Índice de ¿Qué es una Constitución? de Ferdinand LassallePresentación de Chantal López y Omar CortésCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

I

Señores:

Se me ha invitado a pronunciar ante vosotros una conferencia, para la cual he elegido un tema cuya importancia no necesita encarecimiento, por su gran actualidad. Voy a hablaros de problemas constitucionales, de qué es una Constitución.

Pero antes de nada, quiero advertiros que mi conferencia tendrá un carácter estrictamente científico. Y sin embargo, o mejor dicho, precisamente por ello mismo, no habrá entre vosotros una sola persona que no sea capaz de seguir y comprender, desde el principio hasta el fin, lo que aquí se exponga.

Pues la verdadera ciencia, señores -nunca está de más recordarlo- no es otra cosa que esa claridad de pensamiento que, sin arrancar de supuesto alguno preestablecido, va derivando de sí misma, paso a paso, todas sus consecuencias, imponiéndose con la fuerza coercitiva de la inteligencia a todo aquel que siqa atentamente su desarrollo.

Esta claridad de pensamiento no reclama, pues, de quienes escuchan ningún género de premisas especiales. Antes al contrario, no consistiendo, como acabamos de decir en otra cosa que en aquella ausencia de toda premisa sobre la que el pensamiento se edifica, para alumbrar de su propia entraña todos sus resultados, no sólo no necesita de ellas, sino que no las tolera. Sólo tolera y sólo exige una cosa, y es que quienes escuchan no traigan consigo supuestos previos de ningún género, ni prejuicios arraigados, sino que vengan dispuestos a colocarse frente al tema, por mucho que acerca de él hayan hablado o discurrido, como si lo investigasen por vez primera, como si aún no supiesen nada fijo de él, desnudándose, a lo menos por todo el tiempo que dure la nueva investigación, de cuanto respecto a él estuviesen acostumbrados a dar por sentado.


1.- ¿QUÉ ES UNA CONSTITUClÓN?

Comienzo, pues, mi conferencia con esta pregunta:

¿Qué es una Constitución? ¿En qué consiste la verdadera esencia de una Constitución? Por todas partes y a todas horas, mañana, tarde y noche, estamos oyendo hablar de Constitución y de problemas constitucionales. En los periódicos, en los círculos, en las tabernas y restaurantes, es éste el tema inagotable de todas las conversaciones.

Y, sin embargo, formulada en términos precisos esta pregunta: ¿En qué está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitucíón? mucho me temo que, entre tantos y tantos como hablan de ello, no haya más que unos pocos, muy pocos, que puedan darnos una contestación satisfactoria.

Muchos se verían tentados, seguramente, a echar mano, para contestarnos, al volumen en que se guarda la legislación prusiana del año 1850, hasta dar en él con la Constitución del reino de Prusia.

Pero esto no sería, claro está, contestar a lo que yo pregunto. No basta presentar la materia concreta de una determinada Constitución, la de Prusia o la que sea, para dar por contestada la pregunta que yo formulo: ¿dónde reside la esencia, el concepto de una Constitución, cualquiera que ella fuere?

Si hiciese esta pregunta a un jurista, me contestaría seguramente en términos parecidos a éstos: La Constitución es un pacto jurado entre el rey y el pueblo, que establece los principios básicos de la legislación y del gobierno dentro de un país. O en términos un poco más generales, puesto que también ha habido y hay Constituciones republicanas: La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación.

Pero todas estas definiciones jurídicas formales, y otras parecidas que pudieran darse, distan mucho de dar satisfacción a la pregunta por mí formulada. Estas contestaciones, cualesquiera que ellas sean, se limitan a describir exteriormente cómo se forman las Constituciones y qué hacen, pero no nos dicen lo que una Constitución es. Nos dan criterios, notas calificativas para reconocer exterior y jurídicamente una Constitución. Pero no nos dicen, ni mucho menos, dónde está el concepto de toda Constitución, la esencia constitucional. No sirven, por tanto, para orientamos acerca de si una determinada Constitución es, y por qué, buena o mala, factible o irrealizable, duradera o inconsistente, pues para ello sería menester que empezasen por definir el concepto de la Constitución. Lo primero es saber en qué consiste la verdadera esencia de una Constitución, y luego se verá si la Carta constitucional dcterminada y concreta que examinamos se acomoda o no a esas exigencias sustanciales. Pero para esto no nos sirven de nada esas definiciones jurídicas y formalistas que se aplican por igual a toda suerte de papeles firmaJos por una nación o por ésta y su rey, para proclamarlas por Constituciones, cualquiera que sea su contenido, sin penetrar para nada en él. El concepto de la Constitución -como hemos de ver palpablemente cuando a él hayamos llegado- es la fuente primaria de que se derivan todo el arte y toda la sabiduría constitucionales; sentado aquel concepto, se desprende de él espontáneamente y sin esfuerzo alguno.

Repito, pues, mi pregunta: ¿Qué es una Constitución? ¿Dónde está la verdadera esencia, el verdadero concepto de una Constitución?

Como todavía no lo sabemos, pues es aquí donde hemos de indagarlo, todos juntos, aplicaremos un método que es conveniente poner en práctica siempre que se trata de esclarecer el concepto de una cosa. Este método, señores, es muy sencillo. Consiste simplemente en comparar la cosa cuyo concepto se investiga con otra semejante a ella, esforzándose luego por penetrar clara y nítidamente en las diferencias que separan a una de otra.


I.- Ley y Constitución

Aplicando este método, yo me pregunto: ¿En qué se distinguen una Constitución y una Ley?

Ambas, la ley y la Constitución, tienen, evidentemente, una esencia genérica común. Una Constitución, para regir, necesita la promulgación legislativa, es decir, que tiene que ser también ley. Pero no es una ley como otra cualquiera, una simple ley: es algo más. Entre los dos conceptos no hay sólo afinidad; hay también desemejanza. Esta desemejanza, que hace que la Constitución sea algo más que una simple ley, podría probarse con cientos de ejemplos.

El país, por ejemplo, no protesta de que a cada paso se estén promulgando leyes nuevas. Por el contrario, todos sabemos que es necesario que todos los años se promulgue un número más o menos grande de nuevas leyes. Sin embargo, no puede dictarse una sola ley nueva sin que se altere la situación legislativa vigente en el momento de promulgarse, pues si la ley nueva no introdujese cambio alguno en el estatuto legal vigente, seria absolutamente superflua y no habría para qué promulgarla. Mas no protestamos de que las leyes se reformen. Antes al contrario, vemos en estos cambios, en general, la misión normal de los cuerpos gobernantes. Pero en cuanto nos tocan a la Constitución, alzamos voces de protesta y gritamos: ¡Dejad estar la Constitución! ¿De dónde nace esta diferencia? Esta diferencia es tan innegable, que hasta hay constituciones en que se dispone taxativamente que la Constitución no podrá alterarse en modo alguno; en otras, se prescribe que para su reforma no bastará la simple mayoría, sino que deberán reunirse las dos terceras partes de los votos del Parlamento; y hay algunas en que la reforma constitucional no es de la competencia de los Cuerpos colegisladores, ni aun asociados al Poder ejecutivo, sino que para acometerla deberá convocarse extra, ad hoc, expresa y exclusivamente para este fin, una nueva Asamblea legislativa, que decida acerca de la oportunidad o conveniencia de la transformación.

En todos estos hechos se revela que, en el espíritu unánime de los puentos, una Constitución debe ser algo mucho más sagrado todavía, más firme y más inconmovible que una ley ordinaria.

Vuelvo, pues, a mi pregunta de antes: ¿En qué se distingue una Constitución de una simple ley? A esta pregunta se nos contestará, en la inmensa mayoría de los casos: la Constitución no es una ley como otra cualquiera, sino la ley fundamental del país. Es posible, señores, que en esta contestación vaya implícita, aunque de un modo oscuro, la verdad que se investiga. Pero la respuesta, así formulada, de una manera tan confusa, no puede satisfacemos. Pues inmediatamente surge, sustituyendo a la otra, esta interrogación: ¿Y en qué se distingue una ley de la ley fundamental? Como se ve, seguimos donde estábamos. No hemos hecho más que ganar un nombre, una palabra nueva, el término de ley fundamental, que de nada nos sirve mientras no sepamos decir cuál es, repito, la diferencia entre una ley fundamental y otra ley cualquiera.

Intentamos, pues, ahondar un poco más en el asunto, indagando qué ideas o qué nociones son las que van asociadas a este nombre de ley fundamental; o, dicho en otros términos, cómo habría que distinguir entre si una ley fundamental y otra ley cualquiera para que la primera pueda justificar el nombre que se le asigna.

Para ello será necesario:

1º Que la ley fundamental sea una ley que ahonde más que las leyes corrientes, como ya su propio predicado de fundamental indica.

2º Que constituya, -pues de otro modo no mereceria llamarse fundamental- el verdadero fundamento de las otras leyes: es decir, que la ley fundamental si realmente pretende ser acreedora a ese nombre, deberá informar y engendrar las demás leyes ordinarias basadas en ella. La ley fundamental, para serlo, habría, pues, de actuar e irradiar a través de las leyes ordinarias del pais.

3º Pero las cosas que tienen un fundamento no son como son por antojo, pudiendo ser también de otra manera, sino que son asi porque necesariamente tienen que ser. El fundamento a que responden no les permite ser de otro modo. Sólo las cosas carentes de un fundamento, que son las cosas casuales y fortuitas, pueden ser como son o de otro modo cualquiera. Lo que tiene un fundamento no, pues aqui obra la ley de la necesidad. Las plantas, por ejemplo, se mueven de un determinado modo. Este desplazamiento responde a causas, a fundamentos que lo rijan. Si no hubiera tales fundamentos, su desplazamiento sería casual y podría variar en cualquier instante, estaria variando siempre. Pero si realmente responde a un fundamento, si responde, como pretenden los investigadores, a la fuerza de atracción del sol, basta esto para que el movimiento de los planetas esté regido y gobernado de tal modo por ese fundamento, por la fuerza de atracción del sol, que no pueda ser de otro modo, sino tal y como es. La idea de fundamento lIeva, pues, implícita la noción de una necesidad activa, de una fuerza eficaz que hace, por ley de necesidad, que lo que sobre ella se funda sea asi y no de otro modo.

Si, pues, la Constitución es la ley fundamental de un país, será -y aquí empezamos ya, señores, a entrever un poco de luz-, un algo que pronto hemos de definir y deslindar, o, como provisionalmente hemos visto, una fuerza activa que hace, por un imperio de necesidad, que todas las demás leyes e instituciones jurídicas vigentes en el país sean lo que realmente son, de tal modo que, a partir de ese instante, no puedan promulgarse, en ese país, aunque se quisiese, otras cualesquiera.

Ahora bien, señores, ¿es que existe en un país -y al preguntar esto, empieza ya a alborear la luz tras de la que andamos- algo, alguna fuerza activa e informadora, que influya de tal modo en todas las leyes promulgadas en ese país, que las obligue a ser necesariamente, hasta cierto punto, lo que son y como son, sin permitirles ser de otro modo?


2.- Los factores reales del poder

Sí, señores; existe, sin duda, y este algo que investigamos reside, sencillamente, en los factores reales de poder que rigen en una sociedad determinada.

Los factores reales de poder que rigen en el seno de cada sociedad son esa fuerza activa y eficaz que informa todas las leyes e instituciones jurídicas de la sociedad en cuestión, haciendo que no puedan ser, en sustancia, mas que tal y como son.

Me apresuraré a poner esto en claro con un ejemplo plástico. Cierto es que este ejemplo, al menos en la forma en que voy a ponerlo, no puede llegar a darse nunca en la realidad. Pero aparte que en seguida veremos, probablemente, que este mismo ejemplo se puede dar muy bien bajo otra forma, no se trata de saber si el ejemplo puede o no darse, sino de lo que de él podamos aprender respecto a lo que sucedería, si llegara a ser realidad.

Saben ustedes, señores, que en Prusia sólo tienen fuerza de ley los textos publicados en la Colección legislativa. Esta Colección legislativa se imprime en una tipografía concesionaria situada en Berlín. Los originales de las leyes se custodian en los archivos del Estado, y en otros archivos, bibliotecas y depósitos, se guardan las colecciones legislativas impresas.

Supongamos ahora, por un momento, que se produjera un gran incendio, por el estilo de aquel magno incendio de Hamburgo (1), y que en él quedasen reducidos a escombros todos los archivos del Estado, todas las bibliotecas públicas, que entre las llamas pereciese también la imprenta concesionaria de la Colección legislativa, y que lo mismo, por una singular coincidencia, ocurriera en las demás ciudades de la monarquía, arrasando incluso las bibliotecas particulares en que figurara esa colección, de tal modo que en toda Prusia no quedara ni una sola ley, ni un solo texto legislativo acreditado en forma auténtica.

Supongamos esto. Supongamos que el país, por este siniestro, quedara despojado de todas sus leyes, y que no tuviese más remedio que darse otras nuevas.

¿Creen ustedes, señores, que en este caso el legislador, limpio el solar, podría ponerse a trabajar a su antojo, hacer las leyes que mejor le pareciesen, a su libre albedrío? Vamos a verlo.


A) LA MONARQUÍA

Supongamos que ustedes dijesen: Ya que las leyes han perecido y vamos a construir otras totalmente nuevas, desde los cimientos hasta el remate, en ellas no respetaremos a la monarquía las prerrogativas de que hasta ahora gozaba, al amparo de las leyes destruidas; más aún, no le respetaremos prerrogativas ni atribución alguna; no queremos monarquía.

El rey les diría, lisa y llanamente: Podrán estar destruídas las leyes, pero la realidad es que el Ejército me obedece, que obedece mis órdenes; la realidad es que los comandantes de los arsenales y los cuarteles sacan a la calle los cañones cuando yo lo mando, y apoyado en este poder efectivo, en los cañones y las bayonetas, no toleraré que me asignéis más posición ni otras prerrogativas que las que yo quiera.

Como ven ustedes, señores, un rey a quien obedecen el Ejército y los cañones ... es un fragmento de Constitución.


B) LA ARISTOCRACIA

Supongamos ahora que ustedes dijesen: Somos dieciocho millones de prusianos (2), entre los cuales sólo se cuentan un puñado cada vez más exiguo de grandes terratenientes de la nobleza. No vemos por qué este puñado, cada vez más reducido, de grandes terratenientes ha de tener tanta influencia en los destinos del país como los dieciocho millones de habitantes juntos, formando de por si una Cámara alta que sopesa los acuerdos de la Cámara de diputados elegida, por la nación entera, para rechazar sistemáticamente todos aquellos que son de alguna utilidad. Supongamos que hablasen ustedes así y dijesen: Ahora, destruidas las leyes del pasado, somos todos señores y no necesitamos para nada una Cámara señorial.

Reconozco, señores, que no es fácil que estos grandes propietarios de la nobleza pudiesen lanzar contra el pueblo que así hablase a sus ejércitos de campesinos. Lejos de eso, es muy probable que tuviesen bastante que hacer con quitárselos de encima.

Pero lo grave del caso es que los grandes terratenientes de la nobleza han tenido siempre gran influencia con el rey y con la corte, y esta influencia les permite sacar a la calle el Ejército y los cañones para sus fines propios, como si este aparato de fuerza estuviera directamente a su disposición.

He aquí, pues, cómo una nobleza influyente y bien relacionada con el rey y su corte, es también un fragmento de Constitución.


C) LA GRAN BURGUESÍA

Y ahora se me ocurre sentar el supuesto inverso, el supuesto de que el rey y la nobleza se aliasen entre sí para restablecer la organización medieval en los gremios, pero no circunscribiendo la medida al pequeño artesanado, como en parte se intentó hacer, efectivamente hace unos cuantos años, sino tal y como regía en la Edad Media: es decir, aplicada a toda la producción social, sin excluir la gran industria, las fábricas y la producción mecanizada. No ignoran ustedes, señores, que el gran capital no podria en modo alguno producir bajo el sistema medieval de los gremios, que la verdadera industria y la industria fabril, la producción por medio de máquinas, no podrían en modo alguno desenvolverse bajo el régimen de los gremios medievales. Entre otras razones, porque en este régimen se alzarían, por ejemplo, toda una serie de fronteras legales entre las diversas ramas de la producción, por muy afines entre sí que éstas fuesen, y ningún industrial podría unir dos o más en su mano. Así, el enjalbegador no tendría competencia para tapar un solo agujero; entre los gremios fabricantes de clavos y los cerrajeros se estarían ventilando constantemente procesos para deslindar las jurisdicciones de ambas industrias: el estampador de lienzos no podría emplear en su fábrica a un solo tintorero, etc. Además, bajo el sistema gremial estaban tasadas por la ley estrictamente las cantidades que cada industria podía producir, ya que dentro de cada localidad y de cada rama de industria sólo se autorizaba a cada maestro para dar ocupación a un número igual y legalmente establecido de operarios.

Basta esto para comprender que la gran producción, la producción mecánica y el sistema del maquinismo, no podrian prosperar ni un solo día con una Constitución de tipo gremial. La gran producción exige ante todo, la necesita como el aire que respira, la fusión de las más diversas ramas de trabajo en manos del mismo capitalista, y necesita, en segundo lugar, la producción en masa y la libre competencia: es decir, la posibilidad de dar empleo a cuantos operarios quiera, sin restricción alguna.

¿Qué sucedería, pues, si en estas condiciones y a despecho de todo, nos obstinásemos en implantar hoy la Constitución grémial?

Pues sucedería que los señores Borsig, Egels, etcétera (3), que los grandes fabricantes de tejidos estampados, los grandes fabricantes de seda, etcéter, cerrarian sus fábricas y pondrían en la calle a sus obreros, y hasta las Compañías de ferrocarriles tendrían que hacer otro tanto; el comercio y la industria se paralizarían, gran número de maestros artesanos se verían obligados a despedir a sus operarios, o lo harían de grado, y esta muchedumbre interminable de hombres despedidos se lanzaría a la calle pidiendo pan y trabajo; detrás de ella, espoleándola con su influencia, animándola con su prestigio, sosteniéndola y alentándola con su dinero, la gran burguesía, y se entablaría una lucha en la que el triunfo no sería en modo alguno de las armas.

Vean ustedes cómo y por dónde aquellos caballeros, los señores Borsig y Egels, los grandes industriales todos, son también un fragmento de Constitución.


D) LOS BANQUEROS

Supongamos ahora que al Gobierno se le ocurriera implantar una de esas medidas excepcionales abiertamente lesivas para los intereses de los grandes banqueros. Que al Gobierno se le ocurriera, por ejemplo, decir que el Banco de la Nación no se había creado para la función que hoy cumple, que es la de abaratar más aún el crédito a los grandes banqueros y capitalistas, que ya de suyo disponen de todo el crédito y todo el dinero del país y que son los únicos que pueden descontar sus firmas, es decir, obtener crédito en aquel establecimiento bancario, sino para hacer accesible el crédito a la gente humilde y a la clase media; supongamos esto y supongamos también que al Banco de la Nación se le pretendiera dar la organización adecuada para conseguir este resultado. ¿Podría esto, señores, prevalecer?

Yo no diré que esto desencadenará una insurrección, pero el Gobierno actual no podría imponer tampoco semejante medida. Veamos por qué.

De cuando en cuando el Gobierno se ve acosado por la necesidad de invertir grandes cantides de dinero, que no se atreve a sacar al pais por medio de contribuciones. En esos casos, acude al recurso de devorar el dinero del mañana, o lo que es lo mismo, emite empréstitos, entregando a cambio del dinero que se le adelanta papel de la Deuda pública. Para esto necesita a los banqueros. Cierto es que, a la larga, antes o después, la mayor parte de los títulos de la Deuda vuelven a repartirse entre la clase rica y los pequeños rentistas de la nación. Mas esto requiere tiempo, a veces mucho tiempo, y el Gobierno necesita el dinero pronto y de una vez, o en plazos breves. Para ello tiene que servirse de particulares, de mediadores que le adelanten las cantidades que necesita, corriendo luego de su cuenta el ir colocando poco a poco entre sus clientes el papel de la Deuda que a cambio reciben, y lucrándose, además, con el alza de cotización que a estos títulos se imprime artificialmente en la Bolsa. Estos intermediarios son los grandes banqueros: por eso a ningún Gobierno le conviene, hoy en día, estar mal con estos personajes.

Vean ustedes, pues, señores, cómo los grandes banqueros, como los Mendelssohn, los Schnickler, la Bolsa en general, son también un fragmento de Constitución.


E) LA CONCIENCIA COLECTIVA Y LA CULTURA GENERAL

Supongamos ahora que al Gobierno se le ocurriera promulgar una ley penal semejante a las que rigieron en algún tiempo en China, castigando en la persona de los padres los robos cometidos por los hijos. Esa ley no prevalecería, pues contra ella se rebelaría con demasiada fuerza la cultura colectiva y la conciencia social del país. Todos los funcionarios, burócratas y consejeros de Estado, se llevarían las manos a la cabeza, y hasta los honorables senadores tendrían algo que objetar contra el desatino. Y es que, dentro de ciertos limites, señores, también la conciencia colectiva y la cultura general del país son un fragmento de Constitución.


F) LA PEQUEÑA BURGUESiA Y LA CLASE OBRERA

Imaginémonos ahora que el Gobierno, inclinándose a proteger y dar plena satisfacción a los privilegios de la nobleza, de los banqueros, de los grandes industriales y de los grandes capitalistas, decidiera privar de sus libertades políticas a la pequeña burguesía y a la clase obrera. ¿Podría hacerlo? Desgraciadamente, señores, sí podría, aunque sólo fuese transitoriamente; la realidad nos tiene demostrado que podría, y más adelante tendremos ocasión de volver sobre esto.

Pero, ¿y si se tratara de despojar a la pequeña burguesía y a la clase obrera, no ya de sus libertades políticas solamente, sino de su libertad personal; es decir, si se tendiera a declarar personalmente al obrero o al hombre humilde, esclavo, vasallo o siervo de la gleba, de volverle a la situación en que vivió en muchos países durante los siglos lejanos, remotos, de la Edad Media? ¿Prosperaría la pretensión? No, señores, esta vez no prosperaría, aunque para sacarla adelante se aliasen el rey, la nobleza y toda la gran burguesía. Sería inútil. Pues, llegadas las cosas a ese extremo, ustedes dirían: nos dejaremos matar antes que tolerarlo. Los obreros se echarían corriendo a la calle, sin necesidad de que sus patronos les cerrasen las fábricas, la pequeña burguesía correría en masa a solidarizarse con ellos, y la resistencia de ese bloque sería invencible, pues en ciertos casos extremos y desesperados, también ustedes, señores, todos ustedes juntos, son un fragmento de Constitución.


3.- Los factores de poder y las instituciones jurídicas. La hoja de papel.

He ahí, pues, señores, lo que es, en esencia, la Constitución de un país: la suma de los factores reales de poder que rigen en ese país.

¿Pero qué relación guarda esto con lo que vulgarmente se llama Constitución, es decir, con la Constitución jurídica? No es difícil, señores, comprender la relación que ambos conceptos guardan entre sí.

Se toman estos factores reales de poder, se extienden en una hoja de papel, se les da expresión escrita, y a partir de este momento, incorporados a un papel, ya no son simples factores reales de poder síno que se han erigido en derecho, en instituciones jurídicas, y quien atente contra ellos atenta contra la ley, y es castigado.

Tampoco desconocen ustedes, señores, el procedimiento que se sigue para extender por escrito esos factores reales de poder, convirtiéndolos así en factores jurídicos.

Claro está que no se escribe, lisa y llanamente: el señor Borsig, fabricante, es un fragmento de Constitución; el señor Mendelssohn, banquero, es otro trozo de Constitución, y así sucesivamente; no, la cosa se expresa de un modo mucho más pulcro, mucho más fino.


A) EL SISTEMA ELECTORAL DE LAS TRES CLASES

Así, por ejemplo, si de lo que se trata es de proclamar que unos cuantos grandes industriales y grandes capitalistas disfrutarán en la Monarquía de tanto poder, y aún más, como todos los burgueses modestos, obreros y campesinos juntos, el legislador se guardará muy bien de expresarlo de una manera tan clara y tan sincera. Lo que hará será dictar una ley por el estilo, supongamos, de aquella ley electoral de las tres clases (4), que se le dio a Prusia en el año 1849, y por la cual se dividía la nación en tres categorías electorales, a tenor de los impuestos pagados por los electores y que, naturalmente, se acomodan a su fortuna.

Según el censo oficial formado en aquel mismo año por el Gobierno, a raíz de dictarse la mencionada ley, había entonces en toda Prusia 3.255.703 electores de primer grado, que se distribuían del modo siguiente en las tres clases electorales:

Pertenecían a la primera 153 808 electores; a la segunda, 409 945; a la tercera, 2 691 950.

Repito que estas cifras están tomadas de los censos oficiales.

Por ellas vemos que en el Reino de Prusia hay 153.808 personas riquísimas que disfrutan por sí solas de tanto poder político como 2.691.950 ciudadanos modestos, obreros y campesinos juntos, y que aquellos 153.808 hombres de máxima riqueza, sumados a las 409.945 personas regularmente ricas que integran la segunda categoría electoral, tienen tanto poder político como el resto de la nación entera; más aún, que los 153.808 hombres riquísimos y la mitad nada más de los 409.945 electores de la segunda categoría, gozan ya, por sí solos, de más poder político que la mitad restante de la segunda clase sumada a los 2.691.950 de la tercera.

Vean ustedes, señores, cómo, por este procedimiento, se llega exactamente al mismo resultado que si la Constitución, hablando sinceramente, dijese: el rico tendrá el mismo poder político que diecisiete ciudadanos corrientes, o, si se prefiere la fórmula, pesará en los destinos políticos del país diecisiete veces tanto como un simple ciudadano (5).

Antes de que esta ley electoral de las tres clases fuera promulgada, regía ya legalmente, desde la ley de 8 de abril de 1818, el sufragio universal, que asignaba a todo ciudadano, fuese rico o pobre, el mismo derecho de sufragio, es decir, el mismo poder político, el mismo derecho a contribuir a trazar los derroteros del Estado, su voluntad y sus fines. He aquí, pues, confirmada y documentada, señores, aquella afirmación que antes hacía de que, desgraciadamente, era bastante fácil despojarles a ustedes, despojar al pequeño burgués y al obrero, de sus libertades políticas, aunque no se les arrancasen de un modo inmediato y radical sus bienes personales, el derecho a la integridad física y a la propiedad. Los gobernantes no tuvieron que hacer grandes esfuerzos para privarlos a ustedes de los derechos electorales, y hasta hoy no sé de ninguna agitación, de ninguna campaña, promovida para recobrarlos.


B) EL SENADO O CÁMARA SEÑORIAL

Si en la Constitución se quiere proclamar que un puñado de grandes terratenientes aristócratas reunirá en sus manos tanto poder como los ricos, la gente acomodada y los desheredados de la fortuna, como los electores de las tres clases juntas, es decir, como el resto de la nación entera, el legislador se cuidará también de no decirlo de un modo tan grosero -no olviden ustedes, señores, dicho sea incidentalmente, que la claridad en la expresión es grosería-, sino que le bastará con poner en la Carta constitucional lo siguiente: los representantes de la gran propiedad sobre el suelo, que lo vengan siendo por tradición, con algunos otros elementos secundarios, formarán una Cámara señorial, un Senado, cuya aprobación será necesaria para que adquieran fuerza de ley los acuerdos de la Cámara de diputados, en la que está representada la nación; de este modo, se pone en manos de un puñado de viejos terratenientes una prerrogativa política de primera fuerza, que les permite contrapesar la voluntad de la nación y de todas sus clases, por unánime que ella sea.


C) EL REY Y EL EJÉRCITO

Y si, siguiendo por esta escala, se aspira a que el rey por si solo tenga tanto poder político, y mucho más aún, como las tres clases de electores juntas, como la nación entera, incluyendo a los grandes terratenientes de la clase noble, no hay más que hacer esto:

Se pone en la Constitución (6) un artículo 47 diciendo:

El rey proveerá todos los cargos del Ejército y la Marina, añadiendo, en el artículo 108: Al Ejército y a la Marina no se les tomará juramento de guardar la Constitución, y si esto no basta, se construye además la teoría, que no deja de tener, a la verdad, su fundamento sustancial en este articulo, de que el rey ocupa frente al Ejército una posición muy diferente a la que le corresponde respecto de las demás instituciones del Estado, la teoría de que el rey, como jefe de las fuerzas militares del país, no es sólo rey, sino que es además algo muy distinto, algo especial, misterioso y desconocido, para lo que se ha inventado el término jefe supremo de las fuerzas de mar y tierra, razón por la cual ni la Cámara de diputados ni la nación tienen por qué preocuparse del Ejército, ni inmiscuirse en sus asuntos y organización, reduciéndose su papel a votar los créditos de que necesite. Y no puede negarse, señores -la verdad ante todo, ya lo hemos dicho- que esta teoría tiene cierto punto de apoyo en el citado articulo 108 de la Constitución. Pues si ésta dispone que el Ejército no necesita prestar juramento de acatamiento a la Constitución, como es deber de todos los ciudadanos del Estado y del propio rey, ello equivale, en principio, a reconocer que el Ejercito queda al margen de la Constitución y fuera de su imperio, que no tiene nada que ver con ella, que no tiene que rendir cuentas más que a la persona del rey, sin mantener relación alguna con el país.

Conseguido esto, reconocida al rey la atribución de proveer todos los cargos del Ejército y colocado éste en una actitud de sujeción personal al rey, éste ha conseguido reunir por sí solo, no ya tanto poder, sino diez veces más poder político que la nación entera, supremacía que no resultaría menoscabada aunque el poder efectivo de la nación fuese en realidad diez, veinte y hasta cincuenta veces tan grande como el del Ejército. La razón de este aparente contrasentido es muy sencilla.


l.- Poder organizado e inorgánico

El instrumento de poder político del rey, el Ejército, está organizado, puede reunirse a cualquier hora del día o de la noche, funciona con una magnífica disciplina y se puede utilizar en el momento en que se desee; en cambio, el poder que descansa en la nación, señores, aunque sea, como lo es en realidad, infinitamente mayor, no está organizado: la voluntad de la nación, y sobre todo su grado de acometividad o de abatimiento, no siempre son fáciles de pulsar para quienes la forman: ante la inminencia de una acción, ninguno de los combatientes sabe cuántos se sumarán a él para darla. Además, la nación carece de esos instrumentos del poder organizado, de esos fundamentos tan importantes de una Constitución, a que más arriba nos referíamos: los cañones. Cierto es que los cañones se compran con dinero del pueblo: cierto también que se construyen y perfeccionan gracias a las ciencias que se desarrollan en el seno de la sociedad civil, gracias a la física, a la técnica, etc. Ya el solo hecho de su existencia prueba, pues, cuán grande es el poder de la sociedad civil, hasta dónde han llegado los progresos de las ciencias, de las artes técnicas, los métodos de fabricación y el trabajo humano. Pero aquí viene a cuento aquel verso de Virgilio: Sic vos non vobis! ¡Tú, pueblo, los haces y los pagas, pero no para ti! Como los cañones se fabrican siempre para el poder organizado y sólo para él, la nación sabe que esos artefactos, vivos testigos de todo lo que ella puede, se enfilarán sobre ella, indefectiblemente, en cuanto se quiera rebelar. Estas razones son las que explican que un poder mucho menos fuerte, pero organizado, se sostenga a veces, muchas veces, años y años, sofocando el poder, mucho más fuerte, pero desorganizado, de la nación; hasta que ésta un día, a fuerza de ver cómo los asuntos nacionales se rigen y administran tercamente contra la voluntad y los intereses del país, se decide a alzar frente al poder organizado su supremacía desorganizada.

Hemos visto, señores, qué relación guardan entre sí las dos Constituciones de un país, esa Constitución real y efectiva, formada por la suma de factores reales y efectivos que rigen en la sociedad, y esa otra Constitución escrita, a la que, para distinguirla de la primera, daremos el nombre de la hoja de papel (7).

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