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EL FEDERALISTA

Número 21



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Como en los tres últimos números he revisado brevemente los principales acontecimientos y circunstancias que pintan el genio y el destino de otros gobiernos confederados, procederé ahora a la enumeración de los más importantes defectos que han frustrado hasta ahora las esperanzas puestas en el sistema establecido entre nosotros. Para formamos un juicio seguro y satisfactorio sobre el remedio adecuado, es absolutamente necesario que conozcamos a fondo el alcance y la gravedad del mal.

El primero y más visible defecto de la Confederación existente es la ausencia total de sanción para sus leyes. Los Estados Unidos, tal como están organizados, no tienen el poder de exigir la obediencia o castigar la desobediencia de sus mandatos, ni por medio de multas, ni de la suspensión o privación de privilegios, ni mediante ningún otro procedimiento constitucional. No hay una delegación expresa de autoridad para emplear la fuerza contra los miembros rebeldes; y para atribuir ese derecho a la cabeza federal, como algo que se desprende de la naturaleza misma del pacto social celebrado por los Estados, hay que apoyarse en una inferencia e interpretación a pesar del párrafo del artículo segundo que previene que:

cada Estado retendrá todos los poderes, jurisdicciones y derechos que no hayan sido delegados expresamente a los Estados Unidos, reunidos en un Congreso.

Es indudable que la creencia de que no existe un derecho de esta índole entraña un despropósito notable, pero nos vemos reducidos al dilema de aceptar esta hipótesis, por muy descabellada que parezca, o de contravenir o explicar en forma de hacerla nugatoria, una cláusula que en estos días ha sido objeto de repetidos elogios por parte de quienes se oponen a la nueva Constitución, y cuya ausencia en ese proyecto ha suscitado severas críticas y una plausible animadversión. Si nos resistimos a menoscabar la fuerza de esa aplaudida disposición, deberemos concluir que los Estados Unidos ofrecen el extraordinario espectáculo de un gobierno desprovisto hasta de la sombra del poder constitucional de obtener por la fuerza la ejecución de sus propias leyes. De los ejemplos que hemos citado se desprende que la Confederación Americana se diferencia en este aspecto de todas las demás instituciones similares y que constituye un fenómeno nuevo y sin ejemplo en el mundo político.

La ausencia de una garantía mutua de los gobiernos de los Estados es otra imperfección capital del plan federal. Nada se dispone sobre el particular en los artículos que lo componen; y el deducir una garantía tácita de las consideraciones de utilidad que podrían hacerse, equivaldría a desviarse de la cláusula antes dicha, aún mas flagrantemente que al atribuir un poder coercitivo tácito sobre la base de consideraciones semejantes. La ausencia de garantía, aunque por sus consecuencias puede poner en peligro a la Unión, no ataca su existencia de modo tan inmediato como la falta de una sanción constitucional para sus leyes.

Sin una garantía, hay que renunciar al auxilio que proporcionaría la Unión para repeler los peligros internos que amenazan a veces la subsistencia de las constituciones de los Estados. La usurpación puede levantar la cabeza en cada Estado, y pisotear las libertades del pueblo, mientras que el gobierno nacional no puede hacer otra cosa legalmente que contemplar estoS abusos con pena e indignación. Una facción triunfadora podrá erigir una tiranía sobre las ruinas del orden y el derecho, mientras la Unión se verá imposibilitada de ayudar constitucionalmente a los amigos y sostenedores del gobierno. La tempestuosa situación de la que apenas ha salido Maschusetts, demuestra que esta clase de peligros no son meramente teóricos. ¿Quién puede prever cuáles hubieran sido los resultados de sus últimas convulsiones, si los descontentos hubieran tenido por cabecilla a un Cromwell o un César? ¿Quién puede, predecir el efecto que el despotismo establecido en Massachusetts ejercería sobre las libertades de Nuevo Hampshlre o Rhode Island, de Connecticut o Nueva York?

El aprecio execisivo de la importancia de los Estados Unidos ha sugerido a ciertos espíritus una objeción contra el pnnciplo de garantia en el gobierno federal, porque implica una ingerencia oficiosa en los asuntos domésticos de los miembros. Un escrúpulo de esta índole nos privaría de una de las principales ventajas que son de esperarse de la unión, y sólo puede proceder de un concepto erróneo sobre la naturaleza misma de la disposición. Ésta no podría impedir que la mayoría del pueblo reformara las constituciones de los Estados en forma legal y pacífica, ya que tal derecho no sufriría merma alguna. La garantía sólo podría actuar contra los cambios que se pretendiera efectuar por medio de la violencia. No se tomarán nunca bastantes precauciones para prevenir esta clase de infortunios. La paz de la sociedad y la estabilidad del gobierno dependen absolutamente de la eficacia de las medidas que se adopten a este respecto. Donde todo el poder del gobierno se halla en manos del pueblo, hay menos pretextos para usar remedios violentos en los disturbios parciales u ocasionales del Estado. El correctivo natural de una mala administración, en una Constitución representativa popular, es el cambio de hombres. Una garantía por parte de la autorida nacional actuaría tanto contra las usurpaciones de los gobernantes como contra los abusos y alborotos del espíritu de partido y de la sedición en la comunidad.

El principio de regular las contribuciones de los Estados al erario común por medio de cuotas, es otro error básico de la Confederación. Ya se ha señalado que dicho principio se opone a que las exigencias nacionales se satisfagan debidamente, segun se ha evidenciado con claridad como resultado del ensayo que se ha hecho de él. Ahora hablo de este asunto exclusivamente en relación con la igualdad entre los Estados. Los que están acostumbrados a reflexionar sobre las circunstancias que producen y constituyen la riqueza nacional, deben estar convencidos de que no hay un patrón común o barómetro para determinar los grados de ésta. Ni el valor de las tierras, ni el número de habitantes, que se han propuesto sucesivamente como las bases que deben normar las contribuciones de los Estados, pueden pretender que son la representación exacta de aquella riqueza. Si comparamos la riqueza de los Países Bajos con la de Rusia o Alemania, o inclusive la de Francia, y si al mismo tiempo comparamos el valor total de las tIerras y la suma de la población de dicho estrecho distrito con el valor total de las tierras y la suma de la población de las inmensas regiones de cualquiera de los tres últimos países, veremos en seguida que no hay comparación posible entre la proporción de ambos objetos y la de la riqueza relativa de esas naciones. Si efectuáramos idéntico paralelo entre varios de los Estados americanos, la solución sería la misma. Compárese a Virginia con la Carolina del Norte, a Pensilvania con Connecticut o a Maryland con Nueva Jersey, y nos convenceremos de que las posibilidades relativas de esos Estados en lo que respecta a las rentas públicas, guardan poca o ninguna correlación con su extensión territorial o población comparativas. La proposición puede ilustrarse igualmente mediante la aplicación del mismo procedimiento a los diversos condados del mismo Estado. Ningún hombre que conozca el Estado de Nueva York dudará de que la riqueza efectiva del Condado King tiene con la de Montgomery una proporción mucho mayor de lo que parecería si tomáramos como guía el valor total de sus tierras o el número total de sus habitantes.

La riqueza de las naciones se debe a una infinita variedad de causas. La situación, el suelo, el clima, la naturaleza de sus productos, el carácter de su gobierno, las aptitudes de sus naturales, el grado de instrucción que éstos posean, el estado del comercio, de las artes, de la industria, todas esas circunstancias y muchas más, demasiado complejas, nimias o adventicias para que sea posible especificarlas detalladamente, ocasionan diferencias que es difícil imaginar en la riqueza relativa de los distintos países. De ello se deduce claramente que no puede existir una medida comun de la riqueza nacional y, por supuesto, ninguna regla general o fija que permita determinar la capacidad tributaria de cada Estado. Consiguientemente, el intento de regular las contribuciones de los miembros de una confederación mediante cualquiera de esas reglas tiene forzosamente que producir una flagrante desigualdad y un extremo gravamen.

Esta desigualdad bastaría por sí sola en América para acarrear la destrucción eventual de la Unión, si pudiera idearse el modo de hacer cumplir las requisiciones de ésta. Los Estados perjudicados no consentirían por mucho tiempo en permanecer asociados sobre la base de un principio que distribuye las cargas públicas con mano tan desigual, y que fue ideado para empobrecer y oprimir a los habitantes de ciertos Estados mientras los de otros apenas se darían cuenta de la pequeñísima proporción del gravamen que les corresponde llevar. Se trata, sin embargo, de un mal inseparable del principio de requisiciones y cuotas.

No hay otro medio de evitar este inconveniente, que el de autorizar al gobierno nacional para recaudar sus rentas propias en la forma especial que le parezca. Los derechos de entrada, los consumos y, en general, todos los derechos sobre artículos de consumo, pueden compararse a un fluido que con el tiempo iguala su nivel al de los medios de cubrir aquéllos. La cantidad con que cada ciudadano contribuirá, dependerá en cierto modo de su voluntad, y puede regularse atendiendo a sus recursos. Los ricos pueden ser extravagantes, los pobres, frugales; y la opresión privada podrá siempre evitarse seleccionando con prudencia los objetos apropiados para esas imposiciones. Si en algunos Estados surgieran desigualdades por impuestos sobre determinados artículos, éstas estarán probablemente compensadas por las desigualdades proporcionales que produzcan en otros Estados los impuestos sobre otros artículos. En el curso del tiempo y de las cosas, se establecerá en todas partes el equilibrio posible en asunto tan complicado. O si las desigualdades siguieran existiendo, no serían tan importantes, ni tan uniformes en su actuación, ni tan odiosas en apariencia, como las que surgirían necesariamente de las cuotas en cualquier escala que pueda idearse.

La ventaja notable de los impuestos sobre los artículos de consumo reside en que contienen en su propia naturaleza un freno contra el exceso. Ellos mismos trazan su límite; el cual no puede rebasarse sin anular el fin propuesto -esto es, el aumento de los ingresos-. Aplicado a este objeto resulta tan exacto como ingenioso el dicho relativo a que en la aritmética política, dos y dos no siempre suman cuatro. Si los derechos son demasiado altos, reducen el consumo; se evade el pago; y el tesoro recibe menos beneficios que cuando se mantienen dentro de adecuados y moderados límites. Esta circunstancia forma una barrera contra la opresión seria de los ciudadanos por medio de esta clase de tributos, y constituye ella misma una restricción natural al poder de imponerlos.

Las imposiciones de este género suelen denominarse impuestos indirectos, y durante un largo período deberán constituir la mayor paree de los ingresos recaudados en este país. Los de índole directa, relacionados principalmente con la tierra y los edificios, pueden admitir la regla del prorrateo. Tanto el valor de la tierra como el número de habitantes pueden servir de norma, pues se ha considerado que el estado de la agricultura y la densidad de la población de una región están íntimamente relacionados entre sí. Y en general, si se busca exactitud y facilidad, el número de los habitantes tiene derecho a la preferencia para este propósito. En todos los países la valoración de la tierra constituye una labor hercúlea; en un país incompletamente colonizado y que mejora progresivamente, las dificultades rayan en lo imposible. El costo de una valoración exacta viene a ser, en todos los casos, un impedimento formidable. En un sector de la tributación en que la naturaleza de las cosas no pone límites a la discreción del gobierno, el establecimiento de una regla fija, que no sea incompatible con la finalidad, es posible que produzca menos inconvenientes que el dejar aquella discreción completamente en libertad.

PUBLIO

(Se otorga la autoría de este escrito a Alexander Hamilton)

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