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EL FEDERALISTA

Número 8



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Si, por tanto, aceptamos como verdad que los distintos Estados, en caso de desunión, o tantas combinaciones de ellos como se formen al fracasar la Confederación general, se verían sometidos a las mismas vicisitudes de paz y guerra, de amistad y enemistad de unos con otros, a que están condenadas todas las naciones vecinas a las que no une un solo gobierno, pasemos a detallar concisamente las consecuencias que seguirían a una situación semejante.

La guerra entre los Estados, durante el primer período de su existencia independiente, iría acompañada de bastantes mas calamidades que lo que ocurre generalmente en los países donde las organizaciones militares regulares llevan mucho tiempo establecidas. Los ejércitos disciplinados que se mantienen permanentemente en el continente europeo, aunque perjudiquen aparentemente a la libertad y a la economía ofrecen, sin embargo, la gran ventaja de imposibilitar las conquistas súbitas y de evitar la rápida devastación que señalaba el curso de una guerra antes de que se implantaran. El arte de la fortificación ha contribuido también a lograr estos fines. Las naciones europeas se hallan ceñidas por cadenas de plazas fuertes, que obstruyen mutuamente la invasión, y varias campañas se pierden en reducir dos o tres guarniciones fronterizas, para penetrar en el país enemigo. A cada paso surgen impedimentos análogos, que agotan las fuerzas y retrasan el avance de los invasores. Antes, el ejército invasor penetraba hasta el corazón de un país vecino cuando apenas se tenían noticias de su aproximación, pero actualmente una tropa disciplinada relativamente pequeña, que se mantenía a la defensiva con el auxilio de puestos fortificados, puede impedir y finalmente frustrar los designios de otra más considerable. La historia de las guerras, en ese punto del globo, no es ya una historia de naciones sometidas y de imperios derrocados: sino de poblaciones que se ocupan y se recuperan; de batallas donde nada se dirime; de retiradas más beneficiosas que las victorias; de mucho esfuerzo y pequeñas conquistas.

En este país ocurriría todo lo contrario. El recelo hacia las organizaciones militares retrasaría su establecimiento lo más posible. La carencia de fortificaciones, dejando las fronteras de un Estado abiertas para los otros, facilitaría las incursiones. Los Estados con población abundante invadirían sin grandes obstáculos a sus vecinos menos populosos. Resultaría tan fácil conquistar, como difícil retener esas conquistas. Las guerras serían, por lo tanto, intermitentes y de rapiña. La devastación y el pillaje marchan siempre a la zaga de las tropas irregulares. El sufrimiento de los particulares ocuparía el primer lugar en los sucesos que caracterizarían nuestras proezas bélicas.

Esta descripción no es nada exagerada, aunque confieso que no sería exacta por mucho tiempo. La seguridad contra los peligros externos es el más poderoso impulsor de la conducta nacional, y pasando el tiempo, hasta el amor a la libertad acaba por ceder a sus dictados. La destrucción violenta de las vidas y propiedades inherente a la guerra, el esfuerzo continuo y la alarma que acompaña a un estado de constante peligro, obligarán a las naciones más apegadas a la libertad, a buscar la seguridad y el descanso en instituciones que tienden a destruir sus derechos civiles y políticos. Para estar más seguras, acaban por estar dispuestas a correr el riesgo de ser menos libres.

Las instituciones a que principalmente aludimos son los ejércitos permanentes y las dependencias naturales de las organizaciones militares. La nueva Constitución, se dice, no prohibe los ejércitos permanentes, y de ahí se infiere que pueden existir de conformidad con ella (1). Su existencia, sin embargo, como se desprende de los términos mismos de la proposición, es incierta y problemática en el mejor de los casos (2). Pero los ejércitos organizados, podemos replicar, serán el resultado inevitable de la disolución de la Confederación. Las frecuentes guerras y el temor constante, que requieren un estado de preparación igualmente constante, los acarrearán infaliblemente. Los Estados o confederaciones más débiles tendrían que recurrir primero a ellos para ponerse al nivel de sus más potentes vecinos. Procurarían suplir la inferioridad de población y de recursos con un sistema de defensa más arreglado y eficaz, con tropas disciplinadas y fortificaciones. Necesitarían al propio tiempo fortalecer el brazo ejecutivo del gobierno, con lo cual sus constituciones evolucionarían progresivamente hacia la monarquía. Está en la naturaleza de la guerra fortalecer la autoridad ejecutiva a expensas de la legislativa.

Los expedientes mencionados darían a los Estados o confederaciones que hicieran uso de ellos cierta superioridad sobre sus vecinos. Estados pequeños o más débiles naturalmente, pero dotados de un gobierno enérgico y con la ayuda de ejércitos disciplinados, han triunfado con frecuencia de Estados grandes o de mayor fuerza natural, que carecían de aquellas ventajas. Ni el orgullo ni la seguridad de los Estados o confederaciones más importantes les permitirían someterse mucho tiempo a esa superioridad mortificante y accidental. Recurrirían pronto a medios similares a aquellos con los que se había logrado, para recobrar su perdida preeminencia. Así, en poco tiempo veríamos establecerse por todas partes de este país los mismos instrumentos del despotismo que han sido el azote del Viejo Mundo. Al menos éste sería el curso natural de los acontecimientos, y nuestros razonamientos tendrán más probabilidades de acertar cuanto más se acerquen a esa pauta.

Éstas no son divagaciones deducidas de los defectos supuestos o teóricos de una Constitución, todo el poder de la cual se halla depositado en las manos del pueblo o en las de sus representantes y delegados, sino sólidas conclusiones, que se desprenden de la marcha natural y necesaria de los asuntos humanos.

Se nos puede quizás preguntar, por vía de objeción a lo anterior: ¿por qué no surgieron ejércitos permanentes de las contiendas que perturbaron tan a menudo a las antiguas Repúblicas griegas? Podemos contestar de distintos modos, todos igualmente satisfactorios. Los hábitos laboriosos del pueblo actual, absorbido en ocupaciones lucrativas y dedicado a los progresos de la agricultura y el comercio, son incompatibles con las circunstancias de una nación de soldados, que era la verdadera situación del pueblo de aquellas Repúblicas. Las fuentes de ingreso, tan extraordinariamente multiplicadas por el aumento del oro y la plata, de las artes industriales y la ciencia financiera, que es adquisición de los tiempos modernos, unidas a las costumbres de las naciones, han revolucionado por completo el sistema bélico, diferenciando a los ejércitos del resto de los ciudadanos y convirtiéndolos en compañeros inseparables de una frecuente hostilidad.

Hay también una gran diferencia entre los institutos militares de un país rara vez expuesto por su situación a las invasiones internas, y los de otro que las sufre con frecuencia y vive temiéndolas. Los gobernantes del primero carecen de pretextos para mantener en pie ejércitos tan numerosos como los que necesita el segundo, si es que tal es su inclinación. Como estos ejércitos, en el primer caso, raramente o nunca entrarán en acción para la defensa interior, el pueblo no corre el peligro de acostumbrarse a la subordinación militar. No es usual que las leyes establezcan excepciones para favorecer las exigencias militares; el gobierno civil conserva todo su vigor, sin que lo corrompan ni lo confundan los principios y las tendencias de un estado militar. La fuerza natural de la comunidad sobrepuja a la del pequeño ejército; y los ciudadanos, no estando habituados a buscar la protección militar ni a sufrir su opresión, ni aman ni temen a la soldadesca; la aceptan con desconfianza como un mal necesario y se mantienen listos a resistir un poder que presumen puede ejercerse en perjuicio de sus derechos. En circunstancias semejantes, el ejército puede ayudar útilmente a la autoridad para reprimir una facción pequeña o alguna turbamulta o insurrección; pero será impotente para hacer triunfar los abusos a que se opongan los esfuerzos unidos de la gran masa del pueblo.

En un país que se halle en el segundo caso que indicamos, ocurre precisamente lo contrario. La continua amenaza del peligro obliga al gobierno a estar siempre preparado a repelerlo; sus ejércitos deben ser lo suficientemente numerosos para la defensa instantánea. La necesidad continua de sus servicios aumenta la importancia del soldado y rebaja proporcionalmente la condición del ciudadano. El estado militar se encumbra sobre el civil. Los habitantes de los territorios que son teatro de la guerra, están expuestos de manera inevitable a frecuentes transgresiones de sus derechos, lo que contribuye a que su sentido de éstos se debilite; y gradualmente el pueblo llegará a considerar a los soldados no sólo como sus protectores sino también como superiores. De ahí a aceptarlos como amos, sólo hay un paso; y es muy difícil convencer a un pueblo con esta clase de impresiones, a que resista con valor y efectividad las usurpaciones apoyadas por el poder militar.

El reino de la Gran Bretaña ilustra el primer caso. Su situación insular y su poderosa marina, que lo defienden contra la posibilidad de una invasión extranjera, anulan la necesidad de un ejército numeroso en el interior del reino. Sólo se ha considerado indispensable una fuerza capaz de enfrentarse con una incursión repentina, hasta que la milicia pueda reunirse y organizarse. Ningún motivo de política nacional ha exigido nunca, ni la opinión pública habría tolerado, un mayor número de tropas en la organización doméstica. Durante mucho tiempo no ha habido lugar para que actuaran las otras causas que hemos enumerado como las consecuencias de la guerra civil. Este especial y feliz estado de cosas ha contribuido grandemente a conservar la libertad de que hasta la fecha goza este país, pese a la venalidad y corrupción presentes. Pero si la Gran Bretaña hubiera estado situada en el continente y se hubiera visto forzada a equiparar sus organizaciones militares con las de las otras grandes potencias europeas, es indudable que ahora sería, como ellas, víctima del poder absoluto de un solo hombre. Es posible, aunque no fácil, que el pueblo de esa isla sea esclavizado como consecuencia de otras causas; pero no puede serlo por obra de un ejército tan poco considerable como el que ordinariamente se ha mantenido dentro de ese reino.

Si tenemos la prudencia de conservar la unión, es verosímil que gocemos durante siglos de ventajas semejantes a las de una situación insular. Europa está muy distante de nosotros. Las más próximas de sus colonias probablemente seguirán teniendo una fuerza lo bastante desproporcionada para evitarnos el temor de cualquier peligro. En esta situación, no son indispensables para nuestra seguridad grandes organizaciones militares. Pero si nos desuniéramos y las partes integrantes permanecieran separadas, o, lo que es más probable, se reunieren en dos o tres confederaciones, nos encontraríamos un breve período de tiempo en el mismo trance que las potencias continentales de Europa -nuestras libertades serían víctimas de los instrumentos necesarios para defendernos contra la ambición y la envidia de cada cual.

Ésta no es una idea superficial o fútil, sino sólida y de peso. Merece la más grave y madura meditación de parte de todos los hombres honrados y prudentes, sea cual fuere su partido. Si esos hombres se detienen firme y solemnemente a considerar con desapasionamiento la importancia de esta interesante idea; si la examinan en todas sus facetas, y la siguen en todas sus consecuencias, no vacilarían en rechazar las triviales objeciones formuladas contra una Constitución cuya reprobación es casi seguro que pondría término a la Unión. Los insustanciales fantasmas que flotan ante las desequilibradas imaginaciones de algunos de sus adversarios cederían rápidamente el campo a seres más reales, como son los peligros, indudables, ciertos y formidables, que nos amenazan.

PUBLIO

(Se considera a Alexander Hamilton el autor de este escrito)




Notas

(1) Esta objeción se examinará completa en el lugar oportuno y en él se probará que se ha tomado la única precaución lógica que era posible adoptar al respecto y por cierto una precaución mucho mejor que la que puede encontrarse en cualquier otra ConstitUción redactada hasta ahora en América, ya que la mayor parte no contienen garantía alguna sobre el particular.- PUBLIO.

(2) En el texto revisado: Debido a la forma misma de la proposición, esta inferencia resulta problemática e insegura en el mejor de los casos.

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