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EL FEDERALISTA

Número 74



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El presidente de los Estados Unidos será comandante en jefe del ejército y la marina de los Estados Unidos, y de la milicia de los diversos Estados cuando se la llame al servicio efectivo de los Estados Unidos. Lo procedente de esta disposición resalta de tal modo por sí mismo y se halla a la vez tan de acuerdo con los precedentes contenidos en la mayoría de las constituciones de los Estados, que poco habrá que decir para explicarla o apoyarla. Aun la generalidad de quienes acoplan un consejo al primer magistrado para otros efectos, concentran la autoridad militar en él solo. De todos los cuidados y atenciones del gobierno, la dirección de la guerra es aquella que en mayor grado exige las cualidades que caracterizan al poder cuando se ejerce por unas solas manos. Dirigir la guerra supone encauzar el esfuerzo comun; y el poder de guiar y utilizar la fuerza común constituye una porción normal y esencial de la definición de la autoridad ejecutiva.

El Presidente puede exigir al principal funcionario de cada departamento del ejecutivo que opine por escrito sobre cualquier asunto relacionado con las obligaciones de sus funciones respectivas. Estimo que esto representa una simple redundancia del proyecto, ya que el derecho que establece es una consecuencia natural de la función que se desempeña.

También estará facultado para conceder indultos y suspender la ejecución de las sentencias por delitos contra los Estados Unidos, excepto tratándose de acusaciones por responsabilidades. La humanidad y la buena política aconsejan de consuno que la generosa prerrogativa del indulto sea entorpecida y obstaculizada lo menos posible. Los códigos penales de todos los países se hallan tan impregnados de una necesaria dureza, que si no se facilita la forma de hacer excepciones a favor de los delincuentes desgraciados, la justicia exhibiría una faz en extremo sanguinaria y cruel. Como el sentido de la responsabilidad es siempre más fuerte, mientras menos se divide ésta, es fundado inferir que un solo hombre estará más dispuesto a prestar atención a los móviles que quizá aconsejen una mitigación del rigor de la ley y menos expuesto a ceder ante consideraciones dirigidas a amparar un delito merecedor de castigo. La reflexión de que el destino de un semejante depende de su solo fiar, inspirará naturalmente escrupulosidad y cautela; el temor de ser acusado de debilidad o connivencia, suscitará igual circunspección aunque de otra índole. Por otra parte, como los hombres generalmente cobran confianza en relación con su número, podrían estimularse con frecuencia mutuamente a ser inexorables, y es veroslmil que también sintieran en menor grado el temor de que se les censure por causa de un acto equivocado o insincero de clemencia. Debido a estas razones, un solo hombre resulta preferible, como dispensador de la gracia en el gobierno, a un cuerpo colegiado.

A menos de que me equivoque, la oportunidad de encomendar al Presidente el poder de perdonar, sólo se ha discutido en relación con el crimen de traición. Se argumenta que en este caso el indulto debería depender de la aprobación de una o de ambas ramas del cuerpo legislativo. No negaré que pueden señalarse razones poderosas para requerir aquí la conformidad de ese cuerpo o de una parte de él. Como la traición es un crimen que ataca a la existencia misma de la sociedad, una vez que las leyes hayan comprobado la culpabilidad del ofensor parece congruente dejar la oportunidad de una concesión de indulto a la decisión de la legislatura. Y así sería mejor hacerlo, ya que no debe excluirse por completo la suposición de una connivencia por parte del Primer Magistrado. Pero también en contra de semejante plan existen serias objeciones. Es indudable que un solo hombre prudente y de buen sentido se halla más capacitado, en circunstancias delicadas, para pesar las razones en pro y en contra de la remisión del castigo, que cualquier entidad numerosa. Es pertinente fijarse en especial en que la traición a menudo se hallará relacionada con sediciones que abarcan a una gran parte de la comunidad, como ocurrió recientemente en Massachusetts. En todos estos casos podemos esperar que la representación del pueblo se contagiará del mismo espíritu que originó el delito. Y cuando los partidos fueran de la misma fuerza, la simpatía oculta de los amigos y favorecedores del condenado, valiéndose de la benevolencia y debilidad de los otros, podría otorgar frecuentemente la impunidad, cuando sería necesario el escarmiento. Por otra parte, si la sedición procediera de causas que hubieran suscitado el resentimiento de la mayoría, es posible que ésta se mostrase obstinada e inexorable, en casos en que la política exigiría moderación y clemencia. Pero el principal argumento que justifica que el poder de indultar se confíe en este caso al Primer Magistrado, es el siguiente: en épocas de insurrecciones o de rebelión, hay momentos críticos, en que un ofrecimiento oportuno de indulto a los insurgentes o rebeldes puede restablecer la tranquilidad en el país, que quizás no volverán a presentarse si no se aprovechan. El lento procedimiento de convocar a la legislatura o a una de sus ramas con el objeto de obtener que sancionara la medida, frecuentemente ocasionaría que se dejara escapar una ocasión preciosa. La pérdida de una semana, un día, una hora, puede ser fatal ciertas veces. Si se nos observa que una potestad discrecional, con miras a parecidas contingencias, podría conferirse excepcionalmente al Presidente, Contestaremos, en primer lugar, que es dudoso que en una Constitución que establece poderes limitados, dicha facultad pudiera delegarse por medio de una ley; y en segundo lugar, que sería generalmente impolítico dar paso alguno de antemano que ofreciera la esperanza de la impunidad. Un procedimiento de este género, fuera de lo usual, sería interpretado como una prueba de timidez o debilidad y tendería a estimular el delito.

PUBLIO

(Alexander Hamilton parece ser el autor de este escrito)

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