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De las atrevidísimas opiniones de los autores sobre los Estados Generales en 1789
Siguiendo los cánones establecidos, la convocatoria para la reunión de los Estados Generales fue fijada en todos los edificios reales, iglesias, casas señoriales, locales de artesanos y compagnons, comercios, telares, en fin, en todos los lugares en que cada orden tenía presencia.
Aquella convocatoria causó gran revuelo, y aunque nadie, desde el Rey hasta el más humilde campesino, tenía la más remota idea de cómo se cocinaba aquel menjurje, todos elaboraron sus sui generis interpretaciones acerca de la utilidad de la recién convocada asamblea.
Téngase en cuenta que la última vez que se habían reunido los tres órdenes, lo fue en el año de 1614, esto es, ciento setenta y cinco años atrás. ¿Quién de los habitantes de la Francia de 1789, podía contar con algún antecedente o conocimiento sobre el particular? Por supuesto que nadie. Todos se hacían ideas al respecto, y los más atrevidos, fueron a consultar los volúmenes que se deshacían de viejos, a los archivos que existían, y los hubo que no entendieron ni jota, no obstante el tener ante ellos esas reliquias roídas por las ratas y semidestruídas por la humedad, y ello en mucho debido a que los giros del idioma habían cambiado; otros, buscando ocultar su incomprensión, se pusieron a inventar cada cuento, que verdaderamente sorprendía lo atrevido de su imaginación. En sí, aquella convocatoria terminó pareciéndose mucho más a un conjuro mágico por el cual se invoca la presencia de algún demonio sumergido por siglos en lo más profundo del averno, que a una asamblea consultiva en la que se ventilarían uno o varios temas.
Que de aquella convocatoria no iba a resultar ninguna asamblea tradicionalista, apegada, en procedimiento y forma, a una reunión de los Estados Generales, era más que evidente.
La prueba más clara y rotunda de que ni siquiera la realeza sabía qué onda, la encontramos cuando Necker, el tan afamado y por todos considerado cultísimo ministro del Rey, desató una tormenta de dimes y diretes porque el Tercer Estado, en donde, por supuesto, la brújula también se encontraba perdida, buscando un absurdo e ilógico mayoriteo, se entercó con la idea de doblar el número de su representación a la asamblea. Necker, que pensaba, y con razón, de acuerdo a los tiempos y momentos políticos de 1789, supuso que lo que buscaba el Tercer Estado era echarle montón para mayoritear a los otros dos órdenes en las discusiones y votaciones. Terco como era, Necker les respondía: ¿y su nieve de qué la quieren?
Aquel tira y afloja entre el ministro real y los del Tercer Estado terminó, cuando alguien, nos resulta imposible precisar quién, advirtió a Necker que se estaba haciendo pipí fuera de la bacinica, y le ha de haber explicado que en las asambleas de los Estados Generales, tan sólo existían tres votos, uno por cada orden, y que la representación de cada orden podía ser de un número indeterminado de representantes, sin que ello alterase la validez del único voto con que cada orden contaba. El atarantado de Necker, aparte de haberse llevado una sorpresa, se ha de haber puesto rojo de vergüenza por el ridículo que estaba haciendo; pero como en el Tercer Estado también hacía aire, no hubo quien se diera cuenta de la posibilidad de balconear al ministro, y cuando éste informó que aceptaba que el Tercer Estado doblara su representación, éstos, bobotes, se imaginaron que habían obtenido un sonado triunfo nada más y nada menos que sobre el mismísimo ministro real. Cada quién interpretaba las cosas a su muy particular manera.
De las consecuencias que podía traer la celebración de aquella asamblea, el reino contaba con la experiencia de recientes antecedentes que claramente indicaban lo inconveniente de andar escarbando en el pasado. Pocos años atrás, cuando se llevó a cabo el denominado proceso de revisión de los derechos señoriales, proceso mediante el cual los empleados de notario se pusieron a revisar, cotejar y copiar antiquísimos documentos de despachos y transmisiones, almacenados en los llamados archivos señoriales regados por toda la campiña francesa, para después, terminado su trabajo, dar a conocer a todos los señores del reino sus derechos y obligaciones con la exactitud contenida en los respectivos documentos. El resultado de aquel proceso de revisión fue espantoso. De la noche a la mañana, los señores del reino se percataron que tenían más derechos de los que creían, sobre todo en lo referente al cobro de rentas e impuestos, y aunque muchos de aquellos derechos ya habían prescrito, otros no; y la ambigüedad en la redacción y bases de muchos, no permitía establecer con certeza si continuaban en vigor o si su prescripción ya había tenido lugar. Los que vinieron pagando el pato de aquel proceso de revisión, no fueron otros que los campesinos, quienes de repente se enteraron que aparte de deberle al señor mucho más de lo que suponían, tenían, igualmente, muchas más obligaciones de las que estaban habituados a cumplir. Una cascada de impuestos y dádivas, ya en completo desuso, aunadas a intereses no pagados durante decenios, les cayó encima a los hombres del campo, provocando aquello un enorme descontento y furia en toda la campiña francesa. El Rey también se benefició de aquel proceso de revisión, pues que aparte de encontrar obligaciones no cumplidas por sus vasallos, quienes en algunos casos hubieron de devolver su feudo a la Corona, también se encontraron viejísimas ordenanzas mediante las cuales ciertos nobles quedaban atados de pies y manos ante el monarca. Sin duda, los resultados de aquel proceso de revisión se convirtieron en la apertura de una auténtica cajita de sorpresas, en la que se encontraban guardados añejos y podridos derechos y obligaciones para todo y todos, de los cuales ya se desconocía su existencia.
Anteriormente señalamos que la falta de revisión del cúmulo de contratos privados, base misma del sistema feudal, acarrearía, con el paso del tiempo, un cúmulo de problemas e inconveniencias inimaginables. Pues bien, para la década de 1780, ello se comprobaba, convirtiéndose, al mismo tiempo, en una de las más importantes causas del estallido revolucionario que terminaría arrasando los restos que aún sobrevivían del sistema feudal francés.
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