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EL FEDERALISTA

Número 52



Al pueblo del Estado de Nueva York:

De las investigaciones más generales llevadas a cabo en los cuatro últimos artículos, pasaré a examinar de modo más particular las distintas partes del gobierno. Comenzaré por la Cámara de Representantes.

El primer aspecto en el que debe considerarse este miembro del gobierno se relaciona con las condiciones de electores y elegidos.

Las de los primeros han de ser las mismas de los electores de la rama más numerosa de las legislaturas estatales. La definición del derecho de sufragio se considera con toda razón como un artículo fundamental del gobierno republicano. Le correspondía, por tanto, a la convención definir y establecer en la Constitución este derecho. Dejarlo a la merced de la reglamentación circunstancial del Congreso habría sido impropio por la razón que se acaba de citar. Y haberlo sometido al arbitrio legislativo de los Estados habría sido inoportuno por la misma razón, y por la razón suplementaria de que habría hecho que dependiera demasiado de los gobiernos de los Estados la rama del gobierno federal que sólo en el pueblo debe apoyarse. El haber reducido los diferentes requisitos en los diferentes Estados a una norma uniforme habría sido probablemente tan poco satisfactorio para algunos Estados como difícil para la convención. La disposición que adoptó ésta resulta, como se ve, la mejor de las que se hallaban a su alcance. Debe satisfacer a todos los Estados porque se ajusta al patrón ya establecido, o que establezca el Estado mismo. Representara una seguridad para los Estados Unidos, porque debiendo fijarla las constituciones locales, no puede ser alterada por los gobiernos de los Estados, y no es de temerse que el pueblo de éstos reforme esta parte de sus constituciones de modo tal que reduzca los derechos que la Constitución federal les concede.

Como las condiciones de elegibilidad están menos cuidadosa y acertadamente definidas en las constituciones de los Estados, y son al propio tiempo más susceptibles de sujetarse a cierta uniformidad, han sido muy oportunamente examinadas y reglamentadas por la convención. Un representante de los Estados Unidos debe tener veinticinco años de edad, contar siete como ciudadano del país y ser, en la época de su elección, habitante del Estado que representará, y mientras esté en funciones no ha de desempeñar cargo alguno que dependa de los Estados Unidos. Con esas sensatas limitaciones, la puerta del gobierno federal se abre al mérito de cualquier clase, al nativo o al adoptivo, al viejo o al joven, sin mirar la pobreza o la riqueza, ni a determinada profesión ni fe religiosa.

El plazo para el cual se elige a los representantes corresponde a otra fase de la cuestión. Para juzgar de la oportunidad de este artículo hay que tener en cuenta dos cuestiones: primera, si en este caso serán seguras las elecciones bienales; segunda, si serán necesarias o útiles.

Primera. Así como es esencial a la libertad que el gobierno en general tenga intereses comunes con el pueblo, es particularmente esencial que el sector que ahora estudiamos dependa inmediatamente del pueblo y simpatice estrechamente con él. Las elecciones frecuentes son, sin duda alguna, la única política que permite lograr eficazmente esta dependencia y esta simpatía. Pero es imposible calcular con precisión qué grado especial de frecuencia es absolutamente necesario para ese objeto, y debe depender de una porción de circunstancias con las cuales puede estar en contacto. Consultemos a la experiencia, a la guía que deberíamos seguir siempre que sea posible encontrarla.

El artificio de la representación como medio de sustituir a la reunión personal de los ciudadanos era, cuando más, poco conocido en las comunidades políticas de la Antigüedad, y es únicamente en épocas modernas, por vía de consecuencia, cuando podremos hallar ejemplos instructivos. Y aun aquí, con el objeto de ahorrarnos una búsqueda demasiado vaga y difusa, será conveniente limitarse a los contados ejemplos que son más conocidos y que más parecido guardan con el caso que nos preocupa. El primero de los que se encuentran en este caso es el que nos ofrece la Camara de los Comunes de la Gran Bretaña. La historia de este departamento de la Constitución inglesa, anteriormente a la fecha de la Carta Magna, es demasiado oscura para resultar instructiva, y aun su existencia es objeto de discusión por parte de los historiadores políticos. Las crónicas más antiguas, de fecha algo posterior a la que indicamos, prueban que los parlamentos sólo debían celebrar sesión un año sí y otro no, no que debían ser elegidos anualmente. E inclusive estas sesiones anuales se hallaban de tal modo sujetas a lo que libremente resolviera el monarca, que con varios pretextos la ambición real se ingeniaba para lograr frecuentes y peligrosas interrupciones. Para remediar este agravio, una ley del reinado de Carlos II dispuso que las interrupciones no se prolongaran más de tres años. Al subir al trono Guillermo III, cuando ocurrió una revolución en el gobierno, este problema volvió a estudiarse con mayor seriedad, declarándose que entre los derechos fundamentales del pueblo se contaba el de que los parlamentos se reuniesen con frecuencia. Por otro decreto, aprobado años después bajo ese mismo reinado, el término frecuentemente, que aludia. al período trienal establecido en tiempos de Carlos II, recibió una significación precisa, ordenándose expresamente que se convocara un nuevo parlamento dentro de los tres años siguientes a la terminación del anterior. Se sabe que el último cambio, de tres a siete años, fue introducido muy al principio de este siglo, ante la alarma con motivo de la sucesión de la casa de Hannover. De estos hechos se deduce que la frecuencia máxima que se ha considerado necesaria respecto a las elecciones, en ese reino, con la finalidad de ligar a los representantes con sus electores, no va más allá de una renovación cada tres años. Y si podemos argumentar sobre la base del grado de libertad que se ha logrado conservar, inclusive con las elecciones septenales, y los demás elementos viciosos de la constitución parlamentaria, no será dudoso que la reducción del período, de siete años a tres, así como las demás reformas necesarias, intensificarían la influencia del pueblo sobre sus representantes, hasta el punto de convencernos de que las elecciones bienales, bajo el sistema federal, no pueden ser un peligro para la dependencia que la Cámara de Representantes debe sentir respecto a sus electores.

Hasta hace poco, las elecciones en Irlanda se ordenaban por completo al arbitrio de la Corona, y se repetían raras veces, como no fuera al ascender al trono un nuevo príncipe, o en alguna otra ocasión extraordinaria. El parlamento que empezó bajo Jorge II, subsistió durante todo su reinado, o sea cosa de treinta y cinco años. Los representantes sólo dependían del pueblo por lo que hace al derecho de este ultimo a llenar las vacantes ocasionales, eligiendo nuevos miembros, y a la posibilidad de algún suceso que tuviera como resultado una nueva elección general. También la capacidad del parlamento irlandés para defender los derechos de sus electores, si es que estaba dispuesto a ello, fue coartada a un grado extremo por el dominio de la Corona sobre los asuntos que podían ser objeto de deliberación. Últimamente, según creo, se han abolido estas trabas y, además, se han establecido los parlamentos elegibles por períodos de ocho años. La experiencia nos descubrirá los efectos que tendrán estas reformas parciales. El ejemplo de Irlanda, según podemos ver, arroja poca luz sobre la materia. Nuestra conclusión, hasta donde es posible deducirla, debe ser que si el pueblo de ese país ha sido capaz de conservar algo de sus libertades a pesar de todas esas trabas, la franquicia de las elecciones bienales le aseguraría todo género de libertades que puedan depender de la relación apropiada entre sus representantes y él.

Pero proyectemos más cerca nuestras averiguaciones. El ejemplo de estos Estados, cuando eran colonias británicas, reclama particular atención, aunque es tan bien conocido que poco habrá que decir sobre él. El principio de la representación, al menos en una rama de la legislatura, estaba en vigor en todos ellos. Pero los períodos de elección eran diferentes y oscilaban entre uno y siete años. ¿Tenemos razones para suponer, en vista del espíritu y la conducta de los representantes del pueblo, antes de la Revolución, que las elecciones bienales habrían sido peligrosas para las libertades públicas? El espíritu que se manifestó en todas partes al comienzo de la lucha y que logro vencer los obstáculos que se oponían a la independencia, es la mejor prueba de que en todos lados se había disfrutado de una dosis de libertad suficiente para inculcar tanto el sentimiento de su valor como el afán por ensancharla correctamente. Esta observación es aplicable lo mismo a las colonias donde las elecciones eran menos frecuentes que a aquellas donde se repetían a menudo. Virginia fue la primera colonia que resistió las usurpaciones parlamentarias de la Gran Bretaña, y fue también la primera en aprobar, por medio de un acto público, la declaración de independencia. Sin embargo, si mis informaciones son ciertas, las elecciones en ese Estado eran septenales bajo el gobierno anterior. Presento este ejemplo concreto, no como prueba de méritos especiales, pues es probable que en aquellas circunstancias la prioridad fuese accidental, y menos para demostrar la ventaja de las elecciones septenales, pues comparadas con las más frecuentes, resultan inadmisibles, sino como una prueba, que considero muy sustancial, de que las elecciones bienales no implican ningún peligro para las libertades del pueblo.

Recordaremos tres circunstancias que fortalecerán no poco la conclusión que se desprende de estos ejemplos. La primera es que la legislatura federal sólo ha de poseer una fracción de la autoridad legislativa suprema de que dispone íntegramente el Parlamento Británico, y que, con raras excepciones, fue ejercida por las asambleas coloniales y la legislatura irlandesa. Es una máxima aceptada y con sólido fundamento la de que cuando no entren en juego otras circunstancias, cuanto más grande sea el poder, menor debe ser su duración y, a la inversa, que cuanto menor es el poder, con mayor tranquilidad puede prolongarse su duración. En segundo lugar, en otra oportunidad quedó demostrado que la legislatura federal se verá no sólo reprimida por su dependencia respecto del pueblo, a semejanza de otros cuerpos legislativos, sino que, además, estará vigilada y controlada por las varias legislaturas colaterales, cosa que no ocurre con otros cuerpos legislativos. Y en tercer lugar, no hay comparación posible entre los medios de que dispondrán los sectores mas permanentes del gobierno federal para reducir a la Cámara de Representantes, si es que se encuentran dispuestos a ello, desviándola de cumplir sus deberes para con el pueblo, y los medios de influir sobre la rama popular que poseen las otras ramas del gobierno que arriba citamos. Así pues, con menos poder de que abusar, los representantes federales tendrán por un lado menos tentaciones y por otro se verán sujetos a una doble vigilancia.

PUBLIO

(Existen dudas sobre si fue Alexander Hamilton o Santiago Madison el autor de este escrito)

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