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EL FEDERALISTA

Número 70



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Existe la idea, que por cierto no carece de partidarios, de que un Ejecutivo vigoroso resulta incompatible con el espíritu del gobierno republicano. Los amigos ilustrados de esta especie de gobierno deben esperar, por lo menos, que tal suposición esté desprovista de fundamento, toda vez que no les es posible admitir su exactitud sin reconocer a la vez que deben reprobarse los principios que sustentan. Al definir un buen gobierno, uno de los elementos salientes debe ser la energía por parte del Ejecutivo. Es esencial para proteger a la comunidad contra los ataques del exterior; es no menos esencial para la firme administración de las leyes; para la protección de la propiedad contra esas combinaciones irregulares y arbitrarias que a veces interrumpen el curso normal de la justicia; para la seguridad de la libertad en contra de las empresas y los ataques de la ambición, del espíritu faccioso y de la anarquía. El hombre más ignorante de la historia de Roma sabe cuán a menudo se vio obligada esa República a buscar refugio en el poder absoluto de un solo hombre, amparado por el título formidable de Dictador, lo mismo contra las intrigas de individuos ambiciosos que aspiraban a la tiranía y los movimientos sediciosos de clases enteras de la comunidad cuya conducta ponía en peligro la existencia de todo gobierno, como contra las invasiones de enemigos de afuera que amenazaban con conquistar y destruir a Roma.

Sin embargo, no debe ser necesario amontonar argumentos o ejemplos sobre este particular. Un Ejecutivo débil significa una ejecución débil del gobierno. Una ejecución débil no es sino otra manera de designar una ejecución mala; y un gobierno que ejecuta mal, sea lo que fuere en teoría, en la práctica tiene que resultar un mal gobierno.

Dando por supuesto, por consiguiente, que todos los hombres sensatos convendrán en que es necesario un ejecutivo enérgico, únicamente falta investigar qué ingredientes constituyen esa energía, hasta qué grado es factible combinarlos con esos otros elementos que aseguran el mantenimiento del gobierno republicano y en qué medida caracteriza dicha combinación el plan elaborado por la convención.

Los ingredientes que dan por resultado la energía del Ejecutivo son:

Primero, la unidad;

Segundo, la permanencia;

Tercero, el proveer adecuadamente a su sostenimiento;

Cuarto, poderes suficientes.

Los ingredientes que nos proporcionan seguridad en un sentido republicano son:

Primero, la dependencia que es debida respecto del pueblo;

Segundo, la responsabilidad necesaria.

Los políticos y hombres de Estado que han gozado de más reputación debido a la solidez de sus principios y a la exactitud de sus opiniones, se han pronunciado a favor de un Ejecutivo único y de una legislatura numerosa. Con mucha razón han estimado que la energía constituye la cualidad más necesaria del primero y han creído que existirá sobre todo cuando el poder se encuentra en unas solas manos; en tanto que, con igual fundamento, han considerado que la segunda es la que más se adapta a la deliberación y la prudencia y la que más probabilidades ofrece de granjearse la confianza del pueblo y de garantizar sus privilegios e intereses.

Seguramente no se discutirá que la unidad tiende a la energía. Como regla general, los actos de un solo hombre se caracterizan por su decisión, actividad, reserva y diligencia, en un grado mucho más notable que los actos de cualquier número mayor; y dichas cualidades disminuirán en la misma proporción en que el numero aumente.

Esta unidad puede desaparecer de cualquiera de dos maneras: ya sea atribuyendo el poder a dos o más magistrados con igual dignidad y autoridad, o encomendándolo de manera ostensible a un hombre, pero sujeto, total o parcialmente, al dominio y cooperación de otros, que tendrán el carácter de consejeros. Los dos cónsules de Roma pueden servir de ejemplo de la primera situación; de la segunda encontramos ejemplos en las constituciones de varios de los Estados. Nueva York y Nueva Jersey son los únicos Estados, si recuerdo correctamente, que han confiado la autoridad ejecutiva íntegramente a un solo hombre (1). Ambos métodos para destruir la unidad del Ejecutivo cuentan con partidarios; pero son más numerosos los prosélitos del consejo ejecutivo. En contra de los dos pueden presentarse objeciones semejantes, si no ya iguales, y por eso es lícito examinarlos juntos bajo la mayoría de los aspectos que presentan.

En este punto la experiencia de otras naciones nos será poco instructiva. No obstante, si algo nos enseña ha de ser a no dejarnos ilusionar por la pluralidad en el Ejecutivo. Ya hemos visto que los aqueos, que hicieron el experimento de establecer dos Pretores, tuvieron que suprimir uno. La historia romana registra muchos casos de daños causados a la República debido a las disensiones entre los Cónsules y entre los Tribunos militares que a veces reemplazaban a aquéllos. En cambio, no nos proporcionan ningún ejemplo de que el Estado haya derivado ventajas especiales de la circunstancia de ser varios los magistrados. Lo que debe asombrar, mientras no fijemos la atención en la situación peculiar en que la República se halló colocada casi continuamente y en la prudente política que imponían las circunstancias del Estado y que persiguieron los Cónsules, de efectuar una división del gobierno entre ellos, es que las disensiones no hayan sido más frecuentes o de resultados más funestos. Los patricios estuvieron envueltos en una lucha continua con los plebeyos, a fin de conservar sus antiguos privilegios y dignidades; los Cónsules, a quienes generalmente se tomaba del primero de esos grupos, casi siempre se mantuvieron unidos debido al interés personal que tenian en defender las prerrogativas de su clase. Además de este motivo de unión, cuando las armas de la República ensancharon considerablemente los límites del imperio, se adoptó por los Cónsules la costumbre de dividir la administracion entre ellos por medio de la suerte, es decir, que uno permanecía en Roma con el objeto de gobernar la ciudad y sus alrededores, en tanto que el otro asumía el mando en las provincias más distantes. No es dudoso que este expediente debe haber ejercido una gran influencia para evitar los conflictos y rivalidades que, de no haberse adoptado, habrían alterado la paz de la República.

Pero abandonemos la incierta luz de las investigaciones históricas y, guiándonos únicamente por los dictados de la razón y del buen sentido, descubriremos motivos aún más poderosos para rechazar, en vez de aprobar, la idea de la pluralidad del Ejecutivo, en cualquier forma que sea.

Siempre que dos o más personas participan en una empresa o actividad común, hay el riesgo de que difieran las opiniones que se formen. Tratándose de una función o un empleo públicos, en que se las dota de la misma dignidad y autoridad, existe un peligro especial de emulación personal y aun de animosidad. Cualquiera de estas causas o todas ellas reunidas, son de naturaleza a hacer surgir las disensiones más enconadas. Cuando éstas se presentan, disminuyen la respetabilidad, debilitan la autoridad y confunden los planes y actividades de las personas entre quienes ocurre la división. Si desgraciadamente invadieran a la suprema magistratura ejecutiva de un país, compuesta de varias personas, podrían obstaculizar o frustrar las medidas más importantes del gobierno en las coyunturas más críticas del Estado. Y lo que es todavía peor es que ofrecen el peligro de dividir a la comunidad en facciones violentas e irreconciliables, cada una de las cuales se adheriría a los distintos individuos que integraran la magistratura.

Los hombres con frecuencia se oponen a una cosa tan sólo porque no han tenido intervención para idearla o porque se ha proyectado por personas a quienes tienen aversión. Pero si se les ha consultado y ha sucedido que desaprueban la medida, entonces la oposición se convierte a sus ojos en un deber indispensable de amor propio. Parecen creerse obligados, por su honor y por todos los motivos de infalibilidad personal, a impedir el éxito de lo que se ha resuelto contrariamente a su modo de sentir. Los hombres de índole recta y benévola tienen demasiadas oportunidades de observar, con horror, a qué extremos desesperados se lleva esta inclinación en ocasiones, y cuán a menudo se sacrifican los grandes intereses de la sociedad a la vanidad, la presunción y la obstinación de individuos bastante poderosos para hacer que la humanidad tome parte en sus pasiones y sus caprichos. No sería extraño que la cuestión que ahora se somete al público proporcione en sus consecuencias tristes pruebas de los efectos de esta ruin flaqueza, o mejor, de este detestable vicio de la naturaleza humana.

Conforme a los principios de un gobierno libre, no habrá más remedio que tolerar los inconvenientes que tienen el origen que acabamos de mencionar, por lo que se refiere a la integración de la legislatura; pero es innecesario, y por lo tanto imprudente, introducirlos en la organización del Ejecutivo. Es aquí también en donde posiblemente sean más perniciosos. En la legislatura, una decisión pronta muchas veces resulta más bien un perjuicio que un beneficio. Las diferencias de opinión y los choques de los partidos en ese departamento del gobierno, aunque a veces pongan obstrucciones a proyectos saludables, sin embargo, favorecen con frecuencia la deliberación y la circunspección y sirven para reprimir los excesos por parte de la mayoría. También ocurre que una vez que se ha tomado una resolución, la oposición en su contra debe terminar. Dicha resolución constituye una ley y el hecho de resistirla es punible. Pero no hay circunstancias favorables que mitiguen o compensen las desventajas de la disensión dentro del departamento ejecutivo. En este caso se muestran enteras y sin limitación. No existe un punto llegado el cual cesen de actuar. Sirven para embarazar y debilitar la ejecución del plan o medida a que se refieren, desde el primer paso hasta su conclusión final. Neutralizan constantemente las mismas cualidades que son más necesarias como elementos en la composición del Ejecutivo: el vigor y la prontitud, y esto sin ningún beneficio que lo compense. En la dirección de la guerra, en la que la energía del Ejecutivo constituye el baluarte de la seguridad nacional, habrá que temerlo todo del hecho de que esté organizado en forma plural.

Hay que confesar que estas observaciones se aplican con todo su peso al primero de los casos que supusimos, esto es, a una pluralidad de magistrados iguales en dignidad y autoridad, proyecto este que no es probable que reúna un grupo numeroso de partidarios; pero también se aplican, si no con el mismo, sí con un peso considerable, al proyecto de un consejo cuya concurrencia se hace necesaria constitucionalmente para que pueda funcionar el Ejecutivo aparente. Una intriga astuta dentro de ese consejo sería capaz de perturbar y enervar todo el sistema administrativo. Aun cuando dicha intriga no existiera, bastaría la sola diversidad de miras y opiniones para imprimir al ejercicio de la autoridad ejecutiva un espíritu de debilidad y lentitud habituales.

Sin embargo, una de las objeciones más concluyentes contra la pluralidad del Ejecutivo y que es tan procedente contra el segundo plan como contra el primero estriba en que tiende a disimular las faltas y a destruir la responsabilidad. La responsabilidad es de dos clases: la censura y el castigo. La primera es la más importante de las dos, especialmente en un cargo electivo. Es mucho más frecuente que el hombre que ocupa un cargo público obre en tal forma que demuestre que no es digno de esa confianza más tiempo, que de manera a exponerse a una sanción legal. Pero la multiplicación del Ejecutivo aumenta la dificultad de ser descubierto en ambos casos. En muchas ocasiones se hace imposible, en medio de las acusaciones recíprocas, determinar en quién debe recaer realmente el reproche o el castigo que correspondan con motivo de una medida perniciosa o de una serie de esas medidas. Uno lo pasa a otro con tal maña y con una apariencia tan plausible, que la opinion pública no logra formarse un juicio sobre quién sea el verdadero autor. Las circunstancias que pueden haber culminado en un fracaso o en un desastre nacionales son tan complicadas muchas veces que, donde existe cierto número de actores que pueden haber intervenido en grados y formas diferentes, aunque en conjunto percibamos claramente que ha habido desgobierno, sin embargo, puede ser imposible decidir a quién es realmente imputable el mal en que se ha incurrido.

Mi consejo rechazó mis puntos de vista. Las opiniones del consejo estuvieron tan divididas que fue imposible lograr una decisión mejor sobre el problema. Estos pretextos u otros semejantes se hallan a mano constantemente, sean falsos o verdaderos. ¿Y quién se atreverá a tomarse el trabajo o a atraerse la odiosidad de un escrutinio riguroso de los resortes secretos de la transacción? Si se encontrare a un ciudadano con celo suficiente para echar sobre sus hombros esta ingrata tarea y sucediere que las partes interesadas se habían coludido, qué fácil será revestir las circunstancias de tal ambigüedad que resulte dudoso determinar la conducta precisa de cualquiera de ellas.

En el único caso en que el gobernador de este Estado actúa en colaboración con un consejo, esto es, por lo que hace a los nombramientos para funciones públicas, hemos tenido ante nuestra vista los daños que son su consecuencia en el aspecto que ahora examinamos. Se han hecho nombramientos escandalosos para ocupar puestos de importancia. De hecho, algunos casos han sido tan flagrantes que todos los partidos han concordado en la inconveniencia de tales actos. Cuando se ha abierto una encuesta, el gobernador ha echado la culpa a los miembros del consejo, los cuales, a su vez, la han atribuido a la proposición que hizo aquél; en tanto que el pueblo se encuentra completamente perplejo para determinar por obra de quién se encomendaron sus intereses a manos tan carentes de requisitos y tan manifiestamente inadecuadas. Por consideración a las personas, me abstengo de entrar en detalles.

De estas observaciones aparece con claridad que la pluralidad del Ejecutivo tiende a privar al pueblo de las dos mayores garantías de que puede dIsponer con el objeto de que se ejercite fielmente cualquier poder delegado: primera, el freno de la opinión pública, el cual pierde su eficacia tanto por causa de la división entre cierto número de personas, de la desaprobación que acompaña a las providencias inconvenientes, como debido a la incertidumbre con respecto a sobre quién debe recaer; y segunda, la oportunidad de descubrir con facilidad y nitidez la conducta indebida de las personas en que deposita su confianza, bien con el fin de removerlas de sus funciones, o de castigarlas efectivamente en aquellos casos que así lo exijan.

En Inglaterra el rey es un magistrado perpetuo, y en pro de la paz pública ha prevalecido la máxima de que no es responsable de la administración y que su persona es sagrada. Nada más juicioso, por lo tanto, que agregar al rey un consejo constitucional que pueda ser responsable ante la nación de los dictámenes que emite. Sin él, el departamento ejecutivo sería absolutamente irresponsable, lo cual es un principio inadmisible en un gobierno libre. Aun allí, sin embargo, el rey no está obligado a seguir los pareceres de su consejo, si bien los miembros de éste tienen que responder de las opiniones que le den. El rey es dueño absoluto de sus actos al desempeñar sus funciones y puede apegarse a los consejos que reciba o desatenderlos, según crea conveniente.

Pero en una República, en que todo magistrado debe ser personalmente responsable de su conducta oficial, no solamente deja de tener aplicación la razón que en la Constitución británica señala la procedencia de un consejo, sino que es adversa a la institución. En la monarquía de la Gran Bretaña sirve de sucedáneo a la responsabilidad que está prohibido exigir al primer magistrado, y hace hasta cierto punto el papel de un rehén que se entrega a la justicia nacional en garantía del buen comportamiento del rey. En la República americana su efecto sería destruir, o al menos disminuir notablemente, la responsabilidad que se quiere que pese sobre el Primer Magistrado mismo y que resulta imprescindible.

La idea de un consejo del Ejecutivo, que ha sido acogida por la generalidad de las constituciones locales, reconoce como origen la máxima de recelo republicano que estima que es más seguro confiar el poder a varios hombres que a uno solo. Si esta máxima se estimara aplicable al presente caso, yo sostendría que su superioridad desde el punto de vista que se expone no bastaría para compensar los numerosos inconvenientes que presenta bajo otros aspectos. Mas ni siquiera pienso que la regla pueda aplicarse al poder ejecutivo. Y concurro sin reservas en la opinión sobre este punto, de un escritor a quien el célebre Junio califica de profundo, sólido y talentoso, en el sentido de que es más fácil refrenar al poder ejecutivo cuando es único (2), de que resultará mucho menos expuesto que sólo exista un objeto de desconfianza y vigilancia por parte del pueblo y, en una palabra, que la multiplicación del Ejecutivo es más bien peligrosa que favorable a la libertad.

Será suficiente una breve reflexión para persuadirnos de que es inasequible la especie de seguridad que se persigue al multiplicar el ejecutivo. El número de miembros de éste tendra que ser tan grande que haga imposibles las colusiones, o se convertirá en una fuente de amenazas más que de garantías. El ascendiente e influencia de varios individuos unidos tiene que resultar más formidable para la libertad que el de un individuo aislado. Es que cuando el poder se entrega por un jefe mañoso a un grupo de hombres tan reducido que permita que sus intereses y propósitos se unan fácilmente en una empresa común, hay más probabilidad de que se abuse de él y resultará más peligroso en el caso de abuso que cuando se pone en manos de un solo hombre; pues debido al hecho mismo de que estará solo, se vigilará a éste en forma más estrecha y se sospechará de él más prontamente, además de que le será imposible acumular una influencia tan considerable como si estuviera asociado con otros individuos. Los Decenviros de Roma, cuyo nombre indica su número (3), eran más temibles en sus usurpaciones de lo que pudo haberlo sido uno cualquiera de ellos. A nadie se le ocurriría proponer un Ejecutivo mucho más numeroso que ese cuerpo; de seis a doce ha sido el número sugerido para integrar el consejo. La mayor de estas cifras no es demasiado elevada para impedir las combinaciones indebidas; y América tendría más que temer de semejantes combinaciones que de la ambición de cualquier individuo aislado. El consejo que se agrega a un magistrado, que a su vez es responsable de lo que hace, generalmente no pasa de ser un obstáculo para sus buenas intenciones, muchas veces un instrumento y cómplice de las malas y casi sin excepción un manto que le sirve para encubrir sus faltas.

Me abstengo de hacer hincapié en el problema del costo; aunque es evidente que si el consejo fuere lo bastante numeroso para llenar el objeto principal a que tiende la institución, los emolumentos de sus miembros, quienes deberán abandonar sus hogares para residir en la sede del gobierno, formarían un renglón del catálogo de gastos públicos demasiado oneroso para que deba establecerse por un motivo de dudosa utilidad. Me limitaré a añadir que antes de que se publicara la Constitución era difícil encontrar un hombre inteligente, que proviniera de cualquiera de los Estados, que no reconociera, fundado en su experiencia, que la unidad del Ejecutivo de este Estado era una de las mejores características de nuestra Constitución.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es en quien recae la autoria de este escrito)




Notas

(1) Nueva York no posee ningún consejo salvo para el único objeto de nombrar a los empleados públicos; Nueva Jersey cuenta con un consejo que el gobernador puede consultar potestativamente. Pero en vista de los términos de la Constitución, pienso que sus resoluciones no le obligan.- PUBLIO.

(2) De Lolme.- PUBLIO.

(3) Diez.- PUBLIO.

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