Índice de El federalista de Alexander Hamilton, Santiago Madison y John JayA manera de introducciónEscrito dosBiblioteca Virtual Antorcha

EL FEDERALISTA

Número 1



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Después de haber experimentado de modo inequívoco la ineficacia del gobierno federal vigente, sois llamados a deliberar sobre una nueva Constitución para los Estados Unidos de América. No es necesario insistir acerca de la importancia del asunto, ya que de sus resultados dependen nada menos que la existencia de la UNIÓN, la seguridad y el bienestar de las partes que la integran y el destino de un imperio que es en muchos aspectos el más interesante del mundo. Ya se ha dicho con frecuencia que parece haberle sido reservado a este pueblo el decidir, con su conducta y su ejemplo, la importante cuestión relativa a si las sociedades humanas son capaces o no de establecer un buen gobierno, valiéndose de la reflexión y porque opten por él, o si están por siempre destinadas a fundar en el accidente o la fuerza sus constituciones políticas. Si hay algo de verdad en esta observación, nuestra crisis actual debe ser considerada como el momento propicio para decidir el problema. Y cualquier elección errónea de la parte que habremos de desempeñar, merecerá calificarse, conforme a este punto de vista, de calamidad para todo el género humano.

Esta idea añadirá un móvil filantrópico al patriótico, intensificando el cuidado que todos los hombres buenos y prudentes deben experimentar a causa de este acontecimiento. Su resultado será feliz si una juiciosa estimación de nuestros verdaderos intereses dirige nuestra elección, sin que la tuerzan o la confundan consideraciones ajenas al bien público. Sin embargo, esto es algo que debe desearse con ardor, pero no esperarse seriamente. El plan que aguarda nuestras deliberaciones ataca demasiados intereses particulares, demasiadas instituciones locales, para no involucrar en su discusión una variedad de objetos extraños a sus méritos, así como puntos de vista, pasiones y prejuicios poco favorables al descubrimiento de la verdad. Entre los obstáculos más formidables con que tropezará la nueva Constitución, puede distinguirse desde luego el evidente interés que tiene cierta clase de hombres en todo Estado en resistir cualquier cambio que amenace disminuir el poder, los emolumentos o la influencia de los cargos que ejercen con arreglo a las instituciones establecidas, y la dañada ambición de otra clase de hombres, que esperan engrandecerse aprovechando las dificultades de su país o bien se hacen la ilusión de tener mayores perspectivas de elevación personal al subdividirse el imperio en varias confederaciones parciales, que en el caso de que se una bajo un mismo gobierno.

Pero no es mi propósito insistir sobre observaciones de esta naturaleza. Comprendo que sería malicioso achacar indistintamente la oposición de cualquier sector (sólo porque la situación de los hombres que lo componen puede hacerlos sospechosos) a miras ambiciosas. La sinceridad nos obligará a reconocer que inclusive estos hombres pueden estar impulsados por motivos rectos, y es indudable que gran parte de la oposición ya surgida o de la que es posible que surja en lo futuro, tendrá orígenes, si no respetables, inocentes por lo menos -los honrados errores de espíritus descarriados por recelos o temores preconcebidos-. Verdaderamente, son en tan gran número y tan poderosas las causas que obran para dar una orientación falsa al juicio, que en muchas ocasiones vemos hombres sensatos y buenos lo mismo del lado malo que del bueno en cuestiones trascendentales para la sociedad. Si a esta circunstancia se prestara la atención que merece, enseñaría a moderarse a los que se encuentran siempre tan persuadidos de tener la razón en cualquier controversia. Todavía otra causa para ser cautos a este respecto deriva de la reflexión de que no siempre estamos seguros de que los que defienden la verdad obran impulsados por principios más puros que los de sus antagonistas. La ambición, la avaricia, la animosidad personal, el espíritu de partido y muchos otros móviles no más laudables que éstos, pueden influir de igual modo sobre los que apoyan el lado justo de una cuestión y sobre los que se oponen a él. Aun sin estas causas de moderación, nada es tan desacertado como ese espíritu de intolerancia que ha caracterizado en todos los tiempos a los partidos políticos. Porque en política como en religión, resulta igualmente absurdo intentar hacer prosélitos por el fuego y la espada. En una y otra, raramente es posible curar las herejías con persecuciones.

Y, sin embargo, por muy justos que sean estos sentimientos, a la fecha tenemos bastantes indicios de que en este caso ocurrirá lo mismo que en todos los anteriores de gran discusión nacional. Se dará suelta a un torrente de iracundas y malignas pasiones. A juzgar por la conducta de los partidos opuestos, llegaremos a la conclusión de que esperan demostrar la justicia de sus opiniones y aumentar el número de sus conversos a través de la estridencia de sus peroraciones y la acritud de sus invectivas. Un desvelo inteligente por la energía y la eficacia del gobierno será estigmatizado como síntoma de un temperamento inclinado hacia el poder despótico y hostil a los principios de libertad. Un escrupuloso y tal vez exagerado temor a poner en peligro los derechos del pueblo, lo cual debe achacarse más frecuentemente a la cabeza que al corazón, será descrito como pura simulación y artificio, como el gastado señuelo para obtener popularidad a expensas del bien público. Por una parte se olvidará que los celos son el acompañante acostumbrado del amor y que el noble entusiasmo por la libertad suele contagiarse fácilmente de una actitud de estrecha y nada liberal desconfianza. Por otra parte, se olvidará igualmente que el vigor del gobierno es esencial para asegurar la libertad; que a los ojos de un criterio sano y bien informado, sus intereses son inseparables, y que una ambición peligrosa acecha más a menudo bajo la máscara especiosa del fervor por los derechos del pueblo que bajo la ruda apariencia del celo por la firmeza y la eficacia del gobierno. La historia nos enseña que el primero ha resultado un camino mucho más seguro que el segundo para la introducción del despotismo, y que casi todos los hombres que han derrocado las libertades de las Repúblicas empezaron su carrera cortejando servilmente al pueblo: se iniciaron como demagogos y acabaron en tiranos.

Al hacer las anteriores observaciones, sólo he querido poneros en guardia, mis conciudadanos, contra toda tentativa, venga de donde viniere, encaminada a influir sobre vuestra decisión en un asunto de máxima importancia para vuestro bienestar, mediante otras impresiones que las que deriven de la demostración de la verdad. Sin duda habréis comprendido, al mismo tiempo, que proceden de un espíritu favorable a la nueva Constitución. Sí, paisanos míos, debo confesaras que después de estudiarla atentamente, soy claramente de opinión que os conviene adoptarla. Estoy convencido de que éste es el camino más seguro para vuestra libertad, vuestra dignidad y vuestra dicha. No fingiré reservas que no siento, ni os entretendré con la apariencia de una deliberación cuando ya he decidido. Os manifiesto francamente mis convicciones y voy a exponer libremente ante vosotros las razones sobre las cuales se fundan. Cuando se tiene conciencia de que las intenciones son buenas, se puede hacer a un lado la ambigüedad. Sin embargo, no multiplicaré mis protestas a este propósito. Mis motivos seguirán ocultos en mi corazón, pero expondré mis argumentos a los ojos de todos, y todos podrán juzgarlos. Cuando menos el ánimo con que los ofrezco no deshonrará la causa de la verdad.

Me propongo discutir en una serie de artículos los siguientes interesantes puntos: La utilidad de la UNIÓN para vuestra prosperidad política. La ineficiencia de la presente Confederación ptrra conservar esa Unión. La necesidad de un gobierno tan enérgico por lo menos como el proopuesto para obtener este fin. La conformidad de la Constitución propuesta con los verdaderos principios del gobierno republicano. Su analogía con la constitución de vuestro proopio Estado. Y, finalmente, la seguridad suplementaria que su adopción prestará para salvaguardar esa especie de gobierno, para la libertad y la propiedad.

En el transcurso de esta discusión procuraré contestar satisfactoriamente a todas las objeciones que vayan apareciendo y que merezcan vuestra atención. Quizás parezca superfluo presentar argumentos con el objeto de demostrar la utilidad de la UNIÓN, punto, sin duda, profundamente grabado en los corazones del gran cuerpo del pueblo en cada uno de los Estados y que podría conjeturarse que no tiene enemigos. Pero lo cierto es que en los círculos privados de quienes se oponen a la nueva Constitución, se susurra que los trece Estados son demasiado grandes para regirse por cualquier sistema general y que es necesario recurrir a distintas confederaciones separadas, formadas por distintas porciones del todo (1). Esta doctrina es lo más probable que sera propagada gradualmente hasta que cuente con suficientes partidarios para profesarla abiertamente. Pues nada puede ser más evidente, para quienes ven este asunto con amplitud, que la alternativa de la adopción de la nueva Constitución o el desmembramiento de la Unión. Será, pues, conveniente que empecemos por examinar las ventajas de esta Unión, los males indudables y los probables peligros a los que la disolución expondría a cada Estado. Esto constituirá, consiguientemente, el tema de mi próximo discurso.

PUBLIO

(Se considera autor de este escrito a Alexander Hamilton)




Notas

(1) Si de los argumentos pasamos a las consecuencias, no es otra la idea que se propone en varias de las publicaciones recientes en contra de la nueva Constitución.

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