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EL FEDERALISTA

Número 35



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Antes de proceder al examen de cualesquiera otras objeciones en contra de un poder tributario ilimitado de la Unión, haré una observación general, a saber: que si la jurisdicción del gobierno nacional, en lo tocante a ingresos, se restringiese a ciertos objetos determinados, esto tendría naturalmente como consecuencia que una proporción excesiva de las cargas públicas pesaría sobre esos objetos. Esto acarrearía dos males: que ciertas ramas de la industria se verían sofocadas, y la distribución desigual de los impuestos, tanto entre los varios Estados como entre los ciudadanos del mismo Estado.

Suponed que, como se ha afirmado, el poder tributario federal se limitara a los derechos sobre las importaciones; es evidente que el gobierno, por carecer de facultad para buscarse otros recursos, caería a menudo en la tentación de subir esos impuestos hasta un exceso perjudicial. Hay personas que creen que nunca sería posible aumentarlos demasiado, ya que cuanto más altos, más dificultarán el consumo exorbitante de lo importado, produciendo una balanza comercial favorable y estimulando la industrias domésticas. Pero todos los extremos son perniciosos de varias maneras. Los impuestos exagerados sobre los artículos importados suscitarían una disposición general al contrabando, y éste siempre perjudica al comerciante honrado y a la larga a los mismos ingresos; tienden a hacer tributarias a las clases industriales, hasta un grado indebido, a las otras clases de ciudadanos, dando a las primeras, de antemano, un monopolio de los mercados; a veces fuerzan a la industria fuera de sus cauces naturales, empujándola a otros donde fluye con menos provecho; y, por último, abruman al comerciante, que se ve a menudo obligado a pagados sin recibir ninguna retribución del consumidor. Cuando la demanda es igual a la cantidad de artículos en el mercado, el consumidor suele pagar el impuesto; pero cuando los mercados se hallan abarrotados, una gran proporción de él recae sobre el comerciante, y a veces no sólo absorbe sus ganancias, sino que merma su capital. Me inclino a pensar que un reparto del impuesto entre el vendedor y el comprador ocurre con más frecuencia de lo que nos figuramos. No siempre es posible subir el precio de un artículo en exacta proporción con cada nuevo derecho que se le impone. El comerciante, especialmente en un país de escaso capital comercial, se ve con frecuencia en la necesidad de conservar los precios bajos para vender con más rapidez.

La máxima de que el consumidor es el que paga, es verdad con tanta más frecuencia que la proposición contraria, de que resulta mucho más equitativo que los derechos sobre importaciones ingresen en un fondo común que el que sólo redunden en beneficio de los Estados importadores. Pero no es tan cierto como para hacerlo equitativo el que esos derechos deberían formar el único ingreso nacional. Cuando los paga el comerciante, producen el efecto de un impuesto adicional sobre el Estado importador, cuyos ciudadanos pagan su parte en calidad de consumidores. En este aspecto producen una desigualdad entre los Estados; y esta desigualdad se vería aumentada con el alza de los impuestos. La restricción de los ingresos nacionales a esta clase de contribución iría acompañada de una desigualdad, por distintos motivos, entre los Estados industriales y los no industriales. Los Estados que más se aproximan a bastarse a sí mismos, gracias a industrias propias, no consumirán, de acuerdo con su población y sus riquezas, la misma proporción de artículos importados que los que no se encuentren en situación tan favorable. Por lo tanto, con este solo medio no contribuirían al tesoro público en relación con sus posibilidades. Para esto es necesario recurrir a los impuestos sobre consumos, que es conveniente que recaigan sobre ciertos tipos de artículos manufacturados. Nueva York está más interesado en estas consideraciones de lo que suponen aquellos de sus ciudadanos que luchan por limitar el poder de la Unión a los impuestos exteriores. Nueva York es un Estado importador (1), y no lleva camino de ser pronto un Estado industrial de importancia. Por lo tanto, sufriría doblemente si la jurisdicción de la Unión se restringiese a los impuestos comerciales.

En cuanto estas observaciones tienden a hacer hincapié en el peligro de que los impuestos sobre importaciones se extiendan hasta un extremo perjudicial, es posible que se observe, de acuerdo con la reflexión hecha en otro lugar de estos artículos, que el interés de los ingresos mismos sería suficiente para evitar esa exageración. Admito desde luego que éste sería el caso mientras fueran asequibles otros recursos; pero si el acceso a ellos se encontrase cerrado, la esperanza, acuciada por la necesidad, produciría experimentos que, fortalecidos con rigurosas precauciones y mayores castigos, durante un tiempo surtirían el efecto apetecido, hasta que hubiese oportunidad de discurrir expedientes para eludir esas nuevas precauciones. Es probable que el éxito inicial inspiraría falsas opiniones, para corregir las cuales sería necesaria una amplia experiencia posterior. La necesidad, especialmente en política, provoca a menudo falsas esperanzas, falsos razonamientos y un sistema de medidas correspondientemente equivocadas. Pero aunque el exceso que suponemos no fuese una consecuencia de la limitación del poder tributario federal, subsistirían las desigualdades de que hemos hablado, aunque no en el mismo grado, por virtud de las otras causas que se han señalado. Volvamos ahora al examen de las objeciones.

Una, que, si hemos de juzgar por la frecuencia con que se repite, parece ser aquella de la que más se espera, dice que la Cámara de Representantes no es bastante numerosa para acoger a todas las diversas clases de ciudadanos, con el fin de combinar los intereses y los sentimientos de cada parte de la comunidad y de establecer la debida simpatía entre el cuerpo representativo y sus electores. Tal argumento se presenta en forma harto especiosa y seductora y está bien ideado para aprovecharse de los prejuicios de aquellos a quienes se dirige. Pero si lo analizamos con atención, veremos que sólo lo integran una serie de palabras bien sonantes. El fin que parece proponerse es, en primer lugar, irrealizable y, en el sentido en que se manifiesta, innecesario. Dejo para otro lugar la discusión del punto relativo a la suficiencia del número de miembros del cuerpo representativo, y me contentaré con examinar aquí el uso especial que se ha hecho de una suposición contraria, en conexión con el objeto inmediato de nuestras investigaciones.

La idea de una representación efectiva de todas las clases del pueblo, por medio de individuos de cada clase, es completamente quimérica. A menos que la Constitución ordenara expresamente que cada distinto oficio debería mandar a uno o más miembros, la cosa no podría nunca realizarse. Los obreros y los industriales se sentirán siempre inclinados, con raras excepciones, a dar sus votos a los comerciantes, de preferencia a las personas de sus propios oficios o profesiones. Esos sagaces ciudadanos están bien enterados de que las artes mecánicas y fabriles proporcionan las materias primas de la iniciativa e industria mercantiles. De hecho, muchas se hallan relacionadas directamente con las operaciones del comercio. Saben que el comerciante es su patrono y amigo natural y comprenden que, por grande que sea la confianza que justificadamente tengan en su propio buen sentido, el comerciante puede promover sus intereses con más eficacia que ellos mismos. Se dan cuenta de que su modo de vivir no les ha permitido adquirir esas dotes sin las cuales las mayores facultades naturales resultan casi inútiles en una asamblea deliberativa; y que la influencia, el peso y los conocimientos superiores de los comerciantes los hacen más aptos para contender con cualquier espíritu de enemistad hacia los intereses fabriles y comerciales que pudiera infiltrarse en las asambleas públicas. Estas consideraciones y muchas otras que podrían mencionarse, prueban, y la expenencia lo confirma, que los artesanos e industriales estarán casi siempre dispuestos a conceder sus votos a los comerciantes y a quienes éstos apoyen. Por lo tanto, debemos considerar a los comerciantes como los representantes naturales de estas clases de la comunidad.

En cuanto a las profesiones liberales, poco hay que decir; en realidad no forman ningún interés distinto dentro de la sociedad y, de acuerdo con su situación y su talento, serán indistintamente objeto de confianza y elección tanto por parte de la clase a que pertenecen como de otros sectores de la sociedad.

Sólo queda ahora el interés de los propietarios de bienes raíces; y a éste, desde el punto de vista político y particularmente en relación con los impuestos, lo considero perfectamente unificado, desde el rico terrateniente hasta el humilde arrendatario. No se puede imponer ninguna contribución sobre la tierra que no afecte al propietario de millones de acres y al propietario de uno solo. Todo terrateniente estará, por lo tanto, interesado en que estos impuestos sean los más bajos posibles, y el interés común puede siempre considerarse como el más firme lazo de simpatía. Pero aun cuando pudiéramos suponer que los intereses del terrateniente opulento fueran distintos de los de un ranchero mediano, ¿qué razón hay para concluir que el primero tendría más oportunidad de ser enviado a la legislatura nacional que el segundo? Si nos guiamos por los hechos y miramos nuestros senado y asamblea propios, descubriremos que los propietarios medianos prevalecen en ambos, y que lo mismo ocurre en el senado, que comprende un menor número, que en la asamblea, integrada por un número mayor. Donde los requisitos de los electores son los mismos, sus votos recaerán en aquellas personas que más merecen confianza, lo mismo cuando tengan que escoger un número reducido que otro mayor; aunque sean hombres de gran fortuna, propietarios medianos o carezcan de toda propiedad.

Se dice que es necesario que todas las clases de ciudadanos cuenten con algunos de sus miembros en el cuerpo representativo, con el fin de que sus sentimientos e intereses sean mejor comprendidos y atendidos. Pero ya hemos visto que tal cosa no ocurrirá nunca bajo ningún sistema que deje al pueblo en libertad de votar. Donde se hace así, el cuerpo representativo, salvo tan pocas excepciones que no pueden influir en el carácter del gobierno, estará compuesto de terratenientes, comerciantes y profesionistas. Pero ¿existe el peligro de que los intereses y sentimientos de las distintas clases de ciudadanos no sean comprendidos o atendidos por estos tres tipos de hombres? ¿No sabrá y sentirá el terrateniente todo lo que afirme y favorezca los intereses de la propiedad rural? Y por su propio interés en esa clase de propiedades ¿no estará lo bastante dispuesto a resistir todo intento de perjudicarla o gravarla? ¿No comprenderá el comerciante y no estará inclinado a beneficiar, hasta donde sea oportuno, los intereses de las artes mecánicas y fabriles, con las que su comercio está tan estrechamente unido? Y el hombre de profesión, que se sienta neutral frente a las rivalidades entre las diferentes ramas de la economía ¿no será un árbitro imparcial entre ellas, dispuesto a ayudar a cualquiera, si esto le parece conveniente para los intereses generales de la sociedad?

Si tenemos en cuenta los cambios de humor y las diversas predisposiciones a que están sujetas ciertas partes de la sociedad, lo cual no debe pasar inadvertido para una buena administración, ¿por qué el hombre cuya sitUación le facilita llevar a cabo una extensa labor informativa y de encuesta ha de ser un juez menos competente de la naturaleza, intensidad y fdndamento de estas particularidades, que aquel cuyas dotes de observador no pasan más allá del círculo de sus vecinos y amistades? ¿No es natural que el hombre que es candidato a la confianza del pueblo y que depende de los sufragios de sus conciudadanos para seguir disfrutando de los honores públicos, cuide de informarse de sus humores e inclinaciones y esté dispuesto a que éstos influyan en el grado debido sobre su conducta? Esta dependencia y la necesidad de que el y su posteridad se hallen sometidos a las leyes que apruebe, son los vínculos más robustos de simpatía entre el representante y sus comitentes.

Ninguna parte de la administración gubernamental requiere tan extensa información y un conocimiento tan completo de los principios de la economía política como la materia de la tributación. El hombre que mejor entienda estos principios será el menos expuesto a recurrir a expedientes opresores o a sacrificar a una clase determinada de ciudadanos con tal de procurarse ingresos. Sería posible demostrar que el sistema hacendario más productivo será siempre el menos oneroso. No hay duda de que para ejercitar con prudencia la facultad impositiva es indispensable que la persona en cuyas manos se confíe se halle familiarizada con el carácter general, las costumbres y los modos de pensar del grueso del pueblo, así como con los recursos del país. Esto es todo lo que puede exigirse razonablemente cuando se habla de conocimiento de los intereses y los sentimientos del pueblo. Con cualquier otro significado esta proposición resulta vacía o absurda. Que cada ciudadano consciente juzgue por sí mismo, a la luz de ese significado, dónde será más probable encontrar las cualidades requeridas.

PUBLIO

(Se considera a Alexander Hamilton el autor de este escrito)




Notas

(1) En el texto revisado, y debido a la mayor desproporción entre su población y su territorio, es improbable que se conviena en un futuro próximo en un gran Estado manufacturero.

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