Índice del libro De Contribuciones, tributos e imposiciones de Omar Cortés | Capítulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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La República centralista.
Al haber quedado prácticamente atado de pies y manos por los agiotistas, el gobierno federal sufrió enorme descrédito, mismo que se multiplicó hasta lo indecible cuando el señor Valentín Gómez Farías nombró al señor Antonio Garay, Secretario de Hacienda, puesto que conocida era su postura en cuanto líder del agio nacional.
Al acceder nuevamente al cargo de Presidente de la República, el General Antonio López de Santa Anna nombra a Juan José del Corral como Secretario de Hacienda, en lugar del señor Garay. Pero el mal estaba ya hecho, y la impopularidad del gobierno había crecido de manera alarmante azuzada sin duda, por los sectores conservadores proclericales que se habían visto seriamente afectados en sus intereses. La labor de zapa de tales sectores fue generando un movimiento oposicionista que rápidamente tomó características antifederativas inclinando sus simpatías hacia el centralismo republicano. Los antifederalistas desde un principio buscaron atraer hacia sus filas al General Antonio López de Santa Anna, el que finalmente optaría por unírseles cuando prácticamente disolvió el Congreso al impedir sus reuniones, convocando a elecciones en el año de 1835 para renovarlo. El nuevo Congreso se instalaría el 16 de julio de ese año y dos de sus primeras decisiones serían la de autoelevarse a la categoría de Congreso Constituyente y finiquitar el sistema bicamaral, ordenando la fusión de las cámaras de diputados y senadores en una sola. Considerándose facultado para cambiar la forma de gobierno de la República, el Congreso expidió una ley el 9 de septiembre de 1835. Posteriormente promulgaría las leyes del 22 de septiembre y del 3 de octubre en las que quedaría establecido el sistema republicano centralista, sepultando al federalismo.
En menos de quince años, México había experimentado tres formas de gobierno: la imperial, la republicana federalista y la republicana centralista, lo que de por sí mucho decía sobre la inestabilidad e ingobernabilidad presente en el naciente país. Lógico era que ante tan profundos y constantes cambios, el ramo hacendario quedase prácticamente a la deriva.
En su informe presentado ante el Congreso, el 22 de mayo de 1835, el señor José Mariano Blanco, Secretario de Hacienda durante el interinato del señor Miguel Barragán, expuso:
Todo aquél que vuelva la vista con ánimo despreocupado sobre el cuadro que presenta la República Mexicana, conocerá de luego a luego que el funesto influjo de las revoluciones se ha hecho extensivo a la Hacienda Federal; pero de tal modo, que la ha viciado en su esencia, relajando todos los resortes de la máquina que la compone. Era imposible que cuando todo el edificio social se ha conmovido, y cuando todas las cuestiones públicas están tocadas, quedasen inmunes las de rentas, salvándose del contagio que a manera de epidemia todo lo ha contaminado. Los cálculos seguros, las cuentas exactas, la regularidad en las operaciones, el aumento en los productos y la economía en los gastos, son el fruto de la paz y del orden; las agitaciones públicas traen consigo el desorden, y con él la ruina del erario. Consecuencia necesaria de esas mismas agitaciones, es que el legislador se haya visto impedido de dedicar sus útiles tareas al arreglo de un ramo que en otras circunstancias hubiera sido objeto preferente de su atención. Los intervalos de tranquilidad han sido tan efímeros, que no han permitido una reforma radical en la Hacienda; así es que puede decirse que ella ha caminado con la incertidumbre propia de nuestra infancia política, sin sistema, sin plan y sin objeto final y conocido. Las exigencias del momento sólo han ocupado hasta ahora toda la atención de las Cámaras; de consiguiente, el desorden se ha robustecido con el transcurso del tiempo y al abrigo de las circunstancias.
Otro de los graves males de que se resiente el erario, es el del resultado forzoso del triunfo alternativo de los partidos. Cada uno de éstos a su vez ha procurado remunerar a los defensores de su causa concediéndoles grados, empleos, pensiones, etc., al paso que ha separado de sus destinos a los que los obtenían y les habían sido contrarios, cohonestando esta providencia para quitarle el odioso carácter de persecución, concediéndoles retiros, jubilaciones, etc.
De aquí es el origen de la inmoralidad de los empleos, porque abierta la puerta, no al mérito y a la aptitud, sino al favor, considerándose los empleos no como unos puestos donde servir, sino lugares donde enriquecer, acudieron a ellos muchos hombres, que si bien habían prestado servicios a tal o cual partido, no son por eso capaces de desempeñar unos puestos que exigen conocimientos particulares, muchos años de práctica y una honradez experimentada. Las Cámaras advertirán que hablo principalmente de algunos empleados en cierto ramo, que han sido la piedra de escándalo y el objeto de la más severa censura pública; pero al tocar esta materia me veo con complacencia en el caso de hacer varias y honrosísimas excepciones, asegurando que hay empleados que no debiendo su nombramiento a un origen tan bastardo, se conservan ilesos del contagio en medio de la corrupción que los rodea.
Por último, la falta de confianza pública paralizando los giros y estancando la circulación de las riquezas, ha esterilizado los recursos hasta el grado de agotar unos y reducir otros a una disminución asombrosa. Las políticas y las medidas que directa o indirectamente atacaban el derecho de propiedad individual, debían precisamente sofocar las especulaciones, ahogar los proyectos, impedir las empresas y detener el curso de la circulación.
El objeto único del erario debe ser atender a los gastos públicos de la sociedad; luego aquella Nación que sea mejor administrada llenará este sagrado objeto con el menor gravamen de los asociados. Pero por desgracia la conducta de los gobiernos suele ser al reverso de la de los particulares. Estos, a la par que aumentan sus necesidades, aumentan también los medios de satisfacerlas, por no reducirse a la miseria consumiendo sus capitales; aquellos, a proporción que crecen sus erogaciones, exigen sacrificios a los súbditos, y tal vez en lugar de impartirles protección para el desarrollo de los elementos de la riqueza pública, los embarazan de diversos modos.
Esta teoría tan exacta como notoria, y que no obstante su claridad y evidencia, ha estado mucho tiempo, si no desconocida, menospreciada, nos conduce como por la mano al primer paso que debemos dar en el sistema de hacienda, reducir y adoptar todas las economías posibles en los gastos. Mientras ella no se monte sobre bases sólidas, poniéndola al corriente de las necesidades, y mientras estas necesidades no sean las que exige precisamente el mejor servicio público, serán vanos todos los esfuerzos que se hagan para la reforma indicada. Todas las medidas llevarán el sello de la provisionalidad y de la insuficiencia, y en vez de corregir con ellas el daño, es muy de temer que se aumente más y más como ha sucedido hasta aquí.
Como la Hacienda Pública está tan estrechamente enlazada con la política, no será fácil ni aún posible acertar en ella sin fijar de antemano el rumbo por donde se han de dirigir todos los negocios. Es preciso atender al estado actual de la Nación; la prudencia exige que se le encamine con tino y destreza, sin retardar su marcha ni apresurarla inconsideradamente.
Conocido este rumbo y demarcados los progresos, no será tan arduo, como parece, arreglar la Hacienda. Puesta en armonía con los demás ramos de la cosa pública, no presentará los embarazos que ahora la rodean, o serán mucho menores y más fáciles de vencer. Las reformas que se hagan en todo el cuerpo político determinarán las que se han de hacer en la Hacienda, que es una parte de él.
La implantación de la República centralista en México no fue por todos aceptada, generándose rupturas de lamentables consecuencias como lo fue la guerra de escisión protagonizada por los pobladores texanos, que terminaría con la separación de esa porción territorial de la Nación mexicana al surgir la llamada República de la estrella solitaria.
La estructura ideada por los centralistas republicanos finiquitaba la existencia de los Estados libres e independientes, substituyéndoles por Departamentos. Las legislaturas estatales serían abolidas y sus funciones corresponderían a las denominadas Juntas Departamentales compuestas por siete individuos. Los órganos de gobierno de los recién instalados Departamentos lo serían las Juntas Departamentales las cuales tendrían, entre otras, la responsabilidad de trazar la división provisional de sus respectivos Departamentos en Distritos y éstos en Partidos, y junto a éstas, los Gobernadores, quienes serían nombrados por el Supremo Poder Ejecutivo a propuesta de las Juntas Departamentales.
El territorio nacional, versaba el artículo 8º de las Bases para la Nueva Constitución, expedidas el 27 de octubre de 1835, se dividirá en Departamentos, y, para el gobierno de los mismos, se precisaba en el artículo 9º, habrá Gobernadores y Juntas Departamentales, siendo estas últimas elegidas por el pueblo y nombrados los primeros por el Supremo Poder Ejecutivo a propuestas de las Juntas. En el artículo 10º se señalaba que el Poder Ejecutivo de los Departamentos residiría en el Gobernador, quien se encontraría supeditado al Ejecutivo nacional, y que las Juntas Departamentales constituirían el Consejo del Gobernador, y estarían encargadas de promover todo aquello que condujese a la prosperidad de los Departamentos.
El Supremo Poder Conservador, máxima instancia del gobierno centralista, se erigía como la salvaguarda del irrestricto mantenimiento de la separación de poderes y del respeto que éstos deberían manifestar para con la normatividad constitucional en vigor.
Compuesto por cinco miembros, de los cuales cada dos años uno cesaría en funciones nombrándose a quien debiera sucederle, esta suprainstancia gubernamental constituía el alma misma de las aspiraciones de la, en ese entonces triunfante, corriente centralista republicana.
No podemos olvidar que desde que en el Congreso Constituyente de 1823, se puso en debate la organización política que debía dársele a México, los republicanos centralistas estuvieron presentes polemizando acremente con los partidarios del republicanismo federativo. Una vez triunfantes los federalistas, los centralistas constantemente incidieron sobre las flagrantes violaciones en que incurrían los poderes Ejecutivo y Legislativo de la Federación, tanto de la Constitución como de las leyes menores. No podemos pasar por alto que las principales banderas esgrimidas en el Plan de Cuernavaca, por medio del que consolidaron el derrumbe del régimen federalista, incidía completamente en las por ellos llamadas flagrantes violaciones a las leyes. Por tal razón, entre las atribuciones que concedieron al Supremo Poder Conservador se encontraban, según lo especificado sobre este punto en el artículo 12º de la Ley Constitucional del 29 de diciembre de 1836, las siguientes:
Artículo 12.- Las atribuciones de este Supremo Poder son las siguientes:
I.- Declarar la nulidad de una ley o decreto, dentro de dos meses después de su sanción, cuando sean contrarios al artículo expreso de la Constitución, y le exijan dicha declaración, o el Supremo Poder Ejecutivo o la Alta Corte de Justicia, o parte de los miembros del Poder Legislativo, en representación que firmen dieciocho por lo menos.
II.- Declarar, excitado por el Poder Legislativo o por la Suprema Corte de Justicia, la nulidad de los actos del Poder Ejecutivo cuando sean contrarios a la Constitución o a las leyes, haciendo esta declaración dentro de cuatro meses contados desde que se comuniquen estos actos a las autoridades respectivas.
VI.- Suspender hasta por dos meses las sanciones del Congreso General, o resolver se llame a ellas a los suplentes, por igual término cuando convenga al bien público, y lo excite para ello el Supremo Poder Ejecutivo.
VII.- Restablecer constitucionalmente a cualquiera de los tres poderes, o a los tres, cuando hayan sido disueltos revolucionariamente.
VIII.- Declarar, excitado por el Poder Legislativo, previa iniciativa de los otros dos poderes, cuál es la voluntad de la Nación en cualquier caso extraordinario que sea conveniente conocerla.
IX.- Declarar, excitado por la mayoría de las Juntas Departamentales, cuando está el Presidente de la República, en el caso de renovar todo el ministerio por el bien de la Nación.
X.- Dar o negar la sanción a las reformas de Constitución que acordare el Congreso, previas las iniciativas, y en el modo y forma que establece la Ley Constitucional respectiva.
Y así, este órgano supuestamente garante del necesario equilibrio que debe existir entre los poderes constituidos de una Nación, fue maquiavélica e hipócritamente concebido como una especie de amoroso padre que con ternura escucha y ejecuta las recomendaciones de sus amadísimos hijos, pero en la realidad desnuda, el Supremo Poder Conservador no representaba sino la garantía de permanencia de los fueros y privilegios de que gozaban los sectores militar y clerical.
En cuanto a las medidas tributarias tomadas, cabe destacar las siguientes:
El 21 de noviembre de 1835 se ordena un pago extraordinario a todos los propietarios de fincas urbanas cuyo objeto era la obtención de recursos para poder sostener los gastos que al erario público generaba la guerra contra los separatistas texanos. Esa contribución consistía en el pago del 1% del valor de sus propiedades, exentándose a los conventos, comunidades religiosas, edificios dedicados a algún tipo de beneficencia pública, y las fincas cuyo valor fuera menor de quinientos pesos, siempre y cuando su propietario no tuviese más propiedades. El 15 de diciembre de 1835, la Secretaria de Hacienda expide una circular en la que se precisa la manera de administrar e invertir las rentas en los recién formados Departamentos.
El 9 de enero de 1836 se decreta que el gobierno central disponga del 50% de las rentas de los Departamentos mientras subsista el estado de guerra en Texas.
El 16 de junio de 1836 se faculta al gobierno para exigir un préstamo forzoso hasta de dos millones de pesos para cubrir las deudas de la Nación. Se fijaron las cantidades de cien, doscientos, quinientos y mil pesos, las cuales se asignaban al contribuyente de acuerdo a sus ingresos, propiedades, responsabilidades y condiciones económicas en general.
El 30 de junio de 1836 se fijó una contribución especial de dos pesos por millar del valor de las fincas urbanas, el cual se fijaba de acuerdo a la escritura de venta y al avalúo judicial que la acompañaba, reservándose el gobierno el derecho de practicar, si así lo consideraba, un peritaje para compararlo con el valor declarado. De esta medida se exentaron a las fincas propiedad de la Iglesia católica, de las destinadas a la educación y a la beneficencia públicas y aquellas cuyo valor fuera menor de doscientos pesos siempre y cuando el propietario no tuviese más propiedades.
El 5 de julio de 1836 se fijó una contribución especial de tres pesos por millar sobre el valor de las fincas rústicas, misma que se fijaba de acuerdo a la escritura.
El 7 de julio de 1836 se decretó que todos los comercios, cualquiera que fuese su giro, debería adquirir, para poder funcionar, una patente del gobierno que acreditara el pago del impuesto y especificara el giro del contribuyente. El costo de esa patente oscilaba entre seis y trescientos pesos, fijándose de acuerdo a los ingresos del comercio. Debía cubrirse en tres plazos de veinte días cada uno, y si no era cubierto en ese tiempo, se cobraba, por intereses moratorios, el duplo de la cantidad vencida, y si tampoco esto se cubría en un periodo de veinte días, las autoridades quedaban facultadas para clausurar el establecimiento.
El 30 de septiembre de 1836 se instaló la Junta Consultiva de Hacienda integrada por el Director General de Rentas, los ministros de la Tesorería General y seis personas nombradas por el gobierno.
El 23 de noviembre de 1836 se aumenta el espectro de obligatoriedad del uso del papel sellado, extendiéndose a los testamentos, a toda solicitud que se dirigiese a cualquier autoridad y a los libros de cuentas de los establecimientos comerciales, reorganizándose las oficinas encargadas del ramo.
El 29 de diciembre de 1836 se expiden las llamadas Leyes Constitucionales en las cuales se precisó, en atención al proceso contributivo, tributario e impositivo, lo siguiente:
Primera ley.
Artículo 3º. Son obligaciones del mexicano:
II.- Cooperar a los gastos del Estado con las contribuciones que establezcan las leyes y lo comprendan.
Tercera ley.
Artículo 26.- Corresponde la iniciativa de las leyes:
III.- A las Juntas Departamentales en las relativas a impuestos, educación pública, industria, comercio, administración municipal y variaciones constitucionales.
Cuarta Ley.
Artículo 17.- Son atribuciones del Presidente de la República:
IX.- Cuidar de la recaudación y de decretar la inversión de las contribuciones con arreglo a las leyes.
Sexta ley.
Artículo 14.- Toca a las Juntas Departamentales:
I.- Iniciar leyes relativas a impuestos, educación pública, industria, comercio, administración municipal y variaciones constitucionales conforme al artículo 26 de la Tercera Ley Constitucional.
Artículo 15.- Restricciones a los Gobernadores y Juntas Departamentales:
I.- Ni con el título de arbitrios ni con cualquier otro, podrán imponer contribuciones, sino en los términos que expresa esta ley, ni destinarlas a otros objetos, que los señalados por la misma.
Artículo 25.- Estará a cargo de los Ayuntamientos la policía de salubridad y comodidad (siendo sus facultades), cuidar de las cárceles, de los hospitales y casas de beneficencia, que no sean de fundación particular, de las escuelas de primera enseñanza que se paguen de los fondos del común, de la construcción y reparación de puentes, calzadas y caminos, y de la recaudación e inversión de los propios y arbitrios; promover el adelantamiento de la agricultura, industria y comercio, y auxiliar a los alcaldes en la conservación de la tranquilidad y el orden público en su vecindario, todo con absoluta sujeción a las leyes y reglamentos.
La penuria provocada por la guerra de Texas obligó al régimen centralista a conceder mucha atención al ramo hacendario con el objeto de idear y estructurar las bases para agilizar la recaudación y poder invertir rápidamente lo recaudado.
Para 1837 se toman, entre otras, las siguientes medidas:
El 17 de enero se expide un decreto estableciendo un Banco Nacional, al que se le adjudican los productos de la renta del tabaco al restablecerse el sistema del estanco de este producto en toda la República exceptuándose tan solo al Departamento de Yucatán.
El 20 de enero se faculta a los empleados encargados del cobro de rentas, contribuciones y deudas, a ejercer la coacción jurídica y económica en la ejecución de su trabajo, cuando exista resistencia del contribuyente o deudor para el cumplimiento de sus obligaciones.
El 26 de enero se expide un reglamento para el uso del papel sellado en todas las actuaciones.
El 29 de marzo se expide la ley intitulada Pauta de comisos para el comercio interior.
El 17 de abril se expide el decreto sobre las rentas que forman el erario nacional, su dirección, administración y distribución, y del establecimiento de Jefes Superiores de Hacienda y de oficinas de recaudación y distribución.
El 1º de agosto la Secretaría de Hacienda emite una circular sobre las prevenciones relativas al registro de cargamentos en los puntos de tránsito, y declaración de cuándo pueden trasladarse ganados sin guías o pase.
Sobre la situación que guardaba en aquellos años la República, el señor Joaquín Lebrija, quien era el Secretario de Hacienda, escribió:
... la Nación no debe contar para sus gastos sino con nueve millones ochocientos setenta mil setecientos veintiocho pesos, que vale el presupuesto de ingresos, al mismo tiempo que sus atenciones deben cubrirse con la cantidad efectiva de veintisiete millones, ciento cincuenta y cinco mil novecientos cuarenta y cuatro pesos, cuatro reales, once granos; diferencia enorme, que consideradas las altas obligaciones de la República, reclama un aumento igual en el valor de los ingresos; pero que no pudiendo extinguirse sino estableciendo nuevos impuestos, o alterando los actuales, conduce a una disyuntiva terrible en verdad, pero precisa, dentro de la cual están colocados el Congreso y el gobierno, para inclinarse al extremo que ofrezca menos inconvenientes. O se establece una lucha entre los poderes de la Nación misma, identificada con las fortunas individuales, o desatendida la administración en su mayor parte, se deja vacilar el orden público y caminar la sociedad a su disolución: porque a la verdad, sin pagarse con puntualidad a los funcionarios y empleados, no puede haber exactitud y disciplina en ellos, ni el gobierno puede llegar a dar a conocer su existencia sino entre los muros de su gabinete; sin seguridad en la subsistencia de los magistrados y sus agentes inmediatos, la administración de justicia queda expuesta a la venalidad, sin socorrer al ejército, el soldado puede hacerse enemigo del Estado, en vez de servirle de escudo, sin satisfacer las obligaciones que el gobierno ha contraído y contraiga con los particulares en sus transacciones recíprocas, el crédito ya perdido no puede restablecerse, siendo por otra parte muy saludable no olvidar que la desigualdad entre los productos y los gastos, así como la imposibilidad de desatender todas las obligaciones, nos han conducido alternativamente de la necesidad al ruinoso agiotaje, y de éste a una necesidad más estrecha.
He dicho que el otro extremo es el de una lucha entre los primeros poderes y la Nación, porque aunque es inconcusa y natural la obligación de los ciudadanos para costear los gastos de la comunidad, por no haber otro fondo de donde sacarlos, el espíritu público se ha debilitado enormemente en el largo transcurso de más de veintiséis años de revolución, cuya influencia ha vigorizado los desaciertos mismos que en las épocas anteriores han hecho aprender al contribuyente que el fruto de sus sacrificios se suele extraviar de sus objetos, a la vez que el sistema fiscal no siempre ha tenido por base el fomento de la riqueza individual, sino que por el contrario, pudiera decirse que la absorción de ésta ha sido el único problema resuelto en mucha parte de nuestra legislación; pero si en el estado actual de cosas siempre repugnaría a los pueblos cualquier aumento en los gravámenes que sufren, también es cierto que el patriotismo no se ha extinguido, y que la repugnancia disminuiría, cuando no se desvaneciera del todo, a la vista de un sistema de contribuciones y rentas bien conciliado con la libertad de la industria y del comercio, y establecido con igualdad proporcional a las utilidades del contribuyente, porque, es necesario confesarlo, el mayor mal que puede inferirse a un pueblo, es romper esa igualdad en las contribuciones, o dejar expedito el camino del fraude a todo el que intente cometerlo, como desgraciadamente sucede en nuestro país, debiendo tenerse por un principio de la ciencia de Hacienda, que si todos los ciudadanos pagasen la parte que justamente les toca en los gastos comunes, a ninguno le sería pernicioso el gravamen.
Aunado al desastre de la guerra con los texanos, se presentó el problema del bloqueo de la marina francesa a los puertos mexicanos, lo que creo un asfixiante panorama a la Hacienda Pública, teniéndose que tomar medidas extremas, y el 8 de junio de 1838 se expidió un decreto estableciéndose un préstamo forzoso de cuatro millones de pesos distribuidos entre los Departamentos, sugiriéndose a los Gobernadores y a las Juntas Departamentales el ejercerlo sobre las fincas rústicas y urbanas, el comercio, las profesiones, los oficios, los objetos de lujo, establecimientos industriales, salarios, jornales, sueldos y gratificaciones, fijándose un termino de seis meses para recaudar la cantidad total.
Por supuesto que ese préstamo forzoso resultó del todo insuficiente para remediar el déficit presupuestario, por lo que el 5 de diciembre de 1838 hubo de expedirse un decreto facultando al gobierno para que se hiciese de los recursos que necesitara de la manera que considerara más conveniente, siempre y cuando se guiara por los principios de la proporcionalidad, de la igualdad y de la generalidad.
El señor Manuel Eduardo de Gorostiza, Secretario de Hacienda, en su informe presentado ante el Congreso expresó:
La deuda pública interior se compone de tres partes bien distintas, que merecen considerarse separadamente. Primera: la que entre nosotros se conoce especialmente por crédito público y es aquella que en concepto común nunca se ha de pagar; aquella que habiendo recibido su carácter de la ley, no sería permitido al gobierno redimir, aún cuando tuviese medios para ello, sin expresa autorización del legislador. Segunda: la que se ha ido formando desde la Independencia, por las cargas que ha dejado de cubrir el erario, así como de las deudas contraídas por cualquier otro motivo, que deja al gobierno no sólo expedito, sino moralmente obligado a la satisfacción. Y tercera: la que se forma de todos los créditos contraídos por préstamos contratados a interés con los especuladores sobre la Hacienda Pública.
Las deudas de la primera clase parece que tienen bien marcado su límite, y nada hay que decir de ellas en especial, sino que se caracterizan por el concepto que de ellas se tiene de que jamás se han de extinguir, porque ni aún es admisible la reclamación de su pago.
La segunda clase es la más confusa, la más heterogénea, la que en sus puntos de contacto con la anterior se confunde con ella y la que ha dado ocasión a mil arbitrariedades.
Algún tiempo transcurrido y la simple mudanza de un ministro bastan para que un crédito, por privilegiado que sea, por corriente que se haya reputado su pago, se condene al olvido, remitiendo su saldo a épocas de desahogo. Con el poder de ese resorte, igualmente se han arrojado al abismo de lo que se llama crédito público los sueldos del empleado consumido de miseria y agobiado con el peso de sus servicios, que el crédito contraído por simples transacciones civiles de la clase común; el haber del soldado y la viuda, que un préstamo hecho generosamente sin otras miras que aliviar los apuros de la Hacienda; un depósito sagrado de que se echó mano en las urgencias, que un préstamo exigido y garantizado por la ley.
Pero, ¿corren mejor suerte las deudas consideradas de pago corriente, es decir, aquellas sobre las que no ha recaído ningún decreto de prescripción? Esas no se diferencian de las otras sino en no haber llegado todavía su respectiva época de condenación; pero ésta llegará tarde o temprano y el pago corriente será exclusivo de todo pretérito.
La tercera clase es la más privilegiada, porque reducido el gobierno a los recursos del préstamo interior, por necesidad tiene que respetar los compromisos que ha contraído, temeroso fundadamente de las consecuencias que le resultarían de lo contrario, aun cuando nada tuviese que salvar, relativamente a su decoro, a la moralidad de su conducta y a la buena fe con que al celebrar los contactos otorgó sus garantías. Así es que, por onerosa que sea esa deuda, por más que en la extinción de ella se hayan empleado a veces casi todos los recursos del erario, jamás ni el legislador ni el gobierno la han relegado al crédito público, sino que siempre se ha reputado de pago corriente, no obstante los arreglos dictados de vez en cuando, sin otro efecto que la variación de garantías y alguna mayor dilación para el reintegro.
En relación al crédito público manifestaba:
Dejando para después algunas otras consideraciones relativas a esta última parte del crédito, veamos las dos primeras como formando una masa, supuesto que, en último resultado, ambas deben correr la misma suerte; y limitando a ellas por ahora lo que debe entenderse por crédito público, puedo asegurar al Congreso que ese ramo es el más obscuro y el mas abandonado de cuantos debieran ocupar la atención del legislador y del gobierno, y que necesariamente permanecerá en ese estado mientras no se reduzca a un sistema, comenzando por establecer una oficina dedicada exclusivamente a valuar la deuda nacional, porque hasta ahora no se sabe a cuánto asciende, ni tampoco es fácil que se sepa, supuesto que la contaduría llamada de crédito público, limitada a los objetos de su instituto, no ha hecho otra cosa que calificar los créditos que se le han presentado y necesitaban legalmente de ese requisito para ser reconocidos.
De esta situación nace que el gobierno jamás se acuerda de que es deudor, sino cuando lo hostilizan aquellos acreedores que no han caído todavía en el crédito público: que estando sin clasificar las deudas, se haga correr a todas igual suerte, sin consideración a su naturaleza y circunstancias: que el mismo gobierno tenga un recurso franco y expedito para remitir a época más favorable el saldo de cualquier crédito, sin más fundamento, acaso, que su misma antigüedad; que se reputen muchas veces como privilegiados los que menos debieran serlo; y por último, que jamás se piense en excogitar medios para extinguir la deuda.
De todo esto y del concepto general que se tiene de lo que se llama crédito público se sigue también que, por cuantioso que éste sea, no representa otra cosa que un valor destruido casi en su totalidad por el gobierno, supuesto que, sea cual fuere un documento contra el erario, salió de toda circulación comercial, perdiendo, por consiguiente, la estimación que se da a la moneda o a un efecto cualquiera comercial. ¡Cuántas familias poseedoras de instrumentos, valiosos nominalmente en cantidades exorbitantes, se encuentran sumidas en la miseria, sin poder adquirir con todo su caudal imaginario una sola torta de pan! Si algunos créditos contra la Nación pueden servir de materia de transacciones comerciales, es tan limitado el número de compradores y tan único el destino con que se compran, que acaso no hay un documento, de aquellos cuyo pago no es corriente, que llegue al valor de un 25% sobre lo que representa, cuando los más están en cero y los restantes forman la escala de valores intermedios, abundando los que se aproximan al término inferior.
Aun se sigue otro efecto del desorden en que se halla el crédito público, y es que muy pocos son aquellos documentos que por si solos acreditan su admisibilidad por el gobierno, cuando este mismo tiene que instruir expedientes sobre cada uno, cuando se trata de admitirlo o reconocerlo; motivo que también obra disminuyendo el valor estimativo de todos.
Para el Ejecutivo es incuestionable que las naciones no comprometen su crédito por tenerlo empeñado, sino por el mal uso que hacen de él; y cuando por la mala dirección que le dan paralizan el movimiento de la riqueza pública, entonces es cuando los gobiernos pierden su crédito y se ven privados de recursos; arruinando las fortunas privadas, se arruinan ellos mismos y en vez de hacer ciudadanos felices multiplican el número de los desgraciados. Entre muchos ejemplos que pudieran citarse en comprobación de aquella verdad, bastaría ocurrir al que nos ofrece Inglaterra, cuya deuda, que en 1714 se computaba en 53681076, creció en 1814 a 778478521, y en 1822 ascendía ya a 827984498 equivalente a 4129922490, sin que esa suma espantosa haya agotado los recursos de aquel gobierno ni empobrecido a la Nación.
Si es cierto que un interés pagado con puntualidad representa efectivamente un capital, también lo es que lo que nada produce nada representa y en nada se estima, como sucede con los documentos de nuestro crédito público; y también es evidente que si este causara interés, satisfecho con religiosidad, la deuda que hoy está paralizada o mas bien muerta, reviviría en la circulación, aunque con una parte de su valor, que gradualmente iría subiendo; y de este modo se crearía una riqueza ficticia, como la inmensa que circula en todas las regiones del mundo civilizado, para reemplazar en parte la física que ya va escaseando, entre otras causas, por la continua exportación de nuestro comercio pasivo, merced al cual, pronto veremos paralizados todos nuestros giros y sin movimiento el cuerpo social.
En 1839 la situación no cambió, ni aún ante las medidas adoptadas por la Secretaría de Hacienda que buscaban el establecimiento de bases sólidas que coadyuvaran para la acción recaudatoria. Buscándose una más ágil y mejor estructurada manera de normar los pagos de los derechos por la producción, circulación y consumo de diversos satisfactores, el 20 de marzo se expidió una circular finiquitando a la Oficina de Inspección General de Guías, y el 26 de noviembre se ordenó el cobro de un 15% adicional a los cobros que ya se efectuaban, al consumo de efectos extranjeros, medida ésta que provocó airadas protestas.
Fijando sus miras en las aduanas portuarias como el renglón que más ingresos era susceptible de proporcionar a la Hacienda Pública, quien hubiera ocupado el cargo de Secretario de Hacienda, el señor Pedro Echeverría, al respecto comentaba:
Si el gobierno promueve los adelantos posibles de las rentas marítimas, es porque de hecho hoy forman el principal recurso del erario, y por la estrecha obligación en que se encuentra de conducir todos los ramos de su conocimiento al punto más elevado de su perfección; mas siempre insistirá en lo que tantas veces ha dicho, y repetirá hasta el fastidio, si fuere necesario: que los progresos del derecho impuesto a la importación de efectos extranjeros, no medirá sino los atrasos del país; que las aduanas marítimas constituyen el recurso más precario del gobierno, y que ella debiera en su totalidad consignarse a la amortización de la deuda nacional, nivelando en lo interior los recursos con los gastos.
Relativamente a las aduanas de frontera, son sin duda insuperables las dificultades que se oponen al gobierno para la resolución de los dos problemas cardinales que tiene que resolver: crear o promover la creación de las necesarias para impedir el contrabando del comercio terrestre, y dar a esas oficinas la organización más adecuada a los objetos que deben llenar.
A lo primero se opone la inmensa extensión de nuestra frontera, que lindando con los Estados Unidos del Norte desde el extenso territorio de Oregón, sobre el Pacífico, hasta la Luisiana sobre el lago Sabino en las costas del seno mexicano, forma una línea sinuosa que comprende cosa de treinta grados de longitud geográfica, con una oblicuidad de más de doce grados de latitud. ¿Cómo podrá cubrirse el inmenso territorio de esa frontera sobre un país despoblado distante del centro por todas partes centenares de leguas, e invadido por muchos puntos de tribus bárbaras, que el gobierno no ha podido suprimir por la escasez de sus recursos? ¿Cómo impedir el contrabando de las caravanas traficantes, que arrostran las penalidades del desierto y los peligros del tránsito entre bárbaros, por la garantía que los mismos elementos adversos les dan contra las pesquisas aduanales? Estos elementos se opondrían irresistiblemente a la buena organización de las oficinas, aun cuando llegaran a establecerse todas las necesarias, por el abandono en que inevitablemente las tendría el gobierno, aunque no se considerase otra cosa que la insuperable dificultad de las comunicaciones, y la imposibilidad de sostenerlas con la fuerza.
Aunque sobre una línea menor las fronteras de la República sobre las de Centroamérica, difícilmente podrían cubrirse dadas nuestras circunstancias; porque aún cuando fueran allanables los obstáculos que ofrece la custodia de los puntos limítrofes de Oaxaca, Veracruz y Yucatán, no lo son los que se encuentran sobre los linderos de Chiapas, por razones en parte semejantes a las que impiden guarnecer las fronteras del Norte.
En efecto, el contrabando representaba en aquellas épocas un problema muy serio que no sólo reducía los ingresos a la Hacienda Pública, sino aún más: flagrantemente contrariaba la política gubernamental implementada por los centralistas republicanos del, en su opinión imprescindible, proteccionismo para fortalecer y alentar la formación de una industria y un comercio nacionales.
Otro factor de peso al que necesariamente deberían enfrentar los centralistas republicanos, lo fue la existencia de las alcabalas, impuestos éstos que constituían un enorme obstáculo para la producción, circulación y el consumo de los productos. En relación a este punto, el señor Echeverría comentó:
Creyéndome en el deber de llamar la atención del legislador sobre algunos ramos en particular de esta clase, comenzaré por la alcabalas, sobre cuya materia bastaría recomendar la lectura de lo que mis respectivos predecesores dijeron en las memorias anteriores, y especialmente en las dos últimas, para convencer la necesidad de cambiar de sistema tributario. Repetiré, sin embargo, que las alcabalas hacen el contraprincipio más horroroso de la ciencia económica, porque atacan todas las reglas de una buena contribución.
Ellas disminuyen el capital industrial; embarazan el comercio, excitan la inmoralidad y el crimen; atacan la producción; gravan con desproporción y desigualdad al causante; aumentan el número de empleados; consumen inútilmente los productos del comercio y de la industria; molestan a los ciudadanos honrados, y en una palabra, constituyen el peso de los sistemas rentísticos. Cualquier otro que se eligiera sería menos funesto para la República, que el de las alcabalas.
Pero aún todavía es peor que en esa materia no tracemos un plan fijo general a que subordinar las resoluciones particulares, sino que por el contrario, guiados como por el acaso, confusamente se establezcan, se ataquen y se deroguen contribuciones directas e indirectas; de manera que ni el ciudadano sabe ya lo que debe consagrar a la sociedad, ni los recaudadores tienen capacidad, manos ni tiempo para llenar sus obligaciones; al paso que los resultados no corresponden a la necesidad ni a los designios, porque la misma confusión con que se decretan en las rentas, y la falta de sistema con que se establecen y recaudan, facilitan el fraude al causante y la infidelidad en la recaudación. Es necesario, pues, resolver ante todas las cosas esta cuestión cardinal, que sirva como de base a la resolución del legislador en materia de Hacienda: ¿Habrán de subsistir o no las alcabalas en la República?
Sin salir de ese ramo echemos una hojeada sobre nuestras rentas, y se verá que aquí paga derechos un efecto nacional que a las dos leguas en contorno goza de absoluta franquicia; que en tal Departamento se causa una alcabala, que es mayor o menor en otro Departamento; y que las reglas del cobro son diferentes según que las variaciones que los antiguos Estados hicieron en el sistema uniforme que nos dejaron los españoles, resultando de todo eso graves inconvenientes para el comercio, e insuperables dificultades para el buen gobierno del ramo. ¿Por qué, restablecida la unidad del gobierno político, dejar subsistente la diversidad de contribuciones y de leyes fiscales? Una de las consecuencias más perniciosas de tal monstruosidad, es que cuando se decreta una nueva contribución, sea directa o indirecta, lo mismo debe reportarla el Departamento reagravado por sus leyes particulares de la época federal, que otro cuyas legislaturas por su mayor tino o por circunstancias más favorables, economizaron la imposición de contribuciones y gabelas. Semejante desigualdad, prescindiendo de las consecuencias morales, aún del orden político, produce el necesario inconveniente de que ningún impuesto general, como todos los que hoy se decretan, surta sus efectos con generalidad, y que consiguientemente, a la vuelta de pocos días o meses, caiga en odiosidad y olvido, si no es que el mismo legislador lo hace nulo con un decreto derogatorio; porque en efecto, ¿cómo puede subsistir en una Nación montada sobre el sistema unitario, una contribución cualquiera que pesa con desigualdad enorme sobre los diversos pueblos que la componen?
Para 1840 se expide, el 12 de febrero, la reglamentación del arancel de los tribunales; el 6 de marzo la Secretaría de Hacienda emite las reglas para la recaudación de los derechos al consumo, y el 6 de noviembre se fija una contribución especial al cobre.
En 1841, cuando un importante sector del republicanismo centralista genera una fuerte oposición, encabezada por el Presidente Anastacio Bustamante, en contra de la existencia del Supremo Poder Conservador, calificándolo de verdadero estorbo para la consumación de los necesarios cambios constitucionales, aunque el meollo del asunto en realidad se situaba en las facultades que el Supremo Poder Conservador tenía para mantener a raya los desmedidos apetitos de poder que de vez en vez se manifestaban en parte de los titulares del Poder Ejecutivo, se generó un tira y afloja entre el sector republicano centralista proclive a la desaparición de Supremo Poder Conservador, y el de sus partidarios.
El 11 de marzo de ese año, con el objeto de poder sufragar los enormes gastos que la llamada Campaña de Texas generaba a la República, se ordenó el pago de una contribución anual especial, fijándose en un tres al millar sobre las fincas rústicas y urbanas, nombrándose en los Departamentos juntas compuestas por tres o cinco vecinos cuya función era la de valuar las fincas.
El 26 de abril se expide una ley para regular las contribuciones personales, en la que, entre otras cosas, se especificaba:
Artículo 1º Se establecerá una contribución personal que pagarán todos los habitantes de la República, varones, desde dieciocho años cumplidos, que tengan bienes o se hallen capaces de trabajar, la que se dividirá en cinco clases, de las cuales la primera no excederá de dos pesos, y la última un real cada mes.
Artículo 6º Los militares desde la clase de sargento abajo, están exentos de esta contribución.
Artículo 8º Ningún fuero privilegiado se gozará en materia de exacción de contribuciones; mas si se llegase a hacer necesario el apremio a los deudores eclesiásticos, se observará lo prevenido en las leyes 14 y 15, capítulo 3º de una y otra, título 5º, libro 1º de la Novísima Recopilación.
Artículo 9º Desde el día en que comenzase a obligar esta contribución cesarán las personales, no municipales, que subsisten en los Departamentos.
(Para establecer el padrón de contribuyentes) 1º Dentro de seis días de publicada la ley en cada lugar, la primera autoridad departamental residente en él, nombrará a tres individuos propietarios y dos suplentes, uno de éstos eclesiástico secular, donde hubiera mas de uno de esa clase, para que formen la Junta Calificadora, procurando que los vocales seglares sean los que pertenezcan a los diversos ramos del comercio, de la industria y de las profesiones.
3º En (la ciudad de) México habrá treinta y dos Juntas Calificadoras, correspondientes a los treinta y dos cuarteles menores, en las demás capitales de Departamento, podrá haber dos o más, según convenga, a juicio de los gobernadores, y en las demás poblaciones que excedan de ocho mil habitantes, podrá también aumentarse el número de esas Juntas, a juicio de la primera autoridad residente en la misma población.
4º Las Juntas Calificadoras, luego que estén reunidas, nombraran por cada manzana, un vecino que empadrone a los que habiten en ella. Los padrones deberán estar concluidos, y en poder de las Juntas Calificadoras, dentro de treinta días, contados desde la publicación de la ley en cada lugar.
5º En los lugares donde las manzanas fueren poco pobladas, o los vecinos se hallen dispersos en casas o chozas aisladas, se encargará a cada Comisionado el empadronamiento de una sección, cuyo número de habitantes se calcule ser de quinientos o más.
Artículo 19º En la primera clase (de las detalladas en el artículo 1º), serán colocados todos aquellos cuyas utilidades o sueldos puedan computarse por año en tres mil pesos o más.
En la segunda clase todos los que disfruten provecho o salario anual de dos mil a tres mil pesos.
En la tercera clase, los que gocen de utilidad o sueldo de mil a dos mil pesos.
En la cuarta, los que tengan utilidad, sueldo o salario que pueda estimarse en quinientos pesos, hasta novecientos inclusive.
En la quinta clase, todos aquellos cuyos provechos, salario o jornal, puedan computarse anualmente en menos de quinientos pesos.
El mal tino con el que se condujo el proceso contributivo, tributario e impositivo, dio bases para que emergieran una serie de pronunciamientos militares entre junio y septiembre de 1841, que culminarían con el derrumbamiento del régimen implantado en el año de 1836, instaurándose un régimen transitorio de características castrenses.
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