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La conformación

I

Nuestro país no surgió de la nada; su conformación ha sido el genuino producto de un largo y tortuoso proceso en el que se han conjugado infinidad de avances y retrocesos. Decenas de generaciones han colaborado en su conformación, la cual no ha sido únicamente producto de los diversos y variados gobiernos que en México han existido, sino más bien del quehacer cotidiano de centenares de millones de individuos. Ha habido, en esta interminable tarea, momentos cumbres; momentos determinantes; momentos que constituyeron la meta de largos procesos; momentos que representaron la conjugación de hechos prácticos, que dejaron su imborrable huella en el ulterior desarrollo de nuestro país. Uno de esos momentos lo constituye el logro de la independencia, el triunfo de la lucha escisionista coronado con la definitiva separación de España.

Dos documentos marcaron el inicio de la independencia: el Plan de Iguala, proclamado por el señor Agustín de Iturbide el 24 de febrero de 1821, y los llamados Tratados de Córdoba celebrados entre los señores Juan O´Donojú, último virrey de la denominada Nueva España y Agustín de Iturbide, jefe del ejército imperial de las Tres Garantías, el día 24 de agosto de 1821.

El señor Agustín de Iturbide, indudablemente el personaje central en el momento del inicio de la independencia, postulaba la forma de gobierno monárquico constitucional para el naciente país, planteamiento que se encuentra tanto en el tercer punto del Plan de Iguala, así como en el segundo de los Tratados de Córdoba; y en lo referente a la persona en la que debería recaer el ejercicio de la soberanía, existió siempre la clara intención, por su parte, de ofrecer a Fernando VII, Rey entonces de España, la Corona del naciente imperio mexicano, o, en caso de que éste no aceptara, ofrecerla a diversos aristócratas enumerados fielmente en el punto tercero de los Tratados de Córdoba. Existiendo la posibilidad de que ninguno de ellos aceptara el ofrecimiento, textualmente se dejaba en manos de las Cortes del imperio la designación del soberano.

Pero si bien el señor Iturbide era la máxima figura, había otras que igualmente colaboraron para coronar con éxito la ansiada emancipación de la tutela monárquica española, y que no planteaban para el naciente país la forma de gobierno monárquico constitucional, sino que ansiaban la estructuración de una República. Así pues, desde el momento mismo en que México nacía como país independiente, dos partidos, claramente definidos, enfrentaban antagónicas propuestas.

Uno, el proclive a la instauración de la monarquía, dividido entre quienes anhelaban coronar a algún importante miembro de la familia real de los Borbones, y entre quienes veían en Agustín de Iturbide a la persona ideal para coronarle emperador; y otro, tendiente a la inauguración de una República, también dividido en su interior entre quienes se inclinaban a favor de la organización federalista, y los que proponían una estructuración política republicana centralista. El terreno encontrábase lo suficientemente abonado para el desarrollo de una fortísima disputa en el que jugarían un papel de primer orden las alianzas que habrían de establecerse para enfrentar los obstáculos y enemigos comunes.

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