Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del plan propuesto por el comité de Constitución a la Asamblea Nacional

Ya desde el 3 de julio, la Asamblea Nacional había analizado el informe del comité encargado de preparar el trabajo sobre la Constitución, expuesto, en aquella sesión, por Mounier. Ese comité estaba integrado por Mounier, De Talleyrand, Sieyes, Lalli-Tollendal, De Chermond, Chapelier, Bergasse y Champion de Cice, arzobispo de Burdeos. Por la importancia de ese, hoy inexplicablemente ninguneado, documento, conviene su íntegra reproducción. Helo aquí:

Señores, ustedes han establecido un comité que les presente una orden de trabajo sobre la Constitución del reino; voy a poner a su consideración el que he juzgado conveniente, y ustedes examinarán en su prudente sabiduría, si puede responder a las pretensiones que les animan.

Para formar un plan de trabajo sobre un tema cualquiera, es preciso examinarlo en sus principales relaciones, con el fin de poder clasificar las partes que le constituyen, ¿cómo establecer su enlace sucesivo, si no se ha captado el conjunto? Tuvimos que hacernos una idea precisa del significado de la palabra Constitución, y una vez bien determinado este concepto, tuvimos que considerar la Constitución tal y como puede convenir a un reino habitado, tal y como ha sido ideada por nuestros comitentes.

Hemos pensado que una Constitución no es otra cosa que un orden fijo y establecido en la manera de gobernar; que este orden no puede existir si no está apoyado en reglas fundamentales, creadas a través del consentimiento libre y formal de una Nación, o de quienes ella escogió para representarla. Así, una Constitución, es una forma precisa y constante de gobierno, o, si se prefiere, es la expresión de los derechos y de las obligaciones de los diferentes poderes que lo componen.

Cuando la manera de gobernar no emana de la voluntad del pueblo, claramente expresada, no tiene Constitución; sólo tiene un gobierno de hecho, que varía según las circunstancias, que cede ante todos los acontecimientos. Entonces, la autoridad tiene más poder para oprimir a los hombres que para garantizar sus derechos; quienes gobiernan y quienes son gobernados son igualmente desdichados.

Sin duda, no podemos decir que en Francia estemos enteramente desprovistos de todas las leyes fundamentales propias para formar una Constitución; desde hace catorce siglos tenemos un Rey; el Cetro no ha sido creado por la fuerza, sino por la voluntad de la Nación; ya en los primeros tiempos de la monarquía, escogió a una familia para destinarla al trono; los hombres libres levantaban al príncipe sobre un escudo, y hacían retumbar el aire con sus gritos y con el ruido de sus armas que golpeaban como señal de alegría.

Unas revoluciones, tan frecuentes como ellas debían de serlo en un pueblo que no había trazado con suficiente claridad los límites y que jamás había dividido los diferentes tipos de poderes, han dividido al trono y cambiado las dinastías; sucesivamente han favorecido el crecimiento o la dimensión de la autoridad real; pero los franceses siempre han sentido que necesitaban de un Rey; el poder del príncipe ha estado largamente encadenado por la aristocracia feudal, pero jamás ha sido olvidado por el pueblo; nunca se ha dejado de invocarle contra la injusticia y, en los tiempos mismos de la más burda y grosera ignorancia, en todas las partes del imperio, la debilidad oprimida siempre ha vuelto la mirada hacia el trono, como el protector encargado de defenderla.

Las funestas consecuencias del reparto del poder real entre los príncipes de la misma Casa, han forzado a establecer la indivisibilidad del trono y la sucesión por orden de primogenitura.

Para no exponer el reino a la dominación de los extranjeros; para reservar el cetro a un francés y formar Reyes ciudadanos, las mujeres son excluidas de la Corona. Estas máximas sagradas siempre han sido solemnemente reconocidas en todas las asambleas de los representantes de la Nación, y hemos sido enviados por nuestros comitentes, para darles una nueva fuerza.

Es aún un principio cierto que a los franceses no se les puede fijar impuestos sin su consentimiento; y en el largo olvido de los derechos, el pueblo, todas las veces que la autoridad se explicó sobre este importante tema, siempre acabó declarando que los subsidios deben ser una concesión libre y voluntaria.

Pero a pesar de estas preciosas máximas, no tenemos una forma determinada y completa de gobierno; no tenemos una Constitución, puesto que todos los poderes están confundidos, ya que ningún límite está trazado, ni siquiera se ha separado al Poder Judicial del Poder Legislativo; la autoridad está dispersa, sus diversas partes siempre están en contradicción, y en un choque perpetuo, los derechos de los obscuros ciudadanos son traicionados; las leyes son abiertamente desdeñadas, o más bien, ni siquiera se ha acordado sobre lo que se debía llamar leyes.

El establecimiento de la autoridad real no basta, sin duda, para crear una Constitución; si esta autoridad no tiene límites, necesariamente es arbitraria, y no hay nada más directamente opuesto a una Constitución que el poder despótico. Pero, hay que reconocer que en Francia, la carencia de Constitución no ha sido, hasta este día, favorable a la Corona; a menudo, audaces ministros han abusado de su autoridad; ésta, sólo ha gozado por intervalos, de todo el poder que debe pertenecerle para la felicidad de la nación. ¡Cuántas veces, proyectos concebidos para hacer felices a los franceses han afrontado obstáculos que comprometieron la majestad del trono! ¿No fue necesario combatir sin descanso, y casi siempre en desventaja, contra las pretensiones de los órdenes, y una multitud de privilegios? El poder en Francia no ha tenido, hasta este día, base sólida, y su movilidad ha permitido, a menudo, que la ambición de apropiárselo, le haga servir al éxito de sus designios.

Una Constitución que determinase, precisamente, los derechos del monarca y los de la Nación, sería, entonces, tan útil al Rey como a nuestros conciudadanos. El quiere que sus súbditos sean felices; gozará con su felicidad, y cuando actúe en nombre de las leyes que habrá concertado con los representantes de su pueblo, ningún orden, ningún particular, cualesquiera que fuesen su rango y fortuna, tendrá la temeridad de oponerse a su poder; su suerte será mil veces más gloriosa y más afortunada que la del más absoluto déspota. El poder arbitrario provoca la desdicha de quienes lo ejercen; los agentes a los cuales se ve obligado a confiarlo, constantemente se esfuerzan por usurparlo para su propia ventaja; así siempre hay que cederlo o conquistarlo.

Y, como lo dijo un día uno de nuestros primeros oradores (Mirabeau, NdA), ¿en qué época de nuestra monarquía se quisiera escoger los ejemplos de nuestra pretendida Constitución? ¿Se propondrán como modelos los campos de Marte y los de Mayo, bajo el primero y segundo linaje (Carolingio y Capeto, NdA), en donde todos los hombres libres acudían armados y deliberaban sobre los asuntos públicos? Sin duda, no deseamos hoy una libertad tempestuosa que, necesitando del concurso general, casi existente, de una multitud inmensa de individuos, sólo podría subsistir restableciendo también, siguiendo el ejemplo de nuestros ancestros, la servidumbre doméstica y la de la gleba, para que, con la ausencia de la mayoría de hombres libres, los esclavos se encargaran de nuestras tierras y de nuestras casas; no deseamos una libertad sin regla que coloca la autoridad arbitraria en la multitud, predisponiéndola al error, a la precipitación, llamando a la anarquía, al despotismo, caminando, siempre detrás, lista para coger su presa.

¿Llamaremos Constitución del reino a la aristocracia feudal que durante tanto tiempo ha oprimido, devastando esta bella región? ¿Añoraremos el tiempo en el que los representantes del clero, de la nobleza y de los comunes, llamados en largos intervalos para proveer subsidios al príncipe, presentaban demandas y quejas, aceptando la prohibición, por mandato del Consejo, del derecho de deliberar, dejando subsistir todos los abusos, entregándose entre ellos a despreciables querellas, consolidando la esclavitud en vez de destruirla, y por su debilidad, entregando su patria a todos los males que ellos bien sabían describir en sus quejas, y de los que no se atrevían a impedir su regreso? Sí, ahí está el ejemplo que puede seducirnos, renunciemos a los Estados Generales; serán inútiles como los anteriores, serán medios de más para oprimir a Francia.

¿Escogeremos el tiempo que ha transcurrido desde 1614, es decir, aquél en donde todos los derechos eran desconocidos, en donde el poder arbitrario dejó a la Nación sin representantes? ¿Entonces, por qué estaríamos reunidos? ¿Por qué habríamos aceptado la confianza de nuestros comitentes? Pero no perderemos un tiempo precioso en discutir sobre las palabras, si todos están de acuerdo sobre las cosas. Aquellos mismos que sostienen que tenemos una Constitución, reconocen que es preciso perfeccionarla, completarla; la finalidad es, entonces, la misma: es una feliz Constitución que se desea. Coloquemos en el cuerpo de la Constitución, como leyes fundamentales, todos los verdaderos principios, repitámoslos una vez más para darles una nueva fuerza, si es cierto que ya han sido pronunciados, destruyamos lo que es evidentemente vicioso; en fin, fijemos la Constitución de Francia, y cuando los buenos ciudadanos estén satisfechos, ¿qué importa que unos digan que es antigua, y otros que es nueva, mientras, por el consentimiento general, tome un carácter sagrado? La parte más grande de los poderes, y tal vez todos, nos imponen la necesidad de fijar la Constitución del reino, de establecer o determinar las leyes fundamentales con el fin de asegurar para siempre, la prosperidad de Francia; nuestros comitentes nos han prohibido otorgar subsidios antes del establecimiento de la Constitución; entonces, obedeceremos a la Nación, ocupándonos, sin cesar, de esta importante obra.

Nunca abandonaremos nuestros derechos, pero sabremos no exagerarlos; no olvidaremos que los franceses no son un pueblo nuevo, recientemente salido de lo profundo de los bosques para formar una asociación, sino una gran sociedad de veinticinco millones de hombres que quiere estrechar los lazos que unen todas sus partes, que quiere regenerar al reino; para la que, los principios de la verdadera monarquía, siempre serán sagrados; no olvidemos que somos responsables ante la Nación, de todos nuestros instantes, de todos nuestros pensamientos; que debemos un respeto y una fidelidad inviolables a la autoridad real, y que estamos encargados de mantenerla, oponiendo obstáculos invencibles al poder arbitrario.

Distinguiremos, señores, entre los temas que nos son recomendados, lo que pertenece a la Constitución y lo que es propio para formar leyes; esta distinción es fácil, pues es imposible confundir la organización de los poderes del Estado, con las reglas emanadas de la legislación. Es evidente que debemos considerarnos bajo dos puntos de vista diferentes: ocupándonos del interés de fijar esta organización sobre bases sólidas, actuaremos como constituyentes, en virtud de los poderes que hemos recibido; al ocuparnos de las leyes, actuaremos, simplemente, como constituidos.

Pero, ¿debemos primeramente ocuparnos de la Constitución o de las leyes? Sin duda, la elección no es difícil. Si se preparasen leyes antes de asignar el carácter y los límites de los diferentes poderes, se encontraría, es cierto, la gran ventaja de graduar tanto nuestra marcha, que nos ejerceríamos, por así decirlo, en las cosas más fáciles para pasar a mayores dificultades; pero aquellos que prefieran este orden, deben considerar que si comenzamos por ocuparnos de los artículos de la legislación contenidos en los diferentes cuadernos (cahiers, NdA), haríamos surgir las preguntas en gran número; cada quien, para dar pruebas de su celo, querrá proponer la reforma de un abuso; en la diversidad de los temas que a la vez se ofrezcan, será necesario decidir, ¿cuáles son los que merecen mayor importancia? Las discusiones no tendrían fin, y retardaríamos la restauración del crédito nacional, puesto que sólo podríamos ocuparnos de los subsidios después del establecimiento de la Constitución.

Quienes reconocen el valor del tiempo y quieren resguardarse de futuros acontecimientos, escogen siempre entre las acciones que se proponen, lo que es indispensable, antes de pasar a lo que es útil y a lo que puede ser diferido. Ciertamente, los males de nuestros conciudadanos exigen nuevas leyes; pero es mucho menos importante hacer leyes que el asegurar su ejecución, y jamás las leyes serán ejecutadas, mientras no se haya destruido el poder arbitrario, y reemplazado por una forma precisa de gobierno; además, no hay ley importante cuyas disposiciones no recuerden los diferentes poderes, y no sean calcadas sobre su organización.

Es una desdicha, sin duda, que no podamos, en una sola sesión, hacer todo el bien que nuestro celo puede inspirarnos; pero, hagamos, al menos, lo que es evidentemente necesario.

No hay males que la libertad no consuele, ni ventaja que pueda compensar su pérdida. Tomemos el instante favorable, apurémonos en procurarla a nuestra patria; aprovechemos las intenciones bienhechoras de su majestad; una vez que sea fijada la libertad y el Poder Legislativo sea determinado, las buenas leyes se presentarán naturalmente. Es asegurando el regreso periódico o la permanencia de las Asambleas Nacionales, es determinando sus formas y composición, ajustando los límites de todos los poderes, que establecerán la libertad. No hay ninguno de nosotros que no se haya estimado muy feliz de poder presentar a sus comitentes, como el único resultado de los trabajos de esta Asamblea, una buena Constitución, y, sin duda, no nos honrarían con su aprobación si les presentásemos algunas leyes aisladas, abandonando la libertad pública.

Siendo la felicidad general la finalidad de todas las sociedades, un gobierno que se aleja de este fin, o que le es contrario, es esencialmente vicioso. Para que una Constitución sea buena, es preciso que esté fundada sobre los derechos de los hombres, y que evidentemente les proteja; es preciso, entonces, para preparar una Constitución, conocer los derechos que la justicia natural concede a todos los ciudadanos; es preciso recordar los principios que deben formar la base de toda especie de sociedad, y que cada artículo de la Constitución pueda ser la consecuencia de un principio. Un gran número de publicistas modernos, llama a la exposición de estos principios una declaración de derechos.

El comité creyó conveniente para recordar la finalidad de nuestra Constitución, hacerla preceder por una declaración de los derechos de los hombres, pero colocándola en forma de preámbulo, antes de los artículos constitucionales, y no separadamente; el comité pensó que esta última solución presentaría poca utilidad, y podría tener inconvenientes; que ideas abstractas y filosóficas, si no fuesen acompañadas de las consecuencias, permitirían suponer otras que serían admitidas por la Asamblea; que al no finiquitar la redacción de la declaración de los derechos hasta el momento en que se hubiera acabado el examen de todos los artículos de la Constitución, se tendría la ventaja de combinar con más exactitud todo lo que debe entrar en la exposición de los principios, y ser aceptado como consecuencia. Esta declaración deberá ser corta, simple y precisa. Es entonces, la declaración de los principios, considerada como preámbulo de la Constitución, de la que la Asamblea debe primero ocuparse.

Aquí el comité debe comunicar sus opiniones en cuanto a la duración de los trabajos de la Asamblea en relación a la Constitución; este tema es demasiado importante para que no se reúnan todas las voluntades. Sería infinitamente peligroso confiar a un comité la tarea de redactar un plan de Constitución, y hacerlo juzgar luego en algunas sesiones; no se debe poner a la suerte de deliberaciones precipitadas, el destino de veinticinco millones de hombres; sería más acorde a la prudencia, hacer discutir todos los artículos de la Constitución en todas las oficinas a la vez, estableciendo un comité de correspondencia que se reuniría a determinadas horas para comparar las opiniones que parecieran prevalecer en las diferentes oficinas, y que tratarían, por este medio, de preparar una cierta uniformidad de principios.

Como los artículos de la Constitución deben tener el más íntimo enlace, no se puede finiquitar la redacción de uno, antes de haber reflexionado concienzudamente sobre todos; el último artículo puede sugerir reflexiones sobre el primero, que quizá exijan el realizar cambios o modificaciones.

La discusión de los artículos de la Constitución consumirá, tal vez, un tiempo considerable, pero ningún motivo debe inspirarnos el designio de actuar con precipitación; la más grande de todas las desdichas a la cual nos expondríamos, sería la de establecer una Constitución viciada. Pero, para que no se nos pueda situar en la inercia, mientras que agotamos los más grandes intereses, y con el fin de facilitar a todos los miembros de esta Asamblea los medios de ilustrarse mutuamente, se llevarían a cabo tres sesiones generales cada semana, en donde se discutirían, en público, los temas que habrían sido ya sometidos a una discusión en las oficinas. Al actuar así, reuniríamos varias ventajas: la de conformarnos a los principios y la de aprovechar de todas las voluntades de quienes esperen nuevas instrucciones para votar en esta Asamblea; sin duda, se afanaran en comunicarnos sus reflexiones, y durante este examen, podrían hallar el tiempo suficiente para obtener una mayor libertad, sin que la actividad de la Asamblea, que jamás debe ser suspendida, sea subordinada a esta consideración.

Después de la declaración de los derechos de que los hombres deben gozar en todas las sociedades, se pasaría a los principios que constituyen la verdadera monarquía, luego a los derechos del pueblo francés; los representantes de la Nación, al renovar solemnemente la declaración de los derechos del Rey, apoyarían su autoridad sobre bases inalterables. Se examinarían sucesivamente todos los medios que deben asegurar el ejercicio de los derechos respectivos de la Nación y del monarca. El comité tendrá el honor de exponerles la principal división de un plan de Constitución; si la Asamblea lo desea,, le presentará, sin cesar, el cuadro de las subdivisiones.

Entonces, estamos en el momento que debe ajustar el destino de Francia. ¡Pueda su celo, señores, obtener todo el éxito de que es digno! ¡Pueda una recíproca confianza disipar todas las alarmas! ¡Jamás olvidemos que todo lo que es justo y útil, todo lo que contribuye al sostén del orden público, importa a la Nación, y que todos nosotros somos sus defensores! Sin duda, los diputados de todas las partes del reino, ya no se ocuparán de los antiguos derechos particulares que no garantizaban sus provincias del yugo del poder arbitrario; preferirán una libertad general, una felicidad común, al triste privilegio de ser distinguidos en la servidumbre por algunas débiles ventajas. ¡Al fin, puedan todas las provincias, por el órgano de sus representantes, contraer entre ellas y con el trono, una alianza eterna!

Orden de trabajos propuestos por el comité

Artículo 1

Todo gobierno debe tener como único fin el mantenimiento del derecho de los hombres; de ahí que, para recordar constantemente al gobierno el fin propuesto, la Constitución debe comenzar por la declaración de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre.

Artículo 2

El gobierno monárquico, siendo el apropiado para mantener estos derechos, ha sido escogido por la Nación francesa; conviene, sobre todo, a una gran sociedad; es necesario a la felicidad de Francia: la declaración de los principios de este gobierno, debe entonces seguir inmediatamente a la declaración de los derechos del hombre.

Artículo 3º

Resulta de los principios de la monarquía que la Nación, para asegurar sus derechos, concedió al monarca derechos particulares, entonces, la Constitución debe declarar, de una manera precisa, los derechos de cada uno.

Artículo 4

Hay que comenzar por declarar los derechos de la nación francesa.

Luego hay que declarar los derechos del Rey.

Artículo 5

Los derechos del Rey y de la Nación, que existen sólo para la felicidad de los individuos que la componen, conducen al examen del derecho de los ciudadanos.

Artículo 6

La Nación francesa, al no poder estar individualmente reunida para ejercer todos sus derechos, debe estar representada; hay, pues, que enunciar el modo de su representación y los derechos de sus representantes.

Artículo 7

Del consenso de los poderes de la Nación y del Rey, deberá resultar el establecimiento y la ejecución de las leyes; así, primero hay que determinar cómo serán establecidas las leyes y luego se examinará cómo serán ejecutadas.

Artículo 8

Las leyes tienen como objeto la administración general del reino, las acciones de los ciudadanos y de las propiedades.

La ejecución de las leyes que concierne a la administración general, exige asambleas provinciales y asambleas municipales; hay que encontrar cuál debe ser la organización de las asambleas provinciales y cuál debe ser la organización de las asambleas municipales.

Artículo 9

La ejecución de las leyes relativas a las propiedades y a las acciones de los ciudadanos, necesita de un Poder Judicial; hay que determinar cómo debe ser confiado y hay que determinar, luego, sus obligaciones y sus límites.

Artículo 10

Para la ejecución de las leyes y la defensa del reino, es precisa una fuerza pública; se trata, entonces, de determinar los principios que la deben regir.

Recapitulación

Declaración de los derechos del hombre.

Principios de la monarquía.

Derechos de la Nación.

Derechos del Rey.

Derechos de los ciudadanos bajo el gobierno francés.

Organización y funciones de la Asamblea Nacional.

Formas necesarias para el establecimiento de las leyes.

Organización y funciones de las asambleas

provinciales y municipales.

Principios, obligaciones y límites del Poder Judicial.

Funciones y deberes del poder militar.


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