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Del segundo informe del comité de Constitución sobre la organización del Poder Judicial
Por supuesto que el congelamiento del Parlamento no fue al pié de la letra acatado por los parlamentarios, quienes en franca rebeldía a la decisión de la Asamblea Nacional, continuaron en varias regiones de Francia actuando, haciendo con ello caso omiso del decreto del 3 de noviembre.
No debemos pasar por alto que las comunicaciones, y por lo tanto la transmisión de noticias, eran lentas y tardadas, más aún si destacamos el estado de efervescencia y agitación que se vivía en el país galo. Hubo, de hecho, muchísimos ciudadanos franceses que no se enteraron, sino hasta muchos meses después, de la trascendental medida que la Asamblea Nacional había tomado en relación al Parlamento, y también hubo, claro está, muchos parlamentarios que haciendo uso de cuanta maña y trampa pudieron, hicieron hasta lo imposible por ocultar la medida adoptada por la Asamblea Nacional.
No eran pocos los clérigos y nobles partícipes de la institución del Parlamento, que consideraban tanto a la propia Asamblea Nacional como a las medidas que tomaba como impasse transitorio forzado por las circunstancias de desconcierto y desorientación que constriñendo mentes y corazones, al tiempo que agitando furias y pasiones, conmovían a todo el reino. Considerando que sería imposible e insostenible para los asambleístas el continuar por mucho tiempo sobre el camino que se habían trazado, más temprano que tarde se verían obligados a volver sobre sus pasos retractándose de todo lo por ellos hecho. Tan aferrados se encontraban aquellos nobles y clérigos parlamentarios a lo que consideraban como inmutabilidad del antiguo régimen, que les resultaba imposible el suponer siquiera que pudiera existir una mejor opción u otra manera de concebir y organizar la justicia. Fueron pocos, realmente muy pocos los parlamentarios que claramente se percataban de la situación, estando plenamente conscientes de que ni los decretos, ni las medidas, ni la misma Asamblea Nacional, constituían algo transitorio que terminaría desbaratándose por sí mismo en un tiempo relativamente corto, sino que muy por el contrario, concebían aquel proceso en su justa dimensión como el nacimiento de una poderosa institución ya iniciado, y que en el corto, mediano y largo plazo, su crecimiento e influencia de poder irían en vertiginoso ascenso hasta hacer desaparecer todas las instituciones del antiguo régimen, incluyendo, claro está, al Parlamento mismo.
Ese pequeño núcleo de parlamentarios no se equivocaba, pero de la misma manera estaba por completo imposibilitado para intentar algo en contra de ese naciente poder, tanto por lo pequeño de su número como por la dispersión de sus miembros.
Los trabajos de la Asamblea Nacional en pos de la organización del Poder Judicial continuaron, y así, para el 22 de diciembre de 1789, el comité de Constitución presentaría, por medio de Thouret, su segundo informe relativo a ese tema. En el preámbulo de aquel informe, Thouret expresó:
El informe del señor Bergasse sobre la organización del Poder Judicial obtuvo los sufragios de la asamblea: el comité de Constitución, habiendo seguido los principios de este informe, llego a varios resultados diferentes, y se congratula de haber encontrado combinaciones más favorables aún para la libertad pública.
La reforma de los abusos en la administración de justicia, ofrece a los representantes de la Nación una gran tarea que cumplir. El comité examinó con mucho cuidado lo que se podía conservar de las instituciones antiguas, y piensa que en esta parte, así como en muchas otras, la regeneración debe ser completa.
Sería superfluo decir cuál ha sido la progresión de los abusos en el orden judicial; con qué imprudencia se ha corrompido la más santa de las instituciones; como el fisco, por no se sabe qué miserable cantidad de dinero, ha desnaturalizado y confundido esta parte del orden público, estableciendo bajo los más frívolos pretextos, tribunales de excepción que debían según ellos aplastar para siempre a los ciudadanos justiciables. Agreguemos que la indulgencia es un deber para con estos antiguos administradores que vivieron en ciertos tiempos poco ilustrados, o hacia los cuerpos que extendieron sus privilegios a costa de los individuos; un generoso olvido de tantas faltas es digno de la asamblea, y el inmenso trabajo que deberá emprender para arreglarlas, no espantará su coraje.
El comité, más o menos se limitó a las leyes constitucionales sobre la organización del Poder Judicial: los detalles serán determinados por reglamentos particulares, y a pesar de este cuidado, su obra abarca una gran extensión. Para facilitar su trabajo, se ha hecho un plan de una simpleza extrema. Primero presentará decretos generales sobre la administración de la justicia, sobre los tribunales y su composición; presentará luego la distribución y la gradación de estos mismos tribunales. Después de haber organizado a los cantones en el orden de la justicia distributiva por el establecimiento de los jueces de paz, pasará a la organización de los distritos y de los departamentos bajo la misma relación; llegará a la de las cortes superiores; de ahí se elevará a la corte suprema de revisión que, manteniendo la ejecución de la leyes y las formas del procedimiento, deberá reemplazar el consejo de las partes cuya composición había sido calculada para otros tiempos y otro régimen. Pero la asamblea no cumpliría en toda su extensión con las funciones de las que está encargada, si ella no asignase a la Nación los medios para castigar legalmente a los cuerpos administrativos y a los jueces que cayeran en la insubordinación, y si la pena legal no llegase sin tropiezo hasta los ministros prevaricadores. Es necesaria, entonces, una Alta Corte Nacional investida de un poder bastante grande para vengar por medio de formas apaciguadoras los atentados contra la Constitución. Esta Alta Corte Nacional cuya composición exige la más profunda atención, consolidará todo el edificio político. En efecto, la perfección del orden judicial está en que la justicia se encuentre, por así decirlo, al alcance de cada ciudadano; que el Rey, iluminado por el pueblo, no se equivoque más en la elección de los jueces; que la desobediencia a las leyes ya no quede impune, y que, desde el fondo de las campiñas hasta los peldaños del trono, el hombre imprudente y temerario que se atreva a faltar a sus deberes, sea reprimido o castigado por una fuerza constitucional e inevitable.
El comité sintió cuán importa devolver a la justicia ordinaria todo lo que se le ha quitado a favor de los tribunales de excepción: examinó escrupulosamente las diversas partes de su competencia queriendo restablecer el orden y seguir los principios, logró, después de penosos detalles, clasificar y poner en su lugar todo lo que a propósito se había desplazado mal, todo lo que se había confundido por ignorancia o por motivos menos excusables aún. Pero es tal la complicación de los asuntos de un gran reino, tal es su inmensa variedad, que los jueces de paz, los tribunales de distrito, los tribunales de departamento y las cortes superiores no podrán, sin graves inconvenientes, juzgar ciertos asuntos de una particular naturaleza. Entonces, el comité propone dar a las municipalidades el juicio de diversas materias de policía, el conservar las jurisdicciones sobre los temas del comercio por doquier en donde sean necesarios o útiles; en fin, el establecer en cada departamento un tribunal de administración que juzgará, según leyes precisas y formas determinadas, los asuntos contenciosos que pueden suscitarse en ocasión del impuesto o relativos a la administración.
Estas reflexiones generales se aplican a todas las partes del plan que será sometido a consideración de la asamblea. Existen otros que el comité le presentará posteriormente sobre los temas de policía, de administración y de comercio, así como sobre el establecimiento de los jurados en materia criminal; tal vez sea necesario que esta última institución, llamada por el patriotismo, sea pospuesta por la sabiduría para adquirir más estabilidad.
El comité suplica a la asamblea creer que no ha perdido de vista esta relación demasiado a menudo olvidada, entre las instituciones políticas y los medios pecuniarios de la ejecución. Calculó en diversas ocasiones, que el servicio entero de la justicia en el reino, no se elevará a los nueve o diez millones empleados hoy para cubrir los emolumentos de los tribunales actuales; de suerte que los derechos de los dominios estatales sobre la expedición de las actas judiciales reemplazadas por impuestos menos onerosos, y el financiamiento de las oficinas de la judicatura, una vez reembolsada, una administración perfecta de la justicia costaría menos a los ciudadanos que lo que les ha costado hasta ahora el régimen abusivo bajo el cual han vivido.
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