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Extractos
de la exposición de motivos presentada por el Ejecutivo Federal al Congreso de la Unión
acompañando un proyecto de reformas constitucionales.
Noviembre de 1926.
Cima y término de la organización económica de un país, y regidos, por tanto, por principios a cuya lógica debe ajustarse el legislador, los sistemas de impuestos no pueden constituir formaciones arbitrarias, sino que han de organizarse de manera que sus rendimientos sean bastantes para que las comunidades económicas obligatorias: la federación, los Estados y los municipios, dentro de la República, atiendan a las funciones que les corresponden y satisfagan sus necesidades, y además han de gravar a cada ciudadano, tanto como sea necesario para que se realice la suficiencia dicha.
Por otra parte, los progresos de la técnica durante el siglo XIX, al crear la gran industria, concentrándola, y el gran comercio, complicando las relaciones económicas, han acrecentado fabulosamente el volúmen de éstas, por efecto de la supresión de las distancias a través del telégrafo y de la rapidez de transportación mediante los ferrocarriles, el automovilismo y la aviación, las bolsas comerciales procuran un ajuste entre la producción y el consumo y el crédito y la organización pública y financiera revisten formas complejas y de enorme desarrollo. Dentro de tal situación, cada país, en concurrencia con las otras naciones, aspira a constituirse en una sola unidad económica y a que, en consecuencia, una norma única se establezca dentro de su jurisdicción.
Ante los fenómenos expuestos, la uniformidad en los sistemas de tributación no es solamente el problema de esta época de reajuste de valores morales y económicos, sino también el postulado que emana de la corriente de la historia, a cuyo margen el derecho de cada época, condicionado por las circunstancias especiales de su tiempo, sólo representa una etapa que habrá de ceder el pago a la etapa siguiente. Y así, el régimen de la concurrencia de poderes legislativos en los campos de imposición, implantado antes de la continuada serie de inventos y transformaciones económicas del siglo XIX, ha menester urgentemente de reformas radicales, para que la nueva organización se adapte a las exigencias de lo presente, cuyo primer imperativo exige no abatir con el desórden y la anarquía las fuentes de producción en que debe residir la fuerza de la unidad económica nacional.
El Ejecutivo de mi cargo, de conformidad con todo lo expuesto y, además, con la tendencia de la Primera Convención Nacional Fiscal -reunida en agosto del año próximo pasado e integrada por delegados de los gobiernos de los Estados y del gobierno federal- considera necesario uniformar los sistemas de impuestos existentes en la República, siguiendo para ese efecto un plan de distribución de rentas en el cual se atribuyen privativamente al poder federal los impuestos que deben corresponderle exclusivamente, ya sea por la necesidad de no romper con la situación existente, ya por el interés de nuestra nacionalidad y de nuestra unidad económica, ya por la amplitud de la base de tributación o la mayor capacidad de las autoridades federales, debido a sus propias condiciones, para administrar dichos impuestos; se reserven otros tributos exlusivamente a los poderes locales, y otros más -aún cuando estén establecidos privativamente por la Federación- se repartan en su producto con los Estados, a fin de asegurar a éstos la suficiencia de sus recursos, y afirmar así el espíritu de la reforma en el sentido de que cuando se atribuye privativamente a la federación la facultad de legislar sobre ciertos tributos, se quiere, más bien unidad en la forma y en el criterio de la administración, que exclusivismo en el aprovechamiento del impuesto.
Juzga el Ejecutivo que presido que este plan es el único dentro del cual es posible coordinar las imperiosas exigencias económicas de la uniformidad, que emanan de las circunstancias actuales, con la autonomía de nuestros Estados.
Con vista de estos hechos sostiene, pues, el proyecto adjunto, la atribución exclusiva a la competencia federal de los impuestos sobre el comercio interior y la industria, aún cuando deban repartirse sus productos con los Estados, y, como fundamento para esa tributación, además del ya dicho, deben invocarse las siguientes consideraciones:
Cada nación ha de construir dentro del concierto internacional un sólo mercado económico y tal constitución interesa particularmente a la República Mexicana, frente a la expansión de los Estados Unidos de Norteamérica.
El logro de la unidad nacional es tanto más dificil de conseguirse cuanto mayor sea la diversidad de legislaciones fiscales que, pasando sobre el comercio y la industria, alteren las condiciones de esta fuente de riqueza y hagan diversos los costos de producción para un sólo artículo.
La atribución a los Estados de los impuestos sobre el comercio y la industria implica el peligro de dislocar la política que el poder federal siga en materia arancelaria y significa, además, el riesgo de desalentar la introducción al país o la producción en él de algunas clases de artículos por la visión de las nuevas cargas que supongan los desiguales impuestos de los Estados, desaliento que redundaría en perjuicio de nuestra balanza comercial.
Hay industrias que se desenvuelven en varios Estados y que, por tanto, afectan los intereses generales de la economía nacional, como acontece con la de azúcares, de hilados y tejidos, de elaboración de tabacos, de alcoholes, etc.; hay otras en las cuales la técnica prefiere el monopolio, como sucede con la de transportes por las vías férreas y, por último, hay otras que pesan grandemente en los destinos del país como pasa con la del petróleo.
Estas industrias, así como la actividad mercantil general, deben ser de la competencia del poder que representa la unidad nacional, es decir, del poder federal, porque la importancia y el desarrollo de las industrias y actividades mercantiles no interesan sólo a un Estado, sino a la República entera; porque la actividad mercantil o industrial dentro del país, está tan estrechamente ligada con el comercio internacional que no es posible desvincular los regímenes que les atañen; porque, finalmente, el campo de tributación que la industria y el comercio representan es de tal manera amplio, que no puede ser dominado por la jurisdicción reducida de los poderes locales y sólo el gobierno de la República está en aptitud de juzgar, con uniformidad y con amplitud, de las posibilidades de tributación que ese campo ofrece y de las necesidades que con apremio presenta.
Reconocida y proclamada la conveniencia de que todo gravamen al comercio o a la industria sea establecido y administrado uniformemente por la Federación, es menester, también, asegurar a los poderes locales una participación en los nuevos impuestos que el poder federal cree sobre la industria y el comercio interior.
El primer paso que procede dar, pues, dentro de la nueva organización fiscal, es el de atribuir a la Federación competencia exclusiva para crear y administrar los impuestos que recaigan sobre dos de las actividades que más notoriamente rebasan los límites de la jurisdicción local y que sólo pueden ser estrictamente aquilatados por el poder cuya jurisdicción comprende la República entera; la industrial y la mercantil. Pero, al mismo tiempo que la técnica impone la necesidad de esta atribución de competencia, la prudencia y la tradición justifican la proposición de distribuir el rendimiento de los impuestos a que este párrafo se refiere entre los poderes locales y el poder federal.
Motivos igualmente poderosos sostienen la atribución exclusiva del Impuesto sobre la Renta a la competencia federal.
Grava ya este impuesto -tal como se encuentra hoy establecido- las rentas que procedan del comercio y de la industria en sus cédulas primera y segunda, y, por tanto, son válidas para esa imposición las razones antes expuestas; pero, a mayor abundamiento, hay un hecho que se puede concluir de la experiencia: un Impuesto sobre la Renta tiene menos posibilidades de éxito a medida que más se restringe la base del impuesto, lo cual es debido a que la renta de los contribuyentes, y, sobre todo, de los contribuyentes de mayor capacidad, no tiene una conexión necesaria con la localidad en que habiten, sino que proviene de fuentes de riqueza ubicadas en distintas partes de la República. Sólo el poder federal, por consiguiente está capacitado para legislar con acierto sobre este impuesto, para controlarlo, así como para resolver los distintos conflictos que su administración hace surgir.
Por otra parte, el impuesto se ha establecido -y por razones científicas debe seguir continuar funcionando- como un impuesto cedular, es decir, que se grava no la renta global del causante, sino las rentas que el causante obtenga de cada una de sus actividades. Sería, pues, imposible, tanto por esta razón como por la ya dicha de que no puede precisarse la localidad de donde cada una de las rentas proceda, establecer un régimen de distribución razonable.
La exclusiva competencia del poder federal para establecer gravámenes sobre el aprovechamiento de los recursos naturales de la Nación comprendidos en los párrafos 4o. y 5o. del artículo 27 constitucional, fácilmente se justifica como consecuencia de los postulados de ese artículo, en virtud de los cuales aquellos recursos forman parte del patrimonio nacional. En consecuencia, corresponde el aprovechamiento de los propios recursos a las distintas entidades políticas que existen dentro de la República, más como si todas ellas legislaran sobre esa materia imponible se aumentaría la ya reprochable anarquía que la concurrencia engendra, por esta razón de orden práctico, así como porque jurídicamente la unidad nacional se constituye dentro de la Federación, resulta evidente que a ésta toca el establecimiento y la administración de los impuestos sobre recursos naturales, ya sea en efectivo o en especie -como participación en la explotación de recursos propios- y que la Federación, a su vez, está obligada a repartir el producto del impuesto con los Estados y Municipios.
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