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EL FEDERALISTA

Número 16



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La tendencia del principio de legislar para los Estados o comunidades, considerados en su carácter político, de acuerdo con los ejemplos del experimento que hemos hecho con ella, está corroborada por lo acaecido en todos los demás gobiernos de tipo confederado de que tenemos referencias, en exacta proporción a su predominio en esos sistemas. Las confirmaciones de este hecho merecen especial y detallado examen. Me contentaré con observar que de todas las confederaciones de la Antigüedad que nos describe la historia, las ligas licia y aquea, conforme a los vestigios que se han conservado, parecen haberse librado del grillete de este erróneo principio, gracias a lo cual son las que han merecido más y recibido más liberalmente la aprobación laudatoria de los escritores políticos.

Este inconveniente principio puede calificarse verdadera y enfáticamente de padre de la anarquía. Ya vimos que las infracciones de los miembros de la Unión son su necesaria y natural consecuencia; que su único remedio constitucional cuando ocurren es la fuerza, y el efecto inmediato de usar ésta, la guerra civil.

Nos queda por investigar hasta qué punto la aplicación entre nosotros de esta odiosa máquina de gobierno sería siquiera capaz de responder a sus fines. Si no hubiera un ejército considerable constantemente a la disposición del gobierno nacional, éste no podría emplear de ningún modo la fuerza, o bien, cuando pudiera hacerlo, ello equivaldría a una guerra entre las partes de la Confederación, con motivo de las infracciones de una liga, en la cual tendría más visos de triunfar la combinación más fuerte, independientemente de que estuviera formada por los que apoyaban o resistían a la autoridad general. La omisión por reparar rara vez estaría reducida a un solo miembro, y al ser más de uno los que habían desatendido su deber, la analogía de situación los induciría a unirse para la defensa común. Aparte de este motivo de simpatía, si el miembro agresor fuere un Estado grande e influyente, como regla general pesaría lo bastante sobre sus vecinos para ganarse a algunos de ellos a que se asociaran a su causa. Fácil sería urdir falsos argumentos acerca de un peligro para la libertad común; y podrían inventarse sin dificultad plausibles excusas para las deficiencias del interesado, que alarmarían a los timoratos, inflamarían las pasiones y se ganarían la buena voluntad hasta de aquellos Estados no culpables de violación u omisión alguna. Y será tanto más probable que así acontezca, cuanto que el delito de los miembros más importantes suele proceder de la premeditada ambición de sus líderes, con la mira de deshacerse de toda restricción externa a sus planes de engrandecimiento personal; para facilitar lo cual es probable que de antemano se concertaran con los individuos destacados de los Estados adyacentes. De no encontrar aliados en casa, recurrirían entonces al auxilio de las potencias extranjeras, rara vez mal dispuestas a estimular las disensiones de una Confederación cuya firme unidad les daría tanto que temer. Cuando se desenvaina la espada, las pasiones de los hombres olvidan toda moderación. Las sugestiones del orgullo herido, las instigaciones del resentimiento, conducirían a los Estados contra los que se emplearan las armas de la Unión, a todos los extremos necesarios para vengar la afrenta o evitar la ignominia de la derrota. La primera guerra de esta clase terminaría probablemente en la disolución de la Unión.

Lo anterior puede considerarse como la muerte violenta de la Confederación. Su muerte natural es la que ahora parecemos estar a punto de experimentar, si el sistema de gobierno no se renueva rápidamente de un modo más eficaz. Conociendo el carácter del país, no parece probable que los Estados cumplidores estuvieran dispuestos a apoyar con frecuencia a la Unión en una guerra contra los Estados rebeldes. Preferirían siempre el procedimiento más suave de ponerse en un pie de igualdad con los delincuentes, imitando su ejemplo. Así el delito de todos se convertiría en la seguridad de todos. Nuestra pasada experiencia arroja plena luz sobre la forma como obra esta disposición. De hecho resultaría de una dificultad insuperable determinar cuándo sería oportuno el empleo de la fuerza. En el capítulo de las contribuciones pecuniarias, que sería la forma más usual de infracción, sería frecuentemente imposible resolver si procedía de falta de voluntad o de imposibilidad. La simulación de ésta se hallaría siempre a mano. Y el caso tendría que ser muy claro para probar la mentira y justificar el duro procedimiento de la coacción. Es facil advertir que este problema solo, cada vez que se presentara, abriría ancho campo al ejercicio del sectarismo, de la parcialidad y la opresión, dentro de la mayoría que prevaleciera en la asamblea nacional.

Parece sencillo probar que los Estados no deberían preferir una Constitución nacional que sólo podría funcionar gracias al poder de un gran ejército permanente que hiciera ejecutar los decretos y requisiciones usuales del gobierno. Y, sin embargo, ésta es la clara alternativa a que se ven arrastrados los que quieren negarle la facultad de extender su acción a los individuos. Si semejante proyecto fuera realizable, degeneraría instantáneamente en un despotismo militar; pero su práctica resulta de todo punto imposible. Los recursos de la Unión no bastarían para mantener un ejército lo suficientemente considerable para estrechar a los Estados más fuertes dentro de los límites de su obligación; ni se proporcionarían tampoco los medios para formar ese ejército en primer lugar. Quienquiera que considere lo poblados y fuertes que son estos Estados aisladamente en la hora actual, e imagine lo que serán un día, dentro de medio siglo, rechazará inmediatamente como inútil y visionario todo proyecto que tienda a regir sus actos por medio de leyes que obrarían sobre ellos en su carácter de colectividades, y cuya ejecución se lograría mediante coacciones que les aplicarían en la misma calidad. Lbs planes de esta índole son casi tan románticos como la inclinación a domeñar monstruos, atribuida a los héroes y fabulosos semi dioses de la Antigüedad.

Inclusive en las confederaciones compuestas de miembros más reducidos que muchos de nuestros condados, el principio de la legislación dirigida a Estados soberanos y apoyada por la coaccion militar, ha demostrado siempre su ineficacia. Rara vez se ha intentado utilizarla excepto contra los miembros más débiles; y en la mayoría de los casos estos intentos para obligar por la fuerza a los rebeldes han sido la ocasión de guerras sangrientas, en las que la mitad de la Confederación desplegó sus banderas contra la otra mitad.

El observador inteligente deduce de estas reflexiones que si ha de ser posible instituir un gobierno federal capaz de regir los asuntos comunes y de mantener la tranquilidad general, debe estar fundado, en lo que se refiere a los objetos que se encomiendan a su cuidado, en el principio contrario al sostenido por los enemigos de la Constitución que se nos propone. Debe extender su acción a las personas de los ciudadanos. No debe necesitar legislaciones intermedias; pero sí estar autorizado para emplear el brazo de la magistratura ordinaria para la ejecución de sus propias resoluciones. La majestad de la autoridad nacional debe manifestarse por medio de los tribunales de justicia. El gobierno de la Unión, como el de cada Estado, ha de poder dirigirse de modo inmediato a las esperanzas y los temores de los individuos, así como atraer en su apoyo aquellas pasiones que más influyen sobre el corazón humano. En resumen, para ejercer los poderes de que está investido, debe poseer todos los medios y tener el derecho de recurrir a todos los métodos que poseen y ponen en práctica los gobiernos de los diversos Estados.

Puede que se objete a este razonamiento que si algún Estado se mostrare desafecto a la autoridad de la Unión, podría en cualquier instante obstruir la ejecución de sus leyes, provocando ese mismo empleo de la fuerza, cuya necesidad se reprocha al plan opuesto.

La plausibilidad de esta objeción se desvanece en el mismo momento en que llamamos la atención sobre la diferencia esencial entre el simple incumplimiento y una resistencia directa y activa. Si la intervención de las legislaturas de los Estados fuese necesaria para dar vigor a una medida de la Unión, basta con que no actúen o con actuar evasivamente para anular esa medida. Ese abandono del deber es posible cubrirlo con artificiosos aunque frágiles pretextos, de modo que se oculte y, por supuesto, no excite alarma alguna entre el pueblo con respecto a la seguridad de la Constitución. Los líderes de los Estados pueden inclusive pretender que son meritorias estas infracciones subrepticias de aquel documento, fundándose en alguna conveniencia temporal, exención o ventaja.

Pero si la ejecución de las leyes del gobierno nacional no requiere la intervención de las legislaturas de los Estados, y si han de entrar en vigor desde luego y sobre los ciudadanos mismos, los gobiernos particulares no podrán interrumpir su marcha sin ejercitar abierta y violentamente un poder anticonstitucional. Las omisiones y evasivas no bastarían para el efecto. Se verían obligados a actuar, y de tal manera que no quedarían dudas sobre que habían invadido los derechos nacionales. Un experimento de esta clase sería siempre peligroso frente a una constitución apta para defenderse a sí misma y frente a un pueblo lo suficientemente ilustrado para distinguir entre el ejercicio legal y la usurpación ilegal de la autoridad. Para su éxito sería preciso contar no sólo con una mayoría facciosa dentro de la legislatura, sino con la connivencia de los tribunales y de la masa del pueblo. Si los jueces no se hubiesen embarcado en una conspiración con la legislatura, decidirían que las resoluciones de semejante mayoría eran contrarias a la ley suprema del país, inconstitucionales y nulas. Y si el pueblo no estuviere contagiado por los móviles de sus representantes, como guardián natural que es de la Constitución, pondría su peso en la balanza nacional y haría que aquélla prevaleciera en la pugna. Las intentonas de esta clase se acometerían raramente con ligereza y temeridad, pues pocas veces podrían hacerse sin peligro para sus autores, excepto en los casos de ejercicio tiránico de la autoridad federal.

Si la oposición ai gobierno nacional surgiera por la conducta desordenada de individuos contumaces o sediciosos, podría superarse con los mismos medios empleados diariamente para evitar el mismo mal en los gobiernos de los Estados. La magistratura, integrada como lo está por los ministros de la ley del país, sea cual fuere el origen de ésta, estaría sin duda tan dispuesta a preservar las leyes nacionales como las locales, de los ataques provenientes de la inmoralidad de los particulares. En cuanto a esas conmociones e insurrecciones parciales, que a veces intranquilizan a la sociedad, por culpa de una facción intrigante o por esos súbitos malos humores que no contagian a la gran masa de la comunidad, el gobierno general dispondría de más recursos para suprimir perturbaciones de esta clase que cualquier miembro aislado. Y en lo referente a esas contiendas mortales que en ciertas ocasiones prenden su llama en toda una nación o en gran parte de ella, y que proceden de transcendentales motivos de descontento dados por el gobierno o del contagio de algún violento paroxismo popular, caen fuera de cualquier regla o cálculo ordinarios. Cuando ocurren, equivalen a revoluciones o desmembramientos del imperio. No hay forma de gobierno que pueda evitarlas o reprimirlas perpetuamente. Es inútil querer guardarse contra acontecimientos demasiaoo poderosos en relación con la previsión y precaución humanas, y sería ocioso objetar a un gobierno que no puede hacer lo imposible.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es considerado el autor de este escrito)

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