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EL FEDERALISTA

Número 65



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Los restantes poderes que el plan de la convención asigna al Senado, independientemente de la otra Cámara, abarcan su participación con el ejecutivo en el nombramiento de funcionarios, y su carácter judicial como tribunal encargado de juzgar las acusaciones oficiales. Como en el asunto de los nombramientos el ejecutivo es quien hace el papel principal, las disposiciones relacionadas con él serán discutidas con mayor propiedad al examinar este departamento. Por lo tanto, concluiremos esta parte asomándonos al carácter judicial del Senado.

Un tribunal bien constituido para los procesos de los funcionarios, es un objeto no menos deseable que difícil de obtener en un gobierno totalmente electivo. Su jurisdicción comprende aquellos delitos que proceden de la conducta indebida de los hombres públicos o, en otras palabras, del abuso o violación de un cargo público. Poseen una naturaleza que puede correctamente denominarse política, ya que se relacionan sobre todo con daños causados de manera inmediata a la sociedad. Por esta razón, su persecución raras veces dejará de agitar las pasiones de toda la comunidad, dividiéndola en partidos más o menos propicios o adversos al acusado. En muchos casos se ligará con las facciones ya existentes, y pondrá en juego todas sus animosidades, prejuicios, influencia e interés de un lado o de otro; y en esas ocasiones se correrá siempre un gran peligro de que la decisión esté determinada por la fuerza comparativa de los partidos, en mayor grado que por las pruebas efectivas de inocencia o culpabilidad.

La delicadeza y magnitud de un mandato que tan profundamente atañe a la reputación y la vida políticas de todo hombre que participa en la administración de los negocios públicos, hablan por sí solas. La dificultad de encomendarlo a las manos debidas, en un gobierno que descansa íntegramente sobre la base de elecciones periódicas, se comprenderá con la misma facilidad, si se considera que las personalidades más destacadas de él se convertirán demasiado a menudo, y por culpa de esa misma circunstancia, en los caudillos o los instrumentos de la facción más astuta o más numerosa, y por esta causa no puede esperarse que poseerán la neutralidad requerida hacia aquellos cuya conducta pueda ser objeto de investigación.

Según parece, la convención consideró al Senado como el depositario más idóneo de esta importante misión. Quienes mejor disciernan la dificultad intrínseca del problema serán los más cautos en condenar esa opinión, y los más inclinados a conceder la debida importancia a los argumentos que podemos suponer la produjeron.

¿Cuál es, es posible que se inquiera, el verdadero espíritu de la institución misma? ¿Acaso no se la proyectó como un sistema de investigación nacional de la conducta de los hombres públicos? ¿Y si ése es su designio quiénes serán más adecuadamente los inquisidores de la nación que los representantes de la nación misma? No se discute que la facultad de iniciar la investigación o, en otras palabras, de presentar la acusación debe residir en manos de una rama del cuerpo legislativo. Las razones que fundan la conveniencia de este arreglo ¿no abogan enérgicamente por la admisión de la otra rama de ese cuerpo a una parte de la investigación? El modelo de donde se ha tomado la idea de esta institución señalaba ese camino a la convención. En la Gran Bretaña compete a la Cámara de los Comunes resolver sobre ella. Varias de las constituciones de los Estados han seguido el ejemplo. Y tanto éstas como aquélla, parecen haber considerado la práctica de las acusaciones como un freno a los servidores ejecutivos del gobierno, que se pone en manos del cuerpo legislativo. ¿No es éste el aspecto verdadero bajo el que debe considerarse?

¿Dónde sino en el Senado se hubiera podido encontrar un tribunal con bastante dignidad y la necesaria independencia? ¿Qué otro cuerpo sería capaz de tener suficiente confianza en su propia situación para conservar libre de temores e influencias la imparcialidad requerida entre un individuo acusado y los representantes del pueblo, que son sus acusadores?

¿Se podía esperar que la Suprema Corte respondiera a estas exigencias? Es muy dudoso que los miembros de ese tribunal poseerán siempre la gran dosis de fortaleza necesaria para desempeñar una tarea tan difícil; y todavía más dudas deben abrigarse de que posean el grado de ascendiente y autoridad que racionalmente serán indispensables en ciertas ocasiones para reconciliar al pueblo con una decisión que chocara con la acusación presentada por sus propios representantes. La deficiencia en lo primero resultaría fatal para el acusado, y en lo segundo peligrosa para la tranquilidad pública. En ambos casos, el azar sólo podría eludirse constituyendo un tribunal más numeroso de lo que es compatible con las consideraciones económicas. La necesidad de un tribunal numeroso para juzgar en los casos de acusación por delitos oficiales la impone, asimismo, la naturaleza de sus actuaciones. Éstas nunca pueden conformarse a reglas tan estrictas, ni en lo que se refiere a la definición del delito por parte de los acusadores, ni a su interpretación por los jueces, como las que sirven en casos ordinarios para limitar el arbitrio de los tribunales en favor de la seguridad personal. No habrá un jurado que se interponga entre los jueces que deben pronunciar la sentencia y el sujeto que tiene que sufrirla. El tremendo poder discrecional que necesariamente han de poseer esos tribunales, para destinar al honor o al oprobio a los personajes en quienes más se confía y más distinguidos de la comunidad, impide que esta misión se encomiende a un número reducido de personas.

Parece que estas consideraciones bastan por sí solas para llevarnos a la conclusión de que la Suprema Corte no hubiera sido el sustituto oportuno del Senado como tribunal de responsabilidades oficiales. Pero queda otra que confirmará no poco esta conclusión: con el castigo que puede ser la consecuencia de estas acusaciones, no terminará la expiación del delincuente. Después de ser sentenciado a ostracismo perpetuo, perdiendo la confianza y la estimación así como los honores y los emolumentos que le concedía su país, estará aún sujeto a proceso y a la pena que le corresponda según las leyes ordinarias. ¿Sería debido que las personas que han dispuesto en un proceso de su fama y de sus derechos mas valiosos como ciudadanos, dispusieran también en otro, y por la misma ofensa, de su vida y su fortuna? ¿No hay razones de sobra para temer que el error cometido en la primera sentencia suscitaría idéntico error en la segunda? ¿Que la intensa influencia de una decisión inclinaría a ahogar la de cualesquiera nuevos informes que se aportaran sobre el asunto con el objeto de hacer variar el sentido de una nueva decisión? Los que saben algo de la naturaleza humana no vacilan en contestar afirmativamente a estas preguntas; y no les costará trabajo advertir que si las mismas personas juzgan ambos casos, los que sean objeto de acusación se verán privados de la doble garantía que se pretende proporcionarles mediante ese doble juicio. La pérdida de la vida y de la propiedad estaría incluida virtualmente a menudo en una sentencia que, según sus términos, no va más allá de la destitución del cargo que se desempeña y la inhabilitación para ocupar otro en el futuro. Tal vez se diga que en el segundo caso la intervención de un jurado apartaría el peligro. Pero los jurados se guían frecuentemente por las opiniones de los jueces. A veces se ven inducidos a pronunciar veredictos especiales, que remiten la cuestión principal a la decisión de! tribunal. ¿Quién estara dispuesto a arriesgar su vida y sus bienes a lo que resuelva el veredicto de un jurado que actuase bajo los auspicios de unos jueces que lo han declarado culpable con anterioridad?

¿Habría ganado el proyecto si se hubiera unido la Suprema Corte con el Senado, para formar el tribunal de responsabilidades? Esta unión ofrecería sin duda algunas ventajas; ¿pero no las contrarrestaría el grave inconveniente, ya señalado, que procedería de la intervención de los mismos jueces en el doble proceso al que estaría sujeto el culpable? Hasta cierto punto, los beneficios de esa unión se obtendrán como consecuencia de hacer presidente del tribunal acusatorio al presidente de la Suprema Corte, como se propone en el plan de la convención; en tanto que se evitarán los inconvenientes de una incorporación completa de la última al primero. Éste era quizá el sistema más prudente. Me abstengo de comentar el nuevo pretexto de protesta contra el departamento judicial a que habría dado lugar un aumento considerable de su autoridad.

¿Hubiera sido deseable integrar e! tribunal que juzgara de los casos de responsabilidad con personas absolutamente ajenas a los demás departamentos del gobierno? Hay argumentos de peso tanto a favor como en contra de este plan. A algunos no les parecerá trivial la objeción de que esto pudiera tender a aumentar la complejidad de la máquina política, añadiendo al gobierno un nuevo resorte cuya utilidad sería discutible en el mejor de los casos. Pero hay otra objeción que nadie considerará insignificante: un tribunal que respondiese a esa idea exigiría muchos gastos o se hallaría sujeto en la práctica a una diversidad de azares e inconvenientes. O se compone de funcionarios permanentes, que residan en la sede del gobierno y que evidentemente tendrán derecho a una remuneración fija y regular, o de ciertos funcionarios de los gobiernos locales, que serían llamados cada vez que de hecho estuviera pendiente una acusación. No es fácil idear un tercer sistema que pudiera proponerse racionalmente. Como el tribunal, por razones ya dichas, debe ser numeroso, el primer proyecto será rechazado por todos los hombres capaces de comparar la amplitud de las necesidades públicas con los medios de proveer a ellas. El segundo lo harán suyo con ciertas precauciones los que acojan como seria la dificultad de reunir a hombres dispersos en toda la nación; el daño que sufrirán los inocentes por la demora de resolver sobre los cargos formulados contra ellos; la ventaja para los culpables, por la oportunidad que los aplazamientos brindan a la corrupción y a la intriga, y en algunos casos el perjuicio para el Estado, como consecuencia de la prolongada inacción de hombres cuyo cumplimiento firme y fiel de su deber podía haberlos expuesto a la persecución de una mayoría intemperante o intrigante de la Cámara de Representantes. Aunque esta última suposición puede parecer exagerada y no ofrece probabilidades de comprobarse a menudo, no debe olvidarse que el demonio del espíritu de partido suele en ciertos períodos extender su cetro sobre todas las corporaciones numerosas.

Pero aunque uno u otro de los sustitutivos examinados, o cualquier otro que se imagine, se nos antojen preferibles en este punto al plan que recomienda la convención, esto no significa que sólo por semejante motivo deba rechazarse la Constitución. Si el género humano resolviera no aceptar ninguna institución de gobierno hasta que cada parte de éste se hubiese ajustado al modelo más exigente de perfección, la sociedad nos ofrecería pronto el espectáculo de una absoluta anarquía y el mundo se transformaría en un desierto. ¿Dónde encontrar ese modelo perfecto? ¿Quién emprenderá la tarea de unir las opiniones adversas de toda una comunidad, fundiéndolas en un solo juicio, convenciendo a cada presuntuoso autor de proyectos de que renuncie a su infalible criterio a favor del criterio falible de su vecino aún más fatuo? Para que se satisfaga el propósito de los adversarios de la Constitución, deberían probar no sólo que ciertas cláusulas de ésta no son las mejores que pudieron imaginarse, sino que el plan en conjunto es malo y perjudicial.

PUBLIO

(La autoría de este escrito se otorga a Alexander Hamilton)

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