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EL FEDERALISTA
Número 48
Al pueblo del Estado de Nueva York:
Demostramos en el último artículo que el apotegma político en él examinado no exige que los departamentos legislativo, ejecutivo y judicial estén absolutamente aislados unos de otros. Procuraré en seguida demostrar que a no ser que estos departamentos se hallen tan íntimamente relacionados y articulados que cada uno tenga ingerencia constitucional en los otros, el grado de separación que la máxima exige como esencial en un gobierno libre no puede nunca mantenerse debidamente en la práctica.
Todo el mundo está de acuerdo en que los poderes propios de uno de los departamentos no deben ser administrados completa ni directamente por cualquiera de los otros. Es también evidente que ninguno de ellos debe poseer, directa o indirectamente, una influencia preponderante sobre los otros en lo que se refiere a la administración de sus respectivos poderes. No puede negarse que el poder tiende a extenderse y que se le debe refrenar eficazmente para que no pase de los límites que se le asignen. Por tanto, después de diferenciar en teoría las distintas clases de poderes, según que sean de naturaleza legislativa, ejecutiva o judicial, la próxima tarea, y la más difícil, consiste en establecer medidas prácticas para que cada uno pueda defenderse contra las extralimitaciones de los otros. ¿En qué debe consistir esa defensa? He ahí el gran problema al que es necesario darle solución.
¿Será suficiente con señalar precisamente los límites de estos departamentos en la constitución del gobierno y con encomendar a estas barreras de pergamino la protección contra el espíritu usurpador del poder? Ésta es la garantía en que parecen haber confiado de preferencia los redactores de la mayoría de las constituciones americanas. Pero la experiencia nos enseña que se ha concedido a la eficacia de esta providencia un valor que no tiene; y que es indispensablemente necesaria una defensa más adecuada para los miembros mas débiles del gobierno y en contra de los más poderosos. El departamento legislativo está extendiendo por dondequiera la esfera de su actividad y absorbiendo todo dominio en su impetuoso torbellino.
Los fundadores de nuestras Repúblicas merecen tales elogios por la sabiduría de que han dado prueba, que ninguna tarea puede ser menos agradable que la de señalar los errores en que incurrieron. El respeto a la verdad nos obliga, sin embargo, a observar que no parecen haber apartado los ojos un solo instante del peligro que representan para la libertad las prerrogativas desmesuradas de un magistrado hereditario, ávido de apoderarse de todo y apoyado y fortalecido por un sector hereditario de la autoridad legislativa. Parece que nunca tuvieron presente el peligro de las usurpaciones legislativas, que al concentrar todo el poder en las mismas manos, conducen necesariamente a la misma tiranía con que nos amenazan las invasiones del ejecutivo.
En un gobierno en que un monarca hereditario dispone de numerosos y dilatados privilegios, el departamento ejecutivo debe ser considerado con justicia como la fuente de peligro y ser vigilado con todo el celo que debe inspirar el amor a la libertad. En una democracia, donde una multitud de individuos ejercen en persona las funciones legislativas y están continuamente expuestos, por su incapacidad para deliberar regularmente y para tomar medidas concertadas, a las ambiciosas intrigas de sus magistrados ejecutivos, bien se puede temer que la tiranía brote en la primera ocasión favorable. Pero en una República representativa, donde la magistratura ejecutiva está cuidadosamente limitada tanto por lo que hace a la extensión como a la duración del poder, y donde la potestad legislativa es ejercida por una asamblea a la que la influencia que piensa que tiene sobre el pueblo le inspira una confianza intrépida en su propia fuerza, que es lo bastante numerosa para sentir todas las pasiones que obran sobre una multitud, pero no tan numerosa como para no poder dedicar a los objetos de sus pasiones los medios que la razón prescribe, es contra la ambición emprendedora de este departamento contra la que el pueblo debe sentir sospechas y agotar todas sus precauciones.
El departamento legislativo tiene en nuestros gobiernos una superioridad que procede de otras circunstancias. Como sus poderes constitucionales son a la vez más extensos y menos susceptibles de limitarse con precisión, puede encubrir con tanta mayor facilidad, bajo medidas complicadas e indirectas, las usurpaciones que realiza a costa de los departamentos coordinados. A menudo es cuestión verdaderamente difícil en los cuerpos legislativos, el saber si los efectos de determinada medida se extenderán o no más allá de la esfera legislativa. En cambio, como el poder ejecutivo está circunscrito a un círculo más estrecho y es de naturaleza más sencilla, y como el judicial tiene su campo demarcado por linderos aún menos inciertos, los designios usurpadores de cualquiera de ambos departamentos se descubrirían en seguida y se malograrían. Ni es esto todo, pues dado que el departamento legislativo es el unico que tiene acceso a los bolsillos del pueblo, y posee en algunas constituciones una libertad completa y en todas una influencia preponderante sobre las retribuciones de quienes desempeñan los otros departamentos, resulta que los últimos vienen a quedar en una situación de dependencia que facilita aún más las usurpaciones del primero.
He acudido a nuestra propia experiencia para determinar si es verdad lo que he expuesto con relación a este tema. Si fuese necesario comprobar esta experiencia mediante pruebas concretas, podríamos multiplicarlas indefinidamente. Encontraría un testigo en cada ciudadano que ha participado en la administración pública o ha seguido su curso con atención. Podría recoger abundantes comprobantes en los registros y archivos de todos los Estados de la Unión. Pero en calidad de prueba más concisa y a la vez más satisfactoria, me referiré al ejemplo de dos Estados, según el testimonio de dos autoridades irrecusables.
El primer ejemplo es el de Virginia, Estado que, como ya vimos, declaró expresamente en su Constitución que los tres grandes departamentos no deben mezclarse. La autoridad que invocamos en su apoyo es el señor Jefferson, que además de las facilidades de que dispuso para observar el funcionamiento del gobierno, era el primer magistrado de éste. Para exponer completas las ideas que su experiencia le inculcó con relación a este asunto, sera preciso citar un pasaje un poco largo de sus interesantísimas Notas sobre el Estado de Virginia, p. 195.
Todos los poderes del gobierno, el legislativo, el ejecutivo y el judicial, convergen en el cuerpo legislativo. La concentración de ellos en las mismas manos constituye precisamente la definición del gobierno despótico. No atenúa la cosa el que esos poderes sean ejercidos por muchas manos y no por una sola. Ciento setenta y tres déspotas serían sin duda tan opresores como uno solo, y si alguien lo duda, que se fije en la República de Venecia. Tampoco nos vale el que los hayamos elegido nosotros mismos. Un despotismo electivo no es el gobierno por el que luchamos; sino uno que no solamente se funde en principios libres, sino que sus poderes estuvieran divididos y equilibrados de tal modo entre distintos cuerpos de magistrados, que ninguno pasara de sus límites legales sin ser contenido y reprimido eficazmente por los otros. Por esta razón, la convención que aprobó el estatuto del gobierno, adoptó como base de él la de que los departamentos ejecutivo, legislativo y judicial fueran distintos y diferentes, y que ninguna persona ejerciera simultáneamente los poderes de más de uno de ellos. Pero no se estableció una barrera entre estos diversos poderes. Los miembros del judicial y del ejecutivo quedaron bajo la dependencia del legislativo por lo que hace al sostenimiento de sus cargos y algunos para poder continuar en ellos. Por lo tanto, si la legislatura asume poderes ejecutivos y judiciales, no es fácil que halle oposición, ni puede ser eficaz caso de que la encuentre, porque entonces puede dar a sus procedimientos la forma de leyes de la Asamblea, lo cual los hará obligatorios a las otras ramas. Es así como en muchos casos ha resuelto sobre derechos que debían haber sido objeto de una controversia judicial, y como se está convirtiendo en costumbre el hecho de dirigir al ejecutivo durante todo el tiempo que dura el período de sesiones.
El otro Estado que tomaré como ejemplo es Pensilvania, y la otra autoridad, el Consejo de Censores, reunido en los años de 1783 y 1784. La tarea de este cuerpo era en parte, como lo señaló la Constitución, averiguar si la Constitución se había conservado inviolada en todas sus partes, y si las ramas legislativa y ejecutiva del gobierno habían cumplido con su deber como protectores del pueblo, o habían asumido otros poderes o deberes de mayor importancia que aquellos a que tenían derecho conforme a la Constitución, o los habían ejercido. Al realizar su cometido, el consejo tuvO necesariamente que comparar los actos del legislativo y del ejecutivo con los poderes constitucionales de estos departamentos; y de los hechos enumerados, cuya verdad fue reconocida por los dos partidos que hubo en el consejo, se desprende que la Constitución fue violada flagrantemente por la legislatura en una variedad de casos de importancia.
Un gran número de leyes habían sido promulgadas violando sin necesidad aparente la regla de que todas las leyes de carácter público deben ser antes impresas con objeto de que las conozca el pueblo, a pesar de que ésta es una de las precauciones principales en que la Constitución confía para evitar los actos indebidos de la legislatura.
El juicio por jurado, establecido por la Constitución, había sido violado y se había echado mano de poderes no delegados por ésta.
Los poderes del ejecutivo habían sido usurpados.
Los salarios de los jueces, que la Constitución expresamente exige que sean fijos, se habían variado en algunas ocasiones; y los casos pertenecientes al departamento judicial se le habían sustraído a menudo para que conociera de ellos y los resolviera el legislativo.
Los que quieran conocer los detalles relativos a cada uno de estos grupos pueden consultar las Actas del consejo, las cuales se hallan impresas. De estos hechos se encontrará que algunos pueden achacarse a las circunstancias peculiares producidas por la guerra, pero la mayor parte han de considerarse como brotes espontáneos de un gobierno mal constituido.
Parece también que el departamento ejecutivo se ha hecho culpable de frecuentes infracciones de la Constitución. Pero a este respecto haré tres observaciones: primera, una gran porción de estos casos fueron engendrados directamente por las necesidades de la guerra, o recomendados por el Congreso o el comandante en jefe; segunda, en la mayoría de los demás casos estaban de acuerdo con el modo de sentir, declarado o conocido, del departamento legislativo; tercera, el departamento ejecutivo de Pensilvania se distingue de los de los otros Estados en el número de miembros que lo componen. En este aspecto tiene tanto parecido a una asamblea legislativa como a un consejo ejecutivo. Estando sus miembros a la vez libres del freno de la responsabilidad individual, tratándose de sus actos colectivos y animándose con el mutuo ejemplo y la influencia de unos sobre otros, era natural que se atrevieran más fácilmente a adoptar medidas no autorizadas, que en aquellos lugares donde el departamento ejecutivo es administrado por una o pocas manos.
La conclusión que mis observaciones me autorizan a deducir es que la sola determinación en un pergamino de los límites constitucionales de los varios departamentos no es suficiente salvaguardia contra las usurpaciones que conducen a la concentración tiránica de todos los poderes gubernamentales en las mismas manos.
PUBLIO
(Santiago Madison es considerado el autor de este escrito)
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