Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

Del segundo informe del comité de Constitución sobre la organización del Poder Legislativo del 16 de mayo de 1791

Veinte meses después de la discusión originada por la presentación de parte del comité de Constitución, del primer informe sobre la organización del Poder Legislativo, y del decreto que finalmente resultó aprobado, en la sesión celebrada el 16 de mayo de 1791, el señor Maximiliano Robespierre presentó una moción relativa a la posibilidad o no de reelección por parte de los integrantes de una legislatura para pertenecer a la siguiente. Esta moción, cuya base se centraba en lo confuso que resultaba lo estipulado en el decreto correspondiente al mes de septiembre de 1789, obligó a que el comité de Constitución presentase, a través del señor Thouret, un segundo informe sobre la organización del Poder Legislativo, con la finalidad de aclarar la confusión existente en el decreto aprobado, informe que fue presentado en la misma sesión del 16 de mayo de 1791 y cuyo texto, no obstante su extensión, aquí incluimos:

Señores, primero trataré lo relativo a las legislaturas futuras y luego, por excepción, lo que concierne a la asamblea actual.

¿Podrán ser reelegidos los miembros de una legislatura para la siguiente? Esta pregunta interesa esencialmente a los principios constitucionales, y la decisión que hoy va a recibir tendrá, a causa de la perpetuidad de sus efectos, una influencia para siempre favorable o perjudicial al éxito del gobierno. Bajo estos dos aspectos merece ser cuidadosamente discutida y decidida con la más rigurosa imparcialidad.

El deber del legislador es el de quedar ligado a la exactitud de los principios y de tender inflexiblemente a todo lo que debe hacer de una manera durable el mayor bien político: el error más funesto para el legislador es el que tiende a corromper la rectitud de su juicio al substituir las consideraciones reales que pertenecen al estado natural y ordinario de las cosas y de los hombres, por falsos conceptos de bien público, extraídos de las circunstancias momentáneas en las que él puede encontrarse inmerso. La imparcialidad del legislador consiste entonces en protegerse fuertemente contra estas razones ficticias y del momento, y que son tan enemigas de la razón eterna como los convencionalismos accidentales lo son en general del bien fundamental, constante y permanente. Hago esta observación porque en la posición en que la Asamblea Nacional se encuentra, en medio de las inquietudes de la opinión, del choque de los intereses y de los sistemas, de las prevenciones y de los afectos que son el producto de ello, la verdad no tiene aquí otro adversario que el error que yo acabo de indicar; y si algunas imperfecciones se notan en el conjunto inmortal de sus decretos, es sólo a esta causa que habrá que imputarlas. Agregaré que cuanto más nos entregamos a impresiones extrañas a los verdaderos elementos de la pregunta que vamos a analizar, más se encontraría susceptible de cambiar fácilmente de aspecto. Esta versatilidad, que no está ni puede estar en los principios, anuncia la necesidad de unirse a ella, puesto que por poco que uno se aparte de ella, el error está tan cerca de la verdad que la buena fe, marchando sin guía, corre el más grande riesgo de confundirse.

Primero debo examinar si la pregunta es completa, pues si ya estaba decidida por uno de sus decretos anteriores, todo estaría consumado.

El decreto constitucional del 14 de septiembre de 1789 dice que la renovación de los miembros de cada legislatura se hará en su totalidad. Algunas personas han creído ver en este decreto la prueba de que la asamblea ha positivamente decidido que ningún miembro de una legislatura podía ser reelegido en la legislatura siguiente; pero esta inducción deja de ser peligrosa cuando es deferida a la misma asamblea que hizo el decreto del 14 de septiembre de 1789, y que no puede ni equivocarse ni estar equivocada sobre lo que ha verdaderamente decretado.

El acta constata que la pregunta decidida por este decreto del 14 de septiembre, fue propuesta el 12, y lo fue en estos términos: ¿La renovación de las elecciones de los diputados se hará en parte o en su totalidad para cada legislatura? Cada uno de nosotros debe de recordar que la finalidad de esta pregunta no fue la de hacer decidir si los miembros podían ser reelegidos o no, sino si cada dos años la legislatura sería elegida en su totalidad o en parte solamente. Había una opinión para que lo fuese por mitad, como la Constitución lo ha establecido desde entonces para las municipalidades y para las asambleas administrativas, y es por esto que la pregunta fue hecha sobre la renovación de las elecciones y no sobre la de los individuos.

En la sesión del 14 de septiembre, en donde la discusión se prosiguió, la pregunta, cuyo estado no había cambiado, se encuentra mencionada de nuevo en el acta, en estos términos: ¿La renovación de los miembros de cada legislatura se hará en su totalidad o en parte? Esta ligera inexactitud en la redacción es la fuente que se encuentra en el decreto acordado en la misma sesión; ella procede de la variación inevitable del estilo de las actas, cuando el redactor se cambia todos los días.

Lo que aquí es importante establecer es que el cambio hecho el 14 de septiembre en los términos de la pregunta propuesta el 12, no ha producido ninguno en la finalidad de la discusión y en la del decreto que sólo ha realmente establecido la renovación de las elecciones, sin prohibir la facultad de reelegir a los miembros, y es lo que es perfectamente demostrado por el acta del día siguiente, 15 de septiembre, en donde se lee lo que sigue: Uno de los señores Secretarios hizo lectura de las actas de las dos sesiones del lunes 14; han sido hechas algunas observaciones sobre la redacción: una, llevaba sobre un error relativo al Orden del Día, y otra sobre la renovación de las legislaturas, enunciada, como se pretendía, de manera a que se prejuzgara la pregunta de saber si los mismos miembros podían ser reelectos. El primer error ha sido corregido, y ha sido reconocido por la asamblea que nada había prejuzgado relativamente a la segunda.

Puesto que la pregunta aún está por resolver, busquemos las bases de la decisión que debe recibir.

La primera se presenta en el principio imperioso de la libertad de las elecciones, y este principio es tan imperioso que excluye toda otra consideración si el peligro evidente de la cosa pública no obliga en limitarle aquí la aplicación. El fundamento del gobierno representativo es el derecho de elegir; este derecho es esencialmente el derecho del pueblo; debe ser tanto cuanto más respetado pues es el único que el pueblo ejerce por sí mismo, que su ejercicio es el ejercicio de la soberanía inmediata, y que es de él que todas las autoridades delegadas extraen su existencia legítima.

¡Qué hay de preciado para el pueblo en el derecho de elección, si no es la libertad de la selección que le permite seguir las inspiraciones de su confianza y la satisfacción que siente al verse amo para delegar sus poderes a todos aquellos que juzga más capaces para hacer su felicidad! Es en esto, por lo demás, que consiste el principal nervio y la más sólida garantía de la autoridad en los gobiernos representativos: el pueblo se vuelve ahí cuanto más tranquilo si tiene más motivos de confiarse, y se vuelve cuanto más confiado si ha sido más libre para escoger como sus representantes a los hombres en los que ha reconocido, y sobre todo, probado la capacidad y el civismo. Las leyes entonces obtienen un gran respeto, los poderes públicos una fácil obediencia, y esta feliz disposición del pueblo hace gran parte de su felicidad al mismo tiempo que secunda y acredita la actividad del gobierno.

Así, respetemos el derecho del pueblo en la libertad de las elecciones, porque este principio sobre el que la Constitución entera descansa, es aquel del que jamás puede ser permitido apartarse. Pero, cuando este principio no fuese tan soberanamente imperioso como nosotros siempre lo hemos reconocido, si queremos conciliar a la Constitución la confianza y el apego sin los cuales ella no puede prosperar, respetemos el derecho del pueblo en la libertad de las elecciones.

Aquí se presenta esta objeción que varias veces ha sido hecha en otras ocasiones, y que varias veces también ha sido ventajosamente pospuesta. Sin duda, dirán, ningún poder constituido podría limitar el ejercicio del derecho de elección; pero esta autoridad pertenece al cuerpo constituyente que pudo y que puede todavía determinar condiciones de elegibilidad ... Contesto que no es la autoridad del cuerpo constituyente que puede ser problemática en esta materia; puesto que, como no está invadido de ello mas que por delegación, para usar de él en nombre y para provecho del pueblo, sólo puede ejercerla con una extrema circunspección, toda vez que se trata de restringir los derechos esenciales del pueblo. Esta misma objeción fue hecha cuando se elevó la opinión de delegar al cuerpo legislativo la elección del Regente: el poder constituyente, contesté yo, tiene la autoridad necesaria, pero cuando dispone momentáneamente de esta autoridad que el pueblo le ha confiado, ¿debe razonablemente y podría equitativamente ejercerla contra el derecho del pueblo? Se presentaban inconvenientes en el partido de dejar la elección al pueblo: yo mostraba que no eran bastante graves para autorizar la violación del principio y que también habría inconvenientes en apartárseles; la asamblea quedó fiel al principio.

Esta posición es precisamente la misma que se renueva hoy. La Constitución podría de hecho acumular las restricciones contra la libertad de elegir; ella lo puede hacer por la obligación del derecho positivo que establecería, y al que habría que someterse mientras subsistiese. Pero no hay que ocultarse que todo lo que la Constitución habrá hecho y que no habría debido de hacer, no subsistirá largo tiempo; ahora bien, ella no debe ni puede legítimamente poner restricciones a la libertad de elegir cuanto más fuesen necesitadas por un interés del pueblo superior al del pleno gozo de su derecho de elección libre: es a este último punto de examen que la pregunta va a quedar reducida.

Observo, sin embargo, que la libertad de elección está infinitamente restringida, no solamente por las condiciones de elegibilidad prescritas, sino por este decreto que obliga a cada departamento a elegir sólo de entre los ciudadanos elegibles del departamento.

Luego observo que cuantas más restricciones hay ya establecidas, más difícil se vuelve agregar nuevas, pues a fuerza de multiplicar las derogaciones a los principios y los ataques a la soberanía nacional, el principio se encontrará más a menudo violado que seguido, y el más inalterable derecho del pueblo acabará por ser gravemente alterado.

Al fin observo, entrando en el estado preciso de la pregunta actual, que se presenta en los más desfavorables términos al sistema de la exclusión; pues, ¿a quién se propone excluir? A ciudadanos constitucionalmente elegibles, que ya han merecido de la cosa pública al aceptar la misión que les ha sido confiada, que han justificado plenamente esta confianza que los había llamado, y de la que el pueblo, ejerciendo su poder soberano, desea y reclama una vez más el servicio, porque hizo una feliz prueba de sus talentos y de su lealtad. En principio, ¿qué autoridad podría aquí encadenar el poder supremo de la Nación actuando por sí misma y para su bien? ¿En razón de qué, podría ser el motivo de esta prohibición cuando la Nación hace evidentemente lo que mejor puede hacer; cuando su elección útil y clara está determinada por el motivo más infalible de convicción, la experiencia; cuando, en fin, ella obedece al sentimiento del patriotismo y al celo de la prosperidad pública que todas nuestras leyes deben tender a desarrollar? ¡Qué, señores! El peligro más grande de las elecciones es el error sobre las cualidades de los sujetos que se eligen; la perfección del régimen electivo sería que todas las opciones pudiesen hacerse sobre hombres seguros y experimentados; y cuando la Nación, encontrando el motivo de seguridad, tendrá la voluntad de sacar provecho de ello, la Constitución podría decirle: lo que usted quiere y pudiese hacer para su bien, no está permitido; estos buenos ciudadanos, elegibles hace dos años y que ustedes han felizmente elegido, y que podrían serlo aún más útilmente, no son elegibles en este momento por la sola razón de que ya les han servido bien; ¡ustedes no están libres de otorgar de nuevo su confianza a los mismos a quienes ustedes habían tenido tanta razón de confiar en el primer momento ...!

Señores, si este punto de vista del asunto no puede ser cambiado, vuestros sufragios deben estar pronto reunidos; y bien, no cambiará, pues ¿qué podríamos oponer a ello? ¿Es inconveniente que la facultad de reelegir los buenos representantes, sería también la facultad de reelegir a aquellos que no hubieran sabido conciliarse una opinión tan ventajosa? Esta objeción, que no tiene otro fundamento que la suposición de que el pueblo es incapaz de elegir bien, ya no debería aparecer en nuestras discusiones; pues si ella tuviese algún valor, ella atacaría a la Constitución en su totalidad, estableciendo que el gobierno representativo, fundado sobre las elecciones populares, está esencialmente viciado. Es imposible que la Nación quisiera hacerse su propio mal, y si alguna vez lo hace, estemos seguros que se habrá equivocado. Es entonces, contra la reelección que este sofisma se vuelve aún más sutil, puesto que entonces, cada uno, habiendo hecho sus pruebas, la Nación tendrá todas las luces que ella necesita para hacer las buenas selecciones y descartar las malas.

Siendo adoptado el régimen electivo, ya no hay razonamientos concluyentes que aquellos que tienen como base la confianza en la bondad de sus efectos, y ya no hay más proposiciones admisibles que aquellas que tienden a conciliar en el más alto grado, la libertad de las selecciones con su seguridad; ahora bien, esto es lo que cumple eminentemente la doctrina de la reelección: el sistema de dudar de los sufragios, suponiendo la incapacidad de los electores, tendería, al contrario, a enervar y a desfigurar la Constitución.

Las inquietudes que algunas personas me han manifestado sobre el peligro de la reelección, están todas fuera del principio, y sólo me parecieron provenir de las impresiones diversas que cada una de ellas ha recibido sobre la posición de esta asamblea, y sobre las opiniones que aquí han sido profesadas. Mi deber es explicarme sobre ello con la más grande franqueza, porque sería horroroso que prevenciones concebidas sobre una situación accidental y temporal, según el prejuicio del hombre y no según la prudencia impasible del legislador, conservasen alguna influencia en esta importante deliberación.

La asamblea está notoriamente dividida en dos secciones principales muy marcadas, la mayoría y la minoría; en la mayoría, incluso, hay algunos temas de discordia más aparentes que reales, no sobre el fondo de la Constitución que esa mayoría ha hecho aquí, y que acabará conjuntamente, sino sobre algunas consecuencias de las bases planteadas. Todos los partidos están de acuerdo en que un mal diputado, muy peligroso para reelegir, sería el hombre deshonesto que habría cometido prevaricaciones y bajezas en el ejercicio de sus funciones; pero no es de éste del que se trata: el temor de que un hombre así, si existiese, condenado en la asamblea, fuera de la asamblea, y cubierto del oprobio público, fuese reelegido, no puede constituir el menor argumento contra el principio de la reelección.

Estoy persuadido que un gran número de los miembros de la minoría, piensa que no sería bueno que aquellos que han participado lo más eficazmente en el éxito de la mayoría, fuesen reelegidos; puede suceder lo mismo en la mayoría con relación a aquellos de los miembros de la minoría que han mostrado más obstinación o talentos en su resistencia: sería posible, en fin, aunque me gusta pensar lo contrario, que el efecto de algunas discrepancias en la mayoría, haya sido hasta establecer entre algunos de los miembros el temor recíproco de la reelección: digo que si ya no es más que en razón de esta diversidad de las opiniones políticas que tal miembro que piensa de una manera, parece temible a aquel que profesa la opinión contraria; este temor, que cada quien puede tener de encontrar en la próxima legislatura a quienes desaprueban los principios, se vuelve una objeción miserable contra la doctrina de la reelección.

No puede sostener la prueba de los principios, pues ¿qué importan a la Nación estos juicios individuales de cada uno de los de aquí sobre sus colegas, sobre sus opiniones, sobre su conducta? El derecho del pueblo está por encima de todo esto; es a él a quien compete juzgar soberanamente a sus representantes, distribuirles su estima o su desaprobación, y marcar entre todos aquellos que han expuesto abiertamente sus principios y sus procedimientos, cuáles son aquellos de los que juzga los servicios hechos, dignos de la continuación de su confianza.

Si es para impedir el afianzamiento de las opiniones sostenidas por tal o cual diputado, que se combate la reelección, es bajo este punto de vista sobre todo que la combinación es falsa e impotente: la demostración que voy a dar de ello debe hacer renunciar enteramente a esta especulación, incapaz de alcanzar su fin. Sólo se podrá ser elegido por el departamento si se es ciudadano activo de él; o este departamento desaprobará los principios sostenidos por un diputado en la anterior legislatura, o los adoptará; si los desaprueba, ciertamente no reelegirá a este diputado; si, al contrario, los adopta, ¿qué se habrá ganado con prohibir la reelección? El departamento sólo enviará diputados apegados a los mismos principios; escogerá a quienes hayan mostrado más firmeza en defenderlos, y más talentos propios para hacerlos aceptar. Hay que reconocer estas dos verdades: la primera, que ningún sistema político puede acreditarse con la adhesión nacional, y cuando sólo es la opinión particular de un diputado o de un pequeño número de diputados; la segunda, que ningún principio podrá ya perecer en Francia cuando sea adoptado por la Nación. Es preciso entonces eliminar el asunto de la reelección de estos accesorios extraños al principio, viciados por las impresiones que producen, caducos e infructuosos en los resultados, puesto que ya sea que la reelección sea permitida o no, todas las diputaciones serán hechas por la influencia de la opinión dominante en cada departamento.

Se ha querido hacerme temer el defecto de estas falsas opiniones y de estos pequeños medios que yo acabo de combatir: declaro que no me he inquietado en lo más mínimo; no pueden confundir durante largo tiempo más que a un muy pequeño número de individuos; a lo mucho podrían producir una primera indecisión en una asamblea novicia; pero ésta, tan gloriosamente ejercitada en desmarañar, en captar la verdad en medio de todos los prestigios cuyos intereses y pasiones la rodean, ha demostrado en demasía la justeza de su tacto y la inalterable pureza de sus intenciones, para que esa confianza pudiese ser fácilmente sacudida.

El asunto, así devuelto a sus verdaderos elementos, reencuentra su simpleza natural. El principio que más debemos respetar pide la libertad de la reelección; es preciso entonces que sus adversarios prueben que esta aplicación del principio produciría el inminente fallecimiento de la cosa pública.

Los razonamientos hechos hasta ahora para establecer el peligro de la reelección, deben ser divididos en dos clases; pues unos se aplican a todas las renovaciones de las legislaturas ordinarias, y los otros sólo tienen por objeto el paso de la asamblea actual a la próxima legislatura.

En relación a las legislaturas ordinarias, todas las objeciones se atienen a una sola, que basta con examinar; todas las demás derivan de ella. Se dice con razón, que si la legislatura fuese perpetua, la libertad pública estaría en inmenso peligro, porque un cuerpo permanente de representantes inamovibles acabaría pronto por reprimir: al abrigo de esta primera proposición evidente, se llega hasta a decir que si los diputados pudiesen ser reelegidos, serán perpetuos por el efecto inevitable de la posesión y de la costumbre; por ahí se autoriza a aplicar a la facultad de reelegir toda la fuerza de los argumentos que rechazarían la perpetuidad de las legislaturas.

Así, la simple reelección facultativa cada dos años es presentada como el equivalente real de una perpetuidad constitucional ... ¡Qué! Cada dos años una legislatura acabará, cada dos años la masa entera de los ciudadanos activos será puesta en actividad por asambleas primarias, cada dos años electores renovados procederán a una nueva nominación de representantes, ¡y ustedes creen posible que el conjunto de los diputados son reelegidos tan contante y uniformemente en los ochenta y tres departamentos; que no solamente una nueva legislatura se encontrará compuesta de los mismos individuos que la anterior, sino que varios lo serán así sucesivamente, de manera que la permanencia de hecho sustituiría a la renovación preescrita por la Constitución! La exageración de esta hipótesis, cuya realización es moralmente imposible, me permite hacerla entrar en los motivos de una deliberación razonable; proveería una excusa tan fútil para justificar la violación del principio fundamental del régimen electivo.

Aquí sólo hay una sola cosa verdadera; es que algunos miembros de la legislatura anterior, podrán ser a veces reelectos en la siguiente.

Cuando esto suceda, ¿estará perdido el Estado? El pueblo habrá gozado de su derecho, usado de su soberanía constitucional; estará satisfecho de haber podido colocar su confianza a su voluntad y satisfacer el deseo de su reconocimiento.

La utilidad pública está también en esta libertad del pueblo; pues en general la reelección sólo honrará a los buenos diputados. Pronto ya no quedará más que rastros de los sacudimientos que la revolución necesitó; los electores son tomados, y siempre lo serán, de entre la clase de los ciudadanos que necesitan orden y paz; los diputados que desearían ser reelectos, se recomendarían mal si lisonjeasen los excesos populares; en fin, el mérito sólo podrá señalarse en las legislaturas a través de la probidad, el tributo y los conocimientos adquiridos en legislación y en finanzas: ¿no faltará entonces algún otro alimento a la ambición? Los grandes movimientos que acompañan el trabajo de una Constitución por hacer, cesan naturalmente cuando está establecida.

Veamos luego cuál puede ser en la práctica el resultado de la reelección. Mientras haya una gran emulación cívica, mientras los departamentos ahonden en temas que, después de haberse entregado a la meditaciones políticas, ansiaran sentarse al nivel de los legisladores, no habrá o habrá muy pocas reelecciones: por una parte, muchos de los mejores diputados, satisfechos por haber cumplido con su tarea, se verán con placer entregados al cuidado de sus propios asuntos si deben ser reemplazados por sucesores tan o más dignos que ellos para tratar los asuntos públicos; por otra parte, aquellos que desearían continuar en las legislaturas, ¿no enfrentarán el deseo no menos activo de todos los candidatos que ambicionen ocupar un lugar ahí? Cada uno tendrá sus partidarios en su departamento; a igual mérito, aquel que habrá sido ya diputado tendrá por ello mismo una desventaja en el balance de las consideraciones; se encontrará justo que todos aquellos que merecen ser distinguidos y empleados, lo serán a su turno; y, ¿no está en el carácter del pueblo el gustar renovar sus opiniones y distribuir tanto cuanto pueda las distinciones de su favor?

Pero, en el caso contrario, si en tiempos alejados sin duda, y por circunstancias desdichadas, este fuego sagrado del patriotismo acabara por mitigarse; si los ciudadanos, poco dignos entonces de este bello título, mostrasen, para el ejercicio de sus derechos políticos, esta misma despreocupación que durante tan largo tiempo ha degradado a Francia; si en algunos departamentos, al menos, demasiado pocos hombres tuviesen el mérito o la voluntad de venir a cumplir las funciones de diputado, ¿la reelección no sería entonces el único medio de la salvación pública? ¿Sería necesario que diputaciones quedasen incompletas e infructuosas porque estaría prohibido completarlas o vivificarlas a través de la reelección de algunos de los miembros de la anterior legislatura?

Los cuerpos políticos tienen, como los individuos, su tiempo de debilitamiento y de enfermedad, que hay que prever organizándolo: no privemos al cuerpo legislativo de un principio vital necesario para sostenerlo en sus momentos de flaqueza, hasta que pueda alcanzar la época de una feliz crisis que le devuelva su vigor.

Se temen las intrigas, la corrupción a las que la facultad de la reelección daría entrada; se cita el ejemplo de Inglaterra; se asegura que si el pueblo tuviese el derecho de reelegir, habría que dar al Rey, por compensación, el de disolver la legislatura.

La objeción banal de las intrigas y de la corrupción, esta declamación vulgar que igualmente golpea a todas las partes del régimen electoral, no tiene más fuerza contra la reelección que contra las elecciones primarias; el interés y los medios son los mismos en los dos casos. No hay ninguna buena razón para proclamar incapaz de reelegir ventajosamente al mismo pueblo a quien se le ha confiado el derecho de elección que ha llegado a ser la base de su gobierno; y aquellos que no han temido la corrupción en uno de estos casos, se vuelven injustos e inconsecuentes si alegan temor en el otro.

¿Qué hace aquí el ejemplo de Inglaterra? Este pueblo ha dejado gangrenar su Constitución por causas locales que no le han impedido ser bastante grande para consagrar la plenitud del principio. El vicio del que ha tolerado los progresos, no es por otra parte el efecto necesario del principio; nos es mil veces más fácil impedirle introducirse que no lo es ahora extirparlo para los ingleses. Basta con ellos, para obtener un diputado, ganar una sola ciudad, un simple burgo; para nosotros sería necesario haber conquistado la masa entera de un departamento; ¡y cuántos departamentos no sería necesario conquistar para asegurarse un número de votos capaz de influir sensiblemente en una legislatura de setecientos cuarenta y cinco miembros reunidos en una sola cámara!

En fin, si los abusos de la reelección fuesen reales, no es exacto decir que el derecho de disolver la legislatura se volvería, como en Inglaterra, la compensación necesaria; no hay nada de común, por el contrario, entre la reelección admitida por los ingleses y el derecho que han otorgado al Rey de disolver el Parlamento: el primero es tan poco el remedio y la compensación del segundo que la Nación inglesa tiene gracias a su Constitución y que ha ejercido en varias ocasiones el derecho a reelegir a los miembros del Parlamento disuelto.

¿Pero en lugar de estos temas de alarmas quiméricas, no hay más reales en la defensa de reelegir? ¿No sería un grave inconveniente el de privar a cada legislatura de la gran ventaja que siempre habrá para la unidad de las opiniones, para la concordancia de los planes legislativos, para la misma dirección del espíritu público, para la aceleración de las medidas administrativas, a que un nuevo cuerpo legislativo tenga en su seno alguno de los miembros que se hayan distinguido en el anterior? Si se dice que la Nación siempre proveerá un gran número de sucesores iguales en luces y en patriotismo a los que les hayan precedido, ¿es ahí una razón para no prever esas épocas de relajamiento y languidez de las que ya hablé, y que todos los pueblos conocidos han experimentado? Digamos más; a mérito igual, ¿no agrega la experiencia siempre un gran valor a las facultades naturales para facilitar el trabajo, levantar las dudas, asegurar las ideas y coordinar los detalles sucesivos que, al removerse sin cesar y diversificándose al infinito, deben sin embargo desembocar siempre en una finalidad común?

Otro inconveniente más grave está ligado a la prohibición de reelegir. Como no puede, en principio, estar motivada sobre la inquietud de que la Nación no quiera aceptar un mal diputado, le queda por único fundamento el temor de que un diputado virtuoso durante la primera legislatura no se vuelva, si fuese reelecto, un hombre deshonesto en la segunda ... pero, ¡no hay inmoralidad al golpear así a la virtud por una sospecha injusta, a desalentar y a mancillar el patriotismo por una exclusión inmerecida! ¿No habría en esta exclusión incluso un acto impolítico? ¿Qué nos queda por hacer para la Constitución, si no es ponerla bajo la salvaguarda del espíritu público? Prendamos entonces vivamente este fuego sagrado; que su calor anime a toda la Nación, y penetremos sobre todo a estos hombres privilegiados por la naturaleza, cuyos talentos se elevan por encima de la altura común, quienes harán el éxito y la gloria de nuestras legislaturas. Pero para que lleguen a ser todo lo que ellos pueden ser, casi siempre necesitarán de un gran objeto de emulación. Afortunadamente hemos despachado a todos los que sólo se mantenían gracias a su fortuna, a las elecciones de la vanidad, y las especulaciones de la ambición. La diputación a las legislaturas es ahora el premio de honor ofrecido a los buenos ciudadanos; pero es preciso que una recompensa extraordinaria excite entre los grandes talentos, la emulación de la superioridad y provoque en el seno del patriotismo el noble entusiasmo del heroísmo cívico; esta recompensa preeminente sólo puede encontrarse en la gloria de ser reelegido. ¡Ahí está el verdadero título de ennoblecimiento patriótico que desde ahora en adelante los más valiosos ciudadanos ambicionarán, de quienes las familias se honrarán, y que los padres mostrarán a sus hijos para enardecer sus jóvenes corazones del amor a la patria y del deseo de distinguirse también sirviéndola!

Que no se diga que la reelección, posible después de la expiración de una legislatura intermediaria, produciría los mismos efectos ... Esta alternativa de empleo y de retraimiento, de acción y de ocio no sería más que un estado enojoso y penoso; se conciliaría difícilmente con las conveniencias domésticas del mayor número de los ciudadanos; al alejar la época de la reelección volvería la suerte de ésta más muerta y más difícil; de ahí el desánimo, y la reelección perdería una de sus principales utilidades para la cosa pública al perder todo su mérito como medio de emulación.

Queda por examinar si los miembros de la asamblea actual podrán ser reelegidos para la próxima legislatura.

Se alega en relación a ello esta razón de deferencia que han ejercido el poder constituyente ... Esta consideración, acercada al principio, se anula completamente; sucede con el poder constituyente lo mismo que con todos los otros; cuando su ejercicio termina, aquellos a quienes había sido confiado, vuelven a la clase de los ciudadanos ordinarios y nada puede impedir a la Nación, procediendo a nuevas elecciones, conferirles por un título nuevo las funciones de las que les juzga dignos.

Se agrega que aquellos que hacen las leyes no deben hacerlas para ellos mismos, y que de esta manera los miembros del cuerpo constituyente que van a organizar la legislatura no deben ser admitidos en ella ... Si este razonamiento fuese correcto, su consecuencia directa sería de excluir también a los miembros de la asamblea actual de participar en los otros poderes que ella ha constituido; ninguno de nosotros habría entonces podido ser elegido ya sea en las municipalidades, ya sea en el tribunal de casación; sin embargo, la confianza nacional ha llamado a un gran número de nosotros a estas diferentes funciones, y hasta ahora no se le había ocurrido a nadie imputarnos el haber organizado estos poderes para nosotros mismos. Es que en efecto, aquellos que constituyen un régimen electivo, no hacen nada para ellos, aunque puedan ser elegidos, porque no pueden disponer de la elección; pero hacen todo para la Nación a quien pertenece el derecho de elegir, y a quien debe siempre ser conservado libre; no hay ninguna diferencia al respecto entre la legislatura y todos los demás poderes constituidos.

El sistema de la necesidad de una aceptación expresa de la Constitución, proporciona esta otra objeción, que la Constitución no pudiendo ser ratificada más que por una asamblea nueva, desinteresada e imparcial, ya que sería absurdo que aquellos que la han hecho puedan aún aceptarla en nombre del pueblo.

Contesto que si el examen del sistema de la aceptación expresa no puede recibir aquí todos sus desarrollos, al menos, afortunadamente, se ha vuelto sin aplicación en la posición del reino. Distingamos estos dos casos muy diferentes. Cuando el pueblo no establece una convención mas que para proponerle una Constitución; cuando esta Constitución, anclada en los términos de un simple escrito, sólo tiene el valor de un proyecto; cuando por el estado de la opinión nacional, la ejecución de esta Constitución no podría ser intentada o efectuarse sólo con el apoyo de una ratificación anterior, es entonces cuando necesita que la Nación reunida dé su aprobación expresa. Aquí las actas del poder constituyente que ejercemos, no han sido sometidas a la necesidad de ninguna forma de aceptación expresa y solemne; no estaban por eso menos subordinadas, sin duda, por la fuerza de las cosas, a la adhesión nacional; pero esa adhesión ha sido fuertemente pronunciada; es porque ustedes no han podido dudar de ella que ustedes han presentado la Constitución, no como plan a discutir y a aceptar, sino como ley a ejecutar, y ella ha sido ejecutada, y lo ha sido por el pueblo, porque es admitida y consentida por él. Es por el pueblo que el reino ha sido nuevamente dividido, las asambleas primarias realizadas, los cuerpos electorales formados, las asambleas administrativas y los tribunales puestos en actividad; es, en fin, por la acción propia e inmediata del pueblo que se ha vuelto nuestro colaborador, que todos los mecanismos del antiguo gobierno han sido rotos para dar lugar a todas las instituciones del nuevo régimen constitucional. Entonces tenemos mucho más que simples escritos de ratificación; tenemos una Constitución ejecutada, practicada, consumada. Es cierto el decir que el poder constituyente es ejercido aquí por la Nación entera; pues si hemos propuesto las actas al decretar, la Nación ha hecho mucho más todavía, las ha realizado y confirmado al operar.

Agrego que en la hipótesis misma de la necesidad de una aceptación expresa, no se podría concluir de ello que los miembros de la asamblea actual deban ser excluidos de la próxima legislatura; ¿cómo se sostendría que las actas del poder constituyente pudieran ser legítimamente ratificadas por una simple legislatura constituida? Si fuese una aceptación expresa, sólo podría ser dada por la Nación misma; este acto excedería, evidentemente, los poderes de un cuerpo legislativo que, creado por la Constitución, formado y organizado de la manera establecida por ella, no tendrá él mismo existencia válida más que por la autoridad reconocida de esta Constitución. La legislatura no será más que un producto del nuevo modo de gobierno; no será el elemento nacional del que la aceptación de este modo debería emanar, si ella fuese necesaria.

Entonces no hay nada en principio que pueda autorizar la exclusión de los miembros de la asamblea actual a la próxima legislatura; pero en prudencia, en previsión, en justa solicitud para la cosa pública, ¡los más graves motivos se vuelven la libertad de la reelección deseable, y su prohibición soberanamente impolítica! No basta con haber escrito la Constitución; es preciso darle ahora la vida y el movimiento conforme a su espíritu, y durante largo tiempo necesitaremos, sobre todo durante los dos primeros años, leyes de ejecución y de perfeccionamiento.

Yo sé que las verdades primitivas están bien sentidas y generalmente concebidas en toda Francia; pero cuando se trata de emplear ahí los detalles y de acercarles las consecuencias alejadas, ¡cuántos aquí mismo, en el seno de esta asamblea, no sentimos de nuevo algunas veces incertidumbre y vacilación! Es un hecho que lejos de nosotros, en los departamentos, los conocimientos son menos seguros, las ideas menos firmes, y las dudas más graves sobre el sentido, la latitud y los efectos de los decretos más importantes; no hay, o hay muy pocos cuerpos constituidos que, de buena fe y con las mejores intenciones, no puedan perderse en la aplicación, a causa de la imperfección de la ciencia demasiado nueva de nuestro gobierno actual: la misma incertidumbre sobre los efectos de los principios, destaca en los departamentos ministeriales, incluso cuando es imposible sospechar la pureza de sus opiniones. Así, todos los instrumentos de la ejecución necesitan de una dirección firme y segura.

La esperanza de la Nación y su salvación están enteramente en la próxima legislatura, pero sus miembros serán enviados de todas estas partes del reino en donde la doctrina constitucional no ha podido aún adquirir el grado de precisión, profundidad y desarrollo que ha alcanzado en esta asamblea; ¡y no quisiéramos que pudiese haber en este nuevo cuerpo, no digamos cincuenta miembros, no digo veinte, sino solamente diez, e incluso uno solo que pudiese velar con más seguridad y eficacia que los demás, sobre los posibles errores del ministerio y de los cuerpos constituidos, garantizando la legislatura contra el peligro de las equivocaciones de sus comités o de su propia desatención! ¡Y ni siquiera lo quisiéramos cuando la Nación, más cuidadosa que nosotros de sus intereses, reconocería la prudencia de esta medida y quisiera ponerla en práctica! ¡Y podríamos pensar aquí encadenar en este punto capital la libertad nacional por un decreto prohibitivo! Esto no sería seguridad, señores; sería una muy deplorable ceguera. Esta revolución que tanto ha costado a Francia y que tan esencial le es afianzarla, bien vale la pena garantizarla gracias a algunas precauciones conservadoras.

Estoy tan convencido de la importancia de la reelección para la legislatura próxima, que antes de haberme plenamente asegurado que los principios la autorizan, mi partido se había fijado personalmente proponérsela, excepcionalmente por esta vez, basado en el principio predominante de la salvación pública. Yo diría solamente a aquellos que no vean en ello la misma utilidad que yo: no presumamos bastante de nuestras fuerzas para ahondar aquí en nuestras opiniones individuales, y dejemos a la Nación la decisión que le pertenece. El comité no propone decretar más que la facultad de reelegir; la Nación quedará dueña de usarla a su voluntad; ¡pero prohibírsela es, si no violar su soberanía, exponer sus más queridos intereses y cargar con una muy aterradora responsabilidad!


Índice del libre De la convocación a la revolución. La Constitución francesa de 1791 de Chantal López y Omar CortésCapitulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha