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EL FEDERALISTA

Número 43



Al pueblo del Estado de Nueva York:

La cuarta clase comprende los siguientes poderes:

1) El poder de fomentar el progreso de la ciencia y de las artes útiles, asegurando por un tiempo limitado, a los autores e inventores, el derecho exclusivo sobre sus respectivos escritos y descubrimientos.

Casi nadie discutirá la utilidad de este poder. En la Gran Bretaña se ha declarado solemnemente por los tribunales que los derechos de autor forman parte del Common Law. El derecho sobre las invenciones útiles pertenece por la misma razón a sus inventores. El bien público coincide plenamente en ambos casos con las pretensiones de los individuos. Los Estados no pueden legislar separadamente, en forma efectiva, sobre ninguna de estas cuestiones, y casi todos se han anticipado a la resolución de este punto y han aprobado leyes de acuerdo con las indicaciones del Congreso.

2) Para legislar en forma exclusiva en todo lo referente al distrito (que no podrá ser mayor que un cuadrado de diez millas por lado), que se convierta en asiento del gobierno de los Estados Unidos como consecuencia de que lo cedan determinados Estados y lo acepte el Congreso; y para ejercer una autoridad semejante sobre todos los terrenos que se adquieran con anuencia de la legislatura del Estado en que estén situados, para la edificación de fuertes, almacenes, arsenales, astilleros y otras construcciones necesarias.

La necesidad indispensable de un dominio completo sobre la residencia del gobierno se demuestra por sí sola. Es un poder que poseen todas las legislaturas de la Unión, y podría decir que del mundo, por virtud de su supremacía general. Sin ella, no sólo podría ser insultada la autoridad pública y sus procedimientos interrumpidos impunemente, sino que la dependencia de los miembros del gobierno general respecto del Estado que incluyera el asiento del gobierno, a efecto de que los protegiera en el desempéño de su deber, podría acarrearles a las asambleas nacionales la acusación de influencia o miedo, igualmente deshonrosa para el gobierno y molesta para los demás componentes de la Confederación. Esta reflexión adquirirá más peso si se considera que la acumulación gradual de mejoras públicas en la residencia del gobierno sería una carga demasiado grande para dejarlas en manos de un solo Estado, y que crearía tantos obstáculos para el traslado del gobierno que coartaría todavía más la independencia que le es indispensable. La extensión de este distrito federal está suficientemente circunscrita para disipar cualquier recelo de carácter adverso. Y como ha de destinarse a eSte fin mediante el consentimiento del Estado que lo ceda; como dicho Estado indudablemente estipulará en el contrato que celebre, que se tomen en cuenta los derechos y el consentimiento de los ciudadanos que lo habiten, y como los habitantes hallarán bastantes alicientes para estar conformes con esta cesión; como habrán tenido voz en la elección del gobierno que ha de ejercer autoridad sobre ellos; como para fines locales se les permitirá evidentemente tener una legislatura municipal, que será producto de sus propios votos, y como la potestad de la legislatura del Estado y de los habitantes de la parte cedida, de convenir en la cesión, procederá de todo el pueblo del Estado al adoptar la Constitución, todas las objeciones imaginables parece que quedan zanjadas.

La necesidad de una autoridad semejante sobre los fuertes, almacenes, etc., que establezca el gobierno general, no es menos evidente. Los fondos públicos que se gasten en esos lugares y los bienes de propiedad pública que se depositen en ellos, exigen que estén exentos de la autoridad del Estado de que se trate. Ni sería propio que los lugares de que puede depender la seguridad de la Unión entera, esten subordinados en cualquier grado a un miembro determinado de ella. Todas las objeciones y escrúpulos sobran también aquí, ya que se requiere la cooperación de los Estados interesados para cada establecimiento de la naturaleza de los descritos.

3) Para establecer la pena correspondiente a la traición, pero ninguna sentencia por causa de traición podrá privar del derecho de heredar o de trasmitir bienes por herencia, ni producirá la confiscación de bienes, a no ser en vida de la persona condenada.

Como la traición puede cometerse contra los Estados Unidos, las autoridades de éstos deben estar capacitadas para castigarla. Pero como las traiciones artificiales y de nuevo cuño han sido los poderosos instrumentos con los cuales las facciones violentas, esas consecuencias naturales del gobierno libre, han descargado alternativamente su virulencia unas sobre otras, la convención, con notable buen juicio, ha levantado una barrera contra este peligro, insertando en la Constitución una definición de este crimen, decidiendo la prueba necesaria para una sentencia condenatoria e impidiendo al Congreso que, al castigarlo, extienda las consecuencias del delito más allá de la persona del delincuente.

4) Para admitir nuevos Estados en la Unión; pero ningún nuevo Estado podrá formarse o erigirse dentro de los límites de otro Estado; ni tampoco se formará ningún Estado mediante la unión de dos o más Estados o partes de Estados, sin el consentimiento de las legislaturas de los Estados interesados, así como del Congreso.

En los Artículos de confederación no se encuentra ninguna disposición sobre este importante tema. El Canadá debía ser admitido por derecho propio al adherirse a las medidas acordadas por los Estados Unidos; y las demás colonias, con lo que evidentemente se hacía referencia a las otras colonias británicas, cuando lo dispusiesen nueve Estados. El establecimiento eventual de nuevos Estados parece haber escapado a la previsión de los autores de ese documento. Ya hemos visto los inconvenientes de esa omisión y la arrogación de facultades a que ha inducido al Congreso. De ahí que el nuevo sistema haya subsanado la deficiencia con todo fundamento. La precaución general en el sentido de que no se formen nuevos Estados sin el consentimiento de la autoridad federal y de los Estados interesados, se apega a los principios que deben normar esta clase de asuntos. La precaución especial contra la erección de nuevos Estados mediante la división de un Estado sin su consentimiento, aquieta la desconfianza de los Estados más grandes; y la de los pequeños se ve tranquilizada por una precaución semejante, contra la fusión de varios Estados sin su consentimiento.

5) Para enajenar las tierras y cualesquiera otras propiedades pertenecientes a los Estados Unidos, y para expedir todos los reglamentos y reglas necesarios al respecto, con la condición de que nada de lo que expresa la Constitución se entenderá de manera que perjudique los derechos de los Estados Unidos o los de cualquier Estado en particular.

Este poder es de muchísima importancia y lo requieren consideraciones similares a las que demuestran la conveniencia del anterior. La condición anexa es oportuna por sí misma y es probable que haya resultado absolutamente necesaria por causa de las envidias y cuestiones referentes al territorio occidental, bien conocidas del público.

6) Para garantizar a todos los Estados de la Unión una forma republicana de gobierno; para proteger a cada uno contra la invasión; y, a petición de la legislatura o del ejecutivo (cuando la primera no puede ser convocada), contra la violencia doméstica.

En una confederación fundada sobre principios republicanos y compuesta de miembros republicanos, el gobierno que dirige a todos debe evidentemente poseer autoridad para defender el sistema contra las innovaciones monárquicas o aristocráticas. Cuanto más íntima sea la naturaleza de esa unión, mayor interés tendrán los miembros en las instituciones políticas de cada uno; y mayor derecho a insistir en que las formas de gobierno bajo las cuales se suscribió el pacto, sean mantenidas en su parte esencial. Pero un derecho implica un remedio; ¿y dónde debería éste depositarse sino donde ya está depositado por la Constitución? Los gobiernos de principios y formas disimiles se adaptan menos a una coalición federal que los que tienen un carácter análogo. Como la República confederada alemana -dice Montesquieu- se compone de ciudades libres y de pequeños Estados, sujetos a distintos príncipes, la experiencia demuestra que es menos perfecta que la de Holanda o la de Suiza ... Grecia estuvo perdida -añade- en cuanto el rey de Macedonia obtuvo un lugar entre los Anfictiones. No hay duda de que en el último caso la desproporción de la fuerza, así como la forma monárquica, del nuevo confederado, tuvieron su parte de influencia en los acontecimientos. Se puede preguntar qué falta puede hacer esta precaución y si no es susceptible de convertirse en pretexto para hacer introducir cambios en los gobiernos de los Estados, sin la cooperación de éstos mismos. Estas preguntas admiten prontas respuestas. Si la intervención del gobierno general fuese innecesaria, el precepto relativo a semejante suceso no será más que una superfluidad inocua en la Constitución. ¿Pero quién puede predecir los experimentos que es posible que originen el capricho de cada Estado, la ambición de jefes emprendedores, o las intrigas y la influencia de las potencias extranjeras? A la segunda pregunta contestaremos que si el gobIerno general interviene en virtud de su autoridad constitucional, será naturalmente para ejercerla. Pero ese poder legal no pasa de garantizar una forma republicana de gobierno, lo que supone la preexistencia de un gobierno del estilo que ha de ser garantizado. Por lo tanto, mientras las formas republicanas existentes sean conservadas por los Estados, están garantizadas por la Constitución federal. Cuando los Estados quieran sustituirlas por otras formas republicanas, tienen el derecho de hacerlo, así como el de reclamar para éstas la garantía federal. La única restricción que se les impone es la de no cambiar las Constituciones republicanas por otras antirrepublicanas; restricción que es de presumirse que difícilmente se considerará vejatoria.

Toda sociedad debe a las partes que la componen protección contra las invasiones. La amplitud de la expresión empleada en este punto parece asegurar a cada Estado no sólo contra la hostilidad extranjera, sino también contra las empresas vengativas o ambiciosas de sus vecinos más poderosos. La historia, tanto de las confederaciones antiguas como de las modernas, demuestra que los miembros más débiles de la Unión deberían estimar el propósito que persigue este artículo.

Con igual oportunidad se añade la protección contra la violencia doméstica. Se ha observado que inclusive entre los cantones suizos, los cuales hablando con propiedad no se hallan bajo un solo gobierno, se provee a estos casos; y la historia de esa liga nos entera de que la ayuda mutua es reclamada y concedida a menudo, lo mismo por parte de los cantones más democráticos que de los otros. Un suceso reciente y bien conocido, ocurrido en casa, nos previene que estemos preparados para casos de índole semejante.

A primera vista no parece cuadrar con la teoría republicana el suponer que una mayoría no tiene el derecho, o bien que una minoría tendrá la fuerza, de subvertir un gobierno; y, por lo tanto, que la intervención federal sólo puede requerirse cuando sea indebida. Pero los razonamientos teóricos, en este caso como en casi todos, deben ser templados por las enseñanzas de la práctica. ¿Por qué no han de tramarse combinaciones ilícitas, con fines violentos, lo mismo entre la mayoría de un Estado, especialmente de un pequeño Estado, como entre la mayoría de un condado o distrito del mismo Estado? ¿Y si la autoridad del Estado, en el último caso, debería proteger a la magistratura local, no debería la autoridad federal, en el primero, apoyar a la autoridad del Estado? Además, hay ciertas partes en las constituciones de los Estados, que se hallan tan ligadas con la Constitución federal, que es imposible darle un golpe violento a una sin comunicar la herida a la otra. Las insurrecciones en un Estado rara vez provocarán la intromisión federal, a no ser que el número de los complicados en ellas se aproxime al de los amigos del gobierno. Es preferible que en esos casos la violencia sea reprimida por el poder superior, a que la mayoría sola tenga que sostener su causa, mediante una contienda obstinada y sangrienta. La existencia del derecho a interponerse obviará, como regla general, la necesidad de ejercerlo.

¿Es verdad que la fuerza y el derecho se hallan necesariamente del mismo lado en un gobierno republicano? ¿No es acaso fosible que el partido de la minoría posea tal superioridad pecuniaria, tal cúmulo de experiencia y de talento militar o tantas ayudas secretas del extranjero, que lo conviertan en superior en una lucha armada? ¿No es posible que una posición más ventajosa, una unión más firme, hagan inclinar la balanza en contra de un grúpo más numeroso, situado de modo que le sea más difícil hacer valer rápidamente el conjunto de su fuerza? ¡Nada más fantástico que imaginar que en una prueba efectiva de potencia es posible predecir la victoria fundándose en las reglas que prevalecen en un censo de habitantes o que determinan el éxito de una elección! Finalmente, ¿no es factible que suceda el que la minoría de ciudadanos se convierta en una mayoría de personas, mediante el arribo de residentes extranjeros, o la ayuda inusitada de aventureros, o de aquellos a quienes la constitución del Estado no concede los derechos del sufragio? No tomo en cuenta esa desdichada especie de habitantes que abundan en algunos Estados y que, bajo la tranquilidad de un gobierno regular, se hallan hundidos más abajo del nivel de los hombres; pero que, en medio de las tempestuosas escenas de la violencia civil, recobran la condición humana y dan la superioridad de la fuerza al partido con el que quieran asociarse.

En los casos en que sea dudoso de qué lado está la justicia, ¿qué mejores árbitros pueden desear dos facciones violentas, que han recurrido a las armas y destrozan el Estado, que los representantes de Estados confederados, que no están caldeados por la llama local? A la imparcialidad de los jueces, unirían el afecto de los amigos. ¡Sería una dicha que todos los gobiernos libres dispusieran de ese remedio para sus males, si un sistema tan eficaz como éste pudiera ser establecido para la tranquilidad universal del género humano!

¿Se preguntará cuál debe ser el remedio en el caso de una insurrección que se extienda a todos los Estados y que asuma una fuerza preponderante, aunque no conforme al derecho constitucional? Debe contestarse que semejante caso no está, afortunadamente, dentro de las probabilidades humanas de la misma manera que excede a los medicamentos humanos; y que basta para recomendar la Constitución federal con que ésta disminuye el riesgo de una calamidad para la cual ninguna Constitución concebible puede proporcionar la curación.

Entre las ventajas de una República confederada que enumera Montesquieu, es importante ésta: Que si en uno de los Estados ocurriese una insurrección popular, los otros podrían sofocarla. Si surgieren abusos en una de las partes, serían corregidos por las que se conserven sanas.

7) Para considerar que todas las deudas contraídas y todos los compromisos adquiridos. antes de la adopción de esta Constitución, poseen la misma validez contra los Estados Unidos, con arreglo a dicha Constitución, que con arreglo a la Confederación.

Esta proposición únicamente puede estimarse como declaratoria, y ha de haberse insertado, entre otras razones, para satisfacer a los acreedores extranjeros de los Estados Unidos, que no es posible que permanezcan indiferentes ante la supuesta doctrina de que el cambio en la forma política de una sociedad civil produce el efecto mágico de que se evaporen sus obligaciones morales.

Entre las críticas de menor entidad aducidas contra la Constitución, se ha señalado que la validez de los compromisos debería haberse afirmado tanto a favor de los Estados Unidos, como en su contra; y dentro del espíritu que caracteriza en general a los censores mezquinos, la omisión ha sido transformada y agrandada hasta hacer de ella un complot en contra de los derechos de la nación. Al autor de este descubrimiento se le puede decir lo que pocas personas necesitan saber, o sea, que como estos compromisos son recíprocos por naturaleza, la afirmación de su validez para un efecto, implica necesariamente su validez para el otro; y que siendo el artículo puramente declaratorio, la enunciación del principio en un caso es suficiente para todos los casos. Se le puede decir todavía que cada Constitución debe limitar sus precauciones a peligros que no son totalmente imaginarios; y que no puede haber peligro real de que el gobierno se atreviera, con esta declaración constitucional o aun sin ella, a condonar las deudas debidamente contraídas con el público, con el pretexto que refutamos aquí.

8) Para aprobar enmiendas a la Constitución, las que deberán ser ratificadas por tres cuartas partes de los Estados, con sólo dos excepciones.

Era imposible no prever que la experiencia sugerirá reformas convenientes. Y era, por lo tanto, indispensable fijar el modo de introducirlas. El sistema preferido por la convención parece revestido de todas las características convenientes. Protege por igual contra esa facilidad extrema que haría a la Constitución demasiado variable y contra esa exagerada dificultad que perpetuaría sus defectos manifiestos. Además, capacita al gobierno general y al de los Estados para iniciar la enmienda de los errores, a medida que los descubra la experiencia de uno u otro sector. La excepción a favor de la igualdad de sufragio en el Senado, probablemente tuvo como propósito salvaguardar la soberanía que se reconoce a los Estados y que se halla implícita en ese principio de representación en un cuerpo de la legislatura y asegurada por él; y con toda probabilidad insistieron en ella los Estados que más aprecio conceden a dicha igualdad. La otra excepción debió admitirse por consideraciones análogas a las que originaron el privilegio que ampara.

9) La ratificación por las convenciones de nueve Estados será suficiente para que esta Constitución entre en vigor por lo que respecta a los Estados que la ratifiquen.

Este artículo habla por sí mismo. Sólo la autoridad expresa del pueblo podía dar la validez necesaria a la Constitución. Haber exigido la ratificación unánime de los trece Estados habría supeditado los intereses esenciales del conjunto al capricho o a la corrupción de un solo miembro. y esto indicaría en la convención una falta de previsión que nuestra propia experiencia habría hecho inexcusable.

A este propósito se nos presentan dos cuestiones de índole muy delicada:

1) ¿Conforme a qué principio, la Confederación, que reviste la forma de un pacto solemne entre los Estados, puede ser reemplazada sin el consentimiento unánime de quienes forman parte de ella?

2) ¿Qué relación subsistirá entre los nueve o más Estados que ratifiquen la Constitución y los pocos que no se adhieran a ella?

La primera pregunta se contesta inmediatamente invocando la necesidad absoluta del caso; el gran principio de autoconservación; la trascendental ley de la naturaleza y del Dios de ésta, que declara que la seguridad y la felicidad de la sociedad son los fines a que aspiran todas las instituciones políticas y a los cuales todas estas instituciones deben sacrificarse. Quizás, también pueda hallarse una respuesta sin salirse de los principios mismos del pacto. Con anterioridad se ha señalado entre los defectos de la Constitución el que en muchos de los Estados no recibió una sanción más elevada que la simple ratificación legislativa. El principio de reciprocidad parece exigir que su obligatoriedad respecto a los demas Estados se reduzca a la misma formalidad. Un pacto entre soberanías independientes que se apoya en una ley ordinaria de la autoridad legislativa, no puede pretender mayor validez que la de una liga o tratado entre las partes. Es ya doctrina establecida en relación con los tratados el que todos los artículos se condicionan entre sí; y el que la infracción de cualquier artículo constituye una infracción de todo el tratado, así como que la infracción cometida por cualquiera de las partes desliga de sus compromisos a las otras y las autoriza, si así le parece, a considerar el contrato como quebrantado y sin valor. Si desgraciadamente fuere necesario recurrir a estas delicadas verdades para justificar el hecho de que se prescinda del consentimiento de ciertos Estados para la disolución del pacto federal, ¿las partes quejosas no hallarán difícil la tarea de contestar a las múltiples e importantes infracciones que es posible echarles en cara? Hubo un tiempo en que a todos noS incumbía disimular las ideas que este párrafo exhibe. La escena ha cambiado y con ella la actitud que esos motivos nos imponían.

La segunda cuestión no es menos delicada, y la halagadora perspectiva de que sea meramente hipotética nos prohibe una discusión prolija de ella. Es uno de esos casos que deben resolverse por sí mismos. En general, puede observarse que aunque no pueden subsistir relaciones políticas entre los Estados que consientan y los que disientan, sin embargo, las relaciones morales continuarán intactas. Las solicitaciones de la justicia, de una y otra parte, seguirán en vigor y habrán de cumplirse; en todos los casos los derechos de la humanidad deberán ser debida y mutuamente respetados; en tanto que las consideraciones del interés común y, sobre todo, el recuerdo de las escenas de un pasado querido y la esperanza de un rápido triunfo sobre los obstáculos que se oponen a la reunión, nos pedirán, y espero que no en vano, moderación por un lado y prudencia por el otro.

PUBLIO

(Es a Santiago madison a quien se considera autor de este escrito)

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