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EL FEDERALISTA

Número 38



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Es muy digno de notarse que en todos los casos que consigna la historia antigua, en que un gobierno fue establecido previa deliberación y con el consentimiento general, la tarea de formarlo no estuvo encomendada a una asamblea, sino que se desempeñó por un solo ciudadano de extraordinaria sabiduría y reconocida integridad.

Minos, según nos dicen, fue el primitivo fundador del gobierno de Creta, como Zaleuco lo fue del de los locrenses. Primeramente Teseo, y después de él Dracón y Solón, instituyeron el gobierno de Atenas. Licurgo fue el legislador de Esparta. Rómulo colocó los cimientos del primitivo gobierno de Roma y Numa y Tulio Hostilio, dos de sus sucesores electivos, completaron su labor. Al abolirse la realeza, fue sustituida por Bruto con la administración consular, pues presentó un proyecto sobre esa reforma, preparado, según afirmó, por Tulio Hostilio, y para el cual consiguió hábilmente la aprobación y ratificación del senado y del pueblo. Esta observación se aplica también a los gobiernos confederados. Anfiction fue el autor del que lleva su nombre, según las noticias que tenemos. La liga aquea tiene su origen en Aqueo, y fue luego restablecida por Arato.

Hasta qué punto se debieron realmente a estos legisladores sus respectivas creaciones o hasta dónde estaban investidos con la legítima autoridad del pueblo, es algo que no se puede determinar en todos los casos. En algunos, sin embargo, el procedimiento fue estrictamente regular. Dracón parece haber recibido del pueblo ateniense poderes ilimitados para reformar el gobierno y sus leyes. Y Solón, según Plutarco, se vio en cierto modo obligado por el sufragio universal de sus conciudadanos a aceptar la potestad exclusiva y absoluta de reformar la Constitución. Bajo Licurgo los procedimientos fueron menos legales; pero en cuanto era posible que preponderaran quienes patrocinaban una reforma regular, volvieron unánimemente los ojos al famoso sabio y patriota, con su esfuerzo aislado, en vez de provocar una revolución haciendo intervenir a una asamblea deliberante.

¿Cuál pudo ser la causa de que un pueblo tan celoso de sus libertades como el griego abandonara toda norma de cautela hasta el punto de poner su destino en manos de un solo ciudadano? ¿Cómo se explica que el pueblo ateniense, que no consentía que su ejército estuviera mandado por menos de diez generales y para el que no se requería otra prueba de amenaza a sus libertades que el mérito sobresaliente de un conciudadano, prefiriera un compatriota ilustre como depositario de su bienestar y el de su posteridad, a un cuerpo escogido de ciudadanos, de cuyas deliberaciones comunes era de esperarse más prudencia y mayor seguridad? Estas preguntas no pueden contestarse sin suponer que el temor de discordias y diferencias entre un gran número de consejeros excediera al recelo de la incapacidad o la traición de un solo hombre. La historia nos informa asimismo de las dificultades con que tuvieron que luchar estos célebres reformadores, así como de los medios que se vieron obligados a emplear para llevar sus reformas a la práctica. Solón, que parece haberse contentado con una política más contemporizadora, confesó que no había dado a sus compatriotas el gobierno más adecuado a su felicidad, sino el más tolerable para sus prejuicios. Y Licurgo, más consecuente con su propósito, tuvo que unir cierta violencia al ascendiente de la superstición, y que asegurar el éxito final mediante la renunciación voluntaria, primero a su país y luego a su vida. Si estas lecciones nos enseñan por una parte a admirar el progreso logrado por América, en comparación con el sistema antiguo de preparar y establecer proyectos regulares de gobierno, no son menos útiles, por otra, para advertirnos de los peligros y dificultades que rodean a estos experimentos y la gran imprudencia que supone el multiplicarlos innecesariamente.

¿Carece de razón la conjetura relativa a que los errores que puede contener el plan de la convención constituyen el resultado que era de esperarse de la falta de experiencia anterior en esta complicada y difícil materia, más bien que de defecto de cuidado y exactitud al investigarla; y que, por lo tanto, son de tal naturaleza que no se manifestarán hasta que un ensayo efectivo venga a señalarlos? Hacen probable esta conjetura no sólo consideraciones de carácter general, sino el caso particular de los Artículos de confederación. Debe observarse que entre las muchas objeciones y enmiendas presentadas por los distintos Estados, cuando esos Artículos se sometieron a su ratificación, no hay una sola que aluda al grande y radical error que se reveló al experimentarlos en la realidad. Y si exceptuamos las observaciones que formuló Nueva Jersey, más bien por causa de su situación local que a virtud de una previsión especial, es lícito dudar de que haya habido una sola de suficiente entidad para justificar la revisión del sistema. No obstante, hay numerosas razones para suponer que por carentes de importancia que fuesen esas objeciones, algunos Estados se habrían aferrado a ellas con una rigidez peligrosa si el instinto más poderoso de conservación no hubiera reprimido la celosa preferencia por sus opiniones y supuestos intereses. Recordamos que un Estado persistió muchos años en negar su cooperación, aunque el enemigo estaba a las puertas o, más bien, en la entraña misma del país. Y si al final cedió, fue por temer que se le achacaran las calamidades públicas y el poner en peligro el resultado de la contienda. Todo lector sincero sacara de estos importantes hechos las conclusiones pertinentes.

El enfermo que ve que su enfermedad se agrava cada día y comprende que no es posible demorar más tiempo la aplicación de un remedio eficaz sin correr un peligro extremo, después de meditar fríamente su situación y las especialidades de los distintos médicos, elige y llama a los que juzga más capaces de aliviarlo y de merecer su confianza. Los médicos acuden; examinan cuidadosamente al enfermo; celebran consulta; convienen todos en que los síntomas son peligrosos, pero que lejos de ser el caso desesperado, es posible que se resuelva en una mejoría de la constitución del paciente, si se le atiende con oportunidad y acierto. Con la misma unanimidad recetan el remedio con que se ha de lograr este feliz resultado. Pero apenas se hace pública la receta, una serie de personas se interponen y, sin negar la realidad ni lo peligroso del mal, aseguran al enfermo que la medicina será un veneno para él y le prohiben, so pena de segura muerte, que la tome. ¿No sería razonable que exigiera el paciente, antes de aventurarse a seguir este consejo, que sus autores se pusieran cuando menos de acuerdo sobre el remedio con que sustituirla? Y si encuentra que difieren entre sí tanto como de sus primeros consejos, ¿no obrará prudentemente probando el remedio recomendado unánimemente por estos últimos, en vez de escuchar a los que no pudieron ni negar la urgencia de un remedio, ni ponerse de acuerdo para proponer uno?

América es ese enfermo y tal es su situación en este momento. Ha sentido su enfermedad. Ha obtenido un consejo formal y unánime de hombres que ella misma ha escogido después de pensarlo. Pero otros le advierten que si sigue ese consejo sufrirá las mas fatales consecuencias. Estos monitores ¿niegan la realidad del peligro? No. ¿Niegan la necesidad de aplicar algún remedio rápido y eficaz? No. ¿Están todos de acuerdo, siquiera conformes dos de ellos, en sus objeciones en contra del remedio propuesto o con relación al apropiado que ha de sustituírsele? Dejémosles hablar. Éste nos dice que la Constitución en proyecto debe ser rechazada porque no es una confederación de los Estados, sino un gobierno sobre los individuos. Otro admite que debe ser un gobierno sobre los individuos hasta cierto grado, pero de ninguna manera hasta el extremo propuesto. Un tercero está conforme con el gobierno sobre los individuos y con la amplitud que se le da, pero no con la falta de una declaración de derechos. El cuarto conviene en la necesidad absoluta de una declaración de derechos, pero sostiene que no debe enunciar los derechos persona!es de los individuos, sino los derechos reservados a los Estados en su calidad política. Un quinto opina que la declaración de derechos, de cualquier clase que fuera, resultaría superflua y fuera de lugar y que el plan sería perfecto si no fuera por la funesta facultad de señalar los lugares y épocas de las elecciones. El impugnador que procede de un gran Estado declama a voz en cuello contra la irrazonable igualdad de representación en el Senado. El de un Estado pequeño grita con la misma fuerza contra la peligrosa desigualdad en la Camara de Representantes. De este lado nos alarman con el pasmoso costo de las numerosas personas que administrarán el nuevo gobierno. Del otro lado, a veces del mismo, pero en ocasión diversa, nos dicen que el Congreso no será sino la sombra de un cuerpo representativo y que el gobierno suscitaría menos observaciones si duplicara sus elementos y sus gastos. El patriota de un Estado que no exporta ni importa, descubre insuperables obstáculos en contra del poder de establecer impuestos directos. Su patriótico adversario de otro Estado que efectúa grandes exportaciones e importaciones, se muestra no menos disconforme porque la totalidad de las cargas tributarias no recaen sobre el consumo. Este político descubre en la Constitución una tendencia directa e irresistible a la monarquía; aquél está igualmente seguro de que acabará en aristocracia. Otro no sabe cuál de estas formas asumirá en definitiva, pero percibe claramente que ha de ser una u otra; mientras que no falta un cuarto que con atrevimiento nada menor afirme que la Constitución está tan alejada de cualquiera de ambos peligros, que la tendencia hacia ellos no será suficiente para mantenerla íntegra y firme contra los extremos opuestos. Otra clase de adversarios de la Constitución hablan de que los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial se hallan mezclados de tal suerte que se contradicen todas las ideas normales de gobierno y todas las precauciones necesarias en favor de la libertad. Como esta objeción circula en forma vaga e indeterminada, son pocos los que le dan su aprobación. Pedid a cada uno su explicación particular y con dificultad hallaréis a dos que estén exactamente de acuerdo en esta cuestión. A los ojos de uno el defecto de la organización reside en unir al Senado con el Presidente en la función, rodeada de responsabilidad, de nombrar para los cargos públicos, en vez de conferir esta facultad ejecutiva únicamente al Ejecutivo. Para otro, la exclusión de la Cámara de Representantes, cuyo número sería una seguridad contra la corrupción y la parcialidad al ejercitar este poder, es igualmente detestable. Para el de más allá, el hacer participar al Presidente en cualquier grado de poderes que siempre han de ser un instrumento peligroso en manos del magistrado ejecutivo resulta una imperdonable violación de las máximas del recelo republicano. Según algunos, nada hay menos admisible que encomendar al Senado que juzgue sobre las acusaciones en contra de altos funcionarios, ya que es alternativamente miembro del departamento ejecutivo y del legislativo, cuando este poder pertenece tan claramente al departamento judicial. Estamos plenamente de acuerdo -replican otros- en recusar esa parte del plan, pero nunca podremos aceptar que con atribuir el conocimiento de dichas acusaciones a la autoridad judicial se enmiende el error. Nuestra repugnancia principal hacia la organización procede de los poderes demasiado amplios de que ya se ha dotado a ese departamento. Inclusive entre los entusiastas patrocinadores de un Consejo de Estado descubrimos la diversidad más irreconciliable en cuanto al modo de establecerlo. Un caballero pide que el consejo se componga de un pequeño número de consejeros nombrados por la rama más numerosa de la legislatura. Otro, preferiría un número mayor y considera fundamental que el Presidente mismo hiciese los nombramientos.

Como esto no puede molestar a los escritores adversos al proyecto de Constitución federal, supongamos que así como parecen los más empeñosos, son también los más sagaces de los que piensan que la convención recién celebrada no estuvo a la altura de la tarea que se le señaló y que puede y debe sustituirse dicho proyecto por un plan mejor y más prudente. Supongamos también que el país estuviera de acuerdo tanto con la favorable opinión sobre sus méritos como con su desfavorable parecer acerca de la convención; y que, por lo tanto, procediera a formar con ellos una segunda convencion, investida de plenos poderes, con el propósito expreso de revisar y reformar la labor de la primera. Si el experimento se llevara seriamente a cabo, aunque hasta en la imaginación se requiere cierto esfuerzo para tomarlo en serio, me remito a las opiniones que he exhibido como muestras y a la enemistad que han manifestado hacia los convencionistas anteriores, para preguntar si habría algún punto en que se distinguirían tanto de éstos como en las discordias y agitaciones que caracterizarían sus deliberaciones; así como si la Constitución ahora ante el público no tendría la misma ocasión de pasar a la inmortalidad que la que Licurgo le dio a Esparta, haciendo depender su reforma de su regreso del destierro y de su muerte, si se adoptara inmediatamente y continuara en vigor no hasta que esta nueva asamblea de legisladores acordara una mejor, sino hasta que lograra ponerse de acuerdo sobre otra cualquiera.

Nos asombra y duele que todos los que expresan tantas objeciones contra la nueva Constitución jamás tengan presentes los defectos de la antigua. No es necesario que la primera sea perfecta; basta con que la segunda sea más imperfecta. Ningún hombre se negaría a cambiar latón por plata u oro, sólo porque estos últimos contengan alguna liga. Ningún hombre se rehusaría a abandonar una casucha en ruinas y tambaleante, para trasladarse a un edificio sólido y cómodo, con el pretexto de que éste no tenía terraza, o porque algunas de las habitaciones posiblemente fueran un poco más grandes o más chicas, o el techo más alto o más bajo de lo que su fantasía deseaba. Pero, dejando a un lado estos ejemplos, ¿no esta bien claro que la mayor parte de las objeciones esenciales que se esgrimen contra el nuevo sistema, se aplican con diez veces más razón a la Confederación existente? ¿El ilimitado poder de recaudar fondos es peligroso en manos del gobierno federal? Pues el actual Congreso puede hacer requisiciones por cualquier cantidad que le plazca y los Estados están obligados constitucionalmente a proporcionarlas; puede emitir pagarés mientras logre costear el papel en que se imprimen; puede pedir prestado tanto en el país como en el extranjero mientras encuentre quien le facilite un chelín. ¿Es peligroso el poder ilimitado de reclutar tropas? La Confederación también da ese poder al Congreso, y éste ya empezo a servirse de él. ¿Es indebido y poco seguro confundir los distintos poderes del gobierno y otorgarlos al mismo cuerpo de individuos? El Congreso, o sea un solo grupo de hombres es el único depositario de todos los poderes federales. ¿Es especialmente arriesgado entregar las llaves del tesoro y el mando del ejército a las mismas manos? La Confederación pone ambos en manos del Congreso. ¿La declaración de derechos es esencial para la libertad? La Confederación carece de dicha declaración. ¿Se objeta contra la nueva Constitución que faculta al Senado, con la cooperación del Ejecutivo, para celebrar tratados que serán leves en el país? El Congreso actual, sin ese control, puede concertar tratados y ha declarado, con la aceptación de la mayoría de los Estados, que constituyen la ley suprema del país. ¿La nueva Constitución permite la importación de esclavos durante un período de veinte años? Pues la antigua la permite por siempre.

Se me dirá que por peligrosa que aparezca en teoría, esa mezcla de poderes se vuelve innocua por el hecho de que el Congreso depende de los Estados en lo que respecta a los medios de ponerlos en práctica; y que por muy grande que sea esta masa de poderes, de hecho es una masa sin vida. Replicaré, primeramente, que la Confederación es responsable de una locura mucho mayor, la de declarar que ciertos poderes son absolutamente necesarios al gobierno federal, y a la vez volverlos absolutamente nulos; y luego, que si la Unión ha de continuar y no se ha de poner un gobierno mejor en su lugar, el Congreso actual tendrá que recibir o asumir poderes efectivos; y en cualquiera de estos casos el contraste que expongo seguirá existiendo. Pero esto no es todo. De tal masa inanimada ha nacido un poder a manera de excrecencia, que tiende a dar vida a todos los peligros que pueden temerse del hecho de estructurar defectuosamente el supremo gobierno de la Unión. Ha dejado de ser materia de simple especulación o esperanza el que el territorio del Oeste constituye una mina de gran riqueza para los Estados Unidos; y aunque no sea de naturaleza tal que pueda sacarlos de sus apuros actuales, ni tampoco contribuir con grandes productos a los gastos públicos durante bastante tiempo por venir, sin embargo, bien administrada y con el tiempo, debe ser capaz tanto de permitir el pago de la deuda interior cuanto de proporcionar abundantes tributos durante cierto espacio al tesoro federal. Los Estados individuales han renunciado ya a gran parte de este fondo; y puede esperarse con razón que los restantes no persistirán en negarse a dar las mismas pruebas de equidad y generosidad. Podemos contar, por tanto, con que una región rica y fértil, de igual extensión que el área habitada de los Estados Unidos, se convertirá pronto en un haber nacional. El Congreso ha asumido la administración de este capital y ha empezado a hacerlo producir. Ha emprendido algo más: ha procedido a formar nuevos Estados, a instituir gobiernos temporales, a nombrar sus funcionarios y a fijar las condiciones en que dichos Estados serán admitidos en la Confederación. Todo esto se ha hecho, por cierto sin el menor apoyo constitucional y, sin embargo, no hemos oído censura alguna no se ha dado un grito de alarma. Un caudal independiente y considerable de ingresos está pasando a manos de un solo cuerpo de hombres, que puede reclutar tropas en número ilimitado y autorizar el gasto del dinero para sostenerlas durante un periodo indefinido de tiempo. Y existen hombres que no sólo han sido espectadores silenciosos de esta perspectiva, sino que han abogado por el sistema que la ofrece, y simultáneamente hacen valer contra el nuevo sistema las objeciones que hemos oído. ¿No obrarían con más seriedad si encarecieran el establecimiento de este último como indispensable no sólo para proteger a la Unión contra los poderes y recursos futuros de un cuerpo organizado como el actual Congreso, sino para salvarla de los peligros con que la amenaza la impotencia presente de esa Asamblea?

No es mi intención, en nada de lo que he dicho, censurar las medidas que ha adoptado el Congreso, pues sé que no habría podido hacer otra cosa. El interés público, la urgencia del caso, lo obligaron a rebasar sus límites constitucionales. Pero ¿no es este hecho una prueba alarmante del peligro engendrado por un gobierno que no posee poderes normales en proporción con sus fines? La disolución o la usurpación constituyen el atroz dilema al que se halla continuamente expuesto.

PUBLIO

(Santiago Madison es considerado el autor de este escrito)

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