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EL FEDERALISTA

Número 75



Al pueblo del Estado de Nueva York:

El Presidente tendrá poder de concluir tratados con el consejo y el consentimiento del Senado, siempre que concurran las dos terceras partes de los senadores presentes.

Aunque esta cláusula ha sido combatida por diferentes motivos, y con no poca vehemencia, no vacilo en declarar que estoy firmemente persuadido de que es una de las partes más meditadas y menos atacables del plan. Una de las objeciones se apoya en el manoseado tópico de la confusión de los poderes, sosteniendo algunos que el Presidente es el único que debería poseer el derecho de concertar tratados, y otros, que tal derecho debió haber sido confiado exclusivamente al Senado. Otra causa de objeción se deduce del pequeño número de personas que han de intervenir en la conclusión de un tratado. De los que patrocinan este reparo, unos opinan que se debió haber hecho que la Cámara de Representantes participara en esta materia, en tanto que otros piensan que nada era más necesario que sustituir los dos tercios de todo el Senado, en vez de los dos tercios de los miembros presentes. Como tengo la presunción de creer que las observaciones hechas en un artículo anterior deben haber bastado para presentar esta parte del proyecto bajo un aspecto muy favorable, al menos ante ojos perspicaces, me contentaré con someter en esta ocasión algunas reflexiones suplementarias, principalmente con vistas a las objeciones que acabo de exponer.

En cuanto a la confusión de poderes, me atengo a las explicaciones dadas en otro lugar respecto a la verdadera significación de la regla en que esa objeción se funda, y daré por probado, como consecuencia de ellas, que la colaboración del Ejecutivo con el Senado, en el capítulo de los tratados, no infringe esa regla. Me atrevo a añadir que la naturaleza peculiar del poder de celebrar tratados denota que esa unión es especialmente conveniente. Aunque varios escritores clasifican ese poder entre las facultades ejecutivas, esta colocación es innegablemente arbitraria, pues si nos fijamos cuidadosamente en el modo como opera, descubriremos que participa más del carácter legislativo que del ejecutivo, aunque no caiga estrictamente bajo la definición de ninguno de los dos. La esencia de la potestad legislativa estriba en estatuir leyes o, en otras palabras, en prescribir reglas para el gobierno de la sociedad; mientras que la ejecución de las leyes y el empleo de la fuerza pública para esta finalidad o para la defensa común, parecen agotar las funciones del magistrado ejecutivo. El poder de hacer tratados, claramente, no consiste en una cosa ni en otra. No se relaciona con la ejecución de las leyes vigentes, ni con la expedición de otras nuevas y menos aún con el empleo de la fuerza pública. Tiene por objeto hacer contratos con las naciones extranjeras, los cuales tienen fuerza de ley, pero la obtienen por virtud de las obligaciones que impone la buena fe. No son reglas que el soberano dicta al súbdito, sino acuerdos entre dos soberanos. De ahí que el poder que nos ocupa aparezca formando un departamento distinto y no pertenezca rigurosamente ni al legislativo ni al ejecutivo. Las cualidades que en otro punto enumeramos como indispensables para conducir las negociaciones con el extranjero señalan al Ejecutivo como el mejor agente para esas gestiones, mientras que la gran importancia de este encargo y la eficacia semejante a las leyes que poseen los tratados, hablan con gran fuerza a favor de la participación de todo el cuerpo legislativo, o de una parte de él, en la función de celebrarlos.

Por muy seguro y oportuno que sea en gobiernos en que el magistrado ejecutivo es un monarca hereditario encomendarle íntegramente el poder de hacer tratados, sería muy peligroso e imprudente confiar ese poder a un magistrado electivo con sólo cuatro años de duración. Se ha observado en otra ocasión, y la observación es incuestionablemente justa, que un monarca hereditario, aunque resulta a menudo un opresor del pueblo, tiene demasiado interés personal en el gobierno para correr el peligro de ceder a la corrupción extranjera. Pero un hombre que de simple ciudadano ha sido encumbrado al rango de primer magistrado, que posee una fortuna moderada o insuficiente y que piensa en la época no muy lejana en que tendrá que volver a la situación de donde salió, puede a veces sentir la tentación de sacrificar su deber a sus intereses y carecer de la extraordinaria virtud necesaria para resistirla. Un hombre avaro puede codiciar la riqueza y sacrificar a esta codicia el bien del Estado. Un ambicioso puede hacer de su encumbramiento con el auxilio de un país extranjero, el precio de la traición a sus electores. La historia de la conducta humana no da base para esa exaltada idea de la virtud que podría justificar el que una nación pusiera intereses tan delicados y trascendentales como los que se refieren a sus relaciones con el resto del mundo, a la disposición exclusiva de un magistrado creado de la manera que el Presidente de los Estados Unidos y sometido a las circunstancias que rodean a éste.

El haber confiado el poder de hacer tratados al Senado sólo habría equivalido a renunciar a los beneficios de la intervención constitucional del Presidente en la negociación de los asuntos extranjeros. Es cierto que en semejante caso el Senado tendría la opción de utilizarlo para ese fin; pero tendría asimismo la de prescindir de él, y la rivalidad y la intriga probablemente inclinarían a esto último más bien que a lo primero. Aparte de esta circunstancia, no es creíble que el ejecutor de las instrucciones del Senado gozaría de la confianza y el respeto de las potencias extranjeras en igual medida que los representantes constitucionales de la nación, y desde luego no podría actuar con el mismo grado de influencia o eficacia. En tanto que la Unión perdería por esta causa una ventaja considerable para la gestión de sus negocios exteriores, el pueblo perdería la protección suplementaria resultante de la cooperación del Ejecutivo. Aunque sería imprudente confiarle de modo exclusivo tan importante misión, no puede dudarse de que su participación aumentaría sensiblemente la seguridad del país. Está, pues, esclarecido hasta la evidencia que la atribución mancomunada de ese poder al Presidente y al Senado proporcionaría una mayor perspectiva de seguridad que si se ejerciera por cualquiera de ellos aisladamente. Y quien haya pensado maduramente las circunstancias que concurrirán en la designación del Presidente, estará convencido de que el cargo promete verse siempre desempeñado por hombres cuya intervención en la formación de los tratados será especialmente deseable, tanto por su saber como por su integridad.

Las observaciones formuladas en un artículo anterior, a las que se ha aludido en otra parte de éste, se oponen de modo concluyente a la admisión de la Cámara de Representantes a participar en la negociación de los tratados. La composición fluctuante de ese cuerpo, parecido a una multitud si se toma en cuenta que aumentará con el tiempo, nos impiden suponer en él las cualidades esenciales al debido cumplimiento de una función de esa clase. El conocimiento exacto y amplio de la política extranjera, la adhesión firme y sistemática a los mismos puntos de vista, el cuidado solícito y constante de la reputación de la nación, la decisión, el sigilo y la diligencia, son incompatibles con el carácter de un cuerpo tan variable y numeroso. La misma forma como se complica el asunto, como resultado de que se hace, necesaria la cooperación de tantas entidades distintas, constituye por sí sola una objeción sólida. La mayor frecuencia con que sería preciso citar a la Cámara de Representantes y el mayor tiempo que a menudo sería necesario tenerla reunida una vez convocada, con el objeto de obtener su sanción en las diferentes fases de un tratado, darían origen a tantos gastos y molestias que ellos solos bastarían para condenar el proyecto.

La única objeción que aún nos queda por escudriñar es la que pretende sustituir la proporción de dos tercios de todos los miembros que componen la corporación senatorial, a la de dos tercios de los miembros presentes. Se ha demostrado, en la segunda parte de nuestras investigaciones, que todas las disposiciones que requieren más de la mayoría para las resoluciones de cualquier cuerpo, tienen la tendencia de entorpecer el funcionamiento del gobierno, e indirectamente de sujetar a la mayoría a la voluntad de la minoría. Esta consideración parece suficiente para afirmarnos en la opinión de que la convención ha ido tan lejos en su afán de asegurarse la ventaja que ofrece e! número en la formación de los tratados, como se lo permitía la necesidad de conciliar dicha ventaja con la actividad de las asambleas públicas y el respeto debido a las opiniones de la mayoría de la comunidad. Si se hubieran exigido las dos terceras partes del número total de miembros, habría equivalido en la práctica, en muchos casos y debido a la ausencia de una parte, a que se hubiera hecho forzosa la unanimidad. La historia de toda organizacion política en que este principio ha prevalecido, es una historia de impotencia, de perplejidad y desorden. Podrían aducirse pruebas de esta afirmación tomándolas de los ejemplos del Tribunado romano, de la Dieta polaca y de los Estados generales neerlandeses, si la advertencia que tenemos en casa no hiciera superfluos los precedentes extranjeros.

El exigir una proporción fija de todo el cuerpo no contribuirá, probablemente, a las ventajas de un órgano más numeroso con más eficacia que si sólo se requiriera una proporción de los miembros presentes. Como el primer sistema hace necesaria la presencia en todo momento de un número determinado para poder tomar cualquier resolución, disminuye los motivos para asistir puntualmente. El último produce el efecto inverso, ya que hace que la capacidad del cuerpo dependa de una proporción que puede variar debido a la ausencia o a la presencia de un solo miembro. Y como al estimular la puntualidad tiende a que el cuerpo se halle siempre completo, hay mayor probabilidad de que sus resoluciones sean dictadas por un número tan grande en este caso como en el otro, en tanto que las ocasiones de demora serán menos frecuentes. No debe olvidarse que, conforme a la Confederación existente, dos miembros pueden representar a un Estado y que en general así lo hacen, con lo cual ocurre que el Congreso rara vez se compone de un mayor número de personas que las que integrarían e! futuro Senado, no obstante que en la actualidad está investido él solo de todos los poderes de la Unión. Si añadimos a esto que como los miembros votan por Estados y que cuando por uno de éstos sólo hay un miembro presente su voto no cuenta, queda justificada la suposición de que en el Senado, en que los miembros han de votar individualmente, las voces activas rara vez serán menos numerosas que en el Congreso actual. Cuando a más de estas consideraciones tenemos en cuenta la cooperación del Presidente, no vacilaremos en afirmar que el pueblo de América estaría más garantizado contra el mal uso del poder de concluir tratados bajo la nueva Constitución, que con la Confederación actual. Y cuando damos un paso más y consideramos el probable aumento del Senado como consecuencia de la creación de nuevos Estados, no sólo hallaremos motivos sólidos de confianza en la suficiencia del número de miembros a quienes se encomendará ese poder, sino que probablemente nos veremos obligados a concluir que un cuerpo más numeroso que el Senado, tal como será en el futuro, resultaría muy poco apropiado para desempeñar cumplidamente esta función.

PUBLIO

(Alexander Hamilton es considerado autor de este escrito)

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