De la gran transacción al gran rompimiento.
I
Cuando en el mes de julio del año de 1861, en el llamado frente de Virginia, el ejército federal de la Unión, comandado por el General Irving Mc Dowell se enfrentaba a las fuerzas confederales de los Generales Pierre Beauregard y Joseph E. Johnson, se iniciaba, formalmente, la cruenta guerra civil norteamericana y con ella la culminación de un proceso generado varias décadas atrás, que estuvo caracterizado por un constante y prolongado tira y afloja entre dos antagónicos y excluyentes conceptos de nación que convivían forzados en un territorio común.
Mucho se ha dicho y pregonado en relación a que la causa misma de esa conflagración no fue otra que el irresoluble problema de la esclavitud. Tanto se ha extendido esta idea, que en la actualidad resulta casi imposible el pasarla por alto. Por supuesto que nadie niega que el asunto del esclavismo haya tenido relación directa con esa guerra, lo único que varios alegamos es que en sí el esclavismo no fue causa de, sino tan sólo un efecto más que evidenciaba a leguas, diferentes desarrollos, perspectivas y metas entre un superpolitizado, pobretón e industrioso Norte, en el que la idea de un Estado unitario con características centralistas no tan sólo era vista como necesaria, sino antes bien, por completo imprescindible, y un muy rico y despreocupado Sur, agrícola por excelencia, en el que la necesidad de independencia y autonomía no constituían precisamente simples adornos discursivos, sino una necesidad sentida de manera apremiante, que más le inclinaba hacia la flexibilidad del tratado confederal, que al, para ellos, rígido contractualismo federal.
El unitarismo veladamente centralista del Norte y el confederalismo del Sur generaban, a luces vistas, ideas y conceptos que enfrentados se autoexcluían.
Con el aumento territorial que los Estados Unidos de Norteamérica experimentarían, principalmente a causa de la anexión, por ellos graciosamente considerada como cesión, de una enorme extensión de territorio que a nuestro país pertenecía, se desestabilizaron a tal grado los factores de equilibrio que permitían que el Norte y el Sur convivieran con todo y sus abismales diferencias, al generarse ambiciones y apetitos sin fin, a la vez que temores y recelos, en ambas zonas, de quedar a la zaga corriendo el peligro, al paso del tiempo, de terminar devorado por su contrario. He aquí, en nuestra opinión, la real causa que generó aquella guerra; el esclavismo, con todo y su importancia, hubiese sido incapaz, por sí solo, de provocar tan mortífero y destructor enfrentamiento.
II
El grave problema del esclavismo surgió mucho tiempo antes de la independencia. Fue a principios del siglo XVII cuando arribó a Virginia el primer barco que transportaba esclavos con el objeto de venderlos entre los colonos; sin embargo, aunque la venta de esclavos se generalizó tanto en las colonias del Norte al igual que en las del Sur, proporcionalmente su número no presentaría un explosivo incremento sino hasta comienzos del siglo XVIII, y por cierta lógica derivada del tipo de producción agrícola centrada en el tabaco, el arroz y la caña de azúcar, serían las colonias sureñas las que absorberían un altísimo porcentaje de la mercancía ofertada. Para el siglo XIX, los ya independientes Estados del Sur, volverían, con el boom económico que representó el cultivo del algodón, a incrementar substancialmente la compra de esclavos, a grado tal que la población blanca terminaría en franca minoría ante la cada vez más creciente población negra de los esclavos.
En los Estados del Norte, no obstante que había esclavos, su número era tan pequeño que ninguna proporción guardaba con el porcentaje existente en los Estados del Sur. La razón de esta diferencia no devenía de que en el Norte imperaran sentimientos humanitarios más arraigados y sólidos que en el Sur, sino más bien a que su desarrollo económico no requería de la masiva mano de obra altamente resistente e imprescindible en las plantaciones algodoneras de Georgia o tabacaleras de Virginia.
Por supuesto que en los Estados norteños también existía un alto porcentaje de población dedicada a labores agrarias, principalmente a la producción de granos, pero a raíz de que tal producción no encontró, por diversas razones, condiciones para su cultivo a gran escala, la presencia de esclavos resultaba innecesaria.
En sí las actividades económicas que se generarán en los Estados norteños, estarán ligadas al comercio y a la formación y consolidación de la industria de telas, actividades éstas en las que el trabajo esclavo no tan sólo es inútil, sino, incluso, un verdadero estorbo.
A contraparte, en los Estados del Sur, su producción agrícola demandaba la presencia de trabajadores físicamente muy resistentes que no se pusieran sus moños cuando hubiera que levantar alguna cosecha. ¿Qué mejor que los esclavos para cumplir tales requisitos?
Si en el Norte se necesitaba del trabajador con pensamiento e iniciativa, en el Sur el pensar y tener iniciativa no era para nada un requisito necesario en sus trabajadores. De aquí que lo que en el Norte se requería, en el Sur se rechazaba, y viceversa.
La suerte con que contaron los Estados sureños de poseer una producción agrícola, bastante codiciada a nivel mundial, les permitió, desde un inicio, el penetrar de lleno en la actividad exportadora. Tanto Inglaterra como Francia se convirtieron en consumidores cautivos de sus cosechas, mismas que eran retribuidas a un muy buen precio; y esta vocación exportadora les indujo a convertirse en importadores de los productos terminados que ellos necesitaban. Curiosamente las relaciones de intercambio comercial entre Norte y Sur eran bastante raquíticas. Por la mente de los sureños no atravesaba la necesidad de multiplicar sus relaciones comerciales con el Norte. Su producción, en vez de planearse para ser vendida a sus vecinos norteños, se administraba únicamente pensando en el mercado mundial, e igualmente poco interés tenían en adquirir de las industrias del Norte los productos terminados que ellos requerían. La razón de esto último estribaba en que tanto en Francia como en Inglaterra los Estados del Sur conseguían lo que necesitaban a mucho más bajo precio y muchísima mejor calidad que los productos similares ofertados por el Norte.
Tan dispares como diferentes puntos de vista sobre el desarrollo, trajeron como consecuencia que las medidas que el gobierno federal tomaba buscando proteger o alentar la actividad industrial de los Estados del Norte, de manera directa e inmediata perjudicaban a los Estados del Sur y viceversa. De nuevo el círculo vicioso de que lo bueno para el Norte era malo para el Sur y lo bueno para el Sur era malo para el Norte, volvía a presentarse.
Ante este panorama, nada extraño resultaba que la idea misma de Estado variara enormemente entre el Norte y el Sur. Un pacto unitario capaz de proteger y servir de promotor, que otorgase un mínimo de autonomía en cuanto a la actividad administrativa de las regiones y localidades, era requerido con urgencia en el Norte; por el contrario, el tratado confederal, garante de la inexistencia de cualquier regulador poder central, constituía el ideal en los Estados sureños.
III
La substitución de los Artículos de Confederación, por la Constitución federalista ideada por Madison, Hamilton y Jay, partió del argumento de que el orden normativo confederal complicaba en exceso la solución de los muchos problemas que el recién independizado país enfrentaba, además de que por sí mismo estorbaba a la consolidación de la Unión, vedando en mucho su desenvolvimiento hacia el progreso.
El punto crucial en la creación del federalismo se ubicó, desde luego, en el tratamiento dado al significado del vocablo soberanía.
Mucho tiempo atrás, el francés Jean Bodín, había definido esta palabra, en su obra Los seis libros de la República, como el poder supremo, único e indivisible. Por supuesto que tan tajante definición, en mucho reducía el margen de acción de Hamilton, Madison y Jay para fundamentar su invención del federalismo. Por esta razón sucedió lo que es lógico que suceda cuando en el terreno político, jurídico, o cualquier otro, se pretende algún tipo de cambio: suplantar el significado literal de los términos básicos, por lo general casi siempre férreos e inamovibles, por otro u otros más flexibles y maleables que permitan el ajustarles a la medida de la innovación deseada.
Siguiendo este camino, los promotores y creadores del federalismo añadieron al significado, llamémosle clásico, del vocablo soberanía, una curiosa interpretación: la soberanía era susceptible de ser compartida entre varias entidades. Según esta visión, dos o más entidades soberanas podían, en pié de igualdad, signar un contrato en que cada una de ellas, en base a sus preferencias, inclinaciones, intereses o lo que fuera, cediera parte de su soberanía en el contrato que serviría de documento garante de los compromisos y derechos que los signatarios habían asumido.<7p> Por medio de tan curioso añadido, los federalistas crearon la ahora conocida como teoría de la cosoberanía, esto es, de la soberanía compartida, misma que se conformó en la base sine qua non del federalismo en sí. Tan atrevida innovación, que en otras latitudes, como en Europa, no generó polémicas ni recriminaciones, tuvo, en los Estados Unidos de Norteamérica, un efecto explosivo. De inmediato, agrias y descalificativas críticas, tanto en el Norte como en el Sur, emergieron. Varias voces, ya de representantes populares, políticos o afamados jurisconsultos, en un santiamén produjeron un sonoro y unísono coro de protesta. Tocó al señor John Caldwell Calhoun, el convertirse en el más preclaro representante de aquellas multitudinarias críticas. Para él, simple y sencillamente no había lugar para torcidas y cómicas reinterpretaciones del significado de la soberanía. Ese concepto, en su opinión, había sido ya claramente definido y no venía al caso andarse con vaciladas. La famosa teoría de la cosoberanía, no pasaba de ser un chiste malo, al que tan sólo los ignorantes podían prestarle atención. Por completo contrario a las tesis contractualistas que de los escritos de Juan Jacobo Rousseau buscaban extraer su validez, Calhoun argumentaba que entre entidades soberanas no podían signarse contratos, sino tan sólo pactos o tratados. El concebir una reunión de soberanos en la que éstos ceden parte de su soberanía en un contrato común, no podía conllevar sino al sometimiento de los soberanos a las cláusulas de ese hipotético contrato, lo que automáticamente conducía a que los soberanos perdieran su soberanía. El concepto de soberanía no admitía, siempre en su opinión, discusión alguna. Se era o no se era soberano y punto. Quien cede parte de su soberanía, argumentaba, en un contrato común, de hecho la cede toda dejando de ser soberano. La idea federalista, bajo tan corrosiva y demoledora crítica, no era más que un absurdo, pero su peligro estribaba en que ese absurdo, a manera de atractivo señuelo, buscaba engañar a los Estados independientes y soberanos para atraerlos a la fatídica trampa del tétrico Estado unitario que se alimentaría, vigorizándose, con la sangre misma de los Estados soberanos. Para Calhoun no había vuelta de hoja, tan sólo existían dos conceptos viables de organización republicana: el Estado unitario en donde el imperium contractualista de la Constitución era privilegiado y, frente a éste, el pacto confederal entre entidades igualmente soberanas, en el que la siempre cambiante frescura del tratado impedía la penetración del inmovilismo contractualista constitucional que maniataba, sometiendo y sujetando, todo anhelo de iniciativa e independencia. IV En el terreno práctico de la vida cotidiana en las comunidades de los Estados Unidos, existía un pensamiento casi sagrado, un fervor cuasi religioso en pro del mantenimiento de la unidad del naciente país, y por ello todo lo concerniente a la autonomía administrativa de las localidades, se prefería que cada Estado le diera el tratamiento que mejor consideraran sus pobladores, sin que ningún Congreso o autoridad central se entrometiera en ello, evitando así cualquier tipo de fricción que pusiera en riesgo la tan mimada unidad. De esta forma de pensar comulgaban tanto los pobladores de los Estados del Norte al igual que los del Sur. La veneración en pos del mantenimiento de la unión era por todos practicada. Por esta razón, la idea federalista pudo, con sorprendente rapidez, ganarse amplias simpatías, puesto que se presentaba como una atractiva alternativa que contenía respuestas a los cuestionamientos y preocupaciones de todos los pobladores, tanto los del Sur como los del Norte. A contraparte, las tesis de Calhoun, además de contener un conjunto de elementos prácticamente inaccesibles para todo aquel que no contara con la información especializada que se requería, e igualmente careciera de un mínimo de sólido acervo cultural, resultaban atractivas tan sólo a una parte de la población sureña, y esto con todo y que su nombre era por amplísimas capas de la población incesantemente repetido, puesto que no hay que pasar por alto que él ocupo durante dos cuatrienios presidenciales el cargo de Vicepresidente, sin embargo, sus ideas no eran entendidas con similar entusiasmo. Así, Calhoun y sus doctrinas adquirieron gran relevancia en el terreno del tira y afloja de la lucha política oposicionista que los representantes a las Cámaras por los Estados sureños, a manera de constante presión ejercían buscando frenar o detener el por ellos considerado peligroso avance del Norte. De tal manera entrampadas en el estricto campo de una lucha política doméstica, en la que a los sureños les tocaba cargar con los cada vez más insistentes y demoledores señalamientos de racistas y esclavistas, que con el objeto de descalificarles dentro y fuera de los Estados Unidos, los políticos norteños les hacían, la innegable riqueza de lo expuesto por Calhoun quedaba de hecho sepultada y a la vez condenada a su no universalización. El estigma del esclavismo y del racismo que con el paso del tiempo quedarían fuertemente unidos al surismo, volvió antipático y en muchos casos hasta repulsivo el preocuparse tan sólo por adquirir información acerca de lo que opinaban o argumentaban sus más nítidos representantes. En la Europa de mitad del pasado siglo, las tesis de Calhoun penetraron, sí, pero en los ya decadentes y sin futuro círculos conservadores aristocratizantes, muy en boga por aquellos años, más, sin embargo, fatalmente condenados a su extinción. En cambio, por desgracia, en el campo del progreso, los prejuicios se impusieron impidiendo, a manera de enorme muro, el que fuesen analizadas y sopesadas con corrección. Un clarísimo ejemplo de las consecuencias que esto atrajo en ese campo, lo encontramos en la interpretación federalista del llamado padre del anarquismo, el francés Pierre Joseph Proudhon. En efecto, en su obra El principio federativo, el filósofo de Besançon se hace por completo eco de la tesis federalista de los Hamilton, Madison y Jay, resultando de esto una profunda contradicción con su propia doctrina anarquista, ya que las concepciones de Calhoun se encuentran muchísimo más apegadas a las tesis de Proudhon, que las propias del federalismo norteño estadounidense. La confusión generada por esta desdicha persiste aún en nuestros días, como patética constancia del pasado, y en los círculos anarquistas del mundo, se continúa repitiendo, a manera de disco rayado, lo que contradice la esencia misma de lo anarquista. Porque lo anarquista es que tanto los individuos como los grupos sociales y las comunidades, vivan de acuerdo a sus soberanas decisiones, sin tener por qué aceptar injerencias no solicitadas ni tampoco cargar sometimientos o imposiciones de cualquier especie, criterio éste muy alejado de la idea de míticos contratos en los que se cede la misma posibilidad de decisión, y de los que emergen autoridades centrales muy propensas a meterse en donde nadie las llama, así como conjuntos normativos que acaban a todos maniatando, obligándoles a vivir de una única manera, la que se considerará como la normal, precisamente por su apego a la normatividad establecida. En fin, no cabe duda que tétricas bromas teje oculto el destino. V El expansionismo territorial norteamericano se generó a través de tres vertientes: 1.- La compra directa a países europeos de territorios cercanos que bajo su potestad se encontraban. 2.- Mediante la guerra o, en su caso, el apoyo a grupos e individuos para que se introdujeran en los territorios codiciados y, extendiendo el criterio de independización, promovieran motines y sublevaciones que, trastornando el orden interno crearan condiciones de debilidad e indefensión en las autoridades de esos territorios, y, 3.- Por el éxodo normal de pobladores que a otras regiones se desplazaban con el objeto de colonizarlas. La Louisiana ejemplificaba a las mil maravillas la primera vertiente; Texas, California y Nuevo México, la segunda y, la disputada colonización frente a los británicos del territorio de Oregón, iniciada con la expedición de Lewis y Clarck a principios del siglo XIX, correspondía a la tercera. Conforme nuevos Estados solicitaban al Congreso federal su anexión en cuanto Estados miembros de la Unión americana, fueron tensándose más y más las de por sí ya tirantes relaciones entre norteños y sureños. El caso de Misuri y la moción presentada por James Tallmadge que condicionaba el ingreso de ese Estado en calidad de esclavista a la federación, al compromiso de que esa institución, la del esclavismo, fuese gradualmente abolida, llevó a la aceptación de la denominada línea de compromiso de Misuri; una línea imaginaria ubicada en el paralelo 36" 30´ que, marcando la frontera del recién admitido Estado, igualmente señalaba el compromiso de que de esa línea hacia el Norte no se permitiría el establecimiento de Estados esclavistas. Conforme los Estados Unidos se expandían territorialmente con vertiginosa y sorprendente rapidez, el equilibrio que permitía la convivencia del Norte y el Sur comenzaba a fracturarse, y con la anexión del enorme territorio que mediante la guerra, los Estados Unidos arrebataron a México, quedó listo el camino para el ya inevitable enfrentamiento que tarde o temprano debería generarse entre sureños y norteños. Los desesperados intentos que diplomáticamente dieron vida a la llamada gran transacción, ciertamente retardaron ese choque, pero no pudieron evitarlo. VI El asunto del esclavismo se constituyó en la piedra de toque que profundizó la división Norte-Sur. Partidarios los norteños del sistema capitalista con sus legiones de asalariados, y hasta cierto punto codiciando las enormes riquezas de los territorios sureños, bien sabían que para desestabilizar y derrocar a las clases dirigentes de los Estados del Sur, la sola abolición del esclavismo produciría el tan deseado resultado. En efecto, el gravísimo error sureño de no haber iniciado a tiempo el proceso encaminado a la gradual desaparición de la institución de la esclavitud, mostraba ya sus consecuencias: el Sur tenía en sus manos una bomba que en cualquier momento podía estallarle. Téngase en cuenta que cuando de esclavismo se habla, además de la justeza de cualquier tipo de condena a tan abominable institución, deben también analizarse los efectos que económicamente generaba para quienes la mantenían en vigor. El esclavo no era concebido como persona susceptible de poseer derechos y obligaciones, por tal razón carecía por completo de patrimonio; su situación, en el mejor de los casos, era similar a la de un animal doméstico atendido y mimado por sus dueños, y, en el peor, no pasaba de ser más que una bestia de carga que a golpes se le obligaba a cumplir sus tareas. Ahora, como bien se sabe, ni los gatos ni los perros, como tampoco los burros o bueyes, constituyen, en ningún lugar del mundo, sujetos económicos poseedores de patrimonio, con deseos y metas a lograr. No son sujetos que compren, escogiendo, los productos, servicios o mercancías de su preferencia, ni que paguen sus impuestos o gravámenes, e igualmente tampoco son sujetos de crédito. Los animales cumplen tan sólo la función que sus dueños desean que cumplan, correspondiéndoles a éstos el alimentarlos poniendo a su alcance los más elementales medios que garanticen su supervivencia. Pues bien, al igual que ahora sucede con los animales, en donde imperaba el esclavismo, sucedía, entonces, con los esclavos, quienes no pasaban de ser considerados algo más que subhumanos obligados a consumir lo que su dueño deseaba darles; en fin, sujetos sin derechos, voluntad, dinero, ni más meta que la de cumplir obedientemente los deseos y órdenes de sus dueños. Obvia señalar que la economía de los Estados sureños ni estaba diseñada pensando en los esclavos en cuanto consumidores que compran productos o servicios, que ahorran, invierten, se endeudan, divierten y vacacionan; ni tampoco existía la infraestructura mínima, necesaria para que, de la noche a la mañana, absorbiese a una tan numerosísima multitud de personas devenidas del esclavismo al trabajo libre asalariado. Téngase en cuenta que la población esclavizada llegaba en algunos Estados del Sur a quintuplicar en número a la población libre. Definitivamente los políticos norteños no se equivocaban: un acelerado proceso abolicionista en el Sur, desquiciaría su economía acabando por completo con esos remedos de aristócratas arrogantes que ahí dirigían las plantaciones, disfrutando de las jugosísimas ganancias que les dejaban. Bajo este plan, el sector político del Norte que así pensaba, se puso a financiar a cuanto grupo abolicionista encontraba, con un doble propósito: en primer lugar, hacer que fueran otros y no directamente ellos, los organizadores y difusores de las campañas de desprestigio en contra del Sur y, en segundo, el conseguir que también fuesen otros los que, movidos efectivamente por sentimientos e ideas, encubrieran y ayudasen, desacatando en la práctica la famosa Ley de esclavos fugitivos, a cuanto esclavo que había huido pudieran, facilitándoles, incluso, su salida de los Estados Unidos para alejarles de sus perseguidores. Igualmente, mediante el triangulado financiamiento a grupos abolicionistas partidarios de medidas más agresivas y que en abierto desafío a las autoridades y soberanías de los esclavistas Estados del Sur, a sus territorios penetraban para liberar, por medio de la fuerza, a cuanto esclavo podían, lograban con ello que fueran, nuevamente, otros quienes generaran con ese tipo de actitudes la entendible desestabilización del Sur. El tristemente célebre caso de John Brown, claramente ejemplifica lo señalado. La guerra sucia iniciada por los políticos norteños recibió inmediata respuesta de sus colegas del Sur, los que por supuesto rápidamente se percataron de quiénes realmente estaban detrás de las moralizantes campañas abolicionistas, al igual que de las bandas de los agresivos libertadores de esclavos. Entre políticos te veas, y a Dios te encomiendes, señala, con toda justeza, un sabio refrán, y a los pobladores, tanto del Norte como del Sur, parecía, en efecto, no quedarles más alternativa que encomendar a fuerzas milagrosas su destino. VII Fue en el Senado donde la lucha política se desarrolló. Las administraciones de James K. Polk, presidente norteamericano de funesto recuerdo para México; Zachary Taylor, Franklin Pierce y James Buchanan, presenciaron, sin poder evitarlo, la manera en que la Unión se fracturaba. Desde la famosa cláusula Welmont, referente a la necesidad de que el Congreso expidiese una ley en la que de manera expresa se prohibiera la esclavitud en los nuevos territorios; pasando por la propuesta de Lewis Cass, de la que emergía la teoría de la soberanía popular, que a fin de cuentas no pasaba de ser una especie de estatuto de autonomía otorgado por el Congreso a los colonos de los nuevos territorios, para que por ellos mismos decidiesen la implantación o negación del esclavismo; y, llegando hasta la llamada gran transacción, elaborada y presentada al Senado por Harry Clay, y cuyo contenido podía resumirse en dos puntos: 1.- Admitir a California como Estado miembro de la federación, en donde quedará prohibido el esclavismo; conformar dos territorios en lo cedido por México, Utha y Nuevo México, lugares éstos en donde debería llevarse a la práctica la llamada teoría de la soberanía popular y, arreglar el problema territorial de las reclamaciones de Texas mediante una compensación monetaria. 2.- Abolir el comercio de esclavos en el Distrito de Columbia sin que esto conllevase a la abolición de la esclavitud y promulgar una eficaz ley en relación al asunto de los esclavos fugitivos; fueron todas estas medidas, por completo ineficaces para evitar el enfrentamiento. Mediante la gran transacción, se buscaba contentar tanto al Norte como al Sur; sin duda los norteños estaban de plácemes, puesto que el considerar al riquísimo Estado de California en calidad de Estado libre, constituía un fuerte golpe a sus adversarios sureños. Como es del conocimiento general, en menos de dos años, después de que California fuera cedido a los Estados Unidos por México, el descubrimiento de ricas vetas de oro provocó lo que ahora se conoce como el éxodo masivo de la fiebre del oro, y decenas de miles de norteamericanos a California se trasladaron con la ilusión de encontrar una mina y explotarla para enriquecerse. Por curioso que parezca, antes de que el ejército norteamericano, derrotando a su similar mexicano, tomara victorioso la ciudad de México, ya había estallado y triunfado en la lejana California, una rebelión independentista que a la historia pasó con el nombre de la rebelión de la bandera del oso, movimiento éste que proclamó el surgimiento de la República de California. Por supuesto que el gobierno presidido por Polk no era ajeno a ello, y la cruzada correspondencia entre los dirigentes de esa rebelión con la presidencia de los Estados Unidos, se constituye en la más rotunda prueba. En realidad, los altos círculos políticos financieros norteños, estaban enterados de la enorme riqueza que el subsuelo californiano albergaba, de aquí que hayan utilizado su táctica del doble frente para que, ocurriese lo que ocurriese en la guerra con México, quedara garantizada la apropiación de California. Si la armada norteamericana fracasaba, estaba, a manera de reserva, la pandilla de la bandera del oso y, si por el contrario, la pandilla era la que salía derrotada, pues ahí estaba la armada de los Estados Unidos. La única manera de que México evitara la pérdida de California era derrotando tanto a la pandilla de los embanderados oseznos así como al propio ejército norteamericano, y francamente tal conjunción de victorias se veía, en la práctica, imposible. La anexión de California resultaba entonces vital para los políticos norteños, puesto que con ello matarían dos pájaros de un tiro. Por un lado, el apropiarse de tan riquísimo territorio, les permitiría contar con riquezas naturales más atractivas que las que se encontraban en los Estados sureños, pudiendo con ello provocar, incluso, un gran éxodo de población libre sureña hacia California, debilitando así el número de votantes de los Estados del Sur; y, por otra parte, se iniciaría un formidable crecimiento económico en una región muy, pero muy alejada del en exceso minado terreno Norte-Sur. Admitir como Estado libre a California en el seno de la federación, resultaba una necesidad apremiante para el Norte. Ni ilusiones deberían hacerse los esclavistas sureños: California no sería, de ninguna manera ni bajo ninguna circunstancia, un Estado esclavista. Si querían cargar con sus negros, pues ahí estaban Nuevo México y Utha, pero a California ni de chiste. Rápidamente los sectores dirigentes de los Estados del Sur comprendieron que se les estaba sacando del juego, y que en no mucho tiempo el Norte terminaría controlando, políticamente, a toda la nación. Habrían de reaccionar, y lo harían de manera furiosa. VIII El escandaloso fraude electoral, promovido y realizado por los sureños proesclavistas en Kansas, con el objeto de apoderarse del gobierno local, se constituyó en una especie de premonición de lo que ocurriría en el futuro. Dos gobiernos se instalaron en Kansas: el que por medio del fraude electoral legalmente se estableció en Lecompton, y, el que a manera de decorosa y honesta respuesta, los descontentos ubicaron en Lawrence. La debacle del intento de reconciliación contenida en la gran transacción, era más que evidente. La situación había alcanzado un punto del que ya no había retorno. La legalidad del orden normativo emanado del Estado federal, comenzaba a perder respeto y observancia tanto en el Norte como en el Sur. La gota que derramaría el líquido del repleto vaso, provendría del triunfo de Abraham Lincoln en las elecciones presidenciales de 1860. Los sureños estaban por completo convencidos de que el recién electo presidente no daría marcha atrás en la norteña pretensión de evitar, en los nuevos territorios, el establecimiento de Estados esclavistas, y no veían más salida que la de establecer casa aparte. A finales del mes de febrero de 1861, los Estados sureños de Carolina del sur, Georgia, Florida, Alabama, Misisipi y Louisiana, formaban una nueva República de Estados confederados, a la cual, en muy corto tiempo, se unirían los otros Estados del Sur. Fijarían su capital en Montgomery, Alabama, y como presidente designarían a Jefferson Davis. El camino hacia la guerra estaba trazado.