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De las repercusiones que en opinión de los autores tuvo el informe del comité de Constitución del 17 de agosto de 1789, para con Luis XVI
Hasta la peluca se le ha de haber erizado a Luis XVI cuando se enteró, aquél 17 de agosto, del informe que recitó ante la Asamblea Nacional el señor Bergasse, y tuvo, de seguro, que agarrarse fuertemente a la mesa para no irse de boca.
Los por él considerados tinterillos del Tercer Estado, le resultaron respondones. El bien sabía la significación y los efectos de aquella organización del Poder Judicial. Sus alcances serían de tal magnitud que tronaría al sistema feudal, o a lo que de éste quedaba, como un simple globo; al Parlamento se lo llevaba patas de cabra, y junto a él, en poco tiempo, tanto la nobleza como el clero terminarían en la mismísima calle de la amargura. El Rey era consciente de todo eso, como también lo era de que poco tiempo le quedaba para preparar sus maletas. En lo que definitivamente no quería ni pensar, era en la manera en que ese aprendiz de político, el tal Bergasse, le había dado una lección a él, el Rey de lo franceses. Su atrevimiento no había tenido límites al usarle cual estampita milagrosa, para ponerle en la vitrina y echándole flores dar a entender, a propios y extraños, que en todo ese asunto de la organización del Poder Judicial, la presencia real no era ajena. Luis XVI no sabía ya si reír o llorar. El supuso que entre los tres órdenes se iban a hacer pedazos, y su actuación la tenía reservada para fajarse con el maltrecho vencedor, pero menospreció a los amantes de la ley y a sus papelitos entintados llenos de capítulos, títulos, secciones, artículos e incisos, y ahora resultaba que esos papelillos escritos con montones de menudas letras, parecían tener mucha más fuerza de la que él, en un inicio, supuso. Ya no le cabía la menor duda de que sus compañeros de viaje le habían pillado cambiándole los boletos, y ellos viajarían en primera clase, y él, si bien le iba, en tercera.
Desde el 17 de agosto el Rey adquirió el semblante típico del buen jugador de pocker, simplemente borró de su rostro cualquier tipo de expresión que denotara sus sentimientos, y fue también a partir de la noche de ese, para él tétrico 17 de agosto, que sus sueños fueron invadidos por una singular pesadilla que ya jamás le abandonaría. El Rey soñaba con una enorme multitud de sus súbditos que entonaban, a coro, una extrañísima melodía en la que decían: Y tú que te creías, el Rey de todo el mundo; y tú que nunca fuiste, capaz de perdonar; que cruel y despiadado, de todos te reías; hoy mendigas cariño, aunque sea por piedad. ¿A dónde está el orgullo? ¿A dónde está el coraje? ...
Aquella pesadilla le causaba tanta angustia, que no fueron pocas las noches en que terminó haciéndose pipi en la cama.
Razones de sobra tenía Luis XVI para tener pesadillas y despertarse orinado. Por primera vez, el Rey no había errado en sus presunciones, puesto que, en efecto, lo que ocurrió ese 17 de agosto en el seno de la Asamblea Nacional, resultaba, para sus objetivos, miras e intereses, muchísimo más devastador, dañino y perjudicial que la tan mentada Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, así como del cacareo de la supuesta Abolición de los Derechos y Privilegios Feudales, ya que ese informe del comité de Constitución sobre la organización del Poder Judicial, constituía un mortal golpe al corazón mismo de la organización feudal del reino: el Parlamento, indiscutible eje de equilibrio entre los tres órdenes y entre éstos y la Corona.
Desmantelar, inhabilitar o abolir al Parlamento, significaba el desmantelamiento, inhabilitación o abolición del sistema feudal en sí.
La tristeza del reyezuelo, por supuesto que no era producida por la finiquitación del feudalismo o el truene del Parlamento, ya que esto con anterioridad lo había previsto; lo que le obligaba a sumirse en la melancolía era el surgimiento, precisamente, del mentado Poder Judicial, el que emergía como un gigante ante el cual el Parlamento no pasaba de ser un enano acróbata. Luis XVI, como buen Borbón que era, conocía, tanto por la historia de sus antepasados, como por experiencia propia, las constantes jaquecas y molestias que a la Corona el Parlamento causaba, de ahí que compartiera las ideas expresadas por su antecesor, Luis XV, el Bienamado, cuando a raíz de su conflicto con los parlamentarios de Pau y Rennes, el 3 de marzo de 1766, en la llamada sesión de la flagelación del Parlamento de París, entre otras cosas expresó: Yo no toleraré que se forme en mi reino una asociación que hiciese degenerar en una confederación de resistencia el lazo natural de los mismos deberes y de las obligaciones comunes, ni que se introduzca en la monarquía un cuerpo imaginario que sólo podría perturbar la armonía. La magistratura no forma un cuerpo, ni un orden separado de los tres órdenes del reino: los magistrados son los oficiales encargados de librarme del deber, realmente propio de mi realeza, de rendir justicia a mis súbditos, función que les ata a mi persona y que les volverá siempre recomendables a mis ojos. Yo conozco la importancia de sus servicios: es entonces una ilusión que sólo tiende a estremecer la confianza por falsas alarmas, el hecho de imaginar un proyecto formado para aniquilar la magistratura y de suponerle enemigos cerca del trono; sus verdaderos enemigos son aquellos que en su propio seno, le hacen sostener un lenguaje opuesto a sus principios; que le hacen decir que todos los parlamentos no constituyen mas que un solo y mismo cuerpo, distribuido en varias clases; que este cuerpo, necesariamente indivisible, es la esencia de la monarquía, y que le sirve de base; que es la sede, el tribunal, el órgano de la Nación; que es el protector y el depositario esencial de su libertad, de sus intereses, de sus derechos; que responde a la Nación de ello, y sería criminal para con ella si la abandonase; que es contador de todas las partes del bien público, no solamente frente al Rey, sino también frente a la Nación; que, guardián respectivo, es juez entre el Rey y su pueblo, que mantiene el equilibrio del gobierno reprimiendo igualmente el exceso de libertad y el abuso de poder; que los parlamentos cooperan con el poder soberano en el establecimiento de las leyes; que pueden, algunas veces, por su solo esfuerzo, libertarse de una ley registrada y mirarle justamente como inexistente; que deben oponer una barrera infranqueable a las decisiones que atribuyen a la autoridad arbitraria y que llaman actos ilegales, así como a las órdenes que pretenden sorpresivas, y que, si de ello resulta una lucha de autoridad, es de su deber abandonar sus funciones y dimitir de sus oficios, sin que su dimisión deba ser por nadie recibida.
Emprender o erigir como principio novedades tan presurosas, es injuriar a la magistratura, desmentir su institución, traicionar sus intereses y desconocer las verdaderas leyes fundamentales del Estado; como si fuese permitido olvidar que sólo es en mi persona que reside el poder soberano cuyo carácter propio es el espíritu de consejo, de justicia y de razón; que de mi sólo es a quien deben mis cortes su existencia y autoridad; que la plenitud de esa autoridad, que no ejercen más que en mi nombre, permanece siempre en mi y que su uso nunca puede ser vuelto en mi contra; que a mi sólo es a quien pertenece el Poder Legislativo, sin ninguna dependencia y sin compartirlo con nadie; que es por mi sola autoridad que los oficiales de mis cortes proceden, no a la formación, sino al registro, a la publicación, a la ejecución de la ley, y que les es permitido mostrarme, lo que es deber de buenos y útiles consejeros; que el orden público, todo entero, emana de mi, y que los derechos y los intereses de la Nación, de los que se atreven a hacer un cuerpo separado del monarca, están, necesariamente, unidos a los míos y no descansan sino en mis manos ...
Si el Bienamado así se expresaba en relación al Parlamento, ¿cuál sería su sentir ante el informe del comité de Constitución para la organización del Poder Judicial? A Luis XVI le daban escalofríos tan sólo el pensar en eso. El Rey era consciente del papelito que iba a tener que representar de ahí para adelante. Su debilidad sería, día con día mayor, y salvo un milagro, su fin estaba, desde ese momento, sellado.
Al Capeto se le escurrieron las lágrimas y se le soltó un incontrolable moqueo. El, cuyo objetivo era alcanzar un esplendor y magnificencia aún mayores a la de su ilustre ancestro, el Rey sol, Luis XIV, quedaba como un alfeñique, como un muñeco de azucar. Su antecesor, Luis XV el Bienamado, que de todo tenía fama menos de bragado, resultaba un auténtico gallo ante la gallinezca actitud de Luis XVI. A sus pensamientos acudió la imagen del gallito inglés, y en ellos le miró con disimulo, le quitó las plumas, el pico y los pies y ... hasta ahí llego la cosa, porque nada más se trataba de puros pensamientos. Y así, pensando y repensando con su cara de buen jugador de pocker, las lágrimas escurriéndole por su inexpresivo rostro y el moqueo que no le dejaba, Luis XVI se quedó bien agarrado de la mesa ...
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