Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar Cortés | Capitulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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Del informe del comité de Constitución del 17 de agosto
La discusión iniciada el 4 de agosto sobre el asunto de la abolición de los derechos y privilegios feudales, se extendería hasta el día 13 del mismo mes, y el decreto correspondiente no sería sancionado sino hasta el 21 de septiembre y, finalmente decretado, con toda formalidad, el 3 de noviembre de 1789.
Lo acordado en el decreto que meses después fuese expedido y sancionado, originó, de inmediato, un conjunto de repercusiones en toda Francia.
Buena parte de la población campesina, concebía aquel decreto mucho más allá de los límites específicos en él demarcados. Para un importante sector del campesinado, el fin de los derechos y privilegios feudales, no era, para nada, el principio del establecimiento de una monarquía constitucional, sino más bien, el inicio de la República, de la participación e interés colectivo precisamente en la cosa pública. Y así lo entendieron, actuando en consecuencia.
Los llamados motines y rebeliones campesinas, conocidas con el genérico nombre de jacqueries, no constituyeron sino los episodios sangrientos de una lucha entre republicanos, monárquicos a secas, monárquicos constitucionalistas, monárquicos absolutistas y algunos que otros nobles y clérigos locochones, que aferrados de manera terca a un mundo que irremediablemente se hundía, preferían perecer con él a conformarse renunciando a sus antiquísimos derechos y privilegios.
El Este de Francia y el Delfinado, particularmente, se inundaron de violencia, dolor y sangre. La lucha en esa región fue, a la par que devastadora, sumamente espectacular por su carácter destructivo de bienes y vidas humanas. Muchos palacios, casas señoriales y castillos fueron saqueados o destruidos por multitudes de furibundos hombres del campo que veían llegada la hora de la República; y muchos cientos de campesinos, fueron muertos, ya en combates formales, o bien ejecutados, generalmente en la horca, cuando caían presos en manos de sus enemigos.
Aquel verdadero ambiente de guerra civil, obligó a la Asamblea Nacional a tomar cartas en el asunto, y así, el 10 de agosto, se pronunció en contra de esas rebeldías, mediante una proclama que, aunque en la letra pareciera más que enérgica, en los hechos, no fue sino tinta sobre el papel.
Siguiendo la costumbre, a la que ya nos hemos referido, de ser constantemente desbordados por los acontecimientos, y actuando tardíamente, los asambleístas prestaron en exceso atención a los actos de pillaje que en aquellas rebeliones se suscitaron, dejando en segundo plano las razones y causas, de mucha más importancia y peso. De aquí que su postura, de cara a esos hechos, reflejara medidas represivas un tanto absurdas y bastante ilógicas. Si los asambleístas hubiesen tenido el cuidado de analizar con más calma y mejor tino el que, de entre aquella rabiosa multitud de hombres del campo, había muchos que en los hechos y el pensamiento eran de ellos sostenes y aliados, otro enfoque hubieran dado a su proclama; mas el temor a los pequeños grupos exaltados proclives al republicanismo radical, les alarmó poniéndoles nerviosos y apresurando la toma de sus decisiones.
Por otra parte, los asambleístas demostraron también un casi absoluto desconocimiento de los efectos y duración de las llamadas jacqueries. Las rebeliones campesinas, y eso estaba ampliamente demostrado por la experiencia misma, no se detenían por más sangrienta, furiosa o inhumana que fuese la represión o acción militar contra ellas emprendida, sino que la negociación y el ceder en todo lo entendible, constituía el único camino garante de una pacificación de la zona. Toda la fuerza y poderío militar serían por sí sólo estériles para contener aquella furia; podían, a lo mucho, aminorar su intensidad, mas ello no significaba, de modo alguno, la pacificación, sino tan sólo el posponer para el futuro el estallido de nuevas rebeliones y motines.
Con todo y sus evidentes, aunque entendibles, errores, la Asamblea Nacional continuó con sus nobles trabajos, y así, para el 17 de agosto, el comité de Constitución presentaría, por conducto de Bergasse, su informe sobre la organización del Poder Judicial. Helo aquí:
Señores, nuestro propósito hoy es hablarles de la organización del Poder Judicial.
Objeto y finalidad de este informe.
Es sobre todo aquí que importa no dar ningún paso sin sondear el terreno sobre el cual se debe pisar, de no adelantar ninguna máxima que no lleve con ella el eminente espíritu de la verdad, no determinar ningún resultado que no esté apoyado en una profunda experiencia del hombre, en un conocimiento exacto de las inclinaciones que lo mueven, de las pasiones que lo jalonean, de los prejuicios que, según las diversas posiciones en que se encuentre, pueden o bien dominarlo o seducirlo.
Es aquí que a medida en que se avanza en la carrera que se desea recorrer, los escollos se muestran, las dificultades crecen, las falsas rutas se multiplican; es aquí, a medida en que se avanza, que el legislador, si abandona un solo instante el hilo que debe dirigirle, errando sin rumbo y como extraviado en la región tormentosa de los intereses humanos, se encontrará sin cesar, expuesto o a fallar en la meta que se propuso alcanzar o a ir más allá de ella.
De todas las partes de nuestro trabajo, aquella de la que vamos a rendirles cuentas, es, entonces, incontestablemente la más dificil; y debemos decirlo, estamos lejos de pensar que a este respecto nos hayamos quedado por abajo de la tarea que nos fue encomendada; pero nos parece que, al menos, habremos hecho bastante en las circunstancias inoportunas en las que nos encontramos, y cuando el gozo unido al tiempo nos falta para dar a nuestras ideas todo su potencial desarrollo; sí, al examinar el plan que va a serles sometido, ustedes se darán cuenta que hemos descubierto el único orden judicial que es preciso adoptar, el único que, al garantizar nuestros derechos, no los hiere jamás, porque resulta inmediatamente de los verdaderos principios de la sociedad y de las primeras leyes de la moral y de la naturaleza.
Influencia del Poder Judicial
No se puede determinar la manera en que es preciso organizar al Poder Judicial mientras no se establezca una idea justa de su influencia.
La influencia del Poder Judicial no tiene límites; todas las acciones del ciudadano deben ser vistas como de su dominio; pues, por poco que se reflexionase al respecto, se notará que no existe ninguna acción ciudadana que no se tenga que considerar como legítima o ilegítima, como permitida o prohibida, según esté o no apegada a la ley. Sin embargo, siendo instituido el Poder Judicial para aplicar la ley y teniendo en consecuencia, como fin único, el asegurar la realización de todo lo que está permitido, y de impedir todo lo que está prohibido, se concibe que no hay ninguna acción social, ni siquiera ninguna acción doméstica, que no sea, de alguna manera, de su incumbencia.
La influencia del Poder Judicial está presente, entonces, por así decirlo, en todos los instantes, en todos los días; y como lo que influye sobre nosotros a cada instante no puede permanecer inactivo, actúa de una manera muy profunda sobre el sistema entero de nuestras costumbres; se concibe que entre los poderes públicos aquel que nos modifica más, para bien o para mal, es incontestablemente, el Poder Judicial.
De todas las inclinaciones humanas, no existe ninguna que desnaturalice más a los caracteres, ninguna que impida más eficazmente el desarrollo de todas las facultades, ninguna que corrompa como el temor. Sin embargo, si las formas del Poder Judicial, de este Poder que actúa sin cesar, fuesen tales en un Estado que no inspirasen más que temor, por ejemplo, por muy prudente que se desee suponer la Constitución del Estado, por muy favorable que sea a la libertad, por el mismo hecho de que el Poder Judicial no desarrollara más que sentimientos de temor en todas las almas, impediría con ello, todos los efectos naturales de la Constitución; mientras que la Constitución les fomentara hábitos enérgicos y costumbres fuertemente pronunciadas, el Poder Judicial sólo tendería a darles, al contrario, hábitos débiles y serviles costumbres; y porque está en su naturaleza, como acabamos de decirlo, no suspender jamás su acción, les es bien fácil darse cuenta que prontamente acabaría por alterar todos los caracteres, y por disponerles a los prejuicios y a las instituciones que traen el despotismo y que desgraciadamente son su sostén.
Así, todos aquellos que han querido cambiar el espíritu de las naciones, se han, singularmente dedicado a organizar el Poder Judicial; demasiado hábiles para desconocer su influencia, se le ha visto llamar a los hombres a la libertad y a todas las virtudes que ella hace nacer, o a obligarles a la servidumbre y a todos los vicios que la acompañan, por la sola forma de los juicios, según se pronuncien el bien o el mal de los pueblos.
Atenas, Esparta y, sobre todo Roma, recogen esta importante verdad: Roma, en donde el sistema judicial cambió tantas veces desembocó en una revolución constante en los destinos de su imperio. Por lo tanto, no se puede poner en tela de juicio, la influencia sin límites del Poder Judicial. Pero, si esta influencia no tiene límites, no es superior a la de todos los demás poderes públicos; no existe ningún poder público que fuese preciso limitar con más exactitud que éste: no existe, entonces, ningún otro que convenga organizar con una prudencia más inquieta y precauciones más escrupulosas.
Finalidad del Poder Judicial
Sin embargo, para constituir al Poder Judicial de manera tal que su influencia sea siempre buena, sólo es preciso, parece, reflexionar con alguna intención sobre la finalidad que debe naturalmente proponerse constituyéndolo.
Es porque una sociedad no puede subsistir sin leyes, que para el sostén de la sociedad son necesarios tribunales y jueces, es decir, una clase de hombres encargados de aplicar las leyes en las diversas circunstancias para las que están hechas, ya autorizados para hacer uso de la fuerza pública, toda vez que, para asegurar la ejecución de las leyes, el uso de esta fuerza pública se vuelve indispensable.
Pero, la gran finalidad de las leyes en general, siendo la de garantizar la libertad y de poner así al ciudadano en estado de goce de todos los derechos que le pertenezcan, otorgados por la Constitución, se siente que los tribunales y los jueces sólo estarán bien instituidos mientras que, en el uso que hagan de la autoridad que les es confiada y de la fuerza pública de que disponen, les será imposible atentar contra esta misma libertad que la ley les encarga garantizar.
Entonces, para saber cómo es preciso instituir los tribunales y los jueces, se debe ante todo investigar de cuántas maneras se puede atentar contra la libertad.
Como se sabe, hay dos especies de libertad: la libertad política y la civil; la libertad política, que consiste en la facultad que tiene todo ciudadano para participar, ya sea por sí mismo o a través de sus representantes, en la formación de la ley; la libertad civil que consiste en la facultad que todo ciudadano tiene de hacer lo que no está prohibido por la ley.
Ahora bien, la libertad política está en peligro toda vez que por el efecto de una circunstancia o de una institución cualquiera, el ciudadano no participa en la formación de la ley con la plenitud de su voluntad: toda vez que por una cierta disposición de las cosas, la ley que siempre debería ser la expresión de la voluntad general no es más que la expresión de algunas voluntades particulares; aún más, toda vez que el poder público se encuentre tan concentrado, distribuido u ordenado, que fácilmente pueda violentar la Constitución del Estado y según los acontecimientos, modificarla o destruirla.
La libertad civil está en peligro toda vez que el poder que debe proteger al ciudadano en su persona o en su propiedad, está tan instituido que no basta para este fin; toda vez que siendo suficiente para este propósito, se vuelve desgraciadamente fácil de emplearlo en detrimento de la persona o la propiedad.
No se puede poner la libertad política en peligro sin igualmente poner la libertad civil en peligro; se siente, en efecto, que a medida que el ciudadano pierde su libertad política, o la facultad de que goza de participar en la formación de la ley, su libertad civil, que no está protegida mas que por la ley, estará necesariamente menos garantizada.
No se puede poner la libertad civil en peligro sin igualmente poner la libertad política en peligro: se siente, en efecto, que si el poder destinado a proteger la libertad civil, es decir, este tipo de libertad cuyo uso es cotidiano, tendiese, al contrario, a alterarle, el pueblo, esclavo por su Constitución civil, pronto estaría sin fuerza y sin valor para defender su Constitución política.
Definición de la mejor organización del Poder Judicial
Con el fin de que el Poder Judicial esté organizado de manera que no ponga en peligro ni la libertad civil ni la política, es preciso que privado de cada espacio de actividad contra el régimen político del Estado, y no teniendo ninguna influencia sobre las voluntades que participan en formar este régimen o en mantenerlo, disponga, para proteger a todos los individuos y todos los derechos, de una fuerza tal, que de tan potente para defender y socorrer, se vuelva absolutamente nula tan pronto como, cambiando su destino, se intentase hacer uso de ella para oprimir.
En cuántas formas puede estar mal organizado el Poder Judicial
El Poder Judicial estará entonces mal organizado si depende, en su organización, de otra voluntad que la de la Nación.
Pues cuando la facultad de organizar el Poder Judicial haya sido dejada a la voluntad particular, dueña de todas las formas de juicios, sería también dueña, como acabamos de verlo, de influir a su antojo sobre todas las costumbres del ciudadano, corrompiendo así el carácter nacional por el ejercicio mismo de la ley, y al sustituir las opiniones fuertes y generosas de un pueblo libre por las opiniones débiles y ruines de un pueblo esclavo, propinará un golpe mortal a la Constitución.
El Poder Judicial estará entonces mal organizado, si los depositarios de este Poder tienen una parte activa en la legislación, o pueden influenciar de cualquier manera que sea, en la formación de la ley.
Pues el amor a la dominación no está menos en el corazón, que el amor a la libertad; la dominación, no siendo más que una especie de independencia, y todos los hombres quieren ser independientes; ahora bien, si el ministro de la ley puede influir sobre su formación, ciertamente es de temer que influya en ella mas que para su provecho, sólo para acrecentar su propia autoridad disminuyendo así, ya la libertad pública, ya la particular.
El Poder Judicial estará, entonces, mal organizado, si los tribunales se encuentran compuestos de un gran número de magistrados y forman con esto compañías potentes.
Si es conveniente para un pueblo que no goza de ninguna libertad política, que existan compañías potentes de magistrados capaces de templar, por su resistencia, la acción siempre desastrosa del despotismo, este orden de cosas, al contrario, es funesto para todo pueblo que posee una verdadera libertad política; compañías potentes de magistrados, disponiendo del terrible poder de juzgar, movidas en todas sus acciones, involuntariamente por el poderoso espíritu de cuerpo, tanto cuanto menos expuestas en sus juicios a la censura de la opinión, como la alabanza o la reprobación que pueden ya merecer o incurrir se comparten entre un gran número de individuos, volviéndose, por así decirlo, nulas para cada uno; tales compañías, en un Estado libre, acaban, necesariamente, por componer la más formidable de todas las aristocracias, y se sabe que la aristocracia puede engendrar el despotismo y la servidumbre en un Estado cualquiera, cuando, desgraciadamente, sea introducida en él.
El Poder Judicial será, entonces, mal organizado, si el número de los tribunales y de los jueces es superior al conveniente para la administración de la justicia.
Pues todo poder público sólo está instituido, como debe de serlo, en la medida en que es necesario, y no hay poder público necesario mas que el que mantiene la libertad; de aquí sigue que un poder que no es necesario es un poder que, por lo tanto, no mantiene la libertad; ahora bien, un poder que no mantiene la libertad actúa necesariamente contra ella, pues toda fuerza que no está para ella empleada, es empleada en su contra; importa, entonces, destruirla. Si en un Estado, los tribunales fuesen de tal manera constituidos, si su competencia fuese de tal manera arreglada o turbia, que una acción civil o un delito pudiesen ser de la jurisdicción de varios tribunales a la vez, que muchos tribunales de diferentes materias fuesen empleados para hacer lo que podría ser hecho por un solo tipo de tribunales, ahí habría poderes públicos que no serían necesarios; entonces, habría ahí poderes públicos tendientes a perjudicar a la libertad, y sería preciso reducir el número de tribunales y sus competencias, hasta el límite de la necesidad, hasta el término en que su establecimiento fuese demostrado como rigurosamente indispensable.
El Poder Judicial estará mal organizado si es, ya la propiedad de un individuo que lo ejerce, o, la propiedad de un individuo que comisiona a otro para ejercerlo.
Pues, en general, es de principio que un poder público no pueda ser la propiedad de nadie, y la razón de este principio es simple, por doquier en donde un poder público se vuelve propiedad individual, hay un poder que no supone ninguna selección preliminar en la persona de quien lo usa, que se transmite como cualquier otra propiedad pueda transmitirse, ya por venta o concesión; poderes de esta clase rompen la igualdad natural de los ciudadanos; no existen en ningún Estado sin que haya hombres potentes por ellos mismos, hombres que ejercen una autoridad independientemente del concurso mediato o inmediato de aquellos sobre los cuales la ejerce; y en todas partes donde hay tales hombres, no se puede decir que la libertad sea completa.
Además, y en el primer caso, si el Poder Judicial es la propiedad del juez que lo ejerce, ¿no es de temer que no ofrezca, al espíritu del juez, tan a menudo, más que la idea de un deber? ¿Y el que dispone del poder de juzgar, como de un derecho, el que lo considera como una propiedad a la que explota, en vez de un deber a cumplir, no estará tentado en abusar? Y este abuso, por muy débil que se le suponga, es siempre un atentado contra la libertad del ciudadano, ¿no es preciso ocuparse cuidadosamente de ello para prevenirlo?
Además, y en el segundo caso, si el Poder Judicial es la propiedad de un individuo que puede nombrar a voluntad a otro individuo para hacerlo ejercer, el que será nombrado, obteniendo de otro la autoridad de la que esté investido, ¿podrá ser en algún momento independiente del que lo nombrase? Ahora bien, para que la justicia sea imparcialmente impartida, para que la manera de impartirla inspire, sobre todo, una gran confianza al pueblo, ¿no conviene que ella lo sea por jueces que no dependan nunca de personas, sino de la ley, y que, por encima de temores y complacencias, se encuentren en el ejercicio de sus funciones, con el pleno poder, si se puede usar el término, de su conciencia y razón?
El Poder Judicial estará mal organizado si el pueblo no influye de alguna manera en la selección de los jueces.
Para que el Poder Ejecutivo lo sea, sin duda es conveniente que el depositario de este poder, nombre a los jueces; pero son necesarias ciertas formas antes de esta denominación, que impidan a todo hombre que no contase con la confianza del pueblo, el llegar a ser juez; por ejemplo, ¿no sería deseable que entre nosotros, las asambleas provinciales nombrasen, en cada vacante de los tribunales, tres individuos de entre los cuales el príncipe debiera escoger? Así, se conciliaría lo que se debe al príncipe con lo que se debe a la opinión del pueblo, en una materia que interesa tan esencialmente a su libertad; así, los cargos de magistratura nunca serían el premio de la adulación y de la intriga, y para obtenerlos sería siempre necesario haber demostrado aptitud y virtud.
El Poder Judicial estará, entonces, mal organizado si su acción no está ampliamente extendida en toda la Nación, y, presente en todas partes, pueda estar al alcance de todos los ciudadanos y no sea jamás implorado en vano por ninguno.
Pues no es suficiente que la ley sea igual para todos, para que su influencia sea bienhechora, es preciso que todos puedan, con la misma facilidad, invocarla; de otra manera, comenzaría la dominación del fuerte sobre el débil, y todas las fatales consecuencias que ello acarrea; conviene entonces, que los tribunales y los jueces estén tan repartidos, que la procuración de justicia sólo ocasione el mínimo desplazamiento del ciudadano, toda vez que sea necesario que se desplace, y que la pérdida de tiempo empleado para obtenerla, no sea tal que el ciudadano pobre prefiera el despojo o la opresión al uso y al ejercicio de su derecho.
El Poder Judicial estará mal organizado si la justicia no es gratuitamente impartida.
Pues la justicia es una deuda de la sociedad, y es absurdo exigir una retribución para pagar una deuda; además, si la justicia no fuere gratuita, no podría ser exigida por aquel que no tiene nada; y para que la libertad exista en una Nación, es preciso que aquel que no tiene, pueda pedir justicia igual que el que tiene; es preciso formar instituciones que pongan al que no tiene nada en estado de luchar con igualdad de fuerza contra el que tiene; además, si la justicia no fuese gratuita, ella misma corrompería su propio ministerio; el juez, viendo en el ejercicio de la justicia un medio para adquirir, podría ser tentado de abrir su alma a la codicia, y un juez codicioso siempre es el esclavo del que paga y tirano del que no puede pagar.
El Poder Judicial estará mal organizado si en los tribunales la instrucción de los casos, ya civiles o penales, no es siempre pública.
Pues si existiesen hombres a quienes importa, en el ejercicio de su ministerio, rodearse de la opinión, es decir, de la censura de las gentes de bien, son los jueces; más grande es su poder, más precisan sentir sin cesar, a su lado, la primera de todas las potencias, la que no corrompe jamás, la terrible potencia de la opinión; y no la sentirán, si la instrucción de los casos es secreta: en un orden de cosas tan viciado, ustedes, necesariamente dejan un gran espacio a las prevenciones del juez, a sus afectos particulares, a sus prejuicios, a las intrigas de los hombres de mala fe, a la influencia de las protecciones, a las delaciones ocultas, a todas las pasiones viles que sólo se mueven en la sombra, y que para dejar de ser peligrosas, no hace falta más que descubrirlas. Cúbrase el juez de las miradas del pueblo, y como no hay más que hombres consumidos por el crimen que siendo, de todas partes observados, se atreven a actuar mal, estén seguros, sobre todo si el pueblo es libre, si su censura puede expresarse con energía, que no habrá nada tan raro como un juez prevaricador, porque no hay nada tan raro como un hombre que se atreve a afrontar la vergüenza y a rodearse fríamente de una gran infamia.
El Poder Judicial estará, entonces, mal organizado, si el juez goza del peligroso privilegio de interpretar la ley o de agregar disposiciones.
Pues uno se da cuenta sin dificultad de que si la ley puede ser interpretada, aumentada o, lo que es lo mismo, aplicada al capricho de una voluntad particular, el hombre ya no está bajo la salvaguarda de la ley, sino bajo el poder de quien la interpreta o la aumente, y el poder de un hombre sobre otro hombre, siendo esencialmente lo que nos hemos propuesto destruir con la institución de la ley, se ve claramente que, por el contrario, adquiriría una fuerza prodigiosa si la facultad de interpretar la ley fuese delegada a quien es su depositario.
El Poder Judicial estará mal organizado si en materia penal las formas de este poder son tales que sustraen toda confianza al acusado, es decir, si son tales que el acusado seguro de su inocencia, no le baste ésta para escapar de la pena de la que es amenazado.
Pues no se ha hecho todo cuanto se ha ordenado: la publicitación de las instrucciones para toda especie de asuntos, cuando se ha prohibido al juez interpretar la ley; en materia penal es necesario más, es preciso que no exista ninguna de las formas empleadas para descubrir un delito y un culpable, que no sea igualmente propia para proveer la justificación de la inocencia.
Una de las razones naturales que hacen que los hombres vivan en sociedad es, sin duda, porque sólo es en el orden social que su existencia puede estar suficientemente protegida.
La finalidad del orden social, entonces, habría fallado si cuando la existencia de un individuo cualquiera está en peligro, la ley no hiciera tanto cuanto más para él, cuando los riesgos que corra sean mayores.
Ahora bien, ciertamente nuestra existencia no estará jamás más en peligro que en las acusaciones criminales: es en este tipo de acusaciones que, sobre todo, la ley no debe omitir nada, con el fin de que no nos falte ninguno de los recursos que nos son necesarios para garantizarnos, y el primero de ellos es, sin lugar a dudas, la confianza en la ley.
¿Qué hacen ustedes con formas judiciales que no inspiran confianza al acusado? Ustedes colocarían al acusado en una situación de perturbación en donde su razón ya no bastaría para dirigir el uso de sus facultades; ustedes le sustraerían el coraje cuando más necesidad tendría de él; ustedes contrariarían la naturaleza misma que, habiendo colocado dentro de nosotros un instinto de conservación, quiere tan imperiosamente que nuestra energía se despliegue en razón del peligro que nos amenace; y ustedes saben que no es para disminuir el ejercicio de los derechos o de los medios que detenta de la naturaleza, que el hombre consienta a vivir en sociedad.
Así, ustedes cometen una gran injusticia; ofenden esencialmente la libertad natural que no difiere de la libertad social. Cuando ustedes piensan en no actuar nada más que para la libertad, sin embargo violan los derechos del hombre con las mismas formas en que deben asegurarlos.
Pero, ¿cómo por la institución misma de las formas destinadas a demostrar la culpabilidad de los acusados, lograrán hacer nacer la confianza en el corazón del hombre injustamente acusado?
La confianza nacerá cuando la ley permita que el acusado dé tantos pasos para demostrar su inocencia, como se darán contra él para demostrar que es culpable; si ustedes encuentran testigos que me acusan, es preciso que al mismo tiempo yo haga oír a los testigos que me exoneran.
La confianza nacerá si el acusado es dueño de escoger a su arbitrio, sus medios de defensa. Es bien extraño que existan códigos criminales que dejen al juez la facultad de rechazar por completo o en parte, los medios de defensa del acusado; es aún más extraño que en un siglo de luces, un abuso tan deplorable haya encontrado panegeristas.
La confianza nacerá si el acusado no está reducido, para presentar la imputación que se le hace, en encerrarse en las circunstancias de la acusación; si, como en Inglaterra, por ejemplo, puede hacer hablar a favor de su inocencia su vida entera, si tiene el derecho de confrontar, para usar de la expresión de un célebre magistrado, el delito que se le supone con su conducta anterior; si las buenas acciones, si las virtudes se vuelven útiles y pueden así servir como defensoras y testigas al que se ha rodeado de ellas durante largo tiempo.
La confianza nacerá si el magistrado, que aplica la ley, se distingue del que somete bajo el poder de la ley, es decir, de aquel que al acusar, juzga y condena. La legislación criminal es necesariamente desastrosa en todas partes donde la distinción de la que aquí se trata, no está cuidadosamente establecida: mientras el magistrado que acusa sea el mismo que juzgue, ustedes siempre tendrán que temer que si acusó sobre falsas sospechas, su amor propio a la parcialidad no lo llevará a justificar, mediante una condena inicua, una acusación injustamente hecha.
La confianza nacerá si no solamente el magistrado que acusa, es distinto del que aplica la ley pero, sí, si el que aplica la ley, no pueda hacerlo mientras otro orden de personas, jurados por ejemplo, se hayan pronunciado sobre la validez de la acusación; porque está en el corazón de quien dispone de algún poder, el gustar hacer uso de él, es preciso tanto cuanto sea posible, no poner al juez en una posición en donde sea el amo de multiplicar a su antojo las ocasiones de ejercer su ministerio; ahora bien, este inconveniente, que permite una tan gran actividad a las pasiones particulares, cesa por completo si, parecida a la espada que no puede golpear mientras no sea movida por una fuerza extraña, el juez no puede desplegar la autoridad de la ley mientras esté determinado por una decisión a él ajena.
La confianza nacerá si, por el método que se emplease para formar el orden de personas que deban pronunciarse sobre la validez de una acusación, sucede que no hay ninguna de estas personas que pueda ser considerada como de la selección del acusado, ninguna que para con él, no esté fuera de toda sospecha de enemistad o venganza, ninguna que, en relación a él, no esté en ese estado de impasibilidad tan deseable para asegurar la imparcialidad de los juicios. Es sobre todo gracias a tales precauciones, que se da al hombre falsamente acusado, la libertad del espíritu que necesita para ocuparse libremente en defenderse; mientras más, ustedes le dejen ser el amo de rechazar, entre quienes deben de pronunciarse sobre su suerte, a cualquiera que pueda provocarle el más ligero sentimiento de temor, ustedes permitirán una verdadera seguridad en su corazón, y seguro de su inocencia, harán que entre los peligros de la acusación, incluso de la más temible, siempre percibirá en la ley una autoridad que le protege y no un poder armado para oprimirle o destruirle.
He ahí algunos de los medios que se pueden usar con el fin de mantener la confianza en el ánimo de los acusados y conciliar así lo que hay que hacer para perseguir los delitos y el castigo de los culpables, con lo que se debe a la libertad del ciudadano, a esta libertad para el sostén de la cual todas las leyes son instituidas.
Por lo demás, se darán perfectamente cuenta que no hay medios de los que aquí hablamos que no nos hayan sido provistos por la jurisprudencia adoptada en Inglaterra y en la América libre, para la búsqueda y el castigo de los delitos: en efecto, aquí no hay más que esta jurisprudencia de antaño entre nosotros, que sea humana; es que no hay más que esta jurisprudencia que no se asocia de una manera profunda con la libertad. Es que no tenemos nada mejor que hacer, en este ámbito, que adoptarla prontamente, mejorándola, sin embargo, en algunos de sus detalles, perfeccionarla, por ejemplo, si es posible, esta sublime institución de los jurados que la vuelve tan recomendable a todos los hombres acostumbrados a reflexionar sobre el objeto de la legislación y los principios políticos y morales que deben gobernarnos.
El Poder Judicial, entonces, estará mal organizado, si el orden público exigiera que en una cierta parte de la administración de la justicia, se dejase algo que hacer a la venia del juez y que la ley no tomase tales precauciones para que le fuese imposible al juez abusar de las circunstancias que la ley entregase a su venia y de la autoridad más o menos extendida que le sería confiada.
Aquí yo quiero hablar de la policía que tiene por objeto prevenir los crímenes y que, si ella está mal instituida, se basta a sí misma para pervertir enteramente el carácter de un pueblo y operar una revolución profunda en el sistema de sus opiniones y sus costumbres.
Es a nuestra policía, tan inconsiderablemente celebrada, a sus precauciones minuciosas para mantener entre nosotros la paz, a su organización tiránica o a su actividad siempre desconfiada y siempre desarrollándose sólo para sembrar la sospecha y el temor en todos los corazones, al secreto odioso de sus castigos y sus venganzas, es gracias a la influencia de todas estas cosas que debemos, desde hace tiempo, el aniquilamiento del carácter nacional, el olvido de todas las virtudes de nuestros padres, nuestra paciencia vergonzosa en la servidumbre, el espíritu de entrega sustituyendo en nosotros al espíritu público y esta licencia obscura que se encuentra por doquier en donde no reina la libertad.
Sea lo que sea que se haga, entra siempre algo arbitrario en la policía. Como sólo está instituida así, como se acaba de decirlo, para prevenir los crímenes; como un crimen puede ser preparado por un conjunto de circunstancias que es imposible determinar y que se manifiestan a medida que se producen; como un crimen, a menos que sea el efecto de una pasión súbita, supone un previo desorden; como aquí es esencialmente para mantener el orden que la policía esta destinada, el orden que puede de tantas maneras ser perturbado sin que para ello aquel que lo perturba pueda ser colocado en el rango de culpable; como aquí, puesto que no es de castigo de lo que se trata, sino de advertencia, sino de corrección, sino de vigilancia, se concibe que en esta parte de la administración de la justicia, todo lo que puede hacer la ley es determinar muy bien las finalidades que competen a la policía, delimitando su accionar lo mejor posible y arreglando las circunstancias de manera que la selección de los jueces sea siempre tan buena como pueda serlo.
Ahora bien, en primer lugar la ley habrá cumplido su objetivo si dispone de tanto orden social que la policía tenga poca ocupación; los límites de la policía se extenderán tanto cuanto más el orden social sea viciado. Por doquier donde la ley, prudentemente ordenada para el fácil desarrollo de las facultades del hombre, le haga encontrar junto a su trabajo una subsistencia asegurada y goces pacíficos, se cometerán pocos delitos, y es desgraciadamente demasiado verdadero, que sea en la organización poco reflexionada de los gobiernos y su oposición con el desarrollo natural de nuestras facultades, que se deba buscar la causa de casi todos los crímenes.
En segundo lugar, la ley habrá cumplido su objetivo si no confía el ejercicio de la policía a los mismos magistrados y a los mismos tribunales encargados de castigar los crímenes, pues así es como la policía se corrompe, porque así es como ella extiende su emporio y sólo se corrompe al extenderlo. El magistrado que debe prevenir el crimen, siendo así mismo el que debe castigarlo, está bastante inclinado a no distinguir estas dos especies de funciones, a no ver más que crímenes en donde sólo hay que ver faltas, a no percibir mas que culpables en donde sólo hay hombres que pueden llegar a serlo y al comprender así dos ministerios muy diferentes, sustrae a la policía este carácter de moderación y de dulzura que es el único capaz de hacer soportar lo que hay de arbitrario en sus funciones.
En tercer lugar la ley habrá cumplido su objetivo si ella fija un término bastante corto, de dos a tres años, por ejemplo, después del que los jueces de policía cesarán de serlo, y si ella los hace enteramente depender sin ninguna intervención del príncipe, del nombramiento y selección del pueblo.
Mientras un hombre dispone del poder por un momento y, destinado a reingresar en la clase ordinaria de los ciudadanos siente que no puede acrecentar más su poder sin perjudicarse a sí mismo cuando ya no disponga de él, no es de temer que abuse y que haga servir a sus pasiones particulares una autoridad que más adelante, empleada por otros, pudiese tan fácilmente serle funesta.
Mientras, por otro lado, la selección de los jueces de policía dependa esencialmente del pueblo, hay que esperar que escogerá siempre los mejores jueces: sólo se gana al pueblo por el bien que se le hace y me atrevo a decir que es imposible que pueda confiar el ejercicio de la policía a quien, por ejemplo, se hubiese hecho notar por costumbres duras, acciones dudosas, una conducta insolente e inconsiderada.
Además hay una razón particular para que sólo el pueblo escoja sus jueces de policía, mientras que al contrario es bueno que el príncipe intervenga en el nombramiento de los demás jueces: al someterse a la autoridad de los demás jueces, el pueblo sólo confía en la ley, porque los demás jueces no pueden actuar mas que a través de ella; pero al someterse a la autoridad, necesariamente un poco arbitraria, de un juez de policía, no es solamente a la ley, es en muchas circunstancias en un hombre que el pueblo deposita su confianza; así, está claro que ese hombre debe ser absolutamente de su elección.
En fin, el Poder Judicial estará mal organizado si los jueces no responden por sus juicios.
Creo que basta enunciar esta proposición para hacerla adoptar: una Nación en donde los jueces no respondan por sus juicios, sin duda sería la más esclava de todas las naciones, y se concibe fácilmente que el espíritu de libertad aumenta en un pueblo en razón de que la responsabilidad de los agentes del Poder Ejecutivo está ahí más extendida.
Pero hay límites para todo; si es preciso que los jueces sean responsables, conviene también que los límites de esta responsabilidad sean de tal manera determinados que no se pueda, sin cesar, inquietarlos cuando emitan sus fallos: todo hombre que ejerce funciones públicas debe gozar de cierta seguridad al realizarlas, de otra manera, demasiado ordinariamente dominado por el temor, en vez de obedecer a la ley sería a aquel que le inspirase algún temor a quien obedecería.
Nada entonces es tan esencial; al mismo tiempo que se vuelve a los jueces responsables, como que esta responsabilidad está determinada de manera que, suficiente para impedirles abusar de sus ministerios, no lo sea tanto para impedirles usarlos.
Aquí no es lugar para fijar los caracteres de la ley en relación a la responsabilidad de los jueces; esta ley, debiendo comprender un más grande número de circunstancias, según que se deje más o menos poder al juez, tal y como los códigos civil y penal estén más o menos perfeccionados.
Se observará solamente que, aunque en general parece conveniente que la función de juez sea de por vida, a causa, sobre todo, de los conocimientos, desgraciadamente bastante extendidos que supone, conocimientos que estaríamos poco dispuestos en adquirir, si debiesen procurar en la sociedad un estatus permanente a quien los posee, sin embargo sería deseable que después de cierto plazo, los jueces tuvieran necesidad de ser confirmados. En tal orden de cosas existe poco temor de que el juez, que una buena opinión rodea, corra el riesgo de perder su plaza; el pueblo tiene demasiado interés en conservar a un buen juez, entonces, sólo el mal juez sería el que tendría que temer un desplazamiento, y hay tantas maneras de ser mal juez: se puede prevaricar de infinidad de formas en el uso del Poder Judicial sin parecer, sin embargo, ofender la ley, sin encontrarse en ninguna circunstancia en donde se sea responsable ante ella, que es preciso aquí dejar algo que hacer a la opinión, y soportar que aquel cuya conducta no ha sido constantemente lo bastante correcta para estar por encima de toda sospecha, esté forzado, en época determinada, a renunciar a un ministerio que no se puede ejercer bien más que cuando se inspira una gran confianza al ejercerlo.
Tales son, más o menos, señores, los escollos que hay que evitar al constituir el Poder Judicial si, como lo dije al inicio, se quiere que este poder no viole ni la libertad política ni la civil.
Sin embargo, en esta labor, especificar los escollos es necesariamente trazar la ruta; los principios aquí se muestran a medida que los abusos se descubren.
De lo que el Poder Judicial se encuentra mal organizado, todas las veces que lo esté, según las falsas máximas de las que acabo de informarles, es entonces necesariamente cierto que el Poder Judicial se encontrará bien organizado todas las veces que lo esté según máximas contrarias.
Lo que es preciso para que el Poder Judicial esté bien organizado.
Así, volviendo a todo lo que ya dije, para que el Poder Judicial esté bien organizado será preciso:
En primer lugar, que en su organización, así como en los cambios que pueda sufrir, el Poder Judicial sólo dependa esencialmente de la voluntad de la Nación.
En segundo lugar, que los depositarios del Poder Judicial no participen en el Poder Legislativo.
En tercer lugar, que los tribunales estén compuestos por un pequeño número de magistrados.
En cuarto lugar, que no se formen más tribunales que los que exija la necesidad de impartir justicia.
En quinto lugar, que los cargos de magistratura no sean venales, y que el derecho de impartir la justicia no sea la propiedad o la prerrogativa de ningún ciudadano en el Estado.
En sexto lugar, que únicamente sea el príncipe quien nombre los jueces, pero que sólo pueda escogerlos de entre las personas que fuesen designadas por el pueblo.
En séptimo lugar, que los tribunales estén lo más cercano posible a la población.
En octavo lugar, que la justicia sea impartida gratuitamente.
En noveno lugar, que la instrucción de los casos, tanto penales como civiles, sea siempre pública.
En décimo lugar, que ningún juez en materia civil o penal tenga el derecho de interpretar la ley o de extender su alcance a capricho.
En onceavo lugar, que en materia penal las formas de procedimiento sean tales, que provean una instrucción tanto de descargo como de cargo, y que no haya más que la forma de juicios por jurados o por pares, que al respecto satisfaga el deseo de la razón y de la humanidad.
En doceavo lugar, que en esta parte de la administración de la justicia, donde es necesario dejar algo que hacer a la prudencia del juez, es decir, en materia de policía, el juez sea movible después de un tiempo predeterminado, y que sólo sea escogido por el pueblo, sin ninguna intervención del príncipe.
En fin, y en último lugar, que en cualquier materia que sea, los jueces sean responsables de sus juicios.
Me parece que estas proposiciones constituyen, actualmente, tantas verdades demostradas.
Conclusiones
Es con tristeza, que al ocuparnos de la constitución de este poder, nos hemos visto obligados a proponerles un orden de cosas absolutamente diferente del que fue establecido, desde hace tiempo, entre nosotros.
Si nos hubiese sido posible mejorar simplemente, en vez de destruir, para reconstruir lo nuevo, lo hubiésemos hecho, tanto más voluntariamente que la Nación, sin duda, no ha olvidado todo lo que debe a sus magistrados. En tiempos de disturbios y de anarquía, ¡cuán saludable fue su sapiencia! En tiempos de despotismo y cuando la autoridad, desconociendo todos los límites amenazaba invadir todos los derechos ¡cuán útiles han sido a la causa siempre demasiado abandonada de los pueblos, su coraje, su firmeza, su devoción patriótica! ¡Con qué afortunadas precauciones se han ocupado por conservar, entre nosotros, al mantener las antiguas máximas de nuestros padres, este espíritu de libertad que se despliega hoy en todos los corazones de una manera tan amorosa y tan poco prevista!
Tantos esfuerzos para impedir el mal merecen, ciertamente, de nuestra parte un gran reconocimiento.
Desgraciadamente, cuando se es llamado a fundar sobre bases durables la prosperidad de la Nación, no es de reconocimientos de lo que hay que ocuparse, sino de justicia; no es lo que se debe a varios, sino lo que se debe a todos, lo que puede llegar a ser la regla de nuestras determinaciones, y los mismos magistrados nos culparían, ciertamente, si impedidos por las deferencias que tenemos para con ellos, no lográsemos la tarea que nos es, en toda su extensión, impuesta.
Ahora bien, ya no hay que disimularlo, y los principios que hemos desarrollado lo evidencian con demasiada claridad; las circunstancias presentes exigen otro orden judicial que el que hemos respetado por tan largo tiempo. Nuestra magistratura estaba fuertemente instituida para resistir al despotismo, pero ahora, que ya no hay despotismo, si nuestra magistratura conservase toda la fuerza de su institución, el empleo de esta fuerza podría fácilmente volverse peligroso para la libertad. Es entonces indispensable que una revolución absoluta tenga lugar en el sistema de nuestros tribunales; pero no puede efectuarse en un instante, y otros establecimientos deben ser preparados antes de que puedan ocuparse del nuevo orden judicial que les es propuesto.
Sin embargo, no hay Nación alguna que se haya encontrado en un estado de disolución más deplorable que éste; todas las relaciones están rotas; todas las autoridades son desconocidas; todos los poderes están aniquilados; se derriban con violencia todas las instituciones; se ordenan con audacia todos los sacrificios; se exime con impunidad de todos los deberes; cada día esclarece nuevos excesos, nuevas prescripciones, nuevas venganzas; los crímenes se multiplican por doquier y la palma de la libertad sólo se eleva entre nosotros cubierta de sangre y lágrimas.
En el seno de tantos desórdenes y anarquía, y cuando la justicia jamás tuvo necesidad de desplegarse con aparato más imponente, ¿qué les queda por hacer? Lo que ya han hecho en parte, señores, pero lo que tal vez no han hecho de una manera bastante expresa: les queda por pedir un último acto de patriotismo a estos mismos magistrados que en tantas ocasiones nos han dado prueba notorias de su amor por el bien público. Ven como nosotros que las provincias quieren una magistratura nueva, y que al proponerles otra constitución del Poder Judicial, no hacemos mas que ceder al deseo generalmente expresado de nuestros comitentes; no pueden, entonces, engañarse de que una revolución en la administración de la justicia se vuelve inevitable; pero ven al mismo tiempo, como nosotros, que si, hasta el momento de la creación de esta nueva magistratura, los tribunales se mantuvieran sin ejercicio, sería imposible calcular los males de toda especie que dicha inacción podría producir; ustedes, entonces, deben invitarlos a secundar con todo su poder los esfuerzos que hacen para recobrar la paz entre sus conciudadanos; y nos parece que se afanaran en contestar a vuestra invitación, cuanto más auténtica grandeza haya para ellos en el momento mismo en que la Nación exija de su parte importantes sacrificios; en ocuparse del bien público con tanto celo si su devoción les proporcionase una autoridad más potente o prerrogativas más extendidas.
Esto no es todo: los magistrados no pueden nada por ellos mismos, si la fuerza pública no los circunda; convendría entonces devolver a la fuerza pública toda la incumbencia que le es necesaria para actuar con eficacia.
Permítanme expresar aquí mi opinión personal: no se me acusará, sin duda, de no amar la libertad; pero yo sé que todos los movimientos de los pueblos no conducen a la libertad; sé que una gran anarquía produce prontamente un gran agotamiento, y que el despotismo, que es una especie de descanso, casi siempre ha sido el resultado de una gran anarquía. Es entonces mucho más importante de lo que se supone, poner fin a los desórdenes por los que nos lamentamos; y si sólo se puede llegar a ello devolviendo una actividad a la fuerza pública, hay entonces una verdadera inconsecuencia en permitir que permanezca más tiempo ociosa. Que no se me diga que esta fuerza puede aún volverse peligrosa; yo no sé por qué. Pienso que los hombres que desconfían, siempre han nacido para la servidumbre; que la confianza es el atributo de los grandes caracteres, y que sólo es para los hombres de gran carácter que la Providencia hizo la libertad. Y luego, qué debemos temer cuando todos los ciudadanos estén en su puesto, cuando una profunda revolución se haya hecho en las costumbres sociales, cuando los prejuicios, a los cuales obedecemos, sólo sean antiguos errores, cuando a fuerza de experiencia de infortunios, al fin hayamos logrado, no solamente conocer, sino sentir, que sólo se puede ser feliz con la libertad. Dejemos entonces ahí todos estos temores pusilánimes, y cuando dispongamos de una cantidad incalculable de medios para llevar a su perfección la obra que hemos comenzado, ya no sufriremos de los desórdenes que está en nuestro interés prevenir. ¡Que el jefe de esta Nación, que este Rey que ustedes acaban de proclamar con tan justo título y tanta solemnidad, el restaurador de la libertad francesa, se entienda con ustedes para restablecer la calma en nuestras provincias; que por vuestros cuidados reunidos por una vigilancia común, ningún día de desolación se mezcle a los días que van a sucederse; que, para el honor de la humanidad, esta revolución sea apacible, y que, de ahora en adelante, el bien que están llamados a hacer no deje, si se puede, en el alma de cada uno de vuestros conciudadanos, ni sentimientos amargos, ni recuerdos dolorosos!
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