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EL FEDERALISTA

Número 2



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Cuando el pueblo de América reflexione que está llamado a decidir una cuestión que será, por sus consecuencias, una de las más importantes que han ocupado su atención, estimará indispensable hacer de ella un examen muy completo y muy serio.

Nada es más cierto que la indispensable necesidad de un gobierno, y no menos innegable que al instituirse éste, en cualquier forma que sea, el pueblo debe cederle algunos de sus derechos naturales a fin de investirlo de los poderes necesarios. Bien vale la pena, por tanto, considerar si conviene más a los intereses del pueblo de América el constituir una sola nación bajo un gobierno federal, para todos aquellos objetos de carácter general, o dividirse en confederaciones separadas, confiriendo a la cabeza de cada una de ellas los mismos poderes que se le aconseja poner en manos de un único gobierno nacional.

Hasta hace poco prevalecía sin discordancia la opinión de que el pueblo americano debía su prosperidad a la firmeza y persistencia de su unión, y los deseos, ruegos y esfuerzos de nuestros mejores y más sabios ciudadanos se han dirigido constantemente a este fin. Ahora, sin embargo, aparecen ciertos políticos que insisten en que esta opinión es errónea y que en vez de esperar la seguridad y la dicha de la unión, debemos buscarla en una division de los Estados en distintas confederaciones o soberanías. Por muy extraordinaria que parezca esta nueva doctrina, tiene sus abogados, y muchas personas que en un principio la combatieron forman hoy entre esas huestes. Sean cuales fueren los argumentos que transformaron los sentimientos y las declaraciones de esos señores, no sería ciertamente prudente que el pueblo en general adoptara estos nuevos principios políticos sin estar convencido de que se fundan en una política verdadera y sólida.

He observado a menudo y con gusto que la independiente América no se compone de territorios separados entre sí y distantes unos de otros, sino que un país unido, fértil y vasto fue el patrimonio de los hijos occidentales de la libertad. La Providencia lo ha bendecido de manera especial con una gran variedad de tierras y productos, regándolo con innumerables corrientes para delicia y comodidad de sus habitantes. Una sucesión de aguas navegables forma una especie de cadena en derredor de sus fronteras como para unirlo, mientras los más nobles ríos del mundo, fluyendo a convenientes distancias, les brindan anchos caminos para comunicarse con facilidad para auxilios amistosos y para el mutuo transporte e intercambio de sus diversas mercaderías.

Con igual placer he visto también que la Providencia se ha dignado conceder este país continuo a un solo pueblo unido -un pueblo que desciende de los mismos antepasados, habla el mismo idioma, profesa la misma religión, apegado a los mismos principios de gobierno, muy semejante en sus modales y costumbres, y que uniendo su prudencia, sus armas y sus esfuerzos, luchando junto durante una larga y sangrienta guerra, estableció noblemente la libertad común y la independencia.

Este país y este pueblo parecen hechos el uno para el otro, como si el designio de la Providencia fuese el que una herencia tan apropiada y útil a una agrupación de hermanos, unidos unos a otros por los lazos más estrechos, no se dividiera nunca en un sinnúmero de entidades soberanas, insaciables, envidiosas y extrañas entre sí.

Esta clase de sentimientos ha predominado hasta ahora entre nosotros en todas las clases y en todos los grupos de hombres. Para todo propósito de índole general hemos sido unánimemente un mismo pueblo; cada ciudadano ha gozado en todas partes de los mismos derechos, los mismos privilegios y la misma protección nacionales. Como nación hicimos la paz y la guerra; como nación vencimos a nuestros enemigos comunes; como nación celebramos alianzas e hicimos tratados, y entramos en diversos pactos y convenciones con Estados extranjeros.

Un firme sentido del valor y los beneficios de la Unión indujo al pueblo, desde los primeros momentos, a instituir un gobierno federal para defenderla y perpetuarla. Lo formó casi tan luego como tuvo una existencia política, mas aun, en los tiempos en que sus casas eran pasto del fuego, en que muchos de sus ciudadanos sangraban, y cuando al extenderse la guerra y la desolación dejaban poco lugar para las tranquilas y maduras investigaciones y reflexiones que deben siempre preceder a la constitución de un gobierno prudente y bien equilibrado que ha de regir a un pueblo libre. No es extraño que un gobierno instaurado bajo tan malos auspicios, resultara en la práctica muy deficiente e inadecuado a los propósitos a que debía responder.

Este inteligente pueblo percibió y lamentó esos defectos. Siempre tan partidario de la unión como enamorado de la libertad, vislumbró el peligro que amenazaba inmediatamente a la primera y más remotamente a la segunda; y persuadido de que la cumplida seguridad de ambas sólo podía hallarse en un gobierno nacional ideado con mayor sabiduría, convocó unánime a la reciente convención de Filadelfia con el objeto de que estudiara ese importante asunto.

Esta convención, compuesta de hombres que contaban con la confianza del pueblo, y muchos de los cuales se habían distinguido grandemente por su patriotismo, su virtud y su prudencia, en tiempos que pusieron a prueba el corazón y el espíritu de los hombres, emprendió la ardua tarea. En el apacible período de la paz, sin otra preocupación que los absorbiese, pasaron muchos meses en serenas, ininterrumpidas y diarias consultas. Al fin, sin que los coaccionase ningún poder, Sin dejarse influir por ninguna pasión excepto la del amor a su patria, presentaron y recomendaron al pueblo el plan que fue resultado de sus deliberaciones casi unánimes.

Admítase, y es lo cierto, que este plan está sólo recomendado, no impuesto; pero recuérdese también que no está recomendado a la aprobación ciega, ni tampoco a la ciega reprobación; pero sí a la sosegada y limpia consideración que requieren la magnitud y la importancia del asunto, y que sin duda se le debe otorgar. Pero esta consideración y este examen (como se dijo en el número precedente de este periódico), hay que desearlos más que esperarlos. La experiencia obtenida en una ocasión anterior nos enseña a no confiar demasiado en esas esperanzas. No hemos olvidado aÚn que fueron las fundadas aprensiones acerca de un peligro inminente las que indujeron al pueblo de América a integrar el memorable Congreso de 1774.

Este cuerpo recomendó ciertas medidas a sus electores, y los sucesos vinieron a darle la razón; pero todavía recordamos qué pronto abundaron en las imprentas los panfletos y semanarios contrarios a esas mismas medidas. No sólo muchos funcionarios del gobierno, que obedecieron a móviles de interés personal, sino otras personas, por causa de una valoración equivocada de las consecuencias, o bajo la influencia indebida de ligas anteriores, o porque su ambición aspiraba a objetos en desacuerdo con el bien público, se mostraron incansables en sus esfuerzos para persuadir al pueblo de que rechazara el consejo de ese patriótico Congreso. Es cierto que muchos fueron engañados y embaucados, pero la gran mayoría del pueblo razonó y decidió juiciosamente, y se siente feliz de haber procedido así.

Tomó en cuenta que el Congreso se componía de muchos hombres prudentes y experimentados. Que proviniendo de diferentes partes del país, traían consigo variadas y valiosas informaciones, que se comunicaban recíprocamente. Que en el tiempo que pasaron juntos, investigando y discutiendo los verdaderos intereses de su patria, debieron adquirir un conocimiento muy preciso de ellos. Que estaban interesados personalmente en la libertad y la prosperidad públicas y que, por lo tanto, su inclinación no menos que su deber los llevaba a recomendar únicamente aquellas medidas que, después de la más concienzuda deliberación, de veras consideraban prudentes y aconsejables.

Estas reflexiones y otras similares indujeron al pueblo en ese entonces a confiar en el buen juicio y la integridad del Congreso; y siguió sus consejos a pesar de las mañas y los esfuerzos que se emplearon para disuadirle de ello. Pero si el pueblo en general hacía bien en depositar su confianza en los hombres de aquel Congreso, muy pocos de los cuales eran conocidos ampliamente o habían sido puestos a prueba, todavía más razón tiene ahora para respetar el sentir y los consejos de la Convención, pues es sabido que varios de los más distinguidos miembros de ese Congreso, conocidos y celebrados desde entonces por su patriotismo y su talento y que encanecieron en el ejercicio de la política, fueron también miembros de esa Convención, a la que aportaron la acumulación de sus conocimientos y su experiencia.

Merece la pena señalar 9ue no solamente el primer Congreso sino cada uno de los posteriores, así como la Convención última, han coincididó invariablemente con el pueblo al pensar que la prosperidad de América dependía de su Unión. El afán de conservarla y perpetuarla decidió al pueblo a convocar esa Convención y a ese gran fin tiende asimismo el plan que la Convención le ha aconsejado adoptar. Entonces, ¿con qué fundamento o con qué buenos propósitos intentan ciertos hombres despreciar a estas alturas la importancia de la Unión? ¿Y por qué sugieren que serían preferibles tres o cuatro confederaciones a una sola? Por mi parte estoy convencido de que el pueblo siempre ha pensado con sensatez acerca de este asunto y que su unánime y general adhesión a la causa de la Unión se apoya en razones grandes y de peso que procuraré desarrollar y explicar en varios de los siguientes artículos. Los que patrocinan la idea de substituir por un número de confederaciones distintas el plan de la Convención, parecen prever claramente que el rechazarla pondría la continuidad de la Unión en el más grave peligro. Seguramente que así ocurriría y deseo sinceramente que todo buen ciudadano comprenda con igual claridad que si alguna vez tiene lugar la disolución de la Unión, América tendrá razones para exclamar con las palabras del poeta: ¡ADIÓS! UN LARGO ADIÓS A TODA MI GRANDEZA.

PUBLIO

(Se supone que fue John Jay el autor de este escrito)

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