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EL FEDERALISTA

Número 61



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Cuando se estrecha en una discusión a los adversarios más francos de la disposición sobre elecciones que se encuentra en el plan de la convención, reconocen a veces que es apropiada, con la salvedad, sin embargo, de que debía haber sido acompañada de una aclaración en el sentido de que todas las elecciones se celebrarían en los condados de residencia de los electores. Según ellos, ésta es una precaución necesaria contra el abuso de la facultad relativa. No hay duda de que una declaración como la que suponemos, sería inocua, y tal vez no hubiera estado de más, en cuanto su efecto habría sido disipar temores. De hecho, no obstante, poca o ninguna protección suplementaria habría significado frente al peligro que se recela; y no habrá observador imparcial y juicioso que considere la falta de ella como una objeción seria, no digamos insuperable, en contra del plan. Los distintos puntos de vista desde los cuales se ha examinado el tema en artículos anteriores deben bastar para convencer a todos los hombres desapasionados y perspicaces de que si la libertad pública llegase algún día a ser víctima de la ambición de los gobernantes nacionales, al menos el poder que aquí estudiamos sería inocente de ese sacrificio.

Si las personas predispuestas a seguir únicamente los dictados de sus suspicacias, las ejercieran para revisar con cuidado las diversas constituciones de los Estados, no hallarían en la amplitud de sus normas electorales menos causas de inquietud y alarma que en la que se proyecta conceder al gobierno federal en el mismo terreno. Un examen de la posición que adoptan a este respecto serviría de mucho para borrar cualesquiera malas impresiones que aún persistan en este asunto. Pero como esto nos llevaría a largos e interminables detalles, me contentaré con el ejemplo del Estado en donde escribo estas líneas. La constitución de Nueva York sólo dispone acerca de los lugares electorales que los miembros de la Asamblea serán elegidos en los condados; los del Senado, en los grandes distritos en los que el Estado está dividido o pueda dividirse, distritos que son actualmente cuatro y comprenden de dos a seis condados cada uno. Se advierte fácilmente que no le sería más difícil a la legislatura de Nueva York hacer nugatorios los sufragios de los ciudadanos neoyorquinos, limitando las elecciones a lugares determinados, que a la legislatura de los Estados Unidos frustrar los votos de los ciudadanos de la Unión utilizando el mismo expediente. Suponed, por ejemplo, que la ciudad de Albany fuese señalada como único sitio electoral para el condado y el distrito de los que forma parte; ¿no se convertirían rápidamente los habitantes de esta ciudad en los unicos electores de los miembros del Senado y de la Asamblea correspondientes a dicho condado y distrito? ¿Podemos acaso imaginar que los electores que residen en los puntos remotos de los condados de Albany, Saratoga, Cambridge, etc., o en cualquier parte del condado de Montgomery, se tomarían la molestia de acudir a la ciudad de Albany, para emitir sus votos, más fácilmente de lo que irían a Nueva York para participar en la elección de los miembros de la Cámara Federal de Representantes? La alarmante indiferencia observada en el ejercicio de tan valioso privilegio, a pesar de la facilidad que las leyes vigentes le conceden, contesta por sí sola a la pregunta. E independientemente de nuestra experiencia respecto a este asunto, no podemos vacilar en concluir que cuando el lugar de la elección se halla a una distancia moderada para el elector, el efecto sobre su conducta será el mismo si esa distancia es de veinte millas como si es de veinte mil. De esto se deduce que las objeciones encaminadas a la modificación en este punto de la facultad federal de regular las elecciones se aplicarán, sustancialmente, a la modificación del poder correlativo que existe en las constituciones de los Estados, y que por esta razón resulta imposible absolver a una y condenar al otro. Una comparación semejante nos conduciría a la misma conclusión por lo que hace a la mayoría de las constituciones de los demás Estados.

Si se nos dijera que los defectos de las constituciones de los Estados no pueden servir de excusa para los que se hallan en el plan propuesto, contesto que a las primeras no se las culpó nunca de descuido en lo que respecta a la salvaguardia de la libertad; en aquellos casos en que pueda demostrarse que las imputaciones que se hacen al último son también aplicables a aquéllas, debe presumirse que se trata de cavilosas sutilezas de una oposición premeditada, más bien que de las conclusiones fundadas de una investigación sincera de la verdad. A los que consideran como inocentes omisiones en las constituciones de los Estados lo que les parecen imperdonables defectos en el plan de la convención, nada puede decírseles; o, cuando más, sólo cabe pedirles que señalen alguna razón de peso que demuestre que los representantes del pueblo en un solo Estado estarán más a salvo del anhelo del poder, o de otros móviles siniestros, que los representantes del pueblo de los Estados Unidos. Si no pueden contestarnos, deberían probar al menos que es más fácil usurpar las libertades de tres millones de habitantes, con la ventaja de que los gobiernos locales pueden encabezar la oposición de éstos, que la de doscientas mil personas que no disponen de esa superioridad. Y respecto al punto que nos ocupa en este momento, deberían convencernos de que es menos probable que la facción dominante de un solo Estado trate de mantener su superioridad inclinándose por una determinada clase de electores, que el que un espíritu semejante se posesione de los representantes de trece Estados, disemmados sobre una vasta región y diferenciados unos de otros por una diversidad de circunstancias locales, prejuicios e intereses.

Hasta ahora mis observaciones sólo han tendido a vindicar la cláusula de que tratamos, en el terreno de la conveniencia teórica, en el del peligro que supone confiar el poder a otras manos y en el de la seguridad que ofrecen las propuestas. Pero falta referirse a una ventaja positiva que derivará de esta disposición y que no habría sido posible lograr tan bien con cualquier otra: aludo a la circunstancia de la uniformidad en la época de las elecciones para la Cámara Federal de Representantes. Es más que posible que la experiencia demuestre que esta uniformidad reviste gran importancia para el bien público, como salvaguardia contra la perpetuación del mismo espíritu en esa corporación y como remedio para los males de las facciones. Si se permite a cada Estado escoger el momento que le plazca para las elecciones, puede darse el caso de que haya cuando menos tantos períodos diferentes como meses del año. Tal como se hallan establecidos en la actUalidad para finalidades locales, los períodos electorales en los distintos Estados oscilan entre extremos tan distantes como marzo y noviembre. El resultado de esta diversidad sería el de que nunca se renovaría ni disolveria toda la Cámara al mismo tiempo. Y si prevaleciera en ella una tendencia injusta, es probable que ésta se comunicaría a los nuevos miembros a medida que fueran sucediendo a los antiguos. La masa, en cambio, no variaría, sino que asimilaría continuamente los elementos que se fueran agregando gradualmente. Hay un contagio en el ejemplo, para resistir el cual pocos hombres poseen suficiente fuerza de carácter. Me inclino a creer que el triplicar la duración en el cargo, condicionándola a la disolución total y simultánea de la Cámara, sería menos amenazador para la libertad que un período tres veces más breve, pero sujeto a renovaciones graduales y sucesivas.

La uniformidad en la época de las elecciones es no menos necesaria para realizar la idea de una rotación uniforme en el Senado, así como para convocar cómodamente a sesiones a la legislatura durante un período determinado de cada año.

¿Por qué entonces no fijar este plazo en la Constitución? Como los más tenaces adversarios del plan de la convención que se encuentran en ese Estado son admiradores no menos apasionados de su constitución particular, la pregunta puede contestarse con esta otra: ¿por qué no se fijó una ocasión con el mismo fin en la Constitución de ese Estado? Se contestará indudablemente que este asunto puede encomendarse sin temor a la discreción legislativa, y que de haberse precisado una época, la práctica podría iniciar la oportunidad de otra. Idéntica respuesta merece la pregunta con relación al plan de la convención, y puede añadirse que como el peligro de un cambio gradual es puramente especulativo, no sería oportuno establecer como punto fundamental, sobre la sola base de esa especulación, una medida que privaría a varios Estados de la facilidad de celebrar en la misma época las elecciones para su gobierno propio y para el de la Nación.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es el autor de este escrito)

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