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II
No obstante la influencia que llegaron a tener los triunfantes movimientos revolucionarios desarrollados, primero con la independencia de las trece colonias que llegarían a conformar los Estados Unidos de Norteamérica y, segundo, con el triunfo de la revolución francesa que barriendo con la monarquía de Luis XVI, consolidaba la instauración de un nuevo orden político que eclipsaba el pasado feudal, fue mucho más importante que esto para el desarrollo de los movimientos proindependentistas habidos en la Nueva España, la influencia decisiva de lo que en la metrópoli ocurrió a principios del siglo XIX, y particularmente lo acaecido en el año de 1808.
Reinaba en aquél tiempo en España, el soberano Carlos IV, individuo un tanto flojonazo e irresponsable que, para no meterse en camisas de once varas, delegó todas sus responsabilidades en su Primer Ministro, señor Don Manuel Godoy, de quien las malas lenguas decían que le hacía de chivo los tamales a su majestad Carlos IV, puesto que sórdidos, tormentosos y apasionados amoríos sostenía con la reina, la señora Doña María Luisa de Borbón.
Para completar aquél cuadro real, debemos recordar al entonces llamado príncipe de Asturias, quien con el tiempo se convertiría en Fernando VII. Hijo de Carlos IV, al príncipe de Asturias se le revolvía el estómago cada que mencionar oía el nombre de Don Manuel Godoy, puesto que le veía como un fuerte competidor a la Corona. Por supuesto que el señor Godoy no poseía el distinguido pedigrí del asturiano príncipe, y ello restábale puntos en la carrera por el trono, sin embargo los constantes coqueteos con su madre, los insolentes pestañeos y las señas del ya sabes donde, cuando y como, otorgábanle a aquél desdichado un poder inmenso sobre el atarantado y sonso de su padre, su majestad Carlos IV. El que después sería Fernando VII, consciente estaba del estorbo que para sus planes representaba la presencia del nefasto señor Don Manuel Godoy.
Pero aquel amor de lejos era por completo recíproco, puesto que el señor Godoy tampoco tragaba al nombrado príncipe de Asturias, en quien no veía más que a un engreído bobote bueno para nada. Bien enterado estaba de su deficiencia al carecer del pedigrí necesario como para calzarse una Corona, e inteligente y astuto como era, a la perfección sabía que de España jamás sería Rey.
Consciente de sus limitaciones, púsose el señor Godoy a entrar en tratos con la potencia militar de aquél entonces: la Francia de Napoleón Bonaparte. Aquellos tratos culminaron con la firma de los abominables Tratados de Fontainebleau, por medio de los cuales, la España de Carlos IV entraba en componendas con Napoleón para, previa invasión de los ejércitos franceses, acabar repartiéndose los territorios de los reinos de Portugal y Etruria. El codicioso señor Godoy pensaba sacar buena tajada de esa invasión, puesto que se le consideraba para quedar como señor y amo de una considerable extensión territorial de aquella innombrable rapiña, e iluso pensó que Napoleón Bonaparte iba a cumplir al pié de la letra lo asentado en aquellos tratados, y se equivocó, porque el reluciente General, victorioso en todos los frentes, lo dejo a él y a su real representado, el inútil de Carlos IV, con un palmo de narices.
Aquél desatino dio pié a que los ejércitos napoleónicos penetrasen en territorio español, y por ellos mismos, sin esperar para nada la ayuda que los ejércitos de su majestad hispánica supuestamente deberían prestarles, se lanzaron al asalto y toma de los territorios de Etruria, internándose rápidamente, en los dominios de reino portugués.
Ante la evidente realidad, el llamado príncipe de Asturias, buscó inmediatamente entrar en contacto con el mero mero, cuidándose, desde luego, de que sus intenciones no fuesen conocidas por su señor padre, su majestad Carlos IV, puesto que interesándole buscar arreglos, prefirió tratar con el dueño del circo y no perder su tiempo charlando con los animales. Cuando Carlos IV se enteró de los napoleónicos contactos de su hijo, hizo tal muina que sacudió por entero al Palacio de El escorial, y como si tal berrinche fuese poca cosa, ordenó detener a su hijo en sus habitaciones e incluso desarrollar un proceso en su contra.
Rápidamente intervino el señor Don Manuel Godoy, quien teniendo cola que le pisaran, temía que el monarca se enterase de sus ocultos contubernios con Napoleón. Así, con la imprescindible ayuda de Doña María Luisa de Borbón, pudo el señor Godoy convencer al berrinchudo Rey de que perdonase a su hijo, puesto que después de cohabitar una noche con su queridísima esposa, el Rey Carlos IV otorgó el perdón solicitado.
Con los ejércitos napoleónicos apoderándose prácticamente de España, la familia real hubo de salir de Madrid con destino a Sevilla. El señor Godoy, sabedor de las pocas garantías con que contaba tan real familia en España, ideo el nada descabellado plan de transportarla rumbo a la Nueva España, o sea algo similar a lo acontecido con la realeza portuguesa que se traslado al Brasil. Por supuesto que tales planes eran por completo rechazados por el pueblo español, el que sublevándose armó soberano mitote en Aranjuez, que trajo como resultado la renuncia del señor Don Manuel Godoy, y al poco tiempo la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII. Era el día 19 de marzo de 1808.
Tan drástica salida era la única capaz de calmar los enervados ánimos de la población española, sin embargo no paró ahí la cosa, puesto que el recién estrenado reyezuelo no encajaba en los planes de Napoleón, quien, dueño militar de la situación en la península, ordena el traslado de la familia real a Bayona, lugar este en el que mediante una serie de intrigas palaciegas, logra enfrentar al depuesto Rey con su hijo. El resultado de tal enfrentamiento termina con la abdicación de Fernando VII en favor de su padre, Carlos IV, para que éste, de inmediato, abdicase en favor, ni más ni menos, que de Napoleón Bonaparte. Era aquél día el 6 de mayo de 1808.
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