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III
El día 12 de febrero de 1822, en España se declaraban ilegales y de ningún efecto, por lo concerniente al gobierno español, todos los actos y estipulaciones habidas entre el General O´Donojú y Don Agustín de Iturbide, con ello, los denominados Tratados de Córdoba perdían toda validez quedando como inútiles papeles buenos para ser tirados a la basura.
La razón verdadera de la independencia surgía con toda su fuerza: la ineptitud de la decadente monarquía española y su evidente incapacidad para retener territorios tan vastos. El, en otros tiempos, inmenso poderío hispano, había terminado convertido en un auténtico teatro guiñol en donde las marionetas ocupaban los puestos de relevancia. Tullidos títeres hacían el papel del cobarde e imbécil de Fernando VII, decadente e idiota monarca que si hubiese tenido un mínimo de dignidad, debía haberse suicidado desde muchos años atrás.
México había realizado su independencia por razones del todo ajenas a las intenciones del último virrey, señor Juan de O´Donojú, y del jefe del ejército trigarante, señor Agustín de Iturbide. La razón verdadera era que España ya no podía mantener bajo sus dominios esos territorios. El no reconocimiento de los Tratados de Córdoba, signados por quien fue enviado como virrey por la misma monarquía española, constituyó la más patética declaración de manifiesta debilidad realizada por un monarca miope, por un monarca ignorante de lo que sucedía en su reino.
Con el ninguneo de los Tratados de Córdoba por la monarquía española, México iniciaba su independencia a pesar suyo. Las fuerzas políticas de aquél entonces contaban con libertad absoluta para hacer prácticamente lo que les viniese en gana. No existía límite alguno, ningún compromiso había resultado de aquella forzada independencia. Tan sólo el sentido común y la tendencia psicológica, por parte de los directores políticos de ese tiempo, a aferrarse a un esquema que ya no era válido, impidió que el forzado nacimiento de nuestro país se acelerase por los caminos de la originalidad, por los caminos de la libertad que habrían hecho trizas los trescientos años de dominación, y el cúmulo de obsoletas y enmohecidas instituciones, encaminándolo por los senderos del progreso y colocándole entre las más avanzadas y prósperas naciones del mundo.
No sucedió así, y no sucedió porque nuestra independencia no fue producto del triunfo de una revolución, sino de coyunturales circunstancias ajenas del todo a los deseos y proyectos de los habitantes de la que fue la Nueva España.
Así, mientras en España la inepta y decrépita monarquía negaba la validez de los Tratados de Córdoba, en México se continuaba cumpliéndolos religiosamente. La instalación del Congreso o Cortes, cuya finalidad era la de conformar la Constitución del imperio, pretendía dar cabal cumplimiento a lo estipulado en los referidos Tratados.
Por supuesto que la actitud de la monarquía española sentaba firmes bases para que las autoridades instaladas en México, la Regencia y el Congreso o Cortes, actuaran de otra manera olvidándose de lo estipulado en los Tratados de Córdoba, puesto que continuar con la dinámica en ellos establecida, era ya un absurdo, una auténtica locura. De hecho, el mantener tercamente la idea de consolidar un imperio, fatalmente conllevaba a la coronación del señor Agustín de Iturbide, y de ello estaban conscientes tanto los promonárquicos simpatizantes de los Borbones, como los republicanos. El enorme cúmulo de tácticas dilatorias realizadas por los enemigos de Iturbide, que tenían como claro objetivo el retardar su inminente coronación, a la vez que la de restarle méritos a la fuerza política de su persona, no sólo no sirvió para nada, sino que constituyó una errónea táctica en el actuar político de los antiiturbidistas. En vez de estar empeñados en poner piedrita tras piedrita en el camino del proclamante del Plan de Iguala, en vez de montar los no pocos bochornosos espectáculos de descarado balconeo, consistentes en infantiles desaires, en vez de perder lamentablemente el tiempo en maratónicas e inservibles discusiones, hubiese sido más positivo, de más realce, el abordar directamente la invalidez práctica de los Tratados de Córdoba, y conformar otro documento, otro pacto apegado a las reales circunstancias, que sirviese como marco de referencia para el naciente país. Ello hubiese implicado el poner, sobre el tapete de la discusión, la validez o invalidez de la proclamación de un imperio, de una monarquía constitucional, analizándolo a través del prisma de las nuevas circunstancias. Desgraciadamente no se hizo eso cuando debió de hacerse, esto es, durante la misma instalación del Congreso o Cortes, quizá por miedo, tal vez por temor, o quien sabe por qué causas.
Por la noche del 18 de mayo de 1822, una multitud enardecida y claramente dirigida por elementos agitadores afectos al señor Iturbide, irrumpe por las calles de la ciudad de México proclamando a gritos, entusiastas ¡vivas! al emperador Agustín I, violentando con tal actitud el incierto proceso político que en aquellos años se vivía. La enloquecida multitud arribó a la casa del señor Iturbide para suplicarle que se hiciese coronar emperador, a lo que el agraciado accedió con la sola condición de no pasar por alto las debidas formalidades.
Al día siguiente, por la mañana, el Congreso o las Cortes, se reúne a petición expresa del presidente de la Regencia, con el objeto de analizar la situación y determinar si procedía o no el acceder a esa extraña popular demanda de nombrarle emperador.
Aquella sesión constituyó la más diabólica burla que pudo haberse hecho a aquellos diputados. No contaron éstos con la menor libertad para discutir y expresar sus sentimientos. Una multitud de personas, materialmente arreadas a la sede del Congreso o Cortes, se encargaba, mediante prolongadas silbatinas y fortísimos gritos, de acallar la voz de cualquier diputado que disintiera de la finalidad prevista: el nombramiento de Agustín de Iturbide como emperador de México. Aquello fue una comedia insultante, un verdadero oprobio al Congreso o Cortes, un circo en el que se violentó a la representación del naciente país.
El resultado de aquella indigesta e indigna obra teatral no fue otro que el previsto de antemano por el pésimo imitador de Napoleón Bonaparte, el señor Agustín de Iturbide: su nombramiento como emperador condicionado a la aceptación de las provincias. Por fin Iturbide había logrado salirse con la suya, y para el día 29 de julio de aquél año de 1822, en una fastuosa ceremonia, sería coronado como Agustín I, emperador de México.
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