representar mejor que nadie a la clase obrera.
Este hecho, unido a tantos otros de la misma índole, verificados en el período de dieciséis años, demuestra en las clases obreras una revelación, hasta entonces sin ejemplo, de su conciencia de cuerpo; prueba que más de la mitad de la nación francesa ha entrado en la escena política, llevando consigo una idea que tarde o temprano transformará de arriba a abajo la sociedad y el gobierno. ¡Y porque una sesentena de hombres han tratado de hacerse intérpretes de esa conciencia y de esa idea, se los acusa de que aspiran al restablecimiento de las castas! ¡Y se los elimina de la representación nacional como retrógrados que profesan opiniones peligrosas y se llega hasta a denunciar su manifiesto como una excitación al odio entre ciudadanos! ¡Y los periódicos fulminan anatemas y estalla el descontento de la pretendida oposición democrática, y se provocan contramanifiestos, y se pregunta con afectado desdén si los Sesenta pretenden conocer y defender sus intereses y sus derechos mejor que Pelletan, J. Simón, E. Olliver, Marie y Julio Favre! Surge en el seno de la nación un hecho social de incalculable alcance: el advenimiento a la vida política de la clase más numerosa y más pobre, despreciada hasta hoy por no haber tenido conciencia de sí misma. Y los testigos y heraldos de este hecho, todos de la clase obrera, son denunciados a la inquina de la burguesía como perturbadores, como facciosos, como delincuentes.
El principio que acabamos de sentar -y esto aumenta la importancia del acontecimiento-, el principio de lo necesario que es para toda colectividad humana, casta, corporación o raza que tenga conciencia de sí misma, ya para constituirse en estado, ya para tener participación en el gobierno de la sociedad de que forma parte y elevarse a la vida política, puede ser considerado como una ley general aplicable a la historia de todos los pueblos. Durante mucho tiempo el pueblo romano, no teniendo conciencia de sí mismo, formó la clientela de los patricios, que lo gobernaban por las reglas del derecho familiar. Cuando reclamó ser admitido al matrimonio, a los sacrificios y a los honores; cuando tuvo sus tribunos armados del veto para detener las resoluciones del Senado; cuando logró que se le comunicaran las antiguas y misteriosas fórmulas; cuando, finalmente, hubo que concederle la propiedad repartiéndose las tierras conquistadas, y el ager publicus, fue por haber llegado a la plena conciencia de sí mismo y, gracias a la manifestación de esa conciencia, haberse creído igual al patriciado. La desgracia fue no haber sabido elevarse de la conciencia de sí mismo a una ley nueva, cosa que después logró el cristianismo.
Un fenómeno análogo acaba de suceder en Rusia. Sería incurrir en un grave error imaginarse que el úkase por el cual el zar Alejandro (2) otorga la libertad, la propiedad y el ejercicio de los derechos cívicos a veintitrés millones de labradores ha sido un puro antojo, un acto de mera gracia. Ese suceso estaba hace mucho tiempo previsto: el zar Nicolás, de tan terrible memoria, había encargado a su heredero que lo llevara a cabo. El principio de esa emancipación se hallaba en la conciencia de los labradores, quienes sin despojarse de sus hábitos patriarcales ni manifestar odio ni envidia hacia sus señores, pedían, sin embargo, garantías más poderosas de las que hasta entonces habían tenido. Era, además, interés del imperio admitirlos a la vida política.
En Inglaterra se está verificando un movimiento parecido. Allí también las clases obreras, a ejemplo de las de Francia, han llegado a adquirir la conciencia de su posición, de su derecho y de su destino. Se valoran, se organizan, se preparan para el trabajo industrial y no tardarán en reivindicar sus derechos políticos por medio del decisivo establecimiento del sufragio universal. Según un escritor, que tengo a la vista, la población obrera de Inglaterra, usando de una facultad que le asegura la ley inglesa -y que los legisladores franceses han creído recientemente un deber introducir entre nosotros (3)-, la de coligarse, está organizada y regimentada en número de seis millones. ¡Nuestras asociaciones de obreros no llegan a contar cien mil individuos! ... ¡Qué raza la de esos anglosajones! Son tenaces, indomables, van siempre hacia su meta de una manera lenta, pero segura. Si no se les puede conceder siempre el mérito de la imaginación, se les puede pocas veces negar la prioridad de realización en las grandes cuestiones económicas y sociales (4).
La historia de la burguesía francesa, desde hace cien años, revela la misma ley, aunque bajo otro punto de vista y en un sentido inverso. Ya en los principios del feudalismo, las poblaciones urbanas, industriosas y mercantiles, llegaron casi a la subconsciencia; de ahí el establecimiento de las municipalidades. Mientras la burguesía se enfrentó a las dos primeras órdenes del estado, el clero y la nobleza, esa conciencia permaneció viva y enérgica: la clase burguesa se distinguía de las demás, se definía, se sentía y se afirmaba por su oposición a las clases privilegiadas o nobles. La convocatoria de los Estados Generales de 1789, donde no figuró sino en tercera línea, decidió la victoria en su favor. Desde ese instante, clero y nobleza no fueron políticamente nada; el tercer Estado -según la feliz expresión de Sieyes- lo fue todo. Pero, nótese bien: desde el momento en que la burguesía ha pasado a serIo todo, y no ha existido ya fuera de ella casta ni clase que la defina, ha empezado a perder el sentimiento de sí misma, oscureciéndose su conciencia hasta el punto de estar hoy próxima a extinguirse. Me limito a consignar un hecho, sin que pretenda levantar sobre él una teoría.
¿Qué es la burguesía después de 1789? ¿Cuál es su significación? ¿Qué vale su existencia? ¿Cuál es su destino en la humanidad? ¿Qué representa? ¿Qué hay en el fondo de esa conciencia equívoca, semiliberal, semifeudal? Mientras la clase obrera -pobre, ignorante, sin influencia, sin crédito- se presenta, se afirma y habla de su emancipación, de su porvenir y de reformas sociales que han de cambiar su condición, la burguesía -que es rica, que posee, sabe y puede- nada tiene que decir de sí misma y no parece tener destino, ni papel en la historia, ni pensamiento, ni voluntad. Sucesivamente revolucionaria y conservadora, republicana, legitimista, doctrinaria, centrista; enamorada hoy de las formas representativas y parlamentarias y mañana llegando a no entenderlas; ignorando a esta altura cuál es su sistema y a qué gobierno dar su preferencia; no estimando del poder sino el provecho que le procure, ni queriéndolo sino por el miedo que tiene a lo desconocido y el deseo de mantener sus privilegios; no buscando en los empleos sino un nuevo campo y nuevos medios de beneficio; ávida de distinciones y de sueldos; tan llena de desdén por la clase proletaria como pudo estarlo por ella la antigua nobleza, la burguesía ha perdido todo su carácter. Ha dejado de ser una clase poderosa por el número, el trabajo y el genio, una clase que quiere y piensa, una clase que produce y raciocina, una clase que manda y gobierna, para pasar a ser una minoría traficante, especuladora y egoísta; una turba.
Luego de dieciséis años de tan triste estado, diríase que vuelve en sí y recobra su antiguo conocimiento: quisiera definirse de nuevo, afirmarse, restablecer su influencia. Telum imbelle sine ictu (5). No hay ya energía en su conciencia, no hay ya autoridad en su pensamiento, no arde ya su corazón, no hay ya en ella más que la impotencia de la senectud y el frío de la muerte. Y nótese bien lo que voy a subrayar. ¿A quién debe la burguesía contemporánea ese esfuerzo sobre sí misma, esas demostraciones de vano liberalismo, ese falso renacimiento en que nos haría tal vez creer la oposición legal, si no se conociera su vicio originario? ¿A quién hay que atribuir esa luz de razón y de sentido moral, que no ilumina ni es ya posible que vuelva a la vida el mundo burgués? Sólo a las manifestaciones de esa joven conciencia, que niega el nuevo feudalismo; sólo a la afirmación de esa masa de obreros, que ha tomado decididamente la delantera a sus antiguos patronos; sólo a la reivindicación de esos trabajadores, a quienes ineptos aprendices de brujo niegan la capacidad, precisamente cuando acaban de recibir de ellos su mandato político.
Sépalo o no la burguesía, su papel ha concluido; no irá ya más lejos, ni es posible que renazca. ¡Entregue al menos su alma en paz! El advenimiento del proletariado no tendrá por resultado eliminarla reemplazándola en su preponderancia política y en sus privilegios, propiedades y goces, ni obligándola a vivir condenada a recibir un salario (6). La actual distinción -por otra parte, perfectamente establecida- entre la clase obrera y la burguesía, es un simple accidente revolucionario. Ambas deben recíprocamente absorberse en una conciencia superior y el día en que la clase obrera, constituida en mayoría, se haya apoderado del poder y proclamado la reforma económica y social, será el día de la fusión definitiva. No es sobre viejos sino sobre nuevos datos como deben en adelante definirse, establecer su independencia y constituir su vida política las clases que no vivieron durante mucho tiempo sino de su antagonismo.
Notas
(1) Los diarios reaccionarios y católicos denuncian al socialismo y acusan a la revolución. El Constitucional evoca el espectro rojo. Los liberales y demócratas repiten una vez más que ya no hay castas ni clases. Le Temps aguza el ingenio y distingue entre candidaturas obreras y candidaturas de obreros.
(2) El zar Alejandro, por úkase del 19 de febrero de 1861, pronuncia la liberación de los siervos.
(3) La ley del 25 de mayo de 1864 acababa de transformar la legislación de 1849, que prohibía las uniones obreras en Francia.
(4) Dos siglos hacía que en Inglaterra se conocían las asociaciones que en Francia fueron llamadas sindicatos, pero es sólo en el transcurso del siglo XIX que la vida de esas uniones obreras (trade-unions) adquiere importancia, debiendo sostener verdaderas luchas para que se llegara a reconocerlas. Las leyes de 1799 y 1800 prohibían bajo severas penas hasta las ententes o coaliciones transitorias entre trabajadores, sea que tuvieran por objeto interrumpir el trabajo o sostener cualquier reivindicación. Recién en 1825 la coalición deja de ser un delito. En el momento agitado por que atraviesa Inglaterra entonces, las uniones se incorporan a los movimientos avanzados como el cartismo y actúan y se desarrollan bajo la forma de sociedades secretas. Más adelante la institución se generaliza para asegurar a sus adherentes una mayor fuerza en la discusión de los contratos del trabajo, proporcionándoles socorros en caso de accidentes o desocupación, por medio de un sistema de seguros mutuos, transformándose así en un poderoso instrumento de lucha por la constitución de un fondo de reserva. Esas organizaciones trataban de establecer tarifas de salarios, reglamentaban la admisión a los oficios, el aprendizaje y la duración de las jornadas de trabajo. -Cf. Sidney y B. Webb: Historia del tradeunionismo, trad. franc. Metin, París, 1897. - Bry: Historia económica e industrial de Inglaterra, 1900. -De Rousiers: El tradeunionismo en Inglaterra, 1897.
(5) Rasgo de debilidad y de impotencia.
(6) También Marx y Engels prevén que llegará un momento en que por la marcha de las cosas, las diferencias de clases desaparecerán, y que entonces le sucederá una asociación donde el libre desenvolvimiento de cada uno será la condición del libre desenvolvimiento de todos. Manifiesto Comunista, trad. de C. Andler, t. I, página 55).
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