Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

De los efectos que en opinión de los autores trajo la organización del Poder Judicial para con el orden nobiliario

El último orden en pié, el nobiliario, fue por igual afectado debido a la organización del Poder Judicial.

En el nuevo orden de administración de justicia que poco a poco iba configurándose, los nobles no tan sólo ya no tenían papel que desempeñar, sino incluso su misma existencia se convertía en una contradicción que ofendía al nuevo criterio que de la justicia se estaba formando en el seno mismo de la Asamblea Nacional constituyente.

La era de oro de la nobleza había, definitivamente, quedado en el pasado, en el recuerdo de la guerra de la fronda, en el estratégico uso que del Parlamento hicieron durante todo el siglo XVII y buena parte del XVIII y en la utilización del jansenismo como elemento de presión sobre el monarca.

El orden nobiliario no pudo, debido en mucho al cúmulo de sentimientos disgregacionistas, antisociales y muy propensos al solipsismo que en exceso pululaban en su seno, aprovechar las oportunidades que se le presentaron para ocupar, desplazando al Rey, la cabeza de Francia. La polisinodia, sin duda alguna su más elaborado y acabado proyecto, fue incapaz de agrupar al orden nobiliario en su conjunto.

De la vieja estructura nobiliaria que ubicaba en primer término al duque, después al marques, al conde, al vizconde, al barón y al caballero, para finales del siglo XVIII tan sólo representaba un recuerdo, una referencia de los inmemorables tiempos del bajo imperio. Mucha, muchísima agua había corrido bajo los puentes desde aquellos antiquísimos tiempos. Ya los duques no eran los vasallos del emperador, ni tenían como vasallos a los condes; ya los marqueses no eran realmente encargados de proteger las fronteras o marcas del reino. El divorcio total, cuasi absoluto entre el orden nobiliario y la Corona hacía ya mucho tiempo que se había producido. El Rey y el orden nobiliario para el siglo XVIII ya no transitaban por el mismo camino; sus senderos y destinos desde tiempo atrás se habían bifurcado. La Corona, empeñada en conformar un orden administrativo propio, muy alejado de la idea original de los contratos privados basados en el derecho de sangre, se empeñaba en conformarlo sin tener ya en cuenta la ley de las viejas costumbres; y los nobles, salvo algunas excepciones, les importaba un comino el retomar el antiquísimo juramento de fidelidad y desempeñarse con oficio en sus respectivas tareas ayudando al Rey y al reino en mantener la cohesión y la unidad en la diversidad. A la inmensa mayoría del orden nobiliario tan sólo le importaba el continuar, hasta la eternidad si ello era posible, aprovechando sus particulares beneficios e inmunidades adquiridas muchos siglos atrás, y en pos de tal objetivo besarían, si ello resultaba necesario, el trasero del monarca en turno.

El minoritario sector del orden nobiliario, cuyos deseos y objetivos en mucho rebasaban el primitivismo acomodaticio de la mayoría de la nobleza, ya para fines del siglo XVIII se habían percatado de que en ese orden nada se podía ya hacer, que perdían miserablemente el tiempo buscando reanimar lo que ya estaba muerto: el sentimiento de búsqueda, de innovación, de cambio. Para finales del siglo XVIII esos pequeños sectores pensantes del orden nobiliario habían ya optado por abandonar aquel mausoleo cuya rancia atmósfera les impedía respirar. Una parte de ellos se inclinó por laborar al lado del monarca en cuanto Rey con pretensiones proabsolutistas; otra parte, la más numerosa sin duda, se inclinó a favor del monarquismo constitucionalista agregándose a la fortísima presencia que esta idea tenía en el seno mismo de la Asamblea Nacional; y otros, los menos, optaron por unir sus fuerzas a los republicanos en sus diversas variantes y campos de acción. Casi nadie de los pertenecientes a aquel sector nobiliario pensante, continuó en el seno de su antiguo orden, y los nobles, aquella punta de barbajanes iletrados, ociosos, de perniciosas y raras costumbres, que se creían y se pensaban soñados porque el tatarabuelo del tatarabuelo de su tatarabuelo algo bueno o positivo había hecho, se quedaron solos, abandonados a su suerte; en su lasciva lujuria, su poltronería exasperante, sus inicuos sentimientos de grandeza, su miserable vida inútil sustentada en un título que ya no decía a nadie nada ...

En la sesión del 19 de junio de 1790, durante el atardecer, varias diputaciones ofrecieron sus respectivos homenajes a la Asamblea Nacional, pidiendo y obteniendo el prestar ahí su juramento cívico. Los vencedores de la Bastilla fueron objeto de un decreto adoptado de inmediato, en donde, de hecho, fueron declarados los primeros héroes de la revolución, y como tal se les concedieron uniformes, armamento completo y su lugar oficial dentro del próximo aniversario de tan simbólica fecha. Una diputación realmente universal se presentó ante la asamblea. Eran americanos, ingleses, prusianos, sicilianos, holandeses, rusos, polacos, alemanes, suecos, italianos, españoles, brabanzones y liejeses de Bélgica, avignoneses, suizos, ginebrinos, árabes, caldeos, etc., etc. Un prusiano, el barón de Cloots, a nombre de aquella singular comitiva expuso un emotivo discurso en el que, entre otras cosas, dijo:

... la trompeta que sonó en la resurrección de un gran pueblo, retumbó en el mundo entero, y cantos de alegría de un coro de veinticinco millones de hombres libres habían despertado a pueblos sepultados en una larga esclavitud ...

La respuesta de la asamblea no se hizo esperar en boca de su presidente, quien, enternecido señaló:

Señores, ustedes vienen a demostrar hoy al universo entero que los progresos que hace una Nación en la filosofía y en el conocimiento de los derechos del hombre, pertenece igualmente a todas las naciones ... Francia se honrará con su presencia en la fiesta cívica cuya asamblea acaba de ordenar los preparativos, pero como premio de este favor, se cree en su derecho de exigirles un testimonio rebosante de reconocimiento.

Después de la augusta ceremonia, regresen a los lugares que les han visto nacer; ¡digan a sus monarcas, digan a sus administradores, sea cual sea el nombre que puedan llevar, que si son celosos de hacer pasar su memoria a la más remota posteridad, díganles que no tienen más que seguir el ejemplo de Luis XVI, el restaurador de la libertad francesa!

Los aplausos atronaron, y entonces un árabe abrió la boca y habló pronunciando un discurso, y cuando hubo terminado, no obstante que de los ahí presentes no hubo nadie que entendiera ni papa de lo que dijo, ello no fue obstáculo para que el presidente de la asamblea, emocionado, le contestara diciéndole que Arabia había dado clases de filosofía a Europa, y que era ella la que, habiendo conservado el depósito de las ciencias exactas, expandió en el resto del mundo los conocimientos sublimes de todas las partes de las matemáticas.

Hoy, terminó diciendo, Francia, queriendo saldar la deuda de Europa, les da clases de libertad y les exhorta a propagarlas en su patria.

Quién sabe si el árabe entendía el francés, quién sabe si supo lo que el presidente de la asamblea le dijo, pero eso a nadie le importaba, y el árabe se quedó con cara de signo de interrogación quizá buscando descifrar lo que había dicho el presidente.

Luego, el señor Alejandro de Lameth, propuso que todos los símbolos y monumentos públicos, símbolos de la servidumbre, fuesen destruidos antes del 14 de julio.

La inmensa mayoría de los asambleístas mostró, mediante prolongados aplausos, su acuerdo con aquella propuesta; tan sólo del lado derecho de la tribuna se alzaron débiles voces de protesta que pidieron, solicitaron casi suplicando, el aplazamiento de la moción presentada.

El señor Gourdan se adhirió a la moción, e instantes después el señor Lambel, asambleísta de Ville-Franche, tomó la palabra para dejar como auténticos ice cream a los pocos asambleístas que pedían el aplazamiento, al decir:

... hoy es la tumba de la vanidad y de todos los monumentos del orgullo. No hay que derribar tan sólo las estatuas, pido que primero sea prohibido a cualquier persona el usar los títulos de duque, conde, marques, barón, y que la asamblea decrete además la abolición de la nobleza hereditaria ...

Los aplausos, hurras, vivas, le impiden desarrollar con amplitud su moción, y los señores De Lameth y De Lafayette, lo apoyan.

El marques de Foncieult objeta diciendo que el título en sí no es mas que una recompensa por un servicio prestado a la Corona. La Fayette vuelve a intervenir para señalar que no obstante eso, de ahí para adelante ya no tiene que haber mas que ciudadanos. El señor de Noailles, uno de los impulsores, como ya lo hemos visto, de la abolición del régimen feudal en la noche del 4 de agosto de 1789, aprueba la suspensión de los títulos nobiliarios y suplica que la asamblea declare que ya no se deba usar la librea, siendo ese un símbolo de degradación para quien la lleve. El asambleísta Le Pelletier de Saint Fargeau, solicita que además de los decretos que son consecuencia necesaria de los principios constitucionales de libertad civil, se necesita agregar uno que estipule que ningún ciudadano pueda llevar otro apellido que el apellido propio de su familia, pues los nombres compuestos con algún lugar, pertenecían, en sí, al sistema feudal, y se usaba el nombre de un lugar porque se era el señor de éste. Termina señalando que al reconocer él ese principio, ¡obedeciéndole yo mismo, firmo mi moción: Louis Michel le Pelletier!

El abad Moury, un conservador ilustrado, se apresura en defender los monumentos y estatuas señalando que la asamblea era digna de elogios en cuanto al regreso a los nombres propios, pero que incluso los romanos conocían las órdenes de caballeros, y que los romanos fama tenían de haber sido un pueblo libre; pero lo realmente interesante de su intervención fue que puso, como comúnmente se dice, el dedo en la llaga al haber expresado una gran verdad:

En Francia, dijo, la nobleza es constitucional; si ya no hay nobleza, ya no hay monarquía.

Y eso, en efecto, era cierto, puesto que teóricamente el Rey representaba el manantial del que devenía la ramificación nobiliaria. Así, la abolición de la nobleza conllevaba implícitamente a la abolición de su fuente, esto es, de la monarquía. Lo único posible para la Asamblea Nacional, si ésta quería guardar las formas, sería el promulgar la derogación de los contratos privados de cuyas cláusulas se derivaban los títulos nobiliarios, logrando así, medianamente, respetar la figura real, puesto que de lo contrario, aboliendo la nobleza, ¿qué futuro le esperaba a Luis XVI?

El señor Mathieu de Montmorency, intervino diciendo que no iba a refutar el discurso del abad Moury, sino que iba a hacer otra proposición: que todos los emblemas y escudos fueran abolidos, que todos los franceses no llevaran, desde ese momento, mas que las mismas banderas, las de la libertad, las cuales ya se encontraban confundidas con las de Francia.

Varios oradores se sucedieron en la tribuna, y hubo aplausos y murmullos de desaprobación. Una parte de los asambleístas, ubicados al lado derecho de la tribuna, pedían siempre aplazar cuanta propuesta o moción se presentase, pero la mayoría decidió que se tenía que llegar a una deliberación. El señor Chapellier redactó, en base al diluvio de mociones y propuestas, un decreto, al que se le agregó la prohibición de los títulos de grandeza, alteza y eminencia.

Entre todas las enmiendas propuestas, la del señor Lavie, no dejó de llamar la atención:

Hijo de refugiado, señaló, propongo que en lugar de los emblemas de la servidumbre que deben ser destruidos, se agregue la revocación de la prohibición del Edicto de Nantes.

No olvidemos que en 1598, Enrique IV promulgó el Edicto de Nantes, mediante el cual se otorgaba libertad de culto a los llamados protestantes, y que en el año de 1685, fue revocado por Luis XIV.

Finalmente los decretos propuestos fueron sometidos a votación, y por supuesto que eso ocasionó berrinches y mentadas de los que proponiendo siempre que todo se pospusiera, veían como les comían el mandado sus contrincantes. El asunto se volvió bastante ríspido cuando grupitos de los asambleístas ubicados a la derecha de la tribuna se parapetaban con el evidente fin de asaltar la tribuna. Otros, enojadísimos, prefirieron abandonar la sesión, pero la mayoría, dispuesta a lo que viniera, apuró al presidente para que pusiera a votación, sin miedo, los decretos propuestos, siendo aprobados por la abrumadora mayoría, y los superminoritarios quedan con un auténtico palmo de narices sin poder impedir lo ya inevitable: la pérdida de los títulos y privilegios nobiliarios.

Después, una agrupación de ciudadanos parisinos se introdujo en el recinto y entregó una placa de bronce rematada con una corona de roble en la que estaba grabado el juramento hecho por los asambleístas en la sesión del juego de pelota el 20 de junio de 1789. La euforia y la alegría se instalaron en la sala. Finalmente, el presidente declaró:

La Asamblea Nacional había prometido solemnemente el año pasado no separarse hasta que la Constitución no fuera enteramente decretada; este juramento lo sostiene y lo sostendrá, ¡yo lo renuevo en su nombre!

Ustedes no nos deben ningún agradecimiento, señores, la Asamblea Nacional no ha hecho más que cumplir; pero es a ustedes, es a los ciudadanos de París, ¡qué digo!, es a todos los franceses que debe su existencia, y a la opinión pública su fuerza. Sostenida por la energía y el coraje que animan la mayor parte de los habitantes del reino, triunfará de todos sus enemigos, y verá pronto el término de sus operaciones. Su finalidad será cumplida; Francia será feliz, y el monumento que va a elevar será el altar alrededor del que se unirán todos los amigos de la libertad.

Y así acabó aquella memorable jornada del 19 de junio de 1790, en la que Luis XVI se vio obligado a tomar parte sancionando los siguientes decretos:

Primer decreto. La Asamblea Nacional decreta que la nobleza hereditaria está para siempre abolida en Francia; que en consecuencia los títulos de marqués, caballero, escudero, conde, vizconde, don, príncipe, barón, vidame (personaje que en la edad media representaba temporalmente al obispo y comandaba sus tropas, NdA), noble, duque, y todos los demás títulos parecidos, no serán ni tomados por nadie ni dados a nadie; que todo ciudadano francés tomará el verdadero nombre de su familia; que no podrá tampoco llevar ni hacer llevar librea, ni tener escudos; que el incienso sólo será quemado en los templos para honrar la divinidad y no será ofrecido a nadie; que los títulos de monseñor y misseñores no serán dados a ningún cuerpo de individuos, así como los títulos de excelencia, alteza, eminencia, grandeza ...

Sin que bajo el pretexto del presente decreto, ningún ciudadano pueda permitirse atentar contra los monumentos colocados en los templos, conventos, títulos y otros informes interesando a las familias o a las propiedades, ni a las decoraciones de ningún lugar público o particular; y sin que la ejecución de las disposiciones relativas a las libreas y a los escudos colocados sobre los coches pueda ser acatada ni exigida por nadie antes del 14 de julio para los ciudadanos que viven en París y antes de tres meses para los que habitan las provincias.

No están incluidos en las disposiciones del presente decreto todos los extranjeros, quienes podrán conservar las libreas y escudos.

Segundo decreto. La Asamblea Nacional, considerando que acercándose el gran día que va a reunir a los ciudadanos de todas las partes de Francia para la federación general, importa para la gloria de la Nación no dejar subsistir ningún monumento que recuerde ideas de esclavitud injuriosas para las provincias unidas al reino; que es de la dignidad de un pueblo libre no consagrar mas que acciones que él mismo haya juzgado y reconocido grandes y útiles, decretó y decreta que las cuatro figuras encadenadas al pié de la estatua de Luis XIV en la Plaza de las Victorias, sean retiradas antes del 14 de julio próximo, y que el presente decreto después de haber recibido la sanción del Rey, será enviado a la municipalidad de París para observar su ejecución.

Tercer decreto. La Asamblea Nacional decreta que las ciudades, burgos, pueblos y parroquias, a las cuales los señores han dado sus apellidos, sean autorizados a retomar su antiguo nombre.

Tres meses y días después, exactamente en la sesión del 29 de septiembre de 1790, cuando la Asamblea Nacional deliberaba sobre los assignats (papel moneda creado durante la revolución francesa, y cuyo valor era asignado en base a los bienes nacionales, NdA), el señor Duval (d´Espreminil), anunció que tenía un proyecto cuya ejecución podía permitir la liquidación de la deuda pública y el restablecimiento de la tranquilidad general, en pocas palabras, salvar a Francia. Le otorgan la palabra, y apenas empezó a hablar, se escucharon, por un lado, carcajadas, y por el otro, reproches del presidente que le prohibe el burlarse de los decretos de la asamblea. El orador insiste, suplica, y por respeto se decide el dejarle hablar. Sus principales propuestas tienden a anular, de hecho, todos los decretos de la Asamblea Nacional. Restauran los privilegios del clero, de los nobles y establecen los Parlamentos como cortes soberanas, entre otras cosas. Ya para terminar, propone que la asamblea vaya a presentar sus respetos a la Reina, y entonces la mayoría de los asambleístas irrumpen en sonoras carcajadas. Sin inmutarse, el orador continúa diciendo que deberá cantarse un te deum en todas las iglesias y, en honor del Rey y su familia, en la catedral. Cuando termina y abandona la tribuna, no faltan quienes piden, a gritos, se envíe el proyecto de aquel decreto al comité de salud o al comité de alienación. Charles Lameth remata proponiendo que el señor Duval sea enviado por quince días a Charenton (lugar en donde está un asilo de locos, NdA).

Después el señor Alexandre Lameth propone que se siga con el orden del día, argumentando que esa clase de proyectos como el presentado por el señor Duval, tan sólo era producto de una imaginación en delirio. Siguieron varias intervenciones al respecto, llegándose, incluso, a proponer que el señor Duval fuera llevado a la cárcel por contrarrevolucionario.

Y ahí quedó ese asunto, en puras mentadas para con Duval, el que quién sabe por qué ocultos motivos externo aquella evidente provocación que tan sólo atrajo una considerable pérdida de tiempo para el trabajo que realizaban los asambleístas.


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