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EL FEDERALISTA
Número 50
Al pueblo del Estado de Nueva York:
Es posible que se sostenga que, en vez de llamamientos ocasionales al pueblo, los cuales están expuestos a las objeciones ya manifestadas, las apelaciones periódicas constituyen el medio propio y adecuado de evitar y corregir las infracciones a la Constitución.
Se notará que al examinar estos expedientes me limito a su aptitud para hacer que se cumpla la Constitución, manteniendo a los distintos departamentos del poder dentro de los límites debidos, sin considerarlos en particular como medios para reformar la Constitución misma. Bajo el primer aspecto, los llamamientos al pueblo en períodos fijos parecen casi tan poco recomendables como los que se hacen en circunstancias especiales y al presentarse éstas. Si los períodos estuvieran separados por breves intervalos, las medidas sujetas a revisión y rectificación serían de fecha reciente y estarían ligadas con todas las circunstancias que tienden a viciar y pervertir el resultado de las revisiones ocasionales. Si los períodos estuviesen distantes unos de otros, la misma reflexión es aplicable a todas las medidas recientes; y si bien la lejanía de las otras puede favorecer su revisión imparcial, esta ventaja es inseparable de inconvenientes que parecen compensarla. En primer lugar, la remota perspectiva de la censura pública sería un freno demasiado débil para apartar al poder de los excesos a los que lo impulse la fuerza de motivos presentes. ¿Puede imaginarse que una asamblea legislativa de cien o doscientos miembros, ansiosamente resuelta a conseguir alguna finalidad preferida, que al perseguirla rompe las trabas constitucionales, se detendría en su camino al reflexionar sobre la revisión y censura de su conducta dentro de diez, quince o veinte años? En segundo lugar, los abusos habrían producido frecuentemente todos sus dañinos efectos antes de que el remedio se aplicase. Y, finalmente, donde esto no ocurriera, los referidos abusos se habrían hecho viejos, echado raíces y no sería fácil extirparlos.
El proyecto de revisar la Constitución con el fin de corregir las violaciones recientes a la misma, así como para otros propósitos, ha sido ensayado de hecho en uno de los Estados. Uno de los fines del Consejo de Censores reunido en Pensilvania en 1783 y 1784 era, como ya vimos, el de inquirir si la Constitución había sido violada, y si el departamento legislativo y el ejecutivo se habían invadido uno al otro. Este importante y novedoso experimento político merece, desde varios puntos de vista, una atención muy especial. Bajo algunos aspectos y como experimento aislado, realizado en circunstancias un tanto peculiares, quizás no se considere del todo concluyente. Pero aplicado al caso en cuestión, envuelve ciertos hechos que me atrevo a señalar como una ilustración completa y satisfactoria del razonamiento de que me he servido.
Primero. De los nombres de los señores que integraron el Consejo se deduce que, por lo menos algunos de sus miembros más activos y prominentes, también habían participado activa y destacadamente en los partidos existentes en el Estado.
Segundo. Resulta que los mismos activos y prominentes miembros del consejo habían sido miembros influyentes y activos de las ramas legislativa y ejecutiva durante el período que debía analizarse; e inclusive abogados o adversarios de las mismas medidas que se sometía a la prueba constitucional. Dos de los miembros habían sido vicepresidentes del Estado, y otros varios, miembros del consejo ejecutivo dentro de los últimos siete años. Uno de ellos había sido presidente y varios otros miembros distinguidos de la asamblea legislativa durante el mismo período.
Tercero. Cada página de sus actuaciones atestigua la influencia de todas estas circunstancias sobre el tono de las deliberaciones. Durante todo el tiempo que funcionó el consejo, se vio dividido en dos bandos rígidos y violentos, hecho reconocido y lamentado por ellos mismos, y que, aunque no lo hubiera sido, queda probado con la misma amplitud por sus solas actuaciones. En todos los problemas, por nimios que fueran o aunque no guardaran relación entre sí, los mismos nombres aparecen enfrentándose invariablemente en columnas opuestas. Todo observador que no tenga prejuicios puede advertir sin peligro de equivocarse y al mismo tiempo sin intención de hacer cargos a uno solo de los partidos, o a cualesquiera individuos de ellos, que debe haber sido la pasión, y no la razón, quien inspiró sus decisiones. Cuando los hombres ponen en juego su razón serenamente y con libertad con relación a una variedad de cuestiones diversas, inevitablemente se forman opiniones diferentes sobre varias de ellas. Cuando los gobierna una pasión común, sus opiniones, si así pueden llamarse, serán uniformes.
Cuarto. Es, por lo menos, problemático el que las decisiones de esa entidad no malinterpreten en varios casos los límites prescritos a los departamentos legislativo y ejecutivo, en vez de reducirlos y limitarlos a sus esferas constitucionales.
Quinto. Nunca he sabido que las decisiones del Consejo sobre asuntos constitucionales, ya sean acertadas o erroneas, hayan tenido influencia alguna para variar la práctica pasada en las interpretaciones legislativas. Inclusive parece, si no me equivoco, que en una ocasión la legislatura contemporánea rechazó la interpretación del Consejo, y aun salió triunfante de la contienda.
Este cuerpo de censores, como se ve por lo anterior, demuestra a la vez con sus investigaciones la existencia del mal y con su ejemplo la ineficacia del remedio.
Esta conclusión no puede invalidarse alegando que el Estado donde se efectuó el experimento estaba en crisis y había sido previamente y durante mucho tiempo inflamado y perturbado violentamente por la furia de los partidos. ¿Hemos de suponer que en cualquier otro período de siete años el Estado se verá libre de partidos? ¿Hemos de imaginar que cualquier otro Estado, en ese o en cualquier otro período que se señale, se verá exento de ellos? Semejante circunstancia no debe imaginarse ni desearse; porque la extinción de los partidos supone necesariamente o bien una alarma universal porque peligre la seguridad pública o bien la extinción absoluta de la libertad.
Si se tomara la precaución de excluir de las asambleas elegidas por el pueblo para revisar la administración del gobierno a todas las personas que hubieran estado ligadas con éste durante un período determinado, las dificultades subsistirían aún. La importante tarea caería probablemente en manos de hombres de capacidad inferior, que en otros aspectos no estarían mejor dotados. Aunque no hubieran estado interesados personalmente en la administración y, por lo tanto, no fueran partes inmediatas en las medidas por examinar, es probable que estarían comprometidos con los partidos relacionados con esas medidas y que serían elegidos bajo sus auspicios.
PUBLIO
(Se duda acerca de si fue Alexander Hamilton o Santiago Madison el autor de este escrito)
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