Índice de La capacidad política de la clase obrera de Pierre-Joseph Proudhon | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|
Capítulo 3
En el número 1° de la Asociación, Boletín Internacional de las sociedades cooperativas, leo lo siguiente:
Nada queda por decir sobre la colectividad considerada como fuerza económica. Es ya una verdad conocida que diez, veinte o cien obreros que trabajen y hagan confluir a un mismo fin su trabajo y sus diversos talentos producen más y mejor que diez, veinte o cien obreros que trabajen aisladamente. Pero, una cuestión más nueva y actualmente de más interés es si un grupo de obreros formado espontáneamente puede constituirse por sí mismo y sacar de su propio seno, y por sus propios recursos, la fuerza inicial que pone en movimiento el taller y la fuerza directiva que regulariza su actividad y atiende al beneficio mercantil de sus productos.
En otros términos, el problema económico que hoy está sobre el tapete y se trata de examinar con especial cuidado, discutir bajo todas sus fases y dilucidar a fondo es si las clases obreras, hoy ya con derechos políticos reconocidos, pueden pretender la autonomía en el trabajo y aspirar a las ventajas de la asociación como las clases que disponen de los capitales.
Somos de los que creen que el problema debe ser resuelto afirmativamente. Creemos que las clases obreras pueden también formar grupos libres, disponer en común sus fuerzas, adoptar el contrato de sociedad, constituir asociaciones cuya base sea el trabajo y vivir de su autonomía industrial y comercial. Llegamos a creer que sin aguardar a las reformas legislativas que más o menos tarde han de completar sus libertades civiles, pueden ya desde hoy aprovechar y aplicar las leyes vigentes (1).
Si son ciertas mis noticias, los pasajes que se acaban de leer no son una vana fraseología de abogado sino el pensamiento colectivo de los cien fundadores del periódico La Asociación, debatido y formulado en consejo pleno.
Después de este pensamiento inteligente, permítaseme a mí, simple observador, añadir como corolario que para la democracia obrera es importante, al mismo tiempo que reconoce y declara su derecho y desarrolla su fuerza, que consigne también su idea y presente su cuerpo de doctrina, a fin de que el mundo sepa que los que poseen por sí mismos el derecho y el poder tienen también el saber por el sólo hecho de su práctica inteligente y progresiva. Tal es el objeto que me he propuesto en este libro. He querido dar a la emancipación de las clases obreras la sanción de la ciencia, no porque trate de imponer a nadie mis fórmulas sino porque estoy convencido que si bien la ciencia no se improvisa -y menos la que tiene por objeto las manifestaciones espontáneas y los actos reflexivos de las masas- no por eso necesita menos de golpes de vista sintéticos, incesantemente renovados, que por su carácter personal no comprometan ningún interés ni ningún principio.
A la manifestación de la conciencia sucede, en los grupos humanos, la revelación de la idea. Esta sucesión está indicada por la naturaleza y explicada por la psicología. La inteligencia en el ser pensante tiene por base y condición primera el sentimiento. Para conocerse el hombre, es indispensable que se sienta. De ahí el celo con que el poder persigue y coarta las reuniones populares, las asambleas, las asociaciones, todo la que puede despertar en las clases proletarias la conciencia de sí mismas. Se quiere impedir que reflexionen y concilien y para eso se emplea el medio más eficaz, que es el de impedir que se sientan. Pertenecerán de este modo a la familia, como los caballos, los carneros y los perros; no se conocerán como clase y a duras penas como raza. Si permanecen impenetrables a la idea, como no les llegue de afuera alguna revelación, se podrá prolongar indefinidamente su servidumbre.
En Francia, el pueblo -teniendo la misma sangre y dignidad que la burguesía, la misma religión, las mismas ideas y las mismas costumbres y no diferenciándose sino por la relación económica que indican las palabras capital y salario- se encontró en 1789 en pie al mismo tiempo que la burguesía. El incendio de la casa de Reveillon y otros muchos actos de desenfrenada violencia demuestran que el pueblo tuvo el presentimiento que la revolución sería más en provecho de la burguesía que en el suyo propio. De esa sospecha harto justificada nacieron -al lado de los fuldenses, los constitucionales, los girondinos, los jacobinos, partidos todos de la burguesía- los partidos o sectas populares conocidos como sans-culottes, maratistas, hebertistas y babuvistas, partidos que han adquirido una terrible celebridad en la historia, pero que del 92 al 96 tuvieron el mérito de dar a la conciencia popular un sacudimiento tal, que no le ha permitido volver a caer en letargo.
Empezó entonces la obra de represión contra el pueblo. Como no cabía ya sofocar su sentimiento, se trató de contenerle por medio de una severa disciplina, de un poder fuerte, de la guerra, del trabajo, de la exclusión de los derechos políticos, de la ignorancia o -a falta de ésta, de la que se avergonzaban- de una instrucción primaria que no inspirase inquietud. Robespierre y sus jacobinos, la facción termidoriana, el Directorio, el Consulado y todos los gobiernos que hasta nuestros días se han ido sucediendo han hecho de la vigilancia del pueblo y del statu quo de las clases obreras el objeto de sus constantes preocupaciones. El señor Guizot, relativamente, se había manifestado liberal: las dos asambleas de la República fueron resueltamente oscurantistas. ¡Conspiración insensata! Una vez despierta su conciencia, el pueblo no tenía ya más que abrir los ojos y aguzar los oídos para adquirir su idea: iba a recibirla de sus propios adversarios.
Los primeros que plantearon la cuestión social no fueron, por cierto, obreros; fueron hombres de ciencia, filósofos, literatos, economistas, ingenieros, militares, antiguos magistrados, representantes del pueblo, negociantes, fabricantes, propietarios, hombres que pusieron de relieve las anomalías de la nueva sociedad y llegaron a proponer las más atrevidas reformas. Citaremos a Sismondi, Saint-Simon, Fourier, Enfantin y su escuela, Pedro Leroux, Considerant, Justo Muiron, Hipólito Renaud, Baudet-Dulary , Eugenio Buret, Cabet, Luis Blanc, las señoras Rolland, Flora Tristán y otros. Durante muchos años, la burguesía conservadora se hizo la ilusión de que los obreros serían sordos a la prédica de todos esos innovadores, pero el año 1848 vino a probarle cuánto se engañaba.
El socialismo (2) moderno ha tenido numerosas escuelas; no está constituido como secta o iglesia. Las clases obreras no se han entregado a merced de nadie: Cabet, el dictador de los Icarianos, ha tenido de ello en Nauvoo una tristísima prueba. Han seguido su propia inspiración y es probable que no renuncien en adelante a su propia iniciativa. Esta es la garantía de su éxito. Una revolución social como la de 1789, continuada por la democracia obrera, es una transformación que se cumple espontáneamente en todas y cada una de las partes del cuerpo político. Es un sistema que sustituye a otro sistema, un organismo nuevo que reemplaza a una organización decrépita. Mas esta sustitución ni se hace en un instante, ni se verifica por mandato de un maestro armado de su teoría, ni bajo la palabra dictada por ningún iluminado. Una revolución verdaderamente orgánica, por más que tenga sus mensajeros y sus ejecutores, no es obra de nadie en particular. Es una idea que se presenta por de pronto elemental y asoma como un germen, sin presentar nada de notable y aun pareciendo tomada de la sabiduría popular, pero que luego, de improviso, toma un desarrollo imprevisto y llena el mundo con sus instituciones.
La historia está llena de esos ejemplos. Nada más sencillo en un principio que la idea romana: un patriciado, clientelas, la propiedad. Derivó de allí todo el sistema de la República, su política, sus agitaciones, su historia. Y se observa la misma sencillez en la idea imperial: el patriciado puesto definitivamente al nivel de la plebe, los poderes reunidos en manos de un emperador que explota el mundo en provecho del pueblo y está bajo la espada de los pretorianos. Salieron también de allí la jerarquía y la centralización imperiales. El cristianismo empieza del mismo modo: unidad y universalidad de la religión, fundada en la unidad de Dios y del Imperio; unión íntima de la religión y de la moral; la caridad establecida como acto de fe y como deber; el presunto autor de esta idea declarado Hijo de Dios y Redentor; ésta es toda la idea cristiana. En 1789, la revolución toma también por base única el derecho del hombre. Por ese derecho, la nación se hace soberana, la monarquía pasa a ser una función pública, la nobleza queda abolida, la religión es una opinión ad libitum. Sabemos qué desarrollo han recibido a su vez la religión de Cristo y el derecho del hombre.
Otro tanto sucede con la idea obrera en el siglo XIX: no tendría legitimidad, autenticidad, ni sería nada si se presentase bajo otras condiciones.
¿Qué ha sucedido? El pueblo había adquirido conciencia de sí mismo, se sentía; el alboroto hecho a su alrededor, y por su causa, había despertado su inteligencia. Vino luego una revolución burguesa a conferirle el goce de los derechos políticos. Puesto entonces en el trance de desarrollar su pensamiento sin ayuda de intérpretes, ha seguido la lógica de su situación. Por de pronto, presentándose como clase ya separada de la burguesía, el pueblo ha tratado de volver contra ella sus propias máximas: se ha hecho su imitador. Aleccionado después por el fracaso, y renunciando a su primera hipótesis, busca su salvación en una idea original. Se han establecido así en la clase trabajadora dos corrientes de opinión y esto la tiene aún hoy confusa. Pero tal es la marcha de las evoluciones políticas: es la marcha del espíritu humano y de la ciencia. Se cede a la preocupación y a la rutina, para llegar de un modo más seguro a la verdad. Es ridículo que los adversarios de la emancipación de las clases obreras hayan querido sacar partido de esas divisiones, como si éstas no fuesen la condición del progreso y la vida misma de la especie humana.
El sistema del Luxemburgo, en el fondo, es el mismo que los de Cabet, R. Owen, los PP. Moravos, Campanella, Moro, Platón, los primeros cristíanos: sistema comunista, gubernativo, dictatorial, autoritario, doctrinario. Parte de que el individuo está esencialmente subordinado a la colectividad; que sólo de ésta recibe su derecho y su vida; que el ciudadano pertenece al estado, como el hijo a la familia; que está en poder, en posesión, in manu, del estado y le debe en todo sumisión y obediencia.
En virtud de ese principio fundamental de la soberanía colectiva y de la sumisión del individuo, la escuela del Luxemburgo tiende en la teoría y en la práctica a referirlo todo al estado -o a la comunidad-. El trabajo, la industria, la propiedad, el comercio, la instrucción pública y la riqueza, del mismo modo que la legislación, la justicia, la policía, las obras públicas, la diplomacia y la guerra, todo se entrega al estado, para que luego sea repartido y distribuido, en nombre de la comunidad, a cada ciudadano, individuo de la gran familia, según su aptitud y sus necesidades.
Decía hace poco que el primer movimiento y la primera idea de la democracia trabajadora, al buscar su ley y constituirse como antítesis de la burguesia, había debido ser el de volver contra ella sus máximas: esto es lo que resalta a primera vista del examen del sistema comunista.
¿Cuál es el principio fundamental de la sociedad antigua, menestral o feudal, revolucionaria o de derecho divino? La autoridad, tanto se la haga bajar del cielo, tanto se la deduzca -como Rousseau (3)- de la colectividad. Así han hablado y obrado a su vez los comunistas. Lo hacen depender todo del derecho de la colectividad, de la soberanía del pueblo; su noción del poder o del estado es absolutamente la misma que la de sus antiguos maestros. Llámese el estado imperio, monarquía, República, democracia o comunidad, la cosa evidentemente es siempre la misma. Para los seguidores de esta escuela, el derecho del hombre y del ciudadano deriva de la soberanía del pueblo: de ella emana hasta la misma libertad. Los comunistas del Luxemburgo, los de Icaria y todos los demás pueden, tranquila la conciencia, prestar juramento a Napoleón III; su profesión de fe está de acuerdo en principio con la Constitución de 1852: es mucho menos liberal que la Constitución del Imperio.
Pasemos ahora del orden político al orden económico. En la sociedad antigua, el individuo noble o burgués, ¿a quién debía su rango, sus propiedades, sus privilegios, sus dotaciones y sus prerrogativas? A la ley; en definitiva al soberano. En lo relativo a la propiedad, por ejemplo, se hubiera podido muy bien -primero bajo el régimen del derecho romano, luego bajo el sistema feudal y por último bajo la inspiración de las ideas de 1789- alegar razones de conveniencia, de oportunidad, de transición, de orden público, de costumbres domésticas, de industria y hasta de progreso; la propiedad permanecía siendo una concesión del estado, único propietario natural de la tierra, como representante de la comunidad nacional. Lo mismo hicieron los comunistas: para ellos también, el individuo debía al estado sus bienes, sus facultades, sus funciones, sus honores, hasta su talento. No hubo diferencia sino en la aplicación. Por razón o por necesidad, el antiguo estado se había desprendido de más o menos facultades; una multitud de familias, nobles o burguesas, había salido de la indivisión primitiva y formado pequeñas soberanías en el seno de la sociedad. El objeto del comunismo fue hacer entrar nuevamente en el estado todos esos fragmentos de su patrimonio. La revolución democrática y social, en el sistema del Luxemburgo, no había de ser en principio sino una restauración o, lo que es lo mismo, un retroceso.
Así, al modo de un ejército que ha tomado los cañones al enemigo, el comunismo no hizo más que volver contra el ejército de los propietarios su propia artillería. Siempre el esclavo ha remedado al amo y el demócrata se disfraza de autócrata. Ya veremos más pruebas de esta afirmación.
Como medio de realización, independientemente de la fuerza pública que aún no podía disponer, el partido del Luxemburgo afirmaba y ensalzaba la asociación. La idea de asociación no es nueva en el mundo económico; los estados de derecho divino, tanto los antiguos como los modernos, son los que han fundado las más poderosas asociaciones y nos han dado su teoría. Nuestra legislación de la burguesía, el código civil como el de comercio, reconocen de ella muchos géneros y especies. ¿Qué han añadido a lo que ya se conocía los teóricos del Luxemburgo? La asociación ha sido unas veces para ellos una simple comunidad de bienes y ganancias; algunas, una simple participación o cooperación o bien una sociedad colectiva o en comandita; otras, las más, han entendido, por asociaciones obreras, formidables y numerosas compañías de trabajadores comanditadas y dirigidas por el estado, que atraigan la masa de la clase obrera, monopolicen los trabajos y las empresas, invadan toda propiedad, toda función pública, toda industria, todo cultivo, todo comercio, produzcan el vacío en los establecimientos y empresas particulares y aplasten por fin y trituren a su alrededor toda acción individual, toda vida, toda libertad, ni más ni menos que como lo están hoy haciendo las grandes compañías anónimas.
Así, en la mente de los hombres del Luxemburgo, el patrimonio público debía acabar con toda propiedad; la asociación debía destruir todas las asociaciones particulares o refundirlas en una sola; la concurrencia, vuelta contra sí misma, debía producir en último término la supresión de la concurrencia; la libertad colectiva debía absorber todas las libertades, tanto las corporativas y las locales como las individuales.
Respecto del gobierno, sus garantías y sus formas, la cuestión venía resuelta dentro del mismo orden de ideas. Sobre esto, como sobre la conciencia y el derecho del hombre, nada había tampoco de nuevo; veíase siempre la antigua fórmula, salvo su exageración comunista. El sistema político, según la teoría del Luxemburgo (4), podía ser definido en los siguientes términos: una democracia compacta fundada en apariencia sobre la dictadura de las masas, pero donde las masas no tienen más que la oportunidad de consolidar la servidumbre universal, según las fórmulas y máximas tomadas del antiguo absolutismo:
Indivisión del poder.
Centralización absorbente.
Destrucción sistemática de todo pensamiento individual, corporativo y local, considerado como elemento de discordia.
Policía inquisitorial.
Abolición o al menos restricción de la familia, y con mayor razón de la herencia.
El sufragio universal organizado de manera que sirva de perpetua sanción a esa tiranía anónima, por medio de la preponderancia de las medianías o nulidades, siempre en mayoría sobre los ciudadanos capaces y los caracteres independientes, considerados como sospechosos y naturalmente en escaso número. La escuela del Luxemburgo lo ha dicho en alta voz: está contra la aristocracia de las capacidades.
Entre los partidarios del comunismo hay quienes, menos intolerantes, no proscriben de una manera absoluta la propiedad, la libertad industrial, ni el talento independiente y de iniciativa; que no prohíben, al menos por leyes expresas, los grupos ni las reuniones formadas por la naturaleza de las cosas, ni las especulaciones y fortunas particulares, ni aun la concurrencia a las sociedades obreras subvencionadas por el estado. Mas combaten esas peligrosas influencias por medios tortuosos y las desalientan con triquiñuelas, vejámenes, tasas y una multitud de medios auxiliares que tienen por modelo los de los antiguos gobiernos y autorizan la moral del estado:
Contribución progresiva.
Contribución sobre las sucesiones.
Contribución sobre el capital.
Contribución sobre la renta.
Contribución suntuaria.
Contribución sobre las industrias libres.
Y en cambio:
Franquicias a las asociaciones.
Socorros a las asociaciones.
Estímulos y subvenciones a las asociaciones.
Montepíos para los inválidos del trabajo, individuos de las asociaciones, etc., etc.
Es éste, como se ve y como hemos dicho ya, el antiguo sistema del privilegio, vuelto contra sus beneficiarios; la explotación aristocrática y el despotismo aplicados en beneficio del pueblo; el estado servidor convertido en vaca lechera de los obreros y apacentado en las praderas y pastos de los propietarios. En resumen, un simple cambio de lugar del antiguo favoritismo: las clases altas precipitadas abajo y las bajas impulsadas arriba. En cuanto a las ideas, a las libertades, a la justicia, a la ciencia, nada.
En ese solo punto se separa el comunismo del sistema del estado burgués; éste afirma la familia, al paso que aquél tiende a abolirla. Ahora bien, ¿por qué se ha declarado el comunismo contra el matrimonio y se inclina con Platón y las primeras sectas cristianas al amor libre? Porque el matrimonio, es decir, la familia, es la fortaleza de la libertad individual; porque la libertad es el escollo del estado y, para consolidarle y librarle de toda oposición, de todo estorbo y de toda traba, el comunismo no ha visto otro medio que entregarle, además de todo lo nombrado, también las mujeres y los niños. Esto es lo que se llama también emancipación de la mujer. Hasta en sus extravíos se ve que el comunismo carece de invención y está condenado a la copia. ¿Se le presenta una dificultad? No la resuelve, la corta.
Tal es en compendio el sistema del Luxemburgo, sistema que -no nos sorprende- debe conservar numerosos partidarios, por lo mismo que está reducido a una mera falsificación y represalia del pueblo sustituido a los derechos, favores, privilegios y empleos de la burguesía. Es un sistema que tiene analogías y modelos en los despotismos, las aristocracias, los patriciados, los sacerdocios, las comunidades, los hospitales, los hospicios, los cuarteles y las cárceles de todos los siglos.
La contradicción de este sistema es por lo tanto flagrante. Esta es la razón por la que no ha podido jamás generalizarse ni establecerse. Ha caído con estrépito al menor ensayo.
Supóngase por un momento el poder en manos de los comunistas, las asociaciones obreras organizadas, la contribución persiguiendo a las clases respetadas hoy por el fisco y a proporción el resto. Ha de quedar muy pronto arruinada toda individualidad que posea algo; el estado, señor y árbitro de todo. ¿Y después? ¿No es obvio que la comunidad, con el peso de los muchos infelices cuya fortuna habrá destruido o confiscado, con la carga de todo el trabajo antes confiado a manos libres y con menos fuerzas recogidas que eliminadas, no ha de poder llenar ni la cuarta parte de su tarea, y el déficit y el hambre han de traer antes de quince días una revolución general donde se habrá de empezar todo de nuevo, y para empezar no se podrá menos que proceder a una restauración?
Tal es el absurdo antediluviano que hace treinta siglos se ha arrastrado a través de las sociedades, y ha seducido a los mejores talentos y a los más ilustres reformadores: Minos, Licurgo, Pitágoras, Platón, los cristianos y sus fundadores de órdenes, y más tarde Campanella, Moro, Babeuf, Roberto Owen, los Moravos.
Dos cosas tenemos, sin embargo, que consignar en pro del comunismo: la primera es que, como primera hipótesis, el comunismo era indispensable para que brotase la verdadera idea; la segunda, que en lugar de dividir y separar -como el sistema burgués- la política y la economía y hacer de ella dos órdenes de ideas distintas y contrarias, ha afirmado la identidad de sus principios, y aun ensayado si podía verificar su síntesis. Insistiremos sobre esto en los capítulos siguientes.
Notas
(1) Ese sistema fue el propuesto por la Comisión del Luxemburgo, instituida durante la revolución de febrero de 1848. El lunes 28 de febrero, por la tarde, se presentó a la Municipalidad (Hotel de Ville) una delegación de cuarenta obreros mecánicos y entregó, en nombre de millares de compañeros, Una petición solicitando la creación de un Ministerio del Progreso y del Trabajo y la designación de Luis Blanc para ocupar ese cargo. El Consejo de Ministros entró a deliberar o, mejor, asistió a un debate en el que se sostuvieron dos ideas opuestas: una por Blanc y otra por Lamartine. Este último consiguió imponer sus ideas preconizando la instalación de una Comisión Gubernamental para los Trabajadores, que debía reunirse en el Luxemburgo y que sería presidida por Luis Blanc. El obrero Albert fue designado vicepresidente. Firmado el decreto, que fue leído a los peticionantes, éste anunciaba:
Considerando que la revolución hecha por el pueblo debe ser hecha para él; que es tiempo de poner término a los prolongados e inicuos sufrimientos de los trabajadores; que la cuestión del trabajo es de una importancia suprema; que no existe ni más alta ni más digna preocupación para un gobierno republicano; qae corresponde sobre todo a Francia el estudiar ardientemente y resolver un problema planteado a todas las naciones industrializadas de Europa, etcétera ...
Esa Comisión fue recibida en el Palacio del Luxemburgo el 1° de marzo. Estaba compuesta de casi 500 miembros; participaban de ella economistas de todas las escuelas, patronos y obreros. El 20 de marzo, Luis Blanc expuso su programa al Comité de la Comisión, asistiendo a la sesión Le Play, Wolowski y Duveiyrier. Decía en sustancia: la revolución francesa ha asegurado el triunfo del dejad hacer, dejad pasar del individualismo, del antagonismo de los intereses y de la competencia, que al fin termina en el aplastamiento de los más débiles. Ese régimen estimula vivamente el interés personal y ese estimulante es de un carácter funesto. Sólo el principio de asociación puede evitar todos esos males. Es necesario, pues, previo entendimiento con el patronato, rescatar las fábricas y confiarlas a los obreros, que producirán en acuerdo armónico con sus directores electivos, de quienes serán los iguales. Las entradas se aplicarán al pago de los salarios, idénticos para todos, a la renta del capital y a los gastos de mantenimiento, etc. Después de haber realizado la asociación en un taller, se federarían todos los talleres de una industria y luego todas las industrias. El ejemplo de una creación semejante, viniendo del estado-tutor, se generalizaría en forma irresistible.
(2) Los términos socialismo y socialista eran entonces de uso corriente y su creación databa apenas de treinta años más o menos. ¿En qué momento preciso fueron empleados por primera vez? El punto es muy controvertido y la investigación, delicada. Nosotros no podemos hacer nada mejor que exponer las conclusiones de Gabriel Deville, entresacadas del capítulo Origen de la palabra socialismo y socialista, que se encuentra en la obra de Alejandro Zévaes sobre El Socialismo en 1912, París, Marcel Riviére (1912). Pedro Leroux, en la Huelga de Samarez (1863), pretende, de buena fe evidentemente, haber creado la palabra socialista hacia 1833. Por otra parte, Luis Reybaud en sus Estudios sobre los reformadores contemporáneos o socialistas modernos (1840) afirma que la palabra socialista no existía antes de 1835 y declara haber recogido esa palabra en Inglaterra, donde se la atribuían a los partidarios de Owen desde 1833. Resulta de los muy minuciosos estudios de Deville, que esa palabra --efectivamente empleada por Leroux hacia 1834 (lo que arruinaría las pretensiones de Reybarud)- no se aplicaba siempre en forma correcta de acuerdo a su primer uso. Deville señala también que en un periódico suizo, El Sembrador, publicación religiosa, política y filosófica, aparece por primera vez la palabra, que debe ser atribuida al autor de un artículo titulado Catolicismo y Protestantismo, que no es otro que el célebre pastor helvético Alejandro Vinet. Este trabajo apareció el 23 de noviembre de 1831 y aquélla es la primera aparición actualmente conocida.
(3) En la teoría de J. J. Rousseau, que es la de Robespierre y de los jacobinos, el Contrato Social es una ficción de legista, imaginada para justificar de un modo distinto la conocida justificación por el derecho divino, la autoridad paternal o la necesidad social de la formación del estado y de las relaciones entre el gobierno y los individuos. Esta teoría, tomada de los calvinistas, era en 1764 un progreso, ya que la misma tenía por objeto referir a una ley razonable lo que hasta entonces se había aceptado como una ley religiosa o natural. En el sistema federativo, el contrato social es algo más que una ficción: es un pacto positivo, efectivo, que ha sido realmente propuesto, discutido, votado, adoptado, y que se modifica regularmente a voluntad de los contratantes. Entre el contrato federativo y el de Rousseau y el del 93, hay toda la distancia que va de la realidad a la hipótesis. (Nota de P. J. Proudhon).
(4) Una gran crisis trajo la revo1ución de 1848 en Francia, y el gobierno, no pudiendo resistir a las exigencias de los trabajadores, había resuelto la constitución de una Comisión, llamada del Luxemburgo, que debía encargarse de resolver la desocupación y dar satisfacción al derecho al trabajo.
Índice de La capacidad política de la clase obrera de Pierre-Joseph Proudhon | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
---|