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EL FEDERALISTA

Número 80



Al pueblo del Estado de Nueva York:

Para emitir un juicio exacto sobre el campo que debe abarcar la magistratura federal es necesario examinar primero cuáles son los objetos que es conveniente que comprenda.

No creo que admita controversia el que la autoridad judicial de la Unión debe extenderse a las siguientes categorías de casos:

1° A todos los que surjan con motivo de las leyes de los Estados Unidos, promulgadas por éstos en ejercicio de sus facultades justas y constitucionales de legislación;

2° A todos los que tengan relación con el cumplimiento de las disposiciones expresas de los artículos de la Unión;

3° A todos aquellos en que los Estados Unidos sean parte;

4° A todos los que comprometan la paz de la confederación, ya sea que se refieran a las relaciones de los Estados Unidos con naciones extranjeras o de los Estados entre sí;

5° A los que tengan su origen en alta mar y pertenezcan a las jurisdicciones marítimas o del almirantazgo y, finalmente, a todos aquellos en que no se pueda presumir que los tribunales de los Estados procederán imparcialmente y sin prejuicios.

El primer punto descansa en la consideración obvia de que debe existir siempre un medio constitucional de impartir eficacia a las disposiciones constitucionales. ¿De qué servirían, por ejemplo, las restricciones a las facultades de las legislaturas locales, si no existe algún procedimiento constitucional para exigir su observancia? En el plan de la convención hay una porción de cosas que se prohiben a los Estados, algunas de ellas por ser incompatibles con los intereses de la Unión y otras con los principios de un buen gobierno. La imposición de derechos sobre los artículos importados y la emisión de papel moneda, son, respectivamente, ejemplos de una y otra clase. Ningún hombre de sentido común será capaz de creer que tales prohibiciones se respetarían escrupulosamente si el gobierno carece de poderes efectivos para impedir y sancionar las infracciones que se cometan. Estos poderes deben consistir en un veto directo sobre las leyes de los Estados o en la potestad conferida a los tribunales federales de hacer a un lado aquellas que contravengan de modo manifiesto los artículos de la Unión. No existe un tercer sistema que me sea posible imaginar. La convención ha considerado que el segundo es preferible al primero, y supongo que también resultará e! más aceptable a los Estados.

En cuanto al segundo punto, no hay argumento ni comentario capaces de prestarle mayor claridad de la que tiene por sí mismo. Si se admite la existencia de axiomas políticos, habrá que clasificar entre ellos a la conveniencia de que el poder judicial de un gobierno tenga la misma extensión que el poder legislativo. La necesidad, simplemente, de que la interpretación de las leyes nacionales sea uniforme, resuelve la cuestión. Trece tribunales independientes de última instancia, para juzgar los mismos asuntos, suscitados por las mismas leyes, serían una hidra gubernamental de la que sólo pueden resultar confusiones y contradicciones.

Todavía menos hay que decir respecto al tercer punto. Las controversias entre la nación y sus miembros o sus ciudadanos sólo pueden dirimirse debidamente ante los tribunales nacionales. Cualquiera otra solución sería contraria a la razón, a los precedentes y al decoro del país.

El cuarto punto descansa en la sencilla proposición de que la paz del todo no debe dejarse a disposición de una parte. A la Unión seguramente se la hará responsable por las naciones extranjeras de la conducta de sus miembros. Y la responsabilidad por un acto lesivo debe estar siempre unida a la facultad de impedirlo. Como la denegación de justicia o su perversión por las sentencias de los tribunales, o en cualquier otra forma, se halla comprendida fundadamente entre las causas justas para la guerra, se deduce que los jueces federales deben conocer de todos los procesos en que intervengan ciudadanos de otros países. Esto es tan esencial para la paz pública como para asegurar la tranquilidad general. Tal vez pueda discurrirse una distinción entre las controversias que surjan a consecuencia de los tratados y del derecho internacional y las que únicamente impliquen a la ley del país. Posiblemente se sostenga que la primera categoría corresponde a la jurisdicción federal, en tanto que se atribuye la segunda a la de los Estados. Pero es problemático, cuando menos, el que una sentencia injusta dictada contra un extranjero, en un caso en que la controversia girara totalmente alrededor de la lex loci, no constituya una agresión contra su soberano, cuando no se repare el agravio, tanto como aquella que violara las estipulaciones de un tratado o el derecho internacional en general. Y se opone aún más a esta distinción la inmensa dificultad, si no ya la imposibilidad, de diferenciar en forma práctica los casos de una clase y los de la otra. Es tan elevada la proporción de casos en los que son parte súbditos extranjeros, que están complicados en cuestiones nacionales, que es mucho más seguro y conveniente someter a los tribunales nacionales todos los que interesan a aquéllos.

El derecho de resolver las contiendas entre los Estados, entre un Estado y los ciudadanos de otro y entre los ciudadanos de diferentes Estados es, probablemente, tan esencial como el anterior para la paz de la Unión. La historia nos ofrece la horrible escena de las disensiones y las guerras civiles que perturbaron y asolaron a Alemania antes de la institución de la Cámara Imperial por Maximiliano, a fines del siglo XV, y nos informa a la vez de la gran influencia que ejerció esta institución para apaciguar esos desórdenes y establecer la tranquilidad en el imperio. Se trataba de un tribunal investido de autoridad para resolver en definitiva todas las diferencias surgidas entre los distintos miembros del imperio germánico.

Ni aun el imperfecto sistema que hasta ahora ha ligado a los Estados descuidó establecer un método para resolver las disputas territOriales entre ellos, bajo la autoridad del centro federal. Pero además de las pretensiones opuestas en materia de fronteras, hay otras muchas fuentes de discordia y animosidad entre los miembros de la Unión. Hemos sido testigos de algunas de éstas en el transcurso de nuestra pasada experiencia, y se comprenderá inmediatamente que me refiero a las leyes fraudulentas que han sido promulgadas en tantos Estados. Y aunque la Constitución en proyecto toma precauciones especiales contra la repetición de los casos que se han presentado hasta ahora, es justificado recelar que el espíritu que los produjo asumirá nuevas formas que no sería posible prever ni conjurar. Todo lo que tienda a trastornar la armonía entre los Estados constituye un objeto legítimo de la vigilancia y la superintendencia federales.

Puede considerarse como base de la Unión el que los ciudadanos de cada Estado tendrán derecho a todos los privilegios e inmunidades de los ciudadanos de los diversos Estados. Y si es justo el principio según el cual todo gobierno debe poseer los medios necesarios para hacer cumplir sus disposiciones con su autoridad propia, de él resulta que para mantener inviolable esta igualdad de inmunidades y privilegios que corresponderá a los ciudadanos de los Estados Unidos, la administración nacional de justicia debe conocer de todos los casos en que un Estado o sus ciudadanos estén en pugna con otro Estado o con los ciudadanos de éste. Para asegurar que una disposición tan fundamental produce todos sus efectos, no obstante cualquier excusa o subterfugio, es necesario que su interpretación se encargue a un tribunal que, estando libre de compromisos locales, ofrezca garantías de imparcialidad frente a los distintos Estados y a sus ciudadanos y que, debiendo su existencia oficial a la Unión, no pueda abrigar ningún prejuicio desfavorable a los principios sobre los cuales ha sido fundada.

El quinto punto no puede provocar grandes censuras. Los más fanáticos adoradores de la autoridad de los Estados han mostrado hasta ahora inclinación a negar a la judicatura nacional el derecho a resolver los negocios que versen sobre derecho marítimo. Éstos dependen tan generalmente del derecho internacional y afectan con tal frecuencia los derechos de extranjeros, que les son aplicables las consideraciones que se refieren a la paz pública. La Confederación vigente somete ya los más importantes a la jurisdicción federal.

Lo razonable de la intervención de los tribunales nacionales en los casos en que no es fundado suponer que los locales procederán con imparcialidad, no necesita demostrarse. Ningún hombre debe ser juez en su propia causa, ni en ninguna otra en la que tenga el menor interés o prejuicio. Este principio ha sido uno de los más poderosos para designar a los tribunales federales como los adecuados para resolver las controversias entre los distintos Estados y sus ciudadanos. Y debería tener aplicación inclusive tratándose de ciertas controversias entre los ciudadanos de un mismo Estado, entre éstas las reclamaciones por mercedes de tierras otorgadas por diferentes Estados, cuando se funden en pretensiones contradictorias por lo que hace a sus límites territoriales. No es de esperarse que los tribunales de ninguno de los Estados que extendieron los otorgamientos se muestren imparciales. Hasta las leyes pueden haber prejuzgado la cuestión, obligando a aquéllos a emitir sus fallos en el sentido de reconocer los privilegios del Estado a que pertenezcan. Y aun suponiendo que no se hubiera procedido así, sería natural que los jueces, como hombres que son, sintieran una marcada inclinación en favor de las pretensiones de su propio gobierno.

Habiendo sentado y discutido en la forma que antecede los principios que deben regular la constitución de la administración judicial federal, procederemos ahora a examinar los poderes de que estará dotada concretamente, conforme al plan de la convención, a la luz de dichos principios. Debe comprender todas las controversias que según el derecho estricto y la equidad, surjan con motivo de la Constitución, las leyes de los Estados Unidos y los tratados celebrados o por celebrar bajo la autoridad de aquéllos; todas las controversias en que intervengan embajadores, otros ministros públicos y cónsules; todas las que correspondan a las jurisdicciones marítimas y de almirantazgo; las controversias entre dos o más Estados, entre un Estado y los ciudadanos de otro, entre ciudadanos de distintos Estados, entre ciudadanos del mismo Estado que reclamen tierras y concesiones de diferentes Estados y entre un Estado o los ciudadanos del mismo y las naciones extranjeras, sus ciudadanos y súbditos. Lo anterior constituye la totalidad de la potestad judicial de la Unión. Revisémosla ahora en detalle. Debe abarcar, por consiguiente:

Primero. Todas las conrroversias, tanto de derecho estricto como de equidad, que surjan con motivo de la Constitución y de las leyes de los Estados Unidos. Esto corresponde a las dos primeras categorías de juicios que se han enumerado y a los cuales es apropiado que se extienda la jurisdicción de los Estados Unidos. Se ha preguntado qué se quiere decir por controversias que surjan con motivo de la Constitución, por oposición a las que surjan con motivo de las leyes de los Estados Unidos. La diferencia se explicó oportunamente y todas las restricciones impuestas a las facultades de las legislaturas locales proporcionan ejemplos de ella. Por ejemplo, no deben emitir papel moneda; pero esta prohibición deriva de la Constitución y nada tiene que ver con las leyes de los Estados Unidos. No obstante, si a pesar de ella se emitiese papel moneda, las controversias a que daría lugar serían casos que surgirían de la Constitución y no de las leyes de los Estados Unidos, según la significación ordinaria de esos términos. Este ejemplo puede servir para dar idea general de todo el problema.

También se ha preguntado: ¿Qué falta hace la palabra equidad? ¿Qué controversias pueden nacer en materia de equidad de la Constitución y de las leyes de los Estados Unidos? Casi no existe una cuestión litigiosa entre diversos individuos, que no implique esos elementos de fraude, confianza, casualidad o injusticia, que hacen que un asunto corresponda a la jurisdicción de equidad más bien que a la de derecho, según la diferencia reconocida y en vigor en muchos de los Estados. Por vía de ejemplo, a un tribunal de equidad le toca privativamente mitigar el efecto de los contratos injustos, es decir, de aquellos que aunque no impliquen fraude o engaño directo, susceptibles de permitir que sean anulados en un tribunal de derecho, se caractericen, sin embargo, por ventajas indebidas o exageradas, logradas por causa de la necesidad o el infortunio de una de las partes, y que un tribunal de equidad no puede consentir. En esos casos, si ambos interesados fuesen extranjeros, la judicatura federal no podría administrar justicia si su jurisdicción no fuese de equidad a la vez que de derecho. Los convenios por los que se transfiere el dominio de tierras a que se tiene derecho como consecuencia de concesiones otorgadas por diferentes Estados, proporcionan otro ejemplo de la necesidad de una jurisdicción de equidad por parte de los tribunales federales. Quizá el razonamiento no resulte tan evidente en los Estados en que no se conserve la distinción entre el derecho Y la equidad, como, en cambio, ocurre en el nuestro, según puede verse por los ejemplos que ofrece la práctica todos los días.

La autoridad judicial de la Unión comprenderá:

Segundo. Los tratados celebrados o por celebrar bajo la autoridad de los Estados Unidos y todas las controversias relacionadas con embajadores, otros ministros públicos y cónsules. Éstos pertenecen a la cuarta clase de los casos enumerados, ya que guardan una conexión evidente con la conservación de la paz nacional.

Tercero. Las controversias que correspondan a las jurisdicciones marítima y de almirantazgo. Éstas integran por sí solas la quinta clase de litigios de que se ha indicado que deben conocer los tribunales nacionales.

Cuarto. Los juicios en los que los Estados Unidos sean parte, que constituyen la tercera de dichas categorías.

Quinto. Las controversias entre dos o más Estados, entre un Estado y los ciudadanos de otro, entre ciudadanos de distintos Estados. Éstas pertenecen a la cuarta clase y participan, en cierto grado, de la naturaleza de la última.

Sexto. Los asuntos entre ciudadanos del mismo Estado, en que reclamen tierras en virtud de mercedes de diferentes Estados. Éstos se clasifican dentro de la última categoría y constituyen los únicos casos en que la Constitución propuesta prevé que se conozca directamente de litigios entre ciudadanos de un mismo Estado.

Séptimo. Las controversias entre un Estado o sus ciudadanos y las naciones extranjeras, o los ciudadanos o súbditos de éstas. Ya expliqué que dichas controversias pertenecen a la cuarta de las clases enumeradas y demostré que resulta especialmente apropiado que se sometan a la judicatura nacional.

De esta revisión de los poderes concretos del poder judicial federal, tal como los especifica la Constitución, se desprende que todos ellos se apegan a los principios que debían normar la estructura de ese departamento y que eran necesarios para la perfección del sistema. Si algunos inconvenientes parciales resultaren de la incorporación de cualquiera de ellos al proyecto, debería recordarse que la legislatura nacional poseerá las facultades precisas para hacer las excepciones y prescribir las reglas que se consideren oportunas con el objeto de evitar y hacer desaparecer esos inconvenientes. Una mentalidad bien informada no puede considerar que la posibilidad de agravios de un carácter especial constituye una objeción sólida contra un principio general, que tiende a impedir daños generales y a producir ventajas del mismo carácter.

PUBLIO

(Es a Alexander Hamilton a quien se considera autor de este escrito)

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