Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar Cortés | Capitulo anterior | Capítulo siguiente | Biblioteca Virtual Antorcha |
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De la organización del Poder Legislativo. Informe del comité de Constitución del 31 de agosto de 1789. Discusión y acuerdos de septiembre de 1789.
La organización del Poder Legislativo constituyó el segundo gran golpe en contra del llamado antiguo régimen, y pudo haber sido más demoledor de lo que fue, si en el seno de la Asamblea Nacional constituyente no se hubiese maximizado la sanción real con la importancia que se le otorgó. Ciertamente, los asambleístas constituyentes bregaban por la conformación de una Constitución en la que la institución monárquica, lejos de ser menoscabada, encontrara en aquel ordenamiento las plenas garantías que permitieran su mantenimiento, así como los cauces de acción que garantizaran su permanencia y desarrollo en cuanto institución imprescindible para la Nación francesa. Esos sentimientos de veneración que los asambleístas compartían hacia la institución monárquica, el tiempo y, claro está, lo que en él ocurriría, sería el encargado de irlos socavando para que finalmente la realidad terminara imponiéndose, dejando al descubierto la malevolencia, hipocresía e incluso la traición de la que el por muchos considerado defensor de la libertad de los franceses, Luis XVI, era capaz de llevar a la práctica. El descrédito de la institución real llegaría, en efecto, tarde, una vez ya promulgada y sancionada la Constitución del 3 de septiembre de 1791, pero la desconfianza hacia la monarquía se presentaría antes de que la Asamblea Nacional constituyente terminara su loable labor, de ahí que en la Constitución que elaboraron, son claros y evidentes los cotos y murallas levantados en torno al monarca, aunque en efecto mucho, pero mucho espacio se le otorgaba gratuitamente, esto es, excesiva capacidad de maniobra para una institución que no había demostrado el merecerla.
Al abocarse la Asamblea Nacional constituyente a la organización del Poder Legislativo, entraba, queriéndolo o no, en el terreno propio y exclusivo del monarca. De hecho, durante el antiguo régimen, la idea central de considerar al Rey como la fuente de toda ley perduró, con altas y bajas, durante toda la edad media y la edad moderna. En sí, desde los tiempos carolingios el Rey era naturalmente considerado como el hacedor de leyes. Ahora bien, resulta evidente que en un periodo de tiempo que se extendió casi por mil años, la función legislativa del Rey observara muchísimas variantes y cambios. En sí, el orden legislativo o cuerpo de leyes del antiguo régimen, basado en un pluralismo sin par, contenía una auténtica revoltura de edictos, capitulares, resoluciones administrativas, particularidades señoriales, etc., etc., elaboradas en tiempos dispares y que sin embargo mantenían similar vigencia.
Ya hemos visto, cuando abordamos el tema de la justicia, la participación de la nobleza y el clero en la elaboración y ejecución de normas particulares; de la misma manera, también observamos la actividad del Parlamento en cuanto institución promotora, revisora y sancionadora de leyes, en sus constantes conflictos con la autoridad del Rey; así mismo mencionamos la cualidad propia del sistema feudal basada en el enrejamiento de una pluralidad de contratos de los que emergía una normatividad jurídica positiva generadora de derechos y obligaciones; y junto a toda esta dispar ebullición normativa generadora indiscutible del orden jurídico en el antiguo régimen, convivía el criterio de la normatividad consuetudinaria, cuyo origen, escondido en remotísimos tiempos, hacía del Rey sujeto sometido a un conjunto de obligaciones y deberes de forzosa obligación para que ocupase, precisamente, el lugar de cabeza del reino. La masculinidad real, la herencia en línea directa, el apego a la religión católica, apostólica y romana, la tolerancia para con los órdenes admitidos, y varios principios más, constituían la base normativa consuetudinaria que otorgaba la legitimidad del Rey, y cuya violación atraía gravísimas consecuencias para la institución real y el reino en su conjunto.
Con el fin de que se comprenda mejor la acción legislativa del monarca, conviene la reproducción de algunos documentos pertenecientes a épocas diversas. Veamos, primero, unos extractos de los Anales Laureshamenses, correspondientes al año 802:
Este año, el señor Cesar, Carlos, permaneció en su palacio de Aix-la-Chapelle, en paz con los francos, sin enemigo; pero recordándose en su misericordia de los pobres de su reino que no podían tener acceso a la plena justicia, no quiso obligar a sus vasallos demasiado pobres a que se transportasen a su palacio para hacerse rendir justicia a consecuencia de los cargos que resultaba de ello, sino que escogió a arzobispos de su reino y otros obispos y abades con duques y condes que no debían recibir servicios de inocentes, él los mandó por todo su reino para que rindan justicia a las iglesias, a las viudas, a los huérfanos, a los pobres y a todo el pueblo. Y en el mes de octubre, reunió un concilio general en el lugar susodicho, y ahí hizo leer a los obispos así como a los sacerdotes y a los diáconos, todos los cánones que el santo concilio recibió y los decretos de los pontífices y ordenó que sean plenamente publicados ante todos los obispos, sacerdotes y diáconos. Asimismo, en el dicho concilio, reunió a todos los abades y monjes que se encontraban presentes, y éstos formaron asamblea entre ellos y leyeron la regla de San Benito (se refiere a San Benito de Aniane, reformador de la regla benedictina, NdA), y los sabios la entregaron a la atención de los abades y de los monjes; y entonces dio esta orden general a todos los obispos, abades y sacerdotes, diáconos y al conjunto de los clérigos, que cada uno viva en su lugar, según las constituciones de los santos padres (de la iglesia), sea en los monasterios o por todas las santas iglesias, y que los canónigos vivan según sus cánones y todo lo que fuera hecho en los monasterios o entre los monjes contra la regla de San Benito, que se le haga enmendar según la regla de San Benito. Sin embargo, el mismo emperador, mientras tenía lugar el concilio, reunió a los duques, a los condes y a todo el resto del pueblo cristiano con los legisladores; hizo leer todas las leyes del reino y conocer a cada hombre su ley y llevar a cabo las correcciones por doquier que fuesen necesarias e hizo poner por escrito la ley enmendada, el todo para que los jueces pronuncien su sentencia según lo escrito y que no reciban regalos, sino para que todos los hombres, pobres y ricos, reciban justicia en su reino.
Ahora, con respecto a las consideradas leyes consuetudinarias, inmutables e inviolables, a las que forzosamente debía someterse el Rey, veamos algunos párrafos de la Memoria a los señores del Tercer Estado de la ciudad y bailiaje de Troyes del 11 de diciembre de 1592:
Primeramente demostrar que el Estado de Francia es monárquico y no puede subsistir sin un jefe soberano, y que por esta causa es necesario proceder a la elección del Rey, sobre lo que los dichos diputados insistirán por encima de todo.
Mucho más cuanto Henry de Borbón que pretende la Corona, y este título de Rey le pertenece por sucesión, es notoriamente herético ...
Que, por los edictos de unión y de reunión de los católicos hechos en los años de 1585 y 1588, es declarado incapaz de la Corona de Francia.
Que siguiendo esto, todo el pueblo católico de Francia, tanto de la iglesia, la nobleza o el Tercer Estado, ha solemnemente y en varias ocasiones jurado no reconocer jamás al llamado Henry de Borbón ni a otro herético o adherido a la herejía, como Rey; lo que debe ser observado como ley inviolable y fundamental de este reino muy cristiano.
Finalmente, conviene el comentar acerca de la figura jurídica del Edicto Real en cuanto potestad legislativa del monarca. Varios famosos edictos, entre los que destacan los de Nantes y Fontainebleau fueron expedidos o realizados respectivamente por los Reyes en turno. Luis XVI, hizo también algunos edictos importantes entre los que sobresale el del 4 de agosto de 1779, cuyo objetivo no era otro que el inicio de la finiquitación de la institución de la servidumbre en Francia.
Ahora conviene el regresar a los trabajos de la Asamblea Nacional constituyente, ubicándonos en su sesión del 31 de agosto de 1789, misma en la que el comité de Constitución presentó, a través del señor Lalli-Tollendal, su informe sobre la organización del Poder Legislativo. No obstante la gran extensión de este documento, consideramos necesario el incluirlo íntegramente debido a su importancia. Helo aquí:
Señores, el cuerpo legislativo, ¿debe estar compuesto de un solo poder?
¿Debe la Asamblea Nacional estar formada por una o dos cámaras?
¿Cuáles serán los tipos de acción y los diversos grados de influencias de las diferentes partes del cuerpo legislativo, si estuviese dividido?
Estas tres preguntas son tal vez las más interesantes que pueden plantearse, de ellas van a depender la estabilidad de sus operaciones, la fuerza y duración de su Constitución, el mantenimiento de esta libertad que ustedes ya han hecho triunfar y la salvación de esta Nación que ustedes están llamados a regenerar.
La primera de estas preguntas, parece estar resuelta de antemano. La división del Poder Legislativo, la reunión del Poder Ejecutivo son los axiomas políticos que la razón y la experiencia han colocado fuera de todo alcance: por doquier donde el Poder Legislativo está en una sola mano, por doquier el Poder Ejecutivo está compartido entre varios, la libertad no puede existir.
No hay necesidad de probar que los representantes de la Nación deben de ser la primera parte del cuerpo legislativo; el todo pertenece originalmente a esta Nación. No hay ningún poder, no hay ninguna función pública que no emane de ella; pudo y debió hacer un reparto; pero ella no pudo ni debió despojarse enteramente; ella se dio su jefe como ella nombra a sus representantes, y sus derechos son tan sagrados para el que admitió compartirlos como para aquellos a quienes ha encargado hacerlos valer.
Sería también superfluo buscar establecer que el Rey debe ser una parte integrante del Poder Legislativo; nos es difícil creer que una sola duda pueda elevarse al respecto y, si se formase una, la rechazaríamos por el razonamiento y por los hechos.
En cuanto al razonamiento, diríamos primero, junto a los más hábiles publicistas, que para mantener el equilibrio de la Constitución es necesario que el Poder Ejecutivo sea una rama sin ser la totalidad del Poder Legislativo; que como la unión entera de estos dos poderes produciría la tiranía, su desunión absoluta igualmente la produciría; que la legislación, si ella estuviera totalmente separada del Poder Ejecutivo, emprendería sobre los derechos de este último y se los arrogaría insensiblemente; que así, bajo Carlos I, mientras continuó observando la Constitución y actuando de común acuerdo con el Rey, el largo Parlamento solucionó varias quejas e hizo varias leyes saludables, pero cuando se fue arrogando para sí mismo el Poder Legislativo excluyendo la autoridad real, no tardó en apoderarse de la administración y las consecuencias de esta invasión y de esta reunión de poderes fue el derrumbamiento de la iglesia y del Estado, y una opresión del pueblo peor de la que se había pretendido librarle.
Diríamos que, siendo una vez reconocida la necesidad de establecer un punto de unión entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo, el Poder Legislativo siendo divisible por su naturaleza, y el Poder Ejecutivo siendo indivisible por la suya, es por consiguiente a la totalidad de este último que debe ser ligada una parte del primero. Agregaríamos que esta parte estando restringida al derecho de aprobar o de rechazar la iniciativa, es decir, la proposición, la discusión, la redacción de las leyes, perteneciente exclusivamente a la Asamblea Nacional, la autoridad real sólo adquiere por ello el medio de impedir el mal, y no el de hacerlo.
Diríamos, al fin, que aquel que está encargado de hacer ejecutar la ley, debiendo ser el primero en someterse a ella, tendremos una garantía de mas de esta sumisión cuando habrá él mismo participado en hacer esta ley.
Pasando luego de los razonamientos a los hechos, diríamos con valor que no tenemos ni siquiera el derecho de poner en entredicho el concurso del Rey en la legislación; que sería un gran error actuar como si nada en la monarquía fuese preexistente en la época en que nos encontramos; que bajo Carlomagno y sus sucesores, el concurso en la legislación pertenecía constantemente al Rey, y que lo ejercía en las asambleas nacionales; que en las asambleas posteriores los representantes de la Nación, librados por sus Reyes de la tiranía feudal, se dejaron incluso llevar hasta abandonarles la legislación entera; que era sin duda un exceso condenable, y que el reconocimiento no justifica la servidumbre, pero que en fin, los Estados Generales de 1355 pusieron como principio que era el Rey el único que podía hacer leyes; que los de 1576, al reivindicar el derecho imprescriptible de la nación, al reclamar el poder de rechazar los edictos del Rey, reconocieron y confirmaron al Rey el poder de hacer estos edictos, y restablecieron a partir de ahí el concurso de la nación y del monarca para la formación de las leyes; pero hasta este día esa doctrina ha formado parte del derecho público de Francia.
Nosotros no examinaríamos hasta qué punto un contrato que ha sido sagrado para tantas generaciones puede vincular a la generación presente. No observaremos, con Blackstone, que la idea que somete indistintamente al enjuiciamiento de la posteridad a todas las instituciones de los linajes precedentes, ha causado más de una herejía funesta en política; nosotros no diríamos con él: nuestros ancestros estaban autorizados a resolver esta importante cuestión; lo han hecho, y en el alejamiento en que nos encontramos de ellos, nuestro deber es someternos a su decisión. Pero partiendo del principio de que la Nación no puede enajenar su voluntad, y que ella puede retomar en un momento lo que ha dado en otro, diríamos que al menos es necesario que haya manifestado una voluntad bien precisa para que sus representantes despojen la prerrogativa real de lo que le pertenece desde tantos siglos, y que aquí no solamente la nación no ha manifestado esta voluntad precisa, sino que incluso ha manifestado una voluntad contraria; que la infinitamente más grande parte de nuestros mandatos prescribe imperativamente el concurso, el común acuerdo de los Estados y del Rey para la formación de las leyes, y lo prescribe como una de las bases de la Constitución; finalmente que debemos establecer este concurso bajo pena de desobedecer a la Nación, de ser repudiados por ella, y de viciar el acta entera de Constitución que vamos a redactar, insertando en ella una cláusula que sería una infracción formal de la voluntad nacional.
¿Pero una vez que todos estos puntos estén convenidos, es suficiente que la legislación sea dividida entre los representantes de la Nación y el Rey? ¿Es necesario o no un tercer poder entre estos dos? ¿La Asamblea Nacional debe ser formada por dos cámaras o por una sola? Segunda pregunta, que parece susceptible de más dificultades que la primera, y que exige ser examinada con más detalle.
No es dudoso que para hoy, que para esta primera sesión, una cámara única no haya sido preferible, y tal vez necesaria: ¡había tantas dificultades que superar, tantos prejuicios que vencer, tantos sacrificios por hacer, tan viejas costumbres por extirpar, un poder tan fuerte que contener, en una palabra, tanto que destruir, y casi todo por crear! Este instante, señores, que estamos tan felices de haber visto, pues es imposible pintarlo, en el que los particulares, los órdenes, las provincias, se han disputado a quien haría más sacrificios al bien público, cuando ustedes se apresuraban todos en masa, en esta oficina para depositar a cual más, no solamente privilegios odiosos, sino también derechos justos que les parecían un obstáculo a la fraternidad, a la igualdad de todos los ciudadanos; este instante, señores, este noble y fecundo entusiasmo que les ha traído, este nuevo orden de cosas que ustedes han hecho nacer; todo esto, ustedes están seguros de ello, sólo ha podido nacer de la reunión de todas las personas, de todos los sentimientos y de todos los corazones.
Pero, ¿será la manera de establecer asimismo la forma de conservarle? ¿El procedimiento que perfecciona no es diferente del que crea? Lo que es necesario para una circunstancia extraordinaria, para una crisis única en la duración de un régimen, ¿no puede esto ser peligroso aplicado a todos los tiempos y al estado habitual de su gobierno?
Al formar la Constitución de un Estado cualquiera, no basta con tener presente a los hombres numéricamente y bajo la relación de sus facultades y de sus derechos naturales; es preciso tenerles presente moralmente, bajo la relación de sus afectos y de sus pasiones, y sobre todo interrogar la experiencia y desconfiar de la teoría tan engañosa en materia de gobierno y de administración.
Es una verdad general e incontestable, que existe en el corazón de todos los hombres una inclinación invencible hacia la dominación: que todo poder es vecino del abuso del poder, y que hay que ponerle límites para impedir que perjudique.
Pero no se trata aquí de límites inmóviles, de límites pasivos, si se permite decirlo; se les nulificaría; leyes aplicadas en una época, olvidadas en otra, no bastarían; es preciso que a una fuerza activa se le oponga otra fuerza activa.
Por otro lado, no hay que dejar a estas dos fuerzas expuestas a estar perpetuamente en conflicto; la desgracia de la sociedad entera sería el triste resultado de estas guerras continuas.
De ahí sigue la necesidad de equilibrar los poderes, de dividir al Poder Legislativo, y la necesidad de dividirlo no en dos sino en tres partes.
Un poder único acabaría necesariamente por devorar todo.
Dos se combatirían hasta que uno haya aplastado al otro.
Pero tres se mantendrán en perfecto equilibrio si están combinados de tal manera que, cuando dos lucharan, el tercero igualmente interesado al sostén de uno o de otro, se una al que esté oprimido contra aquel que oprime, trayendo la paz entre todos.
Así en Inglaterra, durante la ausencia de los Parlamentos, el poder único del monarca fue casi siempre el de un déspota.
La época sangrienta que vio destruir a la cámara de los pares, vio a los demagogos derrocar a la monarquía.Pero desde el restablecimiento del trono y de las dos cámaras del Parlamento, y sobre todo desde el pacto nacional que ha definido sus poderes y sus derechos respectivos, después de la revolución de 1688, ningún país gozó en su interior de una tranquilidad más completa que la que Inglaterra ha gozado; en ninguna otra parte la propiedad ha sido más sagrada; en ninguna parte la libertad individual ha permanecido más intacta; en ninguna parte los derechos de la humanidad y la igualdad política han sido más respetados.
Resulta de estos principios y de estos ejemplos, que las dos cámaras que deben formar con el Rey el triple poder, deben tener cada una un interés particular independientemente del interés general que les es común, y una composición diferente, al mismo tiempo que pertenecen a un mismo todo.
Si ambas estuviesen formadas de manera idéntica, si ellas, no tuviesen un solo objeto de interés distinto, no serían más que un solo cuerpo, más que un solo espíritu, más que un solo poder.
Entonces, sería deseable que el cuerpo legislativo estuviese compuesto de tres partes integrantes: primera, los representantes de la Nación, segunda, un senado y tercera, el Rey.
Los representantes, independientemente de sus propias fuerzas, encontrarían un apoyo de más en la resistencia del senado contra los abusos de la realeza, como encontrasen uno en el poder del Rey contra las pretensiones del senado.
Un senado que no tuviese privilegios útiles, exenciones injustas, sino prerrogativas honoríficas, necesitaría de la cámara de los representantes por los derechos de propiedad, de libertad, en una palabra, por el ejercicio de todos los derechos nacionales que compartiera con ella, y por los lazos de consanguinidad que unirían a los miembros respectivos de las dos cámaras; estaría apegado a la prerrogativa del trono por el resplandor que la suya recibiría de aquella.
En fin, el Rey, que también tuviese su prerrogativa que mantener, a veces contendría al senado por medio de los representantes, y moderaría a los representantes a través del senado.
Así, las tres formas de gobierno, encontrándose mezcladas y confundidas, producirían a una que presentaría las ventajas de todas sin tener los inconvenientes de ninguna; y la Nación, habiendo delegado sus poderes, en la imposibilidad de ejercerlos ella misma, no teniendo nada que temer por parte de ninguno de sus mandatarios, defendida por sus representantes contra la ambición de sus Reyes, defendida por la prerrogativa real contra la ambición de sus representantes, defendida contra los celos de unos y de otros por una magistratura escogida, no pagando impuestos más que los que hubiera consentido, dando poder para ello a sus representantes, no conociendo más leyes que las que hubiese otorgado poder para hacer; gozando pacíficamente de su libertad, de su propiedad, de su industria, en fin, sería la Nación más feliz del universo.
Sí, a partir del principio general del equilibrio de los poderes, nos abocamos luego al examen de todas las combinaciones que pueden resultar de los sistemas de una o dos cámaras, ¡cuántas razones se presentan en apoyo de lo último!
Ya hemos dicho al comenzar, y aquí es el lugar para repetirlo argumentando, que es tan necesario para la tranquilidad, para la libertad pública, que el Poder Ejecutivo, una vez reducido a su justa medida, sea concentrado en una sola mano, como es necesario que el Poder Legislativo se divida.
La unidad, la celeridad, el movimiento, son la esencia del Poder Ejecutivo.
La deliberación, la lentitud, la estabilidad, deben caracterizar al Poder Legislativo.
Una asamblea única corre perpetuamente el peligro de ser llevada por la elocuencia, seducida por sofismas, confundida por intrigas, inflamada por pasiones que se le hace compartir, llevada por movimientos repentinos que se le comunican, detenida por terrores que se le inspiran por una especie de grito público con el que se le inviste, y contra el que no se atreve a resistir sola.
Mientras más numerosa es la asamblea, más aumentan sus peligros; mientras más extendido sea su poder, menos sagaz es su prudencia; llega a tomar una decisión con la entera seguridad de que nadie la apelará.
Pero al existir dos cámaras en lugar de una, la primera dará más atención a sus decisiones, por el hecho de que deben ser revisadas en la segunda; la segunda, advertida de los errores de la primera y de las causas que los haya producido, se prevendrá de antemano contra un juicio erróneo del que conocerá el principio; no se atreverá a rechazar una decisión que le presentará el sello de la justicia y de la aprobación pública; no se atreverá a adoptar una contra la que se elevarán esta misma justicia y esta misma opinión pública, si el asunto es dudoso. De la aceptación de una cámara y del rechazo de la otra, nacerá un buen examen, una nueva discusión y aunque se deba insistir algunas veces en su rechazo si es fundado, de la misma manera que una vez establecida la Constitución, no exista la mínima comparación entre el peligro del ya no tener una buena ley, y el de tener una mala ley de más, habremos alcanzado en este punto el grado de perfección de la que las instituciones humanas son susceptibles de tener.
Una cámara única nunca será atada por sus deliberaciones; y aunque podrá pretender haberse encadenado, ya que ella sola habrá forjado su cadena, ya que ella sola la tendrá en sus manos, ella la romperá todas las veces que querrá; en un momento de exaltación va a hacerle anular bruscamente lo que ella habrá madurado lentamente, lo que habrá lo más prudentemente decretado; de un día para otro, ella revocará la decisión más solemne, extenderá una; restringirá otra; bastará que algunos miembros contrariados en sus opiniones, soporten impacientemente el yugo al que la asamblea se habrá sometido; de repente se encontrará agitada sin saber por qué y será conducida involuntariamente a sacudir este yugo, tal vez el más saludable que haya podido imponerse. Los males que tal organización puede generar son incalculables; la misma Constitución estará en un peligro perpetuo, librada a la inconstancia, al capricho, a todas las pasiones humanas; como no habrá leyes fijas, no habrá costumbres políticas, como no habrá costumbres políticas, no habrá carácter nacional, como no habrá carácter nacional, no habrá libertad; el pueblo recaerá en la servidumbre, en la más vergonzosa de todas las servidumbres, aquella que sacrifica la multitud a las pasiones móviles de un pequeño número de hombres.
En vano, para prevenir este peligro, se propone establecer que las Asambleas Nacionales ordinarias no podrán tocar a la Constitución y que en un periodo determinado, cada veinticinco o cada cincuenta años, una asamblea extraordinaria se verificará para revisar esta Constitución, reparar las brechas que se le hayan podido haber hecho, y hacer los cambios que la experiencia habrá demostrado que son necesarios.
Este sistema puede satisfacer en el primer instante; esta pretendida inmovilidad de la Constitución, esta impotencia aparente en la que estaría el mismo cuerpo legislativo para afectarla; esta clase de jubileo nacional, en la que la legislación sería purificada en épocas fijas, de todas las impurezas que habría contraído durante un cierto número de años; todas estas ideas pueden presentar un conjunto seductor en el primer vistazo; pero cuando se les profundiza, uno se da cuenta que no salvan de ninguno de los peligros previstos, y que generan otros nuevos.
1º Suponiendo que tal orden de cosas pueda establecerse, ¿no sería aniquilar en alguna forma el poder de las asambleas ordinarias? ¿No sería poner trabas al menos a la mayoría de sus operaciones? Son pocos los temas, son pocas las leyes que, por un punto o por otro, real o aparentemente, no puedan integrarse a la Constitución. Cada vez que una ley sea propuesta, el hombre injusto que le temerá, el hombre precavido que no la apreciará, el hombre corrompido que habrá prometido hacerla fracasar, se reunirán para decir que esta ley viene de la Constitución, que la asamblea ordinaria no puede ocuparse de ella sin exceder su poder; se discutirá eternamente; cada asunto se encontrará multiplicado, porque habrá primero que decidir si se puede ocupar de él, y la contradicción, inflamando los espíritus, se acabará en un no querer nada o en atreverse a todo.
2º ¿Se puede creer que un tal orden de cosas pueda establecerse? ¿Que las asambleas ordinarias puedan ser así restringidas? La regla que haría al respecto la Asamblea Nacional hoy existente, ¿quién impediría a la Asamblea Nacional futura de infringirla? ¿Quién se lo impediría en el derecho, cuando tuviese el mismo título? ¿Quién se lo impediría en el hecho cuando una asamblea única y por consiguiente constituyese un poder ilimitado?
3º ¿Qué peligro es éste de exponer al Estado, por una parte, a una degradación habitual, y por otra, a sacudimientos periódicos que cada vez podrían romper la acción del Poder Ejecutivo, quebrar todos los brazos del gobierno y arrastrar tras de ellos todos los males de la anarquía? ¿No es más simple que un cuerpo legislativo permanente, organizado de manera a poder conservar, a poder perfeccionar, y de ninguna manera a poder destruir, vele incesantemente sobre la Constitución? Y, ¿es preferible dejar caer un edificio en ruinas, para levantarlo de nuevo en épocas fijas, que mantenerle continuamente haciendo las reparaciones a medida que se vuelven necesarias?
No es que no sintamos la necesidad de traer grandes trabas a todas las modificaciones de las leyes constitucionales; pero, en el espacio de un tiempo dado se puede arruinar la Constitución por falta de un cambio, de la misma manera que se puede arruinarla con demasiados cambios: es preciso que no sea ni fácil ni imposible tocarla en cualquier momento que sea. La más fuerte de todas las trabas es la composición de un cuerpo legislativo en donde la reunión de tres partes sea necesaria para modificar o hacer una ley constitucional; y tal es la diferencia de una o de dos cámaras, ya que, incluso con precauciones, no se podrá salvar la Constitución de las acciones de una cámara, y que, incluso sin precauciones, no tendrá nada que temer de las acciones de dos cámaras y de tres poderes.
La Asamblea Nacional, se dice, incluso formada en una sola cámara, no será ni poder único ni poder ilimitado; no podrá pasarse del concurso del poder real, y ahí encontrará límites.
Esta objeción contra el sistema de las dos cámaras, se cambia aún en argumento para él, y es aquí precisamente uno de los más grandes peligros de la cámara única.
Preguntan si el Rey, como parte del cuerpo legislativo, ¿no estará expuesto sin cesar a ver toda su influencia rota por la reunión de todas las voluntades en una sola cámara nacional?
Si él cede, entonces, ¿en dónde estarán los límites del poder de la cámara? Es preciso poner al pueblo a salvo de todas las especies de tiranía: Inglaterra ha sufrido de su largo Parlamento tanto como con ninguno de sus Reyes déspotas.
Si él resiste, sólo será haciendo intervenir al Poder Ejecutivo: y ya sea que lo logre, o que fracase, ¡qué espantosa fuente de calamidades públicas!
En tal estado de cosas, la Corona, sintiendo su debilidad, no teniendo casi nada que perder, y sólo arriesgando ganar, ¿no estará interesada en espiar todas las ocasiones, aprovechar todos los medios para conciliar, para embrollar, para corromper la Asamblea Nacional y para alterar alguna parte de la Constitución? Ahora bien, ¿no es ahí precisamente lo contrario de la finalidad que debe proponerse todo sabio legislador? El último grado de perfección de una Constitución, ¿no es de distribuir de tal manera todos los poderes entre los que deben estar investidos de ellos, que cada uno, teniendo suficiente con sus medios y debiendo estar contento con su parte, respete la de los demás para que se respete la suya y esté interesado en el mantenimiento de la Constitución que las garantiza todas?
Aún más, ¿no es soberanamente prudente evitar, al precio que sea, el peligro siempre incalculable de poner el depositario de la fuerza pública enfrentado con el cuerpo legislativo? ¿Cómo evitarlo si no hay intermediario? Uno se queda pasmado de admiración cuando se considera que desde hace un siglo, el Rey de Inglaterra sólo ha hecho uso de su negativa una sola vez, y que todo ha sido combinado con tal prudencia, con tal previsión, que los proyectos de ley susceptibles de presentar inconvenientes, han expirado entre las dos cámaras sin llegar hasta el trono. La prerrogativa real, atacada en varios de sus puntos, ni siquiera tuvo necesidad de mostrarse para ser preservada: los comunes la han defendido contra los pares, bajo Guillermo III y Jorge I, como los pares la habían defendido contra los comunes bajo Carlos II. El trono, mantenido inquebrantable en medio de estas diversas tentativas, no teniendo ni siquiera lo odioso de una resistencia directa, se ha vuelto más favorable y más sagrado por la moderación, por el amor de los sujetos, quienes solos habían reafirmado sus fundamentos, y la libertad del pueblo no ha ganado menos por ello que la dignidad del príncipe; si hubiese habido una cámara menos en el cuerpo nacional, Inglaterra se hubiese otra vez ensangrentado bajo estos tres reinos.
Una vez más fue un bello movimiento aquél que llevó las dos cámaras del Parlamento británico a despojarse ellas mismas de varias partes del Poder Ejecutivo que se les habían entregado en tiempos de disturbios, y a restituirles de la prerrogativa real. ¿Y en qué momento, y por cuál motivo? ¿Era para engrandecer a un Rey que les dominaba por el ascendente de su ingenio o de su fortuna? No, este Rey era su obra; acababan de volverle a poner en el trono sangriento de su desdichado padre. ¿Estaban ellas entumecidas por una indiferencia culpable para con la libertad? No, pues en el mismo tiempo aprobaban esta acta de habeas corpus, cuyo sólo título inspira un respeto religioso, y que es la esencia misma de la libertad inglesa. Pero el mismo motivo presidía tanto a una como a la otra acción; era para defender la libertad que hacía sancionar por el Rey el bill (proyecto de ley sometido al Parlamento de Inglaterra, y que una vez aceptado se convierte en un act, NdA), y también, era para defenderla, que ellas reunían en la mano del Rey la totalidad del Poder Ejecutivo; al quitar al monarca todo medio de tiranía, ellas no querían reservarse ninguno: el pueblo acababa de ser oprimido por el Parlamento, quien a su vez lo había sido por el ejército; ellas querían defender al pueblo contra ellas mismas; ellas querían prevenir todas las objeciones y encadenar a todos los opresores.
No pretendemos establecer una comparación entre Francia y Los Estados Unidos de América; sabemos que sería hacer un extraño abuso del razonamiento y de la palabra el querer asimilar dos pueblos y dos posiciones tan diferentes. Por un lado una república federativa formada de trece repúblicas nacientes en un mundo nuevo, tres millones de habitantes, es decir, quinientos mil jefes de familia, casi todos propietarios agricultores esparcidos, ningún enemigo que combatir, sin vecinos que temer; costumbres simples, necesidades limitadas; por otro lado, una antigua monarquía en el viejo mundo, veintiséis millones de hombres, de los cuales, a lo mucho, dos millones de propietarios de tierras; una población amontonada, siempre con vecinos y con rivales; a menudo enemigos exteriores, y como enemigos internos prejuicios, necesidades, todo lo que es consecuencia de ello y todo lo que debe ser el freno. Pero si estos americanos, ellos mismos, en tan pequeño número, y en su naciente conformación no han podido conservar este gobierno simple y esta unidad de poder que habían querido establecer; si sus publicistas han hablado como nosotros; si el señor Adams escribió, que no había buen gobierno, ni Constitución estable, ni protección asegurada para las leyes, las libertades y las propiedades de los pueblos, sin el equilibrio de los tres poderes; si el señor Livingston hizo la confesión literal de que varios cuerpos legislativos americanos aunque en actividad desde hace muy poquito tiempo, habían ya sido apresados por esta sed de poder tan peligrosa; si el señor Livingston dijo que el reparto en dos cámaras separadas no constituía aún un recurso bastante eficaz; que estas dos cámaras distintas no fallarían en invadir los terrenos del Poder Ejecutivo; que era necesario confiar al Poder Ejecutivo y Judicial un freno sobre el Poder Legislativo, lo que significaba introducir cuatro poderes en lugar de tres, si los americanos iluminados por sus publicistas, convencidos por una pronta experiencia, han casi todos adoptado los tres poderes en su cámara de representantes, su senado y su gobernador, la necesidad que han reconocido, ¿no es una demostración invencible de la necesidad a la que debemos ceder? ¿Nos sorprenderíamos que una vez admitido el principio se encuentren algunas modificaciones diferentes en su aplicación? ¿Se cree, por ejemplo, que una Corona hereditaria, y que un gobierno de tres años de duración, no deben atraer combinaciones diversas?En fin, entre los pueblos antiguos como entre los modernos, todos los que únicamente han sido sometidos a una sola autoridad se han arrastrado en la servidumbre; los gobiernos divididos en dos no han dejado de ser agitados por disturbios y convulsiones; los que sin aún haber descubierto el medio valioso de la representación, han conocido el equilibrio de los tres poderes, se han mantenido en la paz y en la libertad. En Esparta, la autoridad estaba dividida en tres ramas, y los espartanos han sido durante largo tiempo nombrados el pueblo más feliz de la tierra, mientras que los atenienses diez años después de las leyes de Solón, estaban ya cansados de las divisiones entre el areópago (tribunal superior de la antigua Atenas, NdA), y las asambleas del pueblo. Roma, siempre partida entre el Senado y el pueblo, entre los cónsules y los tribunos, casi nunca pudo tener la paz en su recinto más que yendo a buscar la guerra fuera; se ha visto sin Cesar, obligada para defender su libertad, vedarse mil déspotas pasajeros, unas veces bajo el nombre de decenviros (antiguo magistrado romano que servía de consejero a los pretores, NdA), otras veces bajo el nombre de dictadores, y acabó por tener uno perpetuo bajo el nombre de emperador. Cartago, su rival, que había dividido la autoridad en tres partes, que había distribuido los poderes entre sus sufetes (nombre de los antiguos magistrados supremos de Cartago, de Tiro, etc., NdA), su senado y sus asambleas del pueblo, Cartago gozó durante cinco siglos de una tranquilidad interior que casi nunca fue perturbada, feliz por su libertad, por sus riquezas, por su comercio.
Tal vez no hayamos dicho todo; pero creemos haber esclarecido lo bastante la segunda pregunta que debíamos examinar; y, al someterles, señores, nuestra opinión, no dudamos en pronunciarla. Estamos convencidos de que la Asamblea Nacional debe estar compuesta de dos cámaras, una llamada cámara de los representantes y la otra senado.
Aquí se presentan varias preguntas colaterales a la principal:
Primero, ¿cómo estará compuesta la cámara de los representantes?
La respuesta no es difícil; estará compuesta de los diputados elegidos libremente y en común, siguiendo las circunscripciones, en las proporciones y con las condiciones que serán determinadas por la Asamblea Nacional.
Se ha pensado que el número de seiscientos diputados sería el más grande que se pueda admitir, queriendo evitar la pérdida de tiempo y el tumulto de las deliberaciones; y por otro lado ha parecido imposible disminuirlo en relación a la extensión de la Nación.
Pareció deseable que los diputados alcanzasen la mayoría de edad: nunca serán llamados a tratar mayores intereses; la juventud tiene tal virtud que puede llegar a ser un gran defecto en asuntos públicos; en resumen, es difícil que la ley se haga por quien la ley encadena, y el acordar la facultad de disponer de la existencia de veintiséis millones de hombres junto con la imposibilidad de disponer de sus propios bienes. Se opone que la elección sólo debe ser llevada a cabo por medio de la confianza; pero es una pequeña parte de la sociedad que escoge, y a quien escoja influirá sobre la sociedad entera; la sociedad entera tiene entonces el derecho de prescribir las condiciones de una elección por la que ella corre los riesgos.
Se trata de saber si una propiedad debe ser o no exigida en un representante de la Nación. Las dos proposiciones contrarias han sido sostenidas por personas igualmente esclarecidas, igualmente amantes del bien público y que, de una parte y otra, creyeron hablar en nombre de la justicia y de la libertad. Parece sin embargo difícil negar que el hombre más independiente es el más apto para defender la libertad; que el hombre que es el más interesado en la conservación de un país, es el que servirá mejor; que el hombre que más temerá a la vindicta pública, es el que menos traicionará el interés público: ahora bien, ¿cuál es el más independiente, el que posee o el que no posee? ¿Cuál es el más interesado en la conservación de un país, aquel cuya propiedad, cuya existencia están arraigados al suelo de este país, o el que dejándolo no añorará nada? ¿Cuál debe temer más de la vindicta pública, aquel que ella puede desposeer para castigarlo por su prevaricación, o aquel que sustrayéndose por la huida, podrá desafiar el justo resentimiento de los ciudadanos que haya traicionado?
¿No podríamos, para restringir lo menos posible la esperanza, tomando en cuenta que es doloroso arrebatar al mérito lo que la fortuna no ha favorecido, exigir una propiedad inmobiliaria cualquiera en un representante de la Nación? Sería menos riguroso que los ingleses, e incluso que los americanos, quienes, al exigir, esta propiedad, determinaron su valor.
Segundo, ¿de qué manera estará compuesto el senado? ¿Estará formado de lo que se llama ahora la nobleza y el clero? No, sin duda; sería perpetuar esta separación de órdenes, este espíritu de corporación, que es el mayor enemigo del espíritu público, y que un patriotismo universal participa hoy en apagar.
Además, el número de sus miembros debería estar infinitamente limitado; no sería un derecho de representación que ellos ejercerían, sería una magistratura política y judicial al mismo tiempo, inherente a su persona.
El senado estaría entonces compuesto por todas las clases para quienes sus talentos, sus servicios, sus virtudes, abrirían su entrada.
Su número podría ser fijado en doscientos; no podría ser admitido nadie antes de la edad de treinta y cinco años; sería necesario tener una formación a toda prueba; que esto fuese una recompensa merecida y no un estímulo dado al azar y aún menos un favor arbitrario.
Una propiedad territorial sería necesaria para ser elegido; ésta debería estar determinada: la Asamblea Nacional fijaría su valor.
Tercero, ¿en quién recaería el derecho de nombrar a los senadores?
¿No sería darle demasiado al Rey el atribuirle el derecho de nombrarlos el solo?
Sin duda el Rey es por su título la fuente de los honores y de las dignidades; sin duda, y es preciso repetirlo, no para el interés de los Reyes, que ya no se adula, sino para la felicidad de los pueblos, que no se debe confundir, la autoridad real una vez restringida en sus justos límites, una vez puesta en la imposibilidad de abusar, no se le puede consolidar sobre fundamentos demasiado inquebrantables, no se puede apresurarse demasiado en proporcionarle todos los medios que necesita para conservarse intacta, y para cumplir con el mandato que recibió de la sociedad: además de que es justo que aquel que tiene la responsabilidad de castigar se le consuele de ello con la facultad de recompensar, es necesario que el individuo que por sí sólo debe contener millones de hombres, tenga todas las fuerzas morales que puede compensar esta disposición física.
Pero hay un principio que debe reconocerse antes de todo: es que esta dignidad, que acarrea funciones nacionales, no puede conferirse sin el concurso de la Nación.
La nominación de los senadores, ¿no podrá ser compartida entre el Rey y los representantes o bien entre el Rey y los Estados provinciales, de manera que el Rey escoja un candidato sobre la presentación que le será hecha de varios, ya sea por los representantes ya sea por las provincias?
Cuarto, ¿esta magistratura, esta dignidad senatorial, sería para un tiempo limitado? ¿Sería de por vida? ¿Sería hereditaria?Para un tiempo limitado, ¿no fallaría en su fin? ¿Podría adquirir esta consistencia, formarse este espíritu, encontrar este interés distinto, necesario para poner un peso de más en el equilibrio político? ¿No serían, como se ha dicho, en lugar de dos cámaras, dos oficinas de una misma cámara?
De por vida, esos diferentes objetos podrían ser realizados; pero, ¿no se tendría que temer otros inconvenientes? ¿Las mutaciones no serían demasiado frecuentes? El Rey, que debe tener medios de influencia, ¿no tendría demasiados? ¿El renuevo continuo de este senado no alentaría, ya en su seno, ya en su entrada, demasiada ambición, demasiado movimiento, demasiada actividad?
El que, por el poder de la ley está seguro de transmitir su dignidad al primogénito de sus hijos, ¿no es él más independiente que aquel que, investido de una dignidad vitalicia, quiere aprovecharla para difundir sobre su familia gracias de otra índole?
Por otro lado, es una fuerte objeción contra la herencia, que un individuo nazca investido de una magistratura judicial y política, por consiguiente dispensado de merecerla, y seguro de ejercerla, incluso sin capacidad para cumplirla.
Después de haber examinado y sobrepesado todos los inconvenientes de cada parte, tal vez encontraremos que hacer nombrar los senadores por el Rey sobre la presentación de las provincias, y sólo hacerles nombrar de por vida, sería aún el medio más idóneo para conciliar todos los intereses: la influencia del Rey existiría, sería moderada, y el príncipe sería satisfecho por la participación que la Nación tendría en la nominación; el senado no estaría nunca compuesto más que de ciudadanos escogidos y sin embargo la duración de esta magistratura que sería de por vida, la perpetuidad de este senado, que sólo se renovaría insensiblemente y por individuos, formarían los matices necesarios para diferenciar las dos cámaras tanto cuanto sea necesario sin volverles extrañas la una de la otra.
¿Cuáles objeciones se podrían hacer contra este senado? Es imposible entrever ninguno de los peligros en la aristocracia.
¿Qué es la aristocracia de doscientos senadores tomados de entre todas las clases de ciudadanos que no tendrían poder independiente, y que se encontrarían colocados entre un monarca y los representantes de veintiséis millones de hombres?
La aristocracia que se debe temer es la que divide a una Nación en varias naciones; que separa familias de otras familias; que reclama privilegios, exenciones; que se apropia exclusivamente de los empleos públicos; que pretende hacer respetar hasta sus crímenes y que impide a la ley castigarlos.
Pero, señores, fijen un instante sus miradas sobre Inglaterra; digan si la justicia, si la misma razón permiten concebir el temor a la aristocracia. ¡Qué diferencia, sin embargo, entre su cámara de los pares y el senado que les es propuesto! El número de sus pares es indeterminado; el de nuestros senadores sería limitado; sus pares son nombrados sólo por el Rey; nuestros senadores serían nombrados por la Nación y el Rey; sus pares son hereditarios; nuestros senadores serían, a lo mucho, de por vida. Y bien, señores, incluso con estas diferencias, que estarían totalmente a nuestro favor, busquen en Inglaterra uno solo de los males que se pueden temer de la aristocracia; vean en la cámara de los comunes, los hijos, los hermanos de todos estos jefes de familia, quienes, investidos de una magistratura personal ocupan un escaño en la cámara alta; vean en el ministerio, en el ejército, sobre la flota, si el título de par es preferente: el hijo del Rey, desde hace siete años, corre los mares, comenzó por el último empleo de la marina y hoy sigue siendo capitán de una fragata. Ahí los empleos llaman al mérito; ahí se ignora este odioso nombre de advenedizo, quien en otros países ha sido durante largo tiempo el alimento del orgullo y un insulto a la virtud y a la humanidad. El canciller York era el oráculo de Inglaterra, y la extrema simpleza de su origen se agregaba al respeto tenido hacia su persona. Lord Ferrers, en un acceso de cólera mata a uno de sus domésticos; es juzgado y condenado al último suplicio. Bajo la Reina Ana, los comunes comprometen la libertad del pueblo por el despotismo que quieren ejercer sobre la elección de sus miembros; la libertad del pueblo se salva por los pares. Sólo citamos un ejemplo por cada tema, señores, podríamos citar mil. Que se nos muestre un país sobre la tierra en donde el respeto para con los derechos del hombre sea más profundamente sentido y más religiosamente observado.
Se opone que estos senadores no siendo los representantes del pueblo, no puedan ser nada en el Poder Legislativo, ¿pero no es esta una disputa de palabras? No serían los representantes del pueblo; sino serían sus mandatarios; el pueblo les habría confiado una parte del poder que le pertenece; sería siempre en virtud de una voluntad común enunciada primitivamente, que ellos tendrían el derecho de ejercer esa voluntad particular en la formación de las leyes.
Es tiempo de pasar a la tercera pregunta principal: ¿cuáles serán la clase de acción y los diversos grados de influencia de cada parte del cuerpo legislativo?
Sería al Rey solo, al tener una existencia separada y perpetua, que correspondería el derecho de convocar al cuerpo legislativo y no podría dispensarse de ello en las épocas señaladas en la Constitución; sería él quien pondría esta gran asamblea en ejercicio o en receso, conforme a las leyes; podría no solamente prorrogarla, sino disolverla siempre y cuando en el instante mismo convocase una nueva.
La cámara de los representantes tendría, como la de los Estados americanos y como los comunes de Inglaterra, el derecho exclusivo de deliberar sobre los subsidios; de fijar su extensión, su duración, su modo en base a la solicitud hecha por el Rey. El senado sólo podría consentir o rehusar pura y sencillamente, el acta que le enviarían los representantes; a estos últimos solos pertenecería no solamente la deliberación primera, sino incluso la entera redacción de toda ley, y esta fuerza irresistible, perpetua, siempre renaciente en un Estado, nunca pertenecería a otros más que a la Nación.
El senado sería un tribunal supremo de justicia, pero en un solo caso: es ante el que serían perseguidos, es por el que serían juzgados públicamente todos los agentes superiores del poder público, acusados de haber infringido la ley. La cámara sola de los representantes podría intentar la acusación; todo particular e incluso todo cuerpo sólo podría denunciar ante los representantes fundamentándola, pero éste no es el momento de entregarse a la discusión que podría generar.
La política interior de cada cámara le pertenecería privativamente.
Por lo demás, toda otra acta, toda acta de legislación, podría nacer indiferentemente en una u otra cámara: se debe evitar que una de las dos tenga siempre ventaja sobre la otra para ejercer una censura continua; una buena ley no debe morir porque la idea hubiese surgido en el senado y no entre los representantes; es preciso que exista entre las dos cámaras una noble emulación sobre quién servirá mejor al Estado, y un respeto recíproco mantenido gracias a la idea de que están destinadas a juzgarse mutuamente.
El acta aprobada en una cámara, sería llevada a la otra. Después del consentimiento de las dos, sería presentada a la sanción real. Sería necesaria la reunión de las tres voluntades para hacer una ley: sin el acuerdo de las dos cámaras, el acta ni siquiera sería anunciada al Rey; sin la sanción del Rey, el acuerdo de las dos cámaras no habrá producido nada.
¿Pero la sanción del Rey será el único acto de autoridad legislativa que pueda ejercer? ¿Será ella la única clase de participación que pueda tener en la formación de las leyes? Esta cuestión ha dividido buenos espíritus y buenos ciudadanos.
Nos hemos decidido por la afirmativa.
En vano, los partidarios de la opinión contraria, dicen que el Rey debe poder alternativamente o sancionar una ley que será presentada por la Nación, o proponer una ley que será consentida por la Nación; que lo que importa es que una sola voluntad no basta para determinar el destino de un pueblo entero; que el que investido del Poder Ejecutivo, o que, encargado del gobierno, abrace todas las partes del gran conjunto, es aquel que debe incomparablemente conocer mejor cuáles leyes son necesarias y cuáles leyes son abusivas.
Motivos mucho más potentes nos han determinado en el reparto que hemos hecho de la autoridad legislativa.
¿Qué es la ley? La expresión de la voluntad general; ella debe entonces nacer en medio de los representantes de todos.
Aquel que ha concebido el proyecto de una ley, que ha redactado todos sus artículos, puede tener una idea que nadie entiende, puede tender una trampa tan bien cubierta que ningún ojo la perciba: la Nación podría caer en los embustes de un ministro ambicioso y pérfido.
Sabemos bien que el gobierno tendrá siempre un instrumento, un órgano; pero la obligación de buscar éstos, la dificultad que tendrá algunas veces para encontrarlo, siempre serán dificultades de más y posibilidades de menos para él; todos sus proyectos, por otra parte, serán discutidos entonces con libertad, con igualdad, con imparcialidad. Si en lugar de esto, se le permite al trono someter una ley directamente a la aprobación de la Asamblea Nacional, a veces será debatida con reserva, lo que será un mal, pues las deliberaciones deben ser libres, otras veces será criticada sin contemplaciones, lo que será otro mal, pues la majestad real no debe ser comprometida.
Si el gobierno tiene una vez la iniciativa, siempre la tendrá. Instruido muy prontamente de lo que ocurre en todo el reino, siempre tendrá una ley lista para el momento; el pueblo se acostumbrará a recibirla de él; cambiará el sentimiento de su poder en un sentimiento de sujeción y de dependencia; una época vendrá en la que el ministerio mezclará las trampas con las buenas acciones, y en donde la Nación perderá su libertad por haber abandonado su derecho.
Nosotros no hemos dudado entonces en pensar que la iniciativa, la proposición, la disección, la redacción de la ley, deben pertenecer a las dos cámaras, y la sanción única al Rey. Hay mas, no hemos pensado hasta aquí la prerrogativa real más que bajo sus lazos de utilidad pública; pero al considerar incluso bajo el lazo de quien está revestido por ella, y rindiendo este homenaje a las virtudes del príncipe que nos gobierna, permitirnos un solo pensamiento del que es personalmente objeto, cuando el interés de la Nación reclama todas nuestras facultades, gustamos decirnos que si compara el último estado de las cosas con el que nos proponemos establecer, debe encontrar sus prerrogativas infinitamente realzadas. Ciertamente, es un empleo más noble, es un destino más grande para un hombre de poner, por su voluntad particular, el sello de la ley a la voluntad general, que de someter proyectos de ley a las eternas discusiones, a las críticas amargas y a los rechazos desdeñosos de trece corporaciones aisladas, que habían llegado hasta el punto de atribuir a su consentimiento la virtud legislativa, y que llamaban la sanción del registro.
Finalmente se plantea una última e importante pregunta. Esta sanción que será la participación del Rey en el Poder Legislativo, ¿será indispensablemente necesaria a la ley? ¿Podrá rechazarla? ¿Tendrá una negativa, un veto? ¿El senado tendrá uno? ¿Este veto será ilimitado o suspensivo?
Esta pregunta, debiendo ser objeto de un trabajo particular, nos limitaremos a plantear aquí los principios generales.
Después del más profundo examen pareció a la pluralidad de entre nosotros que solicitar que el Rey tuviese un veto ilimitado, equivalía a pedir que tuviese una sanción.
Si debe haber un término en que la Asamblea Nacional pueda no recurrir a la sanción real, esta sanción no existe; el Rey no es parte del cuerpo legislativo.
Si la sanción no existe, si el Rey no tiene veto ilimitado, si no es parte del cuerpo legislativo, entonces no hay cómo salvar la prerrogativa real; no hay obstáculo insuperable a las empresas del Poder Legislativo sobre el Poder Ejecutivo, en lo que se refiere a invasión y confusión de los poderes, por consiguiente al derrumbamiento de la Constitución y a la opresión del pueblo.
Una vez las leyes remitidas a la disposición de los representantes del pueblo, una vez la Constitución fijada, ¿qué podrá temer el pueblo del veto ilimitado que esta Constitución hubiera dado al Rey?
Una nueva ley será propuesta; sería ventajosa para la prerrogativa real, le será indiferente, o le será perjudicial.Si resulta ventajosa, el Rey irá a su encuentro; si indiferente, el Rey no tendrá interés para impedirla; habrá un interés contrario; los mismos malos Reyes desean que buenas leyes hagan prosperar su reino; si resulta perjudicial, entonces no solamente es bueno sino necesario que el Rey pueda impedirla, que pueda preservar la Constitución en la cual su prerrogativa real habría sido calculada no para la ventaja del monarca, sino para la de los súbditos.
Que si el Rey hiciese uso de su negativa en los dos primeros casos; si usase el veto contra una ley indiferente o ventajosa para su prerrogativa, ciertamente sería preciso que esta ley fuese mala para que prefiriese comprometer su descanso y sacrificar su interés en vez de dejarla aprobar; entonces, más que nunca, habría que admitir, y esto no sería suficiente, habría que bendecir el veto que impediría su existencia.
Tampoco se concibe cuáles temores podría inspirar el veto del senado; su resistencia tendrá siempre como finalidad, o defender a los representantes de la Nación contra las acciones del trono, o defender la prerrogativa del trono contra las empresas de los representantes, o defender la conservación de sus propios privilegios; en todos estos casos mantendría la Constitución.
¿Cuál sería la existencia del senado, de qué consideración gozaría, qué influencia tendría, cómo podría romper, desviar el choque entre los representantes y el Rey, en fin, qué equilibrio, qué unión podemos esperar entre las dos cámaras, si ellas no tienen una sobre otra un veto ilimitado?
En dos palabras, si se le quita al Rey el veto ilimitado, con mucha más razón se le quitará al senado, entonces ahí está la cámara de los representantes, poder único y sin límites.
Si al dejar al Rey el veto ilimitado, se le quita al senado, entonces ahí están el Rey y la cámara de los representantes expuestos perpetuamente a enfrentarse.
Que en las constituciones americanas los gobernadores respectivos de los trece Estados no tengan más que un veto suspensivo, esto puede ser adaptado a su posición; estos gobernadores son pasajeros; tienen aproximadamente doscientos treinta mil hombres que gobernar; su prerrogativa no necesita ser mantenida con gran rigor; tienen tantos defensores de esta prerrogativa como hay de ciudadanos que esperan pronto sucederles en su empleo: pero que se parta de ahí para creer que este mismo veto baste a un monarca hereditario, a un Rey que tiene veintiséis millones de súbditos que gobernar, cuya prerrogativa es perpetuamente envidiada y que necesita el ejercicio más activo, es lo que siempre causa un nuevo asombro.
Sería posible probar que en último análisis, poner en tela de juicio si el veto del Rey sería suspensivo o ilimitado, es poner en tela de juicio si se tendrá o si no se tendrá Rey. Ahora bien, la voluntad de la Nación es que tenga un Rey, y la libertad de la Nación necesita de un Rey, necesita de la prerrogativa del Rey, necesita de la sanción del Rey; en fin, no temeremos repetir al terminar, lo que el conde de Mirabeau dijo con la energía que le caracteriza, que sería mejor vivir en Constantinopla que en Francia si aquí se podían hacer leyes sin la sanción real.
Resumamos. Entre las diferentes preguntas que hemos analizado, hay varias sobre las cuales hemos dejado la decisión incierta, no porque no tengamos una opinión formada al respecto, sino porque esta opinión podría encontrar dificultades que no están aún suficientemente esclarecidas: apartamos por el momento todas estas preguntas secundarias; nos limitamos a resumir las preguntas principales sobre las cuales nuestro sentimiento ha sido enteramente pronunciado, y que nosotros tenemos como principios:
1º Que el cuerpo legislativo debe estar compuesto de tres partes: del Rey, del senado y de los representantes de la Nación.
2º Que debe ser derecho y deber del Rey el convocar al cuerpo legislativo en las épocas fijadas por la Constitución; que puede prorrogarlo y hasta disolverlo, siempre y cuando en el instante convoque a uno nuevo.
3º Que toda deliberación para los subsidios debe surgir en la cámara de los representantes, a solicitud del Rey; que a ellos solos debe pertenecer el derecho de levantar el acta que los considera, y que el senado sólo debe poder consentir o rechazar esta acta pura y sencillamente.
4º Que el senado debe de ser el único juez de los agentes superiores del poder público acusados de haber hecho de éste un uso contrario a la ley; que la cámara de los representantes debe ser la única acusadora, y que la acusación, el proceso y el juicio deben ser públicos.
5º Que cada cámara debe juzgar privativamente lo que concierne a su ordenamiento y derechos particulares.
6º Que todo otro objeto, que toda acta de legislación debe ser común a las dos cámaras; que pueda surgir indistintamente en la una y en la otra, y que si se aprueba en una debe ser llevada a la otra.
7º Que la sanción real es necesaria para la formación de la ley.
8º Que la iniciativa, es decir la proposición y la redacción de las leyes deben pertenecer exclusivamente a las dos cámaras, y la sanción solamente al Rey.
9º Que ninguna ley puede ser presentada a la sanción real sin haber sido aprobada por las dos cámaras.
10º Que las dos cámaras deben tener la negativa o el veto la una sobre la otra, y que el Rey debe tenerlo sobre las dos.
Como era de esperar, la lectura de este informe desató una auténtica tormenta de críticas, interpelaciones y mociones. Más de cincuenta oradores se inscribieron para externar sus puntos de vista. Una cosa resultaba evidente: las propuestas contenidas en ese informe definitivamente no iban a ser aprobadas por la Asamblea Nacional, de aquí que en el seno mismo del comité de Constitución se buscase actuar rápidamente intentando salvar lo posible de aquel cúmulo de tesis basadas en un anglofilismo sin par, de las cuales la gran mayoría eran por completo extemporáneas y lo único que dejaban en claro era la falta de visión y tacto político de los integrantes del comité de Constitución, quienes parecían no percatarse de que una revolución se había ya iniciado, y de que bajo tales circunstancias la proposición de un sistema bicameral no tan sólo era ilusoria, sino un auténtico contrasentido, un verdadero disparate.
La Asamblea Nacional había ya dado pasos de una importancia y trascendencia que no podían desandarse con la desfachatez propuesta en el informe. Se había consolidado como un poder constituyente, lo que implicaba un auténtico salto cualitativo profundamente revolucionario, mediante el cual el pueblo francés se autocolocaba a más estatura aún que el mismo Rey, irrumpiendo en la historia con conciencia plena de su poder y de los alcances de éste. Se había establecido un juramento rodeado con toda la sacralidad propia de un civilismo excesivamente avanzado en el ya para entonces archifamoso juramento del juego de pelota; la Asamblea Nacional había determinado la estructuración interna de sus trabajos mediante un claro y concienzudo informe; su obsesión en torno de la gran importancia otorgada a la estructuración de los principios bases que sirviesen de sustento a todo su trabajo propiamente constituyente se habían ya cristalizado con la expedición de decretos tan trascendentales como los relativos a la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, así como los referentes a la abolición de los derechos y privilegios feudales. En lo propio a la reestructuración o, para hacer uso de una palabra muy sentida por los asambleístas, de la regeneración de los poderes del reino, la Asamblea Nacional ya había iniciado su labor al haberse abocado a la reorganización del Poder Judicial, auténtica piedra de toque del antiguo régimen. Mucho, pero mucho se había avanzado como para dar marcha atrás haciendo caso de las simplezas contradictorias y sinrazones promonárquicas, expuestas por Lalli Tollendal. Definitivamente eso no podía suceder y, por supuesto que no sucedió.
Durante el mes de septiembre se dieron, en el seno de la Asamblea Nacional, fortísimos debates e incluso un nuevo intento del comité de Constitución, a través del señor Mounier, quien el día 4 de ese mes volvió a la carga buscando convencer a los asambleístas de las bondades del sistema bicameral y, por supuesto, fracasando en esa nueva intentona. En sí, la agobiante angustia sentida por los miembros de aquel comité de Constitución, en intentar salvar su propuesta de la integración del Poder Legislativo a través de dos cámaras, no hubiese resultado tan incoherente y tonta bajo otras circunstancias, en otras condiciones. Quizá, incluso, hubiese sido la más adecuada, la más seria, la más indicada, si no se hubiesen vivido momentos de revolución, instantes históricos preciosos en los que los vertiginosos y continuos cambios constituyen la regla cotidiana, y bajo los cuales no sólo es tonto, sino inútil, buscar las previsiones propias de los tiempos calmados o de evolución moderada. Por esto, aquella propuesta en pos del bicameralismo habría de naufragar ante la nitidez de la mayoría de los asambleístas que comprendían mejor que los integrantes del comité de Constitución los tiempos que se vivían. En cuanto a la participación del Rey en el contexto del Poder Legislativo mediante la sanción o veto a las leyes, el comité de Constitución contaba con circunstancias más favorables a su propuesta. En primer lugar, tenía a su favor la hasta cierto punto irracional reverenciación sentida hacia el monarca por la inmensa mayoría de los asambleístas. Ese sentimiento acerca de la inevitabilidad de la presencia de un Rey a la cabeza de los destinos de la nación francesa, tan sólo era entendible, en aquellos momentos, como una lógica continuación de la costumbre generada durante casi mil años de existencia de la institución real. Más explicación que esa, en sí no había. Los últimos Reyes por todo se habían distinguido menos por su indispensabilidad; y en cuanto a Luis XVI, de todo podía ser merecedor menos del respeto y la veneración de un pueblo honesto, emprendedor y trabajador. Muchísimas pruebas había ya ofrecido no sólo a la Nación francesa, sino al mundo entero, que claramente reflejaban su carácter aventurero y sus singulares pretensiones proabsolutistas. El cuento de que ese reyezuelo no era sino un individuo bonachón, falto de carácter y a merced completa de los caprichos de la Reina y la malevolencia de sus consejeros, era eso, precisamente un cuento; una historia vulgar inventada para arrullar infantes o tranquilizar a retardados. La verdad estaba muy, pero muy alejada de esa historia infantil; Luis XVI no era sino un intrigante, un político de increíbles pretensiones dispuesto a todo, hasta hacer el papel de idiota, incluso, con tal de conseguir sus objetivos. A las familias reales europeas las había dejado boquiabiertas cuando tuvo la ocurrencia de aliarse con los republicanos federalistas de América del Norte, dándose incluso el lujo de llevarles a la propia Francia para que ahí le rindieran pleitesía. ¿Cómo se piensa que haya sido tomado aquel espectáculo por las familias reales europeas? ¿Cómo se supone que habrá reaccionado la rancia nobleza del viejo mundo ante aquella temeridad? El hecho y su trascendencia eran bastante serios. Por una parte significaban una traición absoluta al principio monárquico en sí, el hecho de que un Rey se aliara con los partidarios del sistema republicano, esencialmente antimonárquico y, por otra parte, el hecho de haberles llevado a la capital del reino para aceptar públicamente sus parabienes, era un insulto a la realeza europea, significaba darle la espalda. Aquel acto de pompa exhibicionista, ni duda cupo que tuvo su impacto en Europa y, ¿acaso alguien puede concebir que aquel premeditado show fue pensado y ejecutado por el bonachón sin carácter que muchos se empeñan en hacer creer que era Luis XVI? ¡Por supuesto que no! De que el Capeto era un zorro, ni duda cabía, como tampoco había ya duda de que para aquel mes de agosto de 1789, comenzaba a perder el control del juego que él mismo había preparado. De que en aquel agosto el pueblo se fue al gozo y el Rey cargó con el costo, fue evidente.
En segundo lugar, además de la admiración hacia el monarca sentida por la inmensa mayoría de los asambleístas, existía también una veneración hacia la tesis de la separación de los poderes en cuanto necesario factor de equilibrio político, estructurada por Montesquieu; y fueron estos dos puntos los que otorgaron elementos favorables a las propuestas del comité de Constitución, en el asunto de la sanción o veto real a las leyes aprobadas por la Asamblea Nacional, y ahí fue en donde el comité de Constitución algo logró rescatar de su propuesta.
Así, después del informe del señor De Lalli-Tollendal que la asamblea no podía analizar en todas sus partes, se decidió centrar la discusión sobre tres puntos principales: la sanción real, la unidad y la permanencia.
El conde de Mirabeau pronunció un largo discurso en el que argumentó sobre el hecho de que se debía ver al monarca como el protector de los pueblos más que como enemigo de su felicidad; que dos poderes son necesarios para la existencia y las funciones del cuerpo político: el de querer y el de actuar (...) En una gran Nación estos dos poderes no pueden ser ejercidos por ella misma: de ahí la necesidad de los representantes del pueblo para el ejercicio de la facultad de poder, o del Poder Legislativo; de ahí la necesidad de otra especie de representación para el ejercicio de la facultad de actuar, o del Poder Ejecutivo.
Planteó que el Rey fungiría de hecho como elemento fundamental de equilibrio entre esta aristocracia en que llegaría a convertirse de hecho los representantes del pueblo y el pueblo mismo. Pues ésta, siempre buscará mantenerlo en el sometimiento. Sugiere la alianza natural y necesaria entre el príncipe y el pueblo contra toda especie de aristocracia, puesto que pueblo y príncipe tienen los mismos intereses, los mismos temores, deben entonces tener una misma finalidad y por consiguiente una misma voluntad.
Así, para el conde de Mirabeau, la sanción real no constituye la prerrogativa del monarca, sino la propiedad, el dominio de la Nación. Claro está, especifica que esto sucede en una monarquía organizada y constituida, lo que no era el caso de Francia en aquel momento, pero que caminaban a grandes pasos en esa dirección.
Piensa que el derecho de suspender e incluso de detener la acción del cuerpo legislativo, debe pertenecer al Rey cuando la Constitución esté hecha. Pero que este derecho de detener, este veto no debería ejercerse cuando se tratara de crear la Constitución. No concibo -dijo Mirabeau-, cómo se podría disputar a un pueblo el derecho de darse a sí mismo la Constitución por la que le gustase ser gobernado desde ahora en adelante.
El meollo está, entonces, en determinar si la sanción real debe entrar como parte integrante de la legislatura. Lo que preocupa a Mirabeau es que el Rey nunca pueda obstinarse en su veto sin disolver, ni disolver sin convocar inmediatamente otra asamblea, porque la Constitución no debe permitir que el cuerpo social este jamás sin representantes; que una ley constitucional declare todos los impuestos, incluso al ejército, nulos de derecho tres meses después de la disolución de la Asamblea Nacional, que en fin, la responsabilidad de los ministros sea siempre ejercida con el más inflexible rigor ...
Más adelante, objetando a quienes se opone, precisa que los gastos de una elección y de una Asamblea Nacional anual, pueden ser sufragados sin dificultad alguna por la Nación, y que el tener una asamblea permanente, será el contrapeso suficiente al veto real.
Se pronuncia contra el veto suspensivo.
Terminando, resume su posición en los siguientes puntos: anualidad de una Asamblea Nacional, anualidad del ejército, anualidad del impuesto, responsabilidad de los ministros, y en cuanto a la sanción real, sin restricción escrita pero perfectamente limitada de hecho, será la defensa de la libertad nacional y el más preciado ejercicio de la libertad del pueblo.
Otra intervención fue la del señor Petion, quien se pronunció a favor de una sanción suspensiva. Contestando al conde De Lalli-Tollendal expresó que no se podían comparar los gobiernos europeos ya que no se parecían entre sí, aunque casi todos eran monárquicos. En cuanto al gobierno inglés, recalcó que no se había hablado de sus defectos, que se hizo mención de sus dos cámaras, pero no de la cámara de los pares, y el senado que se quería establecer sería tan funesto como la cámara alta que estaba vendida al gobierno. Así, prosiguió, cuando el Rey quiere hacer aprobar un bill, crea nuevos pares (...) sólo ha hecho uso una sola vez del veto, claro está, puesto que aprueba todo lo que le gusta por una forma menos severa. Recriminó a Tollendal hablar sólo de autores favorables al gobierno inglés y no de los que lo desaprueban, pues, en su opinión, sucedía todo lo contrario en Europa de lo que se vaticinaba. Para Petion, el pueblo debe luchar sin cesar por recobrar el Poder Legislativo usurpado por el Poder Ejecutivo. De hecho, el asunto era evidente y sencillo: si los mandatarios se presentan con mandato para una ley que es el deseo de la mayoría de los cuadernos, el Rey no tiene derecho de veto.
Si los mandatarios, sin tener la mayoría de los cuadernos, quieren hacer una ley, el Rey tiene derecho de veto, pero veto suspensivo, y el pueblo lo juzga en el primer periodo de sesiones. Entonces, todo el problema se centra en la oposición que exista entre Poder Legislativo y Poder Ejecutivo cuando el Rey impida la aprobación de una ley por el veto. ¿Cuando se deberá limitar la Nación en escoger a nuevos representantes a quienes deba confiar mandatos ilimitados? Se pronuncia en contra del sistema que pregona que el mandatario es el amo y el mandante el subordinado, pues el primer principio que se debe rescatar es que todo mandatario sea responsable de su conducta; y que esté sometido a sus mandantes, quienes puedan aprobarlo o reprobarlo. Recalca que no hay que olvidar que estos representantes están sujetos a la voluntad de sus mandantes, de quienes detentan su misión y sus poderes.
El segundo principio es que la ley debe ser la representación de la voluntad general.
Así, cuando los dos poderes no puedan llegar a un acuerdo sobre un artículo de ley cualquiera, plantea la necesidad de que en asambleas elementales, la Nación, dividida en grandes secciones, se exprese con un sí o con un no. De hecho planteaba la creación del referéndum, y por ende del sufragio directo universal, en estos términos: Se podría hasta tener el sufragio de cada votante, y aunque inmensa parezca esta operación al primer vistazo, se simplificaría en el instante cuando se piensa que en cada asamblea elemental, se haría fácilmente una lista particular y que el escrutinio de estas listas daría un resultado general y cierto.
Contestando a los principales opositores de esta idea, que inmediatamente pensaron que las asambleas elementales querían hacer modificaciones o adiciones a las leyes, y que eso suscitaría dificultades interminables, destacó que a esas asambleas sólo se les diese la facultad de reducir sus opiniones a un sí o a un no para que no pudiesen hacer mayores objeciones. Más adelante dice: Además, no nos equivoquemos sobre la organización de las asambleas elementales, son parciales, sin duda, en la elección que tienen con el conjunto, pero son muy grandes asambleas, compuestas de una multitud de ciudadanos de todas clases, en donde las disertaciones pueden ser luminosas y profundas, en donde la verdad puede tanto brotar por el choque de opiniones como en una asamblea general.
En cuanto a la corrupción que podían generar, era quimérica, ya que ciudadanos apacibles, abandonando sus ocupaciones para reunirse momentáneamente, no pueden ser animados por otro interés que el interés común; no pueden ocuparse de maniobras ocultas y de intrigas. Llega a afirmar que incluso cuantas más asambleas elementales supongan, menos acuerdos para el mal podrán admitirse. Si una asamblea se dejase arrastrar por el espíritu de partido y se apartara del común de la justicia, no será una razón para que cien otras hicieran lo mismo.
Reconoce que hombres elocuentes que tienen ascendencia sobre los demás, pueden tener mala o buena influencia sobre una asamblea; esto es inevitable, ya que el dominio moral que ejerce el hombre fuerte sobre el débil es un hecho, y la Asamblea Nacional no está exenta de ello como tampoco lo están las asambleas elementales, sólo que en la asamblea única el peligro es mucho más inminente, precisamente porque es única, y si estos espíritus se apoderan de ella, pueden llevarla hacia resoluciones decisivas y absolutas, lo que sería casi imposible que ocurriese en las asambleas elementales al actuar separadamente, pues no llegarían a deliberaciones uniformes.
Para el señor Petion, si surgen dudas entre la gente sobre la sabiduría de estas deliberaciones, es porque se piensa que el pueblo es ignorante, pero prosigue señalando, que se ha visto que en el menor movimiento de libertad, los más brutos individuos se vuelven celosos en conocer sus derechos, leen los periódicos y buscan enterarse de lo que está pasando. Más adelante pregunta, ¿qué eran hace varios siglos las más ilustradas clases de la sociedad de hoy? Apenas sabían leer; estaban hundidas en tinieblas más espesas que las que rodean a nuestros actuales habitantes de las campiñas. ¿Por qué mantener en la ignorancia a aquellos que tienen la desdicha de estar inmersos en ella?
Desde hace varios años la luz se ha esparcido en las clases inferiores de la sociedad, y estos progresos sólo pueden ir aumentando. Hay que favorecer, desarrollar estos gérmenes que sólo traerán cosas positivas para la sociedad en general.
Termina reiterando su oposición a la disolución de la asamblea cuando el Rey ejerza su derecho al veto de alguna ley, pues ello conmocionaría a todas las partes del cuerpo político. Señala: Nada es más propicio para crear al espíritu público, para expandir la luz y la instrucción, para inspirar el amor por la libertad y por la virtud, que hacer participar a todos los ciudadanos en los asuntos públicos, llamando ante sí, como frente al tribunal supremo, a todas las diferencias que puedan surgir entre los poderes que han constituido.
Tocó después su turno al señor Malonet, quien se pronunció a favor del veto real, pues según su opinión, no es por el veto que la Constitución puede ser violada por el monarca; pues si es buena, ya no habrá más leyes esenciales que hacer para la libertad pública; todos los poderes, su ejercicio y sus límites, siendo contemplados por la Constitución, el interés personal del monarca se encontrará ligado a las leyes constitucionales; el cuerpo legislativo y el monarca no podrán actuar más que sobre sus resultados, es decir, sobre las leyes de administración; entonces, la resistencia del Rey sería inútil contra su deseo formalmente expresado por la Nación ...
En cuanto a la sanción real, opina que ésta se debe conceder. Sin embargo, contrariamente a Mirabeau, él piensa que el Rey puede rechazar la Constitución, ya que es el más augusto, el más autorizado de sus representantes y que vela por la salvaguarda del pueblo. Se declara a favor de un veto suspensivo, ya que en su opinión la Nación es la única en tener uno absoluto.
Días después, el 6 de septiembre, en el momento en que el pueblo se pronunciaba enérgicamente contra el veto, el señor Malonet volvió a tomar la palabra para reafirmar su opinión al respecto y ratificar con firmeza que escogía la organización que más disgusta, pues optaba por una composición de la Asamblea Nacional en dos cámaras, y por la permanencia del cuerpo legislativo para evitar una invasión progresiva del Poder Ejecutivo.
Estas dos cámaras serían la cámara de los representantes y la cámara del consejo o senado, ambas electivas, sin veto una sobre la otra, sino con derecho de revisión por el senado de los decretos propuestos por la cámara de los representantes.
Para el señor Malonet, el senado sería la piedra angular de su organización, pues al tener más edad sus integrantes serán versados en el conocimiento de los asuntos por las magistraturas que habrán ejercido, siendo los encargados de revisar y discutir de nuevo los decretos propuestos por la cámara de los representantes, sancionando, de hecho, su trabajo y, en caso dado, alertando a la Nación y por ende al Rey, con el rechazo de algún decreto. Entonces, es probable que la reunión de las dos cámaras para una deliberación definitiva, produciría la reforma del decreto rechazado, sobretodo si se estatuye que un decreto rechazado por el senado sólo pueda ser adoptado por las dos cámaras, mediante la aprobación de los tres tercios o los tres quintos de los votos.
Terminó su alocución proponiendo que el senado fuese renovado cada siete años y que los senadores fueran sin distinción escogidos de entre los hombres que se distinguieran en las magistraturas civiles y militares, así como en el ministerio eclesiástico.
Otra intervención interesante fue la del abad Grégoire, quien entre otras cosas expuso:
Señores, la sanción real no es, desde mi punto de vista, más que el acto por el cual el príncipe declara que tal decreto es emanado de la legislatura y promete hacerle ejecutar. Su función se reduce a promulgar la ley.
¿Tiene, en virtud de su dignidad, derecho a participar en el Poder Legislativo? No, pues no puede tener más derechos que los que le son otorgados por el poder constituyente; consecuentemente el Rey (yo no digo el soberano; desde hoy en adelante ese término designará únicamente a la Nación), sólo puede ser parte integrante de la legislatura por la concesión libre de quien emanan todos los derechos de la realeza: el pueblo.
Partiendo de este principio, el Rey no puede entonces rehusar su consentimiento a la ley; pero si se calcula la influencia de las pasiones, tal vez sea necesario conferirle una prerrogativa que, sirviendo a la tranquilidad política, se concilie con el rigor del principio que acabo de establecer: así, el veto real no puede ser imaginado más que como objeto de conveniencia y de utilidad. El asunto entonces se reduce a saber si importa a la felicidad nacional el armar al Rey con el derecho absoluto o suspensivo de oponerse a la ley.
Encargados por nuestros mandatos de rejuvenecer la Constitución o de crear una nueva sobre los escombros de la antigua, ejercemos en este momento el poder constituyente, así, aunque concediésemos al augusto delegado de la Nación el derecho de rechazar la ley, su rechazo jamás podría luchar contra la Constitución.
Señores, voy a intentar demostrar que no tienen derecho de conceder al príncipe un veto absoluto; que aunque tengan este derecho, no lo deben de hacer, y que es del interés del príncipe no tenerlo.
Primero. Ustedes excederían sus poderes al otorgarle un veto indefinido; pues no tienen el derecho de comprometer, y menos aún de enajenar la libertad de sus comitentes: si los representantes de la nación y el Rey no están de acuerdo sobre la admisión o el rechazo de un decreto, sólo hay un tribunal competente para juzgar en última instancia; este tribunal es el que crea los Reyes, el del pueblo, ante el cual desaparecen todos los intereses particulares. Ahora bien, si el Rey tuviese el veto absoluto, sería juez y parte, y la libertad nacional podría vérselas con el despotismo.
Además, ustedes no pueden pactar irrevocablemente para la posteridad, ni atar a quienes les sucederán; no tienen mayor derecho sobre la libertad de las generaciones futuras, como poderes sobre la libertad de las generaciones extintas. Vanamente intentarían doblegar bajo el yugo de la esclavitud a los hombres del porvenir; el pueblo estaría siempre en derecho de romper las cadenas que ustedes habrían intentado vejatoriamente imponerle.
Segundo. Aunque tengan ustedes el derecho de otorgar al príncipe un veto indefinido, sería impolítico hacerlo; pues si la ley es agradable o indiferente al Rey, la sancionará sin dificultad; pero, entonces, ¿de qué sirve el derecho de decir me opongo? En esta hipótesis no será más que la facultad ilusoria de impedir que no se haga lo que le sea agradable. O la ley disgustará al príncipe, y entonces la voluntad de una Nación entera será inmolada a la voluntad de uno solo. ¿Sería entonces este hombre menos accesible al error y a la corrupción que veinticinco millones de sus semejantes? Pruébenme que el Rey es, si no infalible, al menos más ilustrado que la totalidad del pueblo; garantícenme una sucesión constante de príncipes cuyas costumbres siempre íntegras e inclinaciones siempre moderadas, prudentes, no estarán jamás en conflicto con la razón, de tal manera que el interés individual no ofenda jamás al interés nacional.
Desgraciadamente los Reyes son hombres y la verdad que afianza su trono, casi siempre acaba marchita por la labor de los cortesanos y su escolta de mentiras; desgraciadamente los Reyes, en su mayoría mal educados, tienen pasiones tumultuosas, siendo una, la más enraizada en el corazón humano, de las más ardientes, la sed de poder y la inclinación a extender su dominio.
Un Rey, capaz de dominar por la ascendencia de su genio, como Luis XIV, que todo hizo para su vanidad, y que se colocaba siempre antes de su pueblo; un Rey así, en virtud del veto absoluto, invadiría rápidamente el Poder Legislativo por la facilidad de dirigir solo la palanca del Poder Ejecutivo que siempre está en actividad: ustedes tendrían a un déspota.
Un Rey débil sería subyugado por los agentes del poder interesados en invadir el poder ilimitado de un amo que habrán sojuzgado para reinar bajo su nombre, y ustedes tendrán entonces el más absurdo veto, como el más formidable: el de los ministros.
El Rey que ustedes han decorado con tan bello título, y los ministros que ha honrado con su confianza, deben sin duda tranquilizar la de ustedes; pero estamos poniendo las fundaciones de un edificio que puede durar siglos; nuestra Constitución, nuestra legislación, deben ser independientes de las cualidades morales del jefe de la Nación; deben ser inatacables bajo un pérfido, bajo un Nerón, es decir un Luis XI, como bajo un buen príncipe, un Enrique IV, es decir, un Luis XVI.
Los partidarios del veto absoluto nos dan medios eficaces de vencer el rechazo constante de la sanción real; tales son la insurrección popular, la ascendencia de la opinión, el rechazo del impuesto: ¡qué consecuencia es ésta de querer elevar una barrera para darse el gusto de destruirla por medios compulsivos! ¿La ascendencia de la opinión nacional es irresistible? ¿No dice la experiencia que los tiranos de todos los siglos fueron sordos a los gritos de la razón y desafiaron la opinión?
La insurrección es una desgracia opuesta a otra desgracia; al prevenir el mal estaremos librados de buscar remedios.
El rechazo del impuesto sería una plaga que por reacción golpearía a todos los ciudadanos, y pronto el cuerpo político sería privado de movimiento y de vida; además, ¿no sería ilusorio decir al Rey: usted tiene el derecho de admitir o de rechazar nuestras leyes, pero sin embargo, si usted no accede a nuestras voluntades, sabremos obligarle agotando el tesoro público?
¿Se nos repetirá sin cesar que nuestros mandatos exigen la sanción real? ¿Han siquiera definido estos términos? ¿Han distinguido el veto indefinido o suspensivo? No: a su prudencia está reservado el derecho de establecer la línea de demarcación entre la autoridad concedida al Rey y la que la Nación se reserva.
¿Se nos objetará sin cesar que anteriormente en Francia, que actualmente aún en la mayoría de los gobiernos europeos, el Rey tiene una parte de la autoridad legislativa; que el de Inglaterra tiene el veto absoluto? Examino menos lo que se hace en otras partes que lo que debe hacerse. La historia, que se invoca demasiado a menudo, es un arsenal en donde cada uno toma armas de todo tipo, porque ofrece toda clase de ejemplos: la multiplicidad de los hechos, en vez de apuntalar un principio, no hace a menudo mas que constatar la violación de los principios, y con frecuencia se cita como ejemplo a seguir, lo que sólo debería ser considerado como abuso que reformar.
Tercero. El interés del Rey es que no tenga veto absoluto; pues si la ley es sabia, ella será necesariamente ventajosa al príncipe, cuya verdadera felicidad es inseparable de la de la Nación; si la ley es mala, el Rey no se expondrá a ninguna reprobación, y la Nación no podrá hacer recaer más que sobre ella misma su error.
Pero una Asamblea Nacional puede errar; los prestigios de la elocuencia, la efervescencia del entusiasmo, u otras cosas, pueden ganar por un movimiento muy brusco, y apartarla de su verdadera finalidad; es entonces que la oposición limitada a la ley puede tener lugar. Este veto suspensivo no es más que un llamado al pueblo, y el pueblo, asegurado de que se podrá pronunciar definitivamente, no se amargará; mientras que el veto absoluto, comprimiendo, ahogando la libertad nacional bajo el espectro del despotismo, traería tal vez la insurrección.
Es preciso entonces, una barrera contra las decisiones precipitadas; pero esta barrera no debe ser insuperable ni permanente; después de un lapso de tiempo determinado, el obstáculo planteado por el príncipe, debe ser levantado por la voluntad del pueblo.
Hay incluso circunstancias políticas en las que el veto suspensivo otorgado al príncipe, amenazaría la libertad nacional: por ejemplo, en el intervalo del presente periodo de sesiones al próximo, los antipatriotas, cuyo partido está disperso pero no destruido, ¿no fomentarían nuevos disturbios? Intrigarán de una manera baja, es decir, digna de ellos; de una manera atroz, es decir, digna de ellos; comprarán a los hombres corruptos, subyugarán a los débiles, confundirán a los ignorantes y tal vez traerán de nuevo sus incalculables desgracias por su extensión y su duración.
En la hipótesis de la permanencia y de la unidad de las asambleas nacionales, opino a favor del veto suspensivo, que no siendo más que un llamado al pueblo, le conserva sus derechos; pero, me opongo con todas mis fuerzas al veto absoluto que reduciría a la Nación a un papel subalterno cuando ella lo es todo, además de que se volvería el arma más temible del despotismo.
Otra intervención fue la del señor Rabaut de St. Etienne, quien comenzó su discurso adhiriéndose a la opinión general establecida en la asamblea sobre la permanencia de ésta así como sobre la necesidad de que fuese anual, pues una asamblea anual, subsidios anuales, un informe anual y la responsabilidad de los ministros, son una garantía de la felicidad del pueblo y del Rey, así como de su descanso.
Abogaba por una asamblea única diciendo: Siendo la Nación una, parece que su representación debe serlo también. El derecho de hacer sus leyes, el de votar sus subsidios, el de hacer ejecutar y administrar, son igualmente cosas únicas que pertenecen a la Nación o que emanan de ella con la misma unidad, la misma simpleza indivisible que se encuentra en la Nación, la cual no podría ser dividida.
Se declara contra el sistema de gobierno inglés, aunque alega que lo entiende. La idea de dos cámaras no es en su origen un cálculo de fuerzas políticas, dice, no ha sido imaginada para suspender la marcha precipitada de los representantes del pueblo. No sería por principios que la adoptásemos; sería por consecuencia. Es un descubrimiento y no un invento; el legislador no la ha calculado, es la casualidad que la proporcionó.Esta idea de equilibrio de las dos cámaras es de origen inglés, y los ingleses no las formaron para evitar los esfuerzos peligrosos de los comunes contra el Rey; para nada pensaron en ello. Fue un acomodo de los intereses de los grandes con los comunes. Quisiera repetir esta disertación de cien maneras.
Resulta sin embargo, de este acomodo, que para mantenerlo fue necesario dar a las partes contratantes una arma propia para rechazar los ataques del otro; un escudo defensivo, y se creó el veto, era necesario; debía haber combates, y la creación misma del veto lo prueba.
Pero el veto de las cámaras lo constituían en poderes, pues el derecho negativo es un poder, y un verdadero derecho afirmativo; el que rehusa afirma que no quiere conceder. Se llega, entonces, por consecuencia, y sin premeditación a crear poderes legislativos en los cuales no se habría pensado sin los intereses particulares a los que hubiese sido necesario dar parte en la legislación; los dos poderes fueron entonces, un invento forzado, un pacto, un contrato imaginado, no para volver mejor la legislación, sino para acomodar gentes que no estuvieran de acuerdo. Todo se hizo para el interés particular y no para el interés general (...) Así es que en Francia hemos visto a los tres órdenes pretender cada uno un veto, y para la paz, sin duda, se les habría otorgado, pero no habría que concluir que por esto un Estado está bien administrado sólo cuando existen cuatro poderes, o sea, cuatro vetos.
Más adelante afirma que si se hubiese escogido esa división no lo hubieran hecho por favor a la legislación, sino para contentar a los tres órdenes.
Es entonces en la naturaleza misma del Poder Legislativo donde hay que buscar la prueba de la utilidad de su división. Así, el señor Rabaut de St. Etienne reitera su sorpresa cuando escuchó adelantar dicha proposición, pues el poder, para él, es indivisible.
La pobreza de nuestra lengua para expresar las ideas políticas, ideas absolutamente nuevas para la masa de la Nación, nos hace emplear el término de poder en sentidos muy diferentes; lo aplicamos a la legislación, a la ejecución de las leyes, a la administración pública, a la administración judicial, a la gestión de las finanzas, al gobierno militar, y de ahí, en todos los subórdenes, a todo cuerpo, y a menudo hombre que goza de alguna autoridad. Es sin embargo evidente, en último análisis, que todas estas autoridades subalternas y divididas, no son más que emanaciones de un poder único y primitivo, que desposeídas de este poder, que es el soberano, distribuye y concede según la utilidad de la cosa pública.
Este poder originario y único pertenece a la Nación, sólo ella es poder, los demás no son más que autoridades; es la colección de todos los poderes particulares, del derecho que cada uno tiene sobre sí mismo, y que transportado en la masa común resume a todos los derechos de cada uno, y no forma más que uno: el derecho y el poder de gobernarse. Este poder de gobernarse pertenece a la Nación entera, con tanta simpleza como pertenece a cada individuo. El poder, tomado en su sentido primitivo, es entonces el derecho de ejercer su derecho; es simple, y el espíritu no puede entender ahí alguna división; esto es tan cierto que si la Nación pudiese ejercer su derecho ella misma, se guardaría de confiar la más mínima porción a cualquiera. Un derecho compuesto de veinticinco millones de derechos es un derecho simple y único, pero su ejercicio es imposible a los veinticinco millones de individuos y ésta es la razón por la que lo confían a un hombre o a varios. Pero les ruego que observen que no les dan el poder, pues no es enajenable, sólo les dan autoridad.
Resumiendo, para el señor Rabaut de St. Etienne, lo que la Nación distribuye es la ejecución, y lo que conserva es la legislación. Guarda lo que puede hacer, distribuye lo que se puede hacer. Delega autoridades, guarda el poder, y este poder que se reserva es el Poder Legislativo que no da porque está en condiciones de ejercerlo.
Para el soberano es una cosa única y simple, puesto que es la colección de todos sin exceptuar a uno solo; entonces el Poder Legislativo es único y simple; y si el soberano no puede ser dividido, pues no hay ni dos, ni tres, ni cuatro poderes legislativos, como no hay ni dos, ni tres, ni cuatro soberanos. Por el contrario, y por consiguiente, si ustedes dividen el Poder Legislativo en dos o tres, ustedes dividen al soberano en dos o tres, cosa que no está en el poder de los hombres, pues no pueden hacer que el soberano, que es necesariamente la colección de todos en uno, sea otra cosa que esa reducción de todos en uno.
Más adelante puntualiza la diferencia entre veto y sanción, ya que mucha gente usa estas palabras indistintamente cuando en realidad tienen un sentido muy diferente. De la misma manera se opone a que al Rey se le nombre representante continuo de la Nación, y que es por ello que se le atribuye el veto.
Su oposición la basa:1º Porque esta proposición no concuerda con la idea que tenemos de un mandatario encargado de poderes especiales por los pueblos reunidos.2º Porque estas dos palabras, representante y continuo no van bien juntas; que todo representante es revocable y que si no es revocable no es representante.
3º Porque la representación es, de todos los poderes entregados, el que menos hereditario puede ser.
4º Porque al acumular en la persona del Rey títulos contradictorios, se expone a debilitarlos todos; y se perjudica a su legítima autoridad, pues el Rey no puede ser al mismo tiempo representante, jefe, legislador y ejecutor. No solamente hay confusión en esta nomenclatura, sino peor aún, hay contradicción, pues si es representante no es jefe; si es jefe, no es representante; si es legislador no debe ser ejecutor, puesto que estos dos poderes, según nuestros principios no deben estar reunidos; si es ejecutor no es representante, pues va en contra de los principios que un mandatario sea, por este título, ejecutor de la ley que hizo; en fin, todos estos títulos incoherentes se contradicen y repugnan al reunirse en un solo hombre.
Continuó después con una retórica que transparentó preocupación por la persona del Rey, o más bien por el decoroso papel que siempre debe desempeñar en la sociedad. Para terminar hizo las siguientes proposiciones:
- Habrá cada año una Asamblea Nacional cuya duración será de cuatro meses.- Las leyes serán determinadas por la Asamblea Nacional.
- Toda ley sancionada por la Asamblea Nacional, deberá serlo también por el Rey.
- El Rey podrá rechazar su sanción a la ley, pero hará avisar a todas las asambleas provinciales su rechazo.- Todas las asambleas provinciales recibirán del Rey una copia de la ley; la enviarán a las municipalidades que la examinarán y la discutirán.
- Luego será llevada a las asambleas de elección que discutirán un poder simple y libre, y en la Asamblea Nacional siempre se deliberará a la pluralidad de los sufragios.
- Si el Rey rechaza su sanción a una ley, la elección de los diputados a esta asamblea será anulada, y se procederá a otra nueva elección. (Este artículo está hecho en la suposición de que los diputados sean nombrados por un periodo de dos años).
- La Asamblea Nacional siguiente declarará ser convocada en el periodo ordinario de sesiones.
- Si la Asamblea Nacional siguiente declara que la ley es necesaria, el Rey la sancionará.
El señor conde de Antralgues, otro de los oradores, de hecho ratificó o amplió lo dicho por los señores Mirabeau y Malonet, pero es interesante destacar esta reflexión suya cuando certifica que el pueblo francés ya ha rechazado el tipo de gobierno de las repúblicas federativas. Como particular, he pensado también y aún creo que la plena y entera libertad sólo existe en las repúblicas confederadas, porque el pueblo sin representantes constituye ahí su voluntad como ley, y que la verdadera libertad consiste en actuar por uno mismo y no por el conducto de otro; pero estas opiniones, que me ligaban a la existencia hipotética de esta clase de gobierno, no influyeron sobre mis opiniones como representante de la Nación, ni me impidieron mirar como culpable del crimen imperdonable, de lesa Nación, cualquiera que intentara contra la voluntad soberana del pueblo, substituir la monarquía, que el pueblo ha ordenado establecer y mantener, por otra clase de gobierno, sea cualquiera que fuese.
En cuanto al señor abad Sieyes, se declaró ofuscado por la discusión sobre el veto absoluto o suspensivo, pues para él no debía haber veto alguno, ya que no es otra cosa que una lettre de cachet lanzada contra la voluntad nacional, contra la Nación entera. Se opone a cortar, a dividir, a romper Francia en una infinidad de pequeñas democracias que sólo se unirían luego a través de una confederación general; más o menos como los trece o catorce Estados Unidos de América se confederaron en convención general (...) Francia no debe ser una reunión de pequeñas naciones que se gobernarían separadamente en democracias, no es una colección de Estados. Ella es un todo único, compuesta de partes integrantes; estas partes no deben tener separadamente una existencia completa, porque no son unos todos simplemente unidos, sino partes formando un todo único.
Temeroso que estaba de una posible efervescencia municipalista o comunalista, propone, anticipándose a esa opción: Que sea formado en la noche misma un comité poco numeroso para presentar a la asamblea, en dos o tres días, un plan de municipalidades y de provincias, de tal manera que Francia, así organizada, no deje sin embargo de formar un todo sometido uniformemente a una legislación, a una administración común. De hecho, quiere impedir que las tesis del señor Petion y sus asambleas elementales encontraran eco en la sociedad francesa.
Para impedir que el Poder Ejecutivo invadiera los terrenos del Legislativo, que es lo que más a menudo sucede, propone una convocatoria del poder constituyente por la parte afectada o una delegación nacional. Se apresura en decir que esta convocatoria extraordinaria sólo puede ser pacífica en un país en donde todas las partes sean organizadas por un sistema de representación general, en donde el orden de las diputaciones esté bien establecido y las diputaciones legislativas sean frecuentes.
Mas adelante se pronuncia a favor de la permanencia de la Asamblea Nacional, pero contra la idea de cambiar en cada legislatura a todos los miembros. Pues, piensa, que se puede hacer sin peligro una renovación parcial de los diputados cada año, por tercio; de manera que haya siempre un tercio de miembros con la experiencia de dos años, un tercio con las luces de un año de trabajo y, finalmente, un nuevo tercio que arribaría anualmente de las provincias para informar al cuerpo legislativo de las necesidades y de las últimas opiniones del pueblo. Un cuerpo así constituido nunca se volvería aristocrático si al mismo tiempo decidimos que un intervalo de tiempo es necesario para ser de nuevo elegible.
Para terminar, vuelve a advertir del peligro que amenaza a Francia si se deja a las municipalidades organizarse en repúblicas completas e independientes.
Finalmente la Asamblea Nacional decretó que el cuerpo legislativo sería permanente, que sólo se compondría de una cámara, que la duración de cada legislatura sería de dos años, y que la renovación de los diputados se efectuaría en su totalidad. En lo referente al asunto del veto real, éste fue declarado suspensivo hasta la segunda legislatura, aprobándose la necesidad de la sanción real a toda ley o decreto. Esto trajo, como lógica consecuencia, el que los integrantes del comité de Constitución dimitiesen de su cargo para el mes de diciembre de 1789, escogiéndose a los nuevos integrantes de entre el seno de la propia Asamblea Nacional. Quedaba en claro que los errores políticos se pagaban caro, y la renuncia de los miembros del comité de Constitución era una prueba palpable de ello.
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