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EL FEDERALISTA

Número 12



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Los efectos de la Unión sobre la prosperidad comercial de los Estados quedaron ya suficientemente descritos. Su tendencia a aumentar los ingresos constituirá el tema de nuestra presente investigación.

La prosperidad del comercio está considerada y reconocida actualmente por todo estadista ilustrado como la fuente más productiva de la riqueza nacional y, por lo tanto, se ha convertido en objeto preferente de su atención política. Multiplicando los medios de satisfacer las necesidades, promoviendo la introducción y circulación de los metales preciosos, objetos preferidos de la codicia y del esfuerzo humanos, se vivifican y fortalecen los cauces de la industria, haciéndolos fluir con mayor actividad y abundancia. El diligente comerciante, el laborioso agricultor, el activo artesano y el industrioso fabricante, los hombres de todas las clases, aguardan con vehemente expectación y creciente afán esta agradable recompensa de sus penalidades. La tan debatida cuestión entre la agricultura y el comercio ha sido decidida en forma positiva por la experiencia, callando la rivalidad que antaño existió entre ellos, y probando para satisfacción de sus amigos que los intereses de ambos están estrechamente unidos y mezclados. Se ha visto en muchos países que la tierra ha subido de valor en la proporcIón en que ha aumentado el comercio. ¿Y cómo podría ocurrir de otro modo? Lo que procura mayor salida a los productos de la tierra, proporciona nuevos estímulos a las labores campestres, constituye el más poderoso instrumento para aumentar la riqueza existente en un Estado, en conclusión, la fiel sirvienta del trabajo y la industria en todas sus formas, ¿podría dejar de favorecer la actividad que es la fuente fecunda de la mayor parte de los objetos en que aquéllos se ejercen? Es asombroso que tan sencilla verdad alguna vez haya tenido adversarios; he aquí una de las múltiples pruebas de qué propicias son una suspicacia exagerada o la abstraccion o sutileza excesivas para alejar a los hombres de las más llanas verdades de la razón y la evidencia.

La capacidad de un país para pagar impuestos estará siempre proporcionada, en grado principal, a la cantidad de dinero en circulación y a la celeridad con que este circule. Puesto que el comercio contribuye a ambos fines, tiene que facilitar necesariamente el pago de los impuestos, proveyendo al tesoro de las sumas que requiere. Los dominios hereditarios del emperador de Alemania comprenden una gran extensión de terrenos fértiles, cultivados y poblados, una gran parte de los cuales gozan de climas suaves y apacibles. En ciertos puntos de estos territorios están las mejores minas de oro y plata que existen en Europa. Y, sin embargo, por falta de la nutritiva influencia del comercio, son escasas las rentas de ese soberano. Ha tenido que acudir varias veces a la ayuda pecuniaria de otras naciones para salvar sus principales intereses, y no puede sostener una guerra larga o continuada sobre la base de sus solos recursos.

Pero no es sólo en este aspecto en el que la Unión beneficia las rentas públicas. Hay otros puntos en los cuales su influencia aparece más inmediata y decisiva. Del estado del país, las costumbres del pueblo y la experiencia que tenemos acerca del particular, resulta claro que es casi imposible recaudar grandes sumas por medio de impuestos directos. Las leyes tributarias se han multiplicado en vano; inútilmente se han ensayado nuevos sistemas de hacer efectivo el cobro; la expectación pública ha sido unánimemente defraudada, mientras los erarios de los Estados han seguido vacíos. El sistema popular de administración inherente a la índole del gobierno popular, coincidiendo con la escasez de dinero debida a la languidez e interrupción del comercio, ha hecho fracasar hasta ahora todo intento de recaudar grandes sumas y ha acabado por demostrar a las diferentes legislaturas lo absurdo del ensayo.

Ninguna persona enterada de lo que ocurre en otros países puede extrañarse de esto. En una nación tan opulenta como la Gran Bretaña, donde los impuestos directos deben ser mucho más tolerables debido a su mayor riqueza y mucho más factibles debido a la fuerza de su gobierno, que en América, la mayor parte de la renta nacional proviene de los impuestos indirectos, de los derechos sobre consumos y de entrada. Los derechos sobre los artículos importados constituyen un sector importante de estos últimos.

Es evidente que en América y durante mucho tiempo dependeremos principalmente para nuestros ingresos de esa clase de derechos. En la mayor parte del país los consumos deben sujetarse a un estrecho límite. El carácter del pueblo no tolera el espíritu investigador y perentorio de las leyes relativas. Por otra parte, las bolsas de los labradores sólo contribuyen a regañadientes y mezquinamente en la forma impopular de impuestos sobre sus casas y tierras; y la propiedad mueble resulta un caudal demasiado inseguro e invisible, al que no es posible alcanzar en otra forma que a través de la acción imperceptible de los impuestos sobre el consumo.

Si estas observaciones tienen algún fundamento, la situación que mejor nos permita perfeccionar y extender tan valiosos ingresos será la que más se adapte a nuestro bienestar político. No puede dudarse seriamente de que este estado de cosas debe asentarse sobre la base de una unión general. En la medida en que ésta fomentaría los intereses del comercio, así debe tender a aumentar las entradas provenientes de esa fuente. Y como contribuiría a que la recaudación de derechos se simplificara, haciéndose de modo más eficaz, también coadyuvaría a que sin variar la tasa fueran más productivos esos derechos, a atribuir al gobierno el poder de subir las tarifas sin perjudicar al comercio.

La situación relativa de estos Estados; el número de ríos que los cruzan y de golfos que bañan sus orillas; la facilidad de comunicarse en todas direcciones; la afinidad de idioma y costumbres; los hábitos familiares que resultan del trato; todas éstas son circunstancias que concurrirían a facilitar el comercio ilícito entre ellos, ocasionando frecuentes infracciones de los reglamentos comerciales. Los distintos Estados o confederaciones se verían precisados, por causa de su mutuo recelo, a evitar las tentaciones para esa clase de comercio mediante la rebaja de los derechos de aduana. El carácter de nuestros gobiernos no les permitiría en mucho tiempo tomar las rigurosas precauciones con que las naciones europeas vigilan las entradas en sus respectivos países, tanto por mar como por tierra; y que, aun allí, resultan obstáculos insuficientes para las audaces estratagemas de la codicia.

En Francia existe un ejército de patrullas (así las llaman) consagrado constantemente a asegurar el cumplimiento de los reglamentos fiscales contra los ataques de quienes comercian en el tráfico de contrabando. El señor Necker calcula el número de estas patrullas en más de veinte mil. Esto demuestra la enorme dificultad de impedir tal clase de tráfico cuando existen comunicaciones terrestres, y hace ver los inconvenientes con que tropezaría el cobro de los derechos de aduana en este país, si por la desunión de los Estados se hallaren éstos, unos con otros, en una situación análoga a la de Francia frente a sus vecinos. Los poderes arbitrarios y vejatorios de que necesariamente están armadas las patrullas, serían intolerables en un país libre.

Si, por el contrario, hubiese un solo gobierno que abarcara todos los Estados, únicamente tendríamos un lado del país que guardar -la costa del Atlántico, por lo que hace a la parte principal de nuestro comercio. Los barcos que llegaran directamente de países extranjeros con valiosas cargas, rara vez se arriesgarían a arrostrar las complicaciones y peligros de intentar descargar antes de llegar a puerto. Temerían los peligros de la costa y el ser descubiertos, antes o después de arribar a su destino final. Una vigilancia ordinaria bastaría para impedir infracciones de importancia a los derechos de aduana. Unos pocos buques de guerra, convenientemente situados a la entrada de los puertos, podrían convertirse con poco gasto en útiles centinelas de la ley. Y como el gobierno estaría interesado en evitar las infracciones en todas partes, la aplicación simultánea de sus medidas en todos los Estados contribuiría eficazmente a que fueran efectivas. También en este caso conservaríamos, gracias a la Unión, una ventaja que nos brinda la naturaleza y que perderíamos al dividirnos. Los Estados Unidos se encuentran a gran distancia de Europa y bastante lejos de los demás lugares con los que mantendrían amplias relaciones de comercio exterior. Es imposible la travesía de esos países acá en pocas horas o en una sola noche, como ocurre entre las costas de Francia e Inglaterra y de otros países vecinos. Esto nos asegura a maravilla contra el contrabando directo con naciones extranjeras; pero el contrabando indirecto a un Estado, por intermedio de otro, sería fácil y sin riesgo. La diferencia entre la importación directa de fuera, y la importación indirecta for conducto de un Estado vecino, en pequeños paquetes, aprovechando e momento y la oportunidad, así como las demás facilidades de las comunicaciones internas, debe ser evidente a todo hombre con discernimiento.

Por lo tanto, está bien claro que un solo gobierno nacional podría con bastante menos costo aumentar sus derechos de importación en un grado mucho mayor de lo que sería posible a los Estados divididos o a las confederaciones parciales. Hasta ahora puede asegurarse sin temor a equivocación que estos derechos no han excedido en promedio del tres por ciento en ningún Estado. En Francia se calculan en cerca de un quince por ciento y en Inglaterra pasan de esta proporción (1). Nada parece impedir que se aumenten entre nosotros a más del triple por lo menos. Sólo las bebidas alcohólicas, bajo la legislación federal, podrían producir un ingreso considerable. Basándonos proporcionalmente en lo que se importa en este Estado, puede estimarse que la cantidad total importada en los Estados Unidos es de cuatro millones de galones; los cuales, a chelín por galón, producirían doscientas mil libras. Este artículo soportaría perfectamente esa cuota de derechos; y si esto contribuyese a reducir el consumo, se lograría un resultado igualmente favorable para la agricultura, la economía, la moralidad y la salud de la sociedad. No hay tal vez mayor despilfarro nacional qqe el de estas bebidas.

¿Qué ocurrirá si no logramos asegurar plenamente esta fuente de ingresos? Una nación no puede existir mucho tiempo sin erario. Careciendo de este apoyo esencial, debería renunciar a su independencia, reduciéndose a la triste condición de una provincia. Ningún gobierno llegará voluntariamente a este extremo, por lo que habrá que hacerse con ingresos, cueste lo que cueste. En este país, si el comercio no proporciona la mayor parte, sobre la tierra tendrá que recaer su gravoso peso. Ya hemos indicado que los consumos, en su auténtica significación, no responden al sentimiento del pueblo y, por lo tanto, no puede contarse demasiado con este sistema de impuesto; además de que en los Estados donde la agricultura constituye casi la única ocupación, los objetos que admiten este impuesto son demasiado escasos para producir grandes recaudaciones. La propiedad mueble, como dijimos antes, por la dificultad en localizarla, no puede sujetarse a grandes contribuciones como no sea mediante impuestos sobre el consumo. En las ciudades con abundancia de población puede muy bien ser tema de conjeturas, y ocasionar la opresión de los individuos, sin reportar gran provecho para el Estado; pero fuera de estos círculos, ha de escapar en gran medida a la vista y a la accion del recaudador. Sin embargo, como las necesidades del Estado deben cubrirse de una manera o de otra, la falta de otros recursos tendrá que arrojar el peso principal de las cargas públicas sobre los poseedores de la tierra. Y como, por otra parte, las necesidades del gobierno nunca son cubiertas con los recursos suficientes a menos que todas las fuentes de ingresos estén a su disposición, las finanzas de la comunidad no pueden, con tales entorpecimientos, llevarse a la situación que corresponda a su respetabilidad y seguridad. Ni siquiera tendremos en esta forma el consuelo de un erario público abundante, que compense la opresión de la valiosa clase de ciudadanos que laboran en el cultivo del suelo. En estas circunstancias, la contrariedad pública y la privada estarán en triste acuerdo; y juntas deplorarán la petulancia de los consejos que nos condujeron a la desunión.

PUBLIO

(Se considera autor de este escrito a Alexander Hamilton)




Notas

(1) Si la memoria no me es infiel, ascienden a un veinte por ciento.- PUBLIO.

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