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EL FEDERALISTA

Número 59



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El orden natural del tema nos lleva a examinar aquí la cláusula de la Constitución que autoriza a la legislatura nacional para regular, en última instancia, la elección de sus propios miembros.

Se halla concebida en estas palabras: La legislatura de cada Estado prescribirá las épocas, los lugares y el modo como se celebrarán las elecciones de senadores y representantes; pero el Congreso puede expedir o alterar esas disposiciones en cualquier tiempo por medio de una ley, excepto por lo que se refiere a los lugares donde se elegirán los senadores (1). Esta cláusula no ha sido combatida solamente por los que condenan a la Constitución en conjunto; la han censurado también aquellos que han sido menos exagerados y más prudentes en sus objeciones, y ha sido considerada inconveniente por un caballero que se ha declarado partidario de todo el resto del sistema.

A pesar de todo, mucho me equivoco si se encontrará en todo el proyecto un artículo más cabalmente defendible que éste. Su oportunidad reside en la evidencia de esta sencilla proposición: que todo gobierno debe contener en sí mismo los medios de su propia conservación. Todo hombre razonable aprobará, a primera vista, que el trabajo de la convención debe apegarse a esta regla y desaprobará cualquier desviación de ella que no esté dictada por la necesidad de incorporar a dicho trabajo un ingrediente especial, con el cual resultaría incompatible conformarse rígidamente a la regla. Aun en este caso, aunque convenga en la necesidad de abandonar un principio tan fundamental, no dejará de considerar que se trata de una imperfección del sistema, que debe lamentarse y que puede ser simiente de una debilidad futura y tal vez de la anarquía.

No se alegará que podría haberse formulado e insertado en la Constitución una ley electoral que hubiera sido aplicable a perpetuidad a todos los cambios futuros en la situación del país. Y, por lo tanto, no se negará que en alguna parte debe existir un poder discrecional en materia de elecciones. Espero que con igual facilidad se me concederá que sólo había tres maneras de modificar y atribuir este poder razonablemente: que o bien debía concederse íntegramente a la legislatura nacional, o por entero a las legislaturas de los Estados, o en primer lugar a éstas y en definitiva a aquéllas.

La convención, con mucha razón, ha preferido el tercer sistema. Ha sometido la regulación de las elecciones para el gobierno federal, en primera instancia, a las administraciones locales, lo que en casos ordinarios y cuando no prevalezcan miras indebidas, ha de resultar más conveniente y satisfactorio; pero reservó a la autoridad nacional el derecho a interponerse, siempre que circunstancias extraordinarias hagan que esa interposición sea necesaria a su seguridad.

Es de una evidencia palmaria que en manos de las legislaturas de los Estados, el poder exclusivo de regular las elecciones del gobierno general pondría la existencia de la Unión completamente a merced de aquéllas. En cualquier momento podrían aniquilarla, con sólo descuidar el proveer a la elección de las personas que han de administrar sus asuntos. Es inútil afirmar que no es probable que acontezca el descuido u omisión que suponemos. La posibilidad constitucional de que ocurra, sin nada que haga frente a este riesgo, constituye una objeción incontestable. Hasta ahora no se ha indicado una razón satisfactoria de por qué se debe correr tal riesgo, ni es posible dar ese nombre a las extravagantes conjeturas de una suspicacia descompuesta. Si nos da por suponer abusos del poder, tan fundado es presumir que incurrirán en ellos los gobiernos de los Estados como el gobierno general. Y como se ajusta mejor a las reglas de una teoría equilibrada el confiar a la Unión el cuidado de su propia existencia que transferido a otras manos si de un lado o del otro ha de correrse el riesgo de un abuso de poder, es más lógico que se corra de aquel donde ese poder tiene su sede natural que de aquel al que se le atribuiría toda razón.

Supongamos que se hubiera introducido en la Constitución un artículo que capacitara a los Etados Unidos para reglamentar las elecciones de los diversos Estados. ¿Habría vacilado alguien en condenarlo, tanto por ser una injustificable trasposición de poderes como un instrumento premeditado para destruir los gobiernos de los Estados? Así como en este caso la violación de los principios no habría requerido comentarios, debe ser igualmente evidente para un observador sin prejuicios en el proyecto de sujetar la existencia del gobierno nacional, en un aspecto semejante, al capricho de los gobiernos de los Estados. El examen imparcial de la cuestión no puede tener como resultado otra convicción, que la de que cada gobierno debe depender de sí mismo para su propia conservacion, en cuanto esto sea posible.

Aquí se puede objetar que la constitución del Senado nacional implicaría, en toda su fuerza, el mismo peligro que se sostiene que será consecuencia de conceder a las legislaturas de los Estados el poder exclusivo de reglamentar las elecciones federales. Es posible que se aduzca que con sólo renunciar a nombrar a los senadores, en cualquier tiempo podrían asestar un golpe fatal a la Unión; y de esto se deduciría que no puede haber inconveniente en confiar la existencia de la Unión a los Estados, en el caso particular que examinamos, si en un punto tan esencial se hace depender de ellos. El interés de cada Estado en mantener su representación en las asambleas nacionales, se añadiría, garantizará por completo contra el mal uso que podrían hacer de esta facultad.

Aunque especioso, este argumento resulta ser poco sólido al examinarlo. Es cierto que las legislaturas de los Estados pueden destruir el gobierno nacional si se abstienen de nombrar a los senadores. Pero de que tengan la posibilidad de hacer esto en un caso no se desprende que deban poseerla en cualquier otro. Hay casos en que la perniciosa tendencia de semejante poder puede ser mucho más decisiva y en que, en cambio, faltan los motivos imperiosos que deben haber normado la conducta de la convención respecto a la formación del Senado, por lo cual lo aconsejable es no darles cabida dentro del sistema. En cuanto la estructura del Senado puede exponer la Unión a la posibilidad de un ataque de parte de las legislaturas de los Estados, es un mal; pero es un mal que no podría evitarse sin excluir por completo a los Estados, en su calidad política, de un lugar que les corresponde en la organización del gobierno nacional. Si esto se hubiese llevado a cabo, se habría interpretado indudablemente como un abandono total del principio federal y hubiera privado ciertamente a los gobiernos de los Estados de la defensa absoluta de que disfrutarán gracias a esta cláusula. Pero por sensato que haya sido aceptar este inconveniente en el punto que señalo, a efecto de alcanzar una ventaja necesaria o un bien mayor, de ello no se infiere que debamos ayudar a que aumente el mal, cuando ni la necesidad lo impone ni invita a ello algún otro beneficio más importante.

También es fácilmente discernible que el gobierno nacional correría mayores riesgos si se dan facultades a las legislaturas de los Estados sobre las elecciones de la Cámara de Representantes, que por virtud de su poder para nombrar a los miembros del Senado. Los senadores se eligen por períodos de seis años; ha de haber una rotación, mediante la cual la tercera parte de las curules ha de variar y ser llenada de nuevo cada dos años; ningún Estado tendrá derecho a más de dos senadores; y el quórum de éstos ha de comprender a dieciséis miembros. Resulta de este conjunto de circunstancias que la liga transitoria de unos cuantos Estados para interrumpir el nombramiento de senadores, no conseguiría anular la existencia ni menoscabar la actividad de este cuerpo, y no hay por qué temer una maniobra general y permanente de todos los Estados. La primera puede proceder de los siniestros designios abrigados por los individuos principales de algunas legislaturas locales; la segunda supondría un descontento crónico, enraizado en la gran masa del pueblo, que no existirá nunca o que probablemente procedería de la ineptitud comprobada del gobierno general para promover la dicha de aquél, en cuyo caso ningún buen ciudadano desearía su continuación.

Pero respecto a la Cámara Federal de Representantes, debe haber elecciones generales. una vez cada dos años. Si se invistiera a las legislaturas de los Estados del poder exclusivo de regular estas elecciones, en cada ocasión en que deben celebrarse se presentaría una delicada crisis en la situación nacional, que podría resolverse en la disolución de la Unión si los jefes de unos cuantos de los Estados más importantes conspiraran previamente para impedir las elecciones.

No negaré que hay cierto grado de consistencia en la observación de que los intereses de cada Estado en estar representados en las asambleas federales, serán una garantía contra el abuso del poder conferido a las legislaturas locales sobre sus elecciones. Pero esta seguridad no pueden considerarla completa los que presten atención a una clara distinción entre el interés del pueblo en lograr la felicidad pública y el interés de sus dirigentes locales por alcanzar el poder y las ventajas de sus cargos. Es posible que el pueblo de América sienta un apego ardiente por el gobierno de la Unión, a la vez que ciertos gobernantes de determinados Estados, estimulados por la rivalidad natural del poder, por las esperanzas de su elevación personal, y apoyados en un fuerte bando de esos Estados, se hallen en una disposición muy diversa. Esta divergencia de sentimientos entre la mayoría de un pueblo y los individuos que posean más influencia en sus asambleas, se manifiesta actUalmente, y respecto a este asunto, en algunos Estados. El proyecto de formar confederaciones separadas, que siempre multiplica las oportunidades ofrecidas a la ambición, es un cebo infalible para las personalidades influyentes de la administración estatal que sean capaces de preferir su provecho personal y su encumbramiento al bien público. Teniendo en sus manos un arma tan eficaz como el poder exclusivo de regular las elecciones para el gobierno nacional, un pequeño grupo de estos hombres, en algunos de los Estados más importantes, en donde la tentación será siempre más fuerte, puede lograr la destrucción de la Unión, aprovechando la oportunidad de algún disgusto accidental del pueblo (quizá excitado por ellos mismos) para interrumpir la elección de los miembros de la Cámara federal de Representantes. No debemos olvidar que la firme unión de este país, bajo un gobierno eficaz, provocará el creciente recelo de más de una nación europea; y que las intrigas para subvertirlo procederán a menudo de las potencias extranjeras, que rara vez se abstendrán de patrocinarlas e instigarlas. Por lo tanto, la conservación de la Unión, salvo en aquellos casos en que sea inevitable, debe encomendarse únicamente a aquellos en quienes su situación produzca un interés directo en cumplir fiel y alertamente con su misión.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es el autor de este escrito)


Notas

(1) Cláusula 1a, sección 4a. del artículo 1°- PUBLIO.

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