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Capítulo 5

La idea de mutualismo conduce a consecuencias prodigiosas, entre ellas a la de la unidad social del género humano. El mesianismo judío había tenido este sueño, mas ninguna de las cuatro grandes monarquías anunciadas por Daniel pudo realizar el programa. En todas partes el estado era tanto más débil cuanto más extenso; el fin de la conquista romana fue la señal de la gran disolución. Los mismos emperadores, dividiéndose entre sí la púrpura, se adelantaron al restablecimiento de las nacionalidades. La Iglesia no fue tampoco más feliz de lo que lo habían sido Ciro, Alejandro y los Césares: el catolicismo evangélico no abraza ni siquiera la mitad de la población del globo. Ahora bien, lo que no han podido ni el poder de los grandes imperios ni el celo de la religión tiende a conseguirlo la lógica del mutualismo; y como esta lógica procede de abajo a arriba, empezando por las clases explotadas y tomando la sociedad al revés, se puede prever y esperar que lo consiga.

Toda sociedad se forma, se reforma o se transforma por medio de una idea. Así se ha visto en la historia, y se ve aún en nuestros días, la idea de paternidad, fundando las antiguas aristocracias y monarquías: patriarcado o despotismo oriental, patriciado romano, zarismo ruso, y a la fraternidad pitagórica produciendo las Repúblicas de Creta, de Esparta, de Crotona y otras. Conocemos -por haberlas practicado- la autocracia pretoriana, la teocracia papal, el feudalismo, el constitucionalismo de la burguesía. ¿Y por qué no habíamos de nombrar aquí la atracción pasional de Fourier, el sacerdocio andrógino de Enfantin, el idealismo epicúreo de nuestros románticos, el despotismo de Comte, la anarquía malthusiana o la libertad negativa de los economistas? Todas estas ideas aspiran a hacerse predominantes; su pretensión a la omniarquía no se pone en duda.

Mas, para fundar esa nueva e indefectible unidad, falta un principio necesario, universal, absoluto, inmanente, anterior y superior a toda constitución social, tan inseparable de ella que para derribarla baste alejarla de él. Encontramos este principio en la idea de mutualidad, que no es sino la de una justicia bilateral aplicable a todas las relaciones humanas en todas las circunstancias de la vida.

Es un hecho evidente que la justicia ha permanecido hasta aquí extraña e indiferente a una multitud de cosas que reclaman su intervención. La religión, la política, la misma metafísica, la han relegado al segundo o al tercer rango. Cada pueblo al darse una divinidad protectora ha nombrado al poder, la riqueza, el amor, el valor, la elocuencia, la poesía o la belleza; no ha entrado en el pensamiento de ninguno que el derecho fuese el más grande y el más poderoso de los dioses y hasta superior al destino. La justicia es hija o a lo sumo esposa, pero esposa repudiada de Júpiter; un simple atributo del omnipotente Jehová.

En el origen de las sociedades esto era natural. Bajo la influencia de la imaginación y de la sensibilidad, el hombre afirma, ante todo, los seres que le rodean; mucho tiempo después recién concibe las ideas y aun entre éstas ve en primer lugar las más concretas, las más completas, las más individualizadas, y sólo últimamente las más universales y las más sencillas, que son a la vez las más abstractas. El niño empieza por respetar a su padre y a su madre; de ahí se eleva a la concepción del patriarca, del pontífice, del rey o del zar; desprende poco a poco de esas figuras la idea de autoridad y necesita hasta treinta siglos para concebir la sociedad, es decir, la gran familia de que forma parte, como la encarnación del derecho.

Sin embargo, es claro que, cualquiera sea el principio en que la sociedad descanse y cualquiera sea el nombre que dé a su autoridad soberana, no subsistirá sino por la justicia. Suprimida la justicia, la sociedad se corrompe, el estado sucumbe. Faltándole la justicia, el más paternal de los gobiernos no pasa de ser una odiosa e insoportable tiranía: tal ha sido, hasta las reformas empezadas por Alejandro II, el poder de los zares. Otro tanto sucede con toda idea tomada como base de una constitución social: no puede vivir sin el derecho ni separada del derecho, siendo así que el derecho subsiste por sí mismo y, rigurosamente hablando, no necesita del apoyo de ninguna otra idea.

Ahora bien, si la justicia está necesariamente contenida en todo sistema político y es su condición suprema, no puede menos de ser la fórmula misma de la sociedad, el mayor de los dioses, la más alta de las religiones como culto, la teología por excelencia como estudio. Da sello a la ciencia y al arte; toda verdad, como toda belleza, que se saliese de ella o contra ella estuviese sería por lo mismo ilusión y mentira.

Una religión concebida sin justicia sería una monstruosidad; un Dios injusto es el sinónimo de Satanás, de Ariman, el genio del mal; una revelación, aun cuando viniese acompañada de milagros, si no tuviese por objeto el perfeccionamiento del hombre por medio de la justicia, debería ser atribuida -nos lo enseña la misma Iglesia- al espíritu de las tinieblas; un amor sin respeto es impudicia; todo arte, todo ideal, que se supusieran emancipados de la moral y de la justicia deberían ser declarados arte de corrupción, ideal de ignominia.

Examínese ahora el conjunto de las ideas humanas, recórrase el dominio de la ciencia sagrada y profana y no se encontrará otra idea como la de justicia. Esa justicia es precisamente la que proclaman e invocan hoy bajo el nombre de mutualidad los hombres de la democracia obrera, en su intuición espontánea aunque oscura. Ése es el orden nuevo que, según la tradición popular, está llamado a establecer la revolución francesa, reuniendo a todos los pueblos en una confederación de confederaciones. La religión del porvenir, que debe venir a completar el Evangelio, no es más que la religión de la justicia.

Jesús, a ejemplo de Moisés, ha hablado una vez del principio de mutualidad y especialmente del mutuum: no ha vuelto luego a recordarlo. No era posible que hiciesen más ni el uno ni el otro.

En tiempo de Moisés, no podía apoderarse del pueblo hebreo sino una idea afectiva, la autoridad paterna o el patriarcado, nacido de la autoridad del Altísimo, padre celestial de Israel. Por esto la ley mosaica -aunque amante de la Justicia- la subordina en su aplicación a la autoridad paterna, real y pontifical, al culto de Jehová.

En tiempo de Jesús, el sacerdocio, la monarquía y la aristocracia habían cometido abusos; el pueblo, sin embargo, no se había elevado a la espiritualidad de la justicia, como lo declara el mismo apóstol. A la autoridad paterna y sacerdotal -que había caído en la prevaricación y el paganismo- sustituyó Jesús por la caridad fraternal; fundó la cofradía evangélica, la Iglesia.

Pero el mismo Jesús ha anunciado que tras él vendrá un tercer personaje, el Paracleto, en latín advocatus, el abogado o el hombre del derecho, el justiciero. Ese Paracleto, cuya llegada ha sido esperada de siglo en siglo, primero por los apóstoles y luego por sus sacerdotes; ese personaje sobre el cual se han contado tantas leyendas fantásticas, ¿por qué no había de poder decir yo que se manifiesta hoy en el movimiento regenerador del moderno proletariado? La misma razón que hizo comprender hace más de dieciocho siglos al profeta de Nazareth que la caridad por él predicada no era la última palabra del Evangelio, ilumina hoy a nuestra democracia, cuando hablando por boca de los Sesenta nos dice: Rechazamos la limosna; queremos la justicia.

Siento detener por tanto tiempo al lector en cuestiones un poco arduas. Pero, lo repito, se trata de una revolución que corre por las venas del pueblo, de la revolución más profunda y decisiva que haya podido verse en ningún tiempo, de una revolución sobre la que no podría divagar ni exagerar sin verguenza, cuando por desgracia nuestra inteligencia se vuelve poco seria. Los que tengan necesidad de que se les divierta cuando se les habla de sus más grandes intereses, conténtense con leer todos los días, de sobremesa, diez de mis páginas; tomen luego su folletín o váyanse al teatro de la Comedia. Yo por mi parte declaro que es tan imposible jugar con la justicia como me lo sería gastar bromas sobre la miseria y el crimen. Si alguna vez tomase mi exposición un tinte satírico, no será debido a mi voluntad; atribúyase a mi indignación de hombre honrado.

Después de haber seguido tan de cerca como nos ha sido posible el nacimiento de la idea mutualista, conviene examinar su naturaleza y su alcance. Si no soy tan breve como quisiera, procuraré al menos ser claro y concluyente.


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