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El objeto de mi última manifestación no consistía sólo en comprobar el hecho simple que el sentimiento del derecho se manifiesta en una sensibilidad distinta según la diversidad del estamento o de la profesión, midiendo el carácter sensible de una lesión del derecho según el cartabón de los intereses de la clase; sino que ese hecho mismo debía servirme para poner en su luz verdadera una verdad de significación incomparablemente mayor, es decir, el precepto que todo afectado en su derecho defiende sus condiciones éticas de vida. Pues la circunstancia que la mayor excitabilidad del sentimiento del derecho en los tres mencionados estamentos se manifiesta justamente en los puntos en que hemos reconocido las condiciones particulares de vida de los mismos, nos muestra que la reacción del sentimiento jurídico no es determinado como una emoción habitual simplemente por los factores individuales del temperamento y del carácter, sino que en ello coopera simultáneamente un factor social: el sentimiento de la ineludibilidad de ese elemento jurídico determinado para el objetivo particular de vida de ese estamento. El grado de energía con que entra en actividad el sentimiento jurídico contra una lesión del derecho, es a mis ojos un cartabón más seguro del grado de vigor con que un individuo, clase o pueblo siente la significación del derecho, tanto del derecho en general como de un elemento singular, para sí y sus objetivos especiales de vida. Este principio tiene para mí una verdad muy general, aplicable tanto al derecho público como al privado. La misma irritabilidad que manifiestan los diversos estamentos en relación con una lesión de todos aquellos componentes jurídicos que forman de modo sobresaliente el fundamento de su existencia, se repite también en los diversos Estados en relación con aquellas instituciones en las que parece realizado su principio característico de existencia. El termómetro de su irritabilidad y con ello del valor que atribuyen a esas instituciones, es el derecho penal. La sorprendente diversidad que prevalece en las legislaciones penales en relación con la benignidad o severidad, tiene su razón en gran parte en el anterior punto de vista de las condiciones de existencia. Todo Estado castiga más severamente los delitos que amenazan su principio particular de vida, mientras que en los demás muestra no raramente una benignidad que contrasta de modo llamativo. La teocracia hace de la blasfemia y de la idolatría un delito castigable con la muerte, mientras que en el traslado de límites no verá más que una simple contravención (derecho mosaico). El Estado que practica la agricultura, en cambio, castigará lo último con todo el furor, mientras que el blasfemo tendrá el castigo más benigno (derecho de la antigua Roma). El Estado comercial pondrá en primer lugar la falsificación de moneda y en general la falsificación, el Estado militar la insubordinación, la deserción, etc., el Estado absoluto el crimen de lesa majestad, la República la aspiración al reestablecimiento de la realeza, y todos emplearán en ese lugar una severidad que constituye una cruda oposición con el modo como persiguen otros delitos. En una palabra, la reacción del sentimiento del derecho de los Estados y los individuos es más violenta allí donde se sienten directamente amenazados en sus condiciones características de vida (1).
Así como las condiciones características del estamento y la profesión pueden prestar a ciertas instituciones del derecho una significación mayor y elevar así consecuentemente la sensibilidad del sentimiento jurídico contra una lesión del mismo, así pueden también producir, al contrario, para ambos, un debilitamiento. La clase del personal de servicio no puede mantener el sentimiento del honor del mismo modo que las otras capas de la sociedad; su posición entraña ciertas humillaciones contra las cuales el individuo, en tanto que el estamento mismo las tolera, se rebela en vano; un individuo con vivo sentimiento del honor en tal posición no tiene más remedio que reducir sus pretensiones a la medida usual entre sus iguales o abandonar el oficio. Sólo entonces, cuando semejante modo de sentir se generaliza, se abre para el individuo la perspectiva de utilizar fecundamente su energía, en lugar de agotarla en lucha inútil, en la asociación con los que piensan del mismo modo, para elevar el nivel del honor del estamento, no me refiero sólo al sentimiento subjetivo del honor, sino a su reconocimiento objetivo por parte de las otras clases de la sociedad y por la legislación. De este modo ha mejorado considerablemente en los últimos cincuenta años la posición de la clase de los criados.
Lo que he dicho del honor, se aplica a la propiedad. También la irritabilidad en relación con la propiedad, el sentido verdadero de la propiedad -no comprendo por tal el instinto de ganancia, la caza al dinero y los bienes, sino aquel sentido viril del propietario, como cuyos representantes ejemplares he presentado hace un momento a los campesInos, del propietario que defiende su propiedad, no porque es objeto de valor, sino porque es suya-, también este sentido puede debilitarse bajo la influencia de condiciones y situaciones insanas. ¿Qué tiene que ver con mi persona la cosa que es mía? -se oye decir a veces a algunos. Me sirve como medio de sostén de la vida, de ganancia, de disfrute; pero como no es un deber moral ir tras el dinero, tampoco vale la pena emprender un litigio por una bagatela, juicio que cuesta dinero y tiempo y perturba nuestro confort. El único motivo que me guía en la afirmación legal de la propiedad, es el mismo que me determina en la adquisición y empleo de la misma: mi interés -un proceso por lo mío y lo tuyo es un mero problema de interés.
Por mi parte no puedo ver en tal interpretación de la propiedad más que una degeneración del sano sentido de la propiedad y su razón en un desplazamiento de las condiciones naturales de la propiedad. No hago responsables de ello a la riqueza y el lujo -en los dos no veo ningún peligro para el sentido del derecho del pueblo sino en la inmoralidad de la codicia. La fuente histórica y la razón moral de la justificación de la propiedad es el trabajo, no me refiero sólo al de las manos y los brazos, sino también al del espíritu y el talento, y no reconozco sólo al obrero mismo, sino también a sus herederos un derecho al producto del trabajo, es decir, éncuentro en el derecho de herencia una consecuencia necesaria del principio del trabajo, pues estimo que no se puede rehusar al obrero que disfrute lo ganado en el curso de su vida o lo transmita también después de su muerte a otras personas. Sólo por la vinculación permanente con el trabajo puede conservarse fresca y sana la propiedad, sólo en esa fuente suya, en la que incesantemente se crea y refresca de nuevo, se muestra clara y diáfanamente hasta el fondo lo que es para el hombre. Pero cuanto más se aleja la corriente de esa fuente y llega a las regiones de la ganancia fácil y hasta sin esfuerzo, tanto más turbia se vuelve, hasta que al fin pierde en el pantano del juego de Bolsa y del agio engañoso de las acciones todo rastro de lo que era originariamente. En este lugar, donde todo resto de la idea moral de la propiedad se ha desvanecido, no se puede hablar ya de un sentimiento del deber moral de defensa; para el sentido de la propiedad, según vive en todo el que tiene que ganar el pan con el sudor de su frente, falta aquí toda comprensión. Lo peor de ello es, por desgracia, que el estado de ánimo creado por tales motivos y hábitos de vida se comunica poco a poco a círculos en los que no se habrían engendrado por sí mismos sin contacto con otros (2). La influencia de los millones ganados en el juego de Bolsa se percibe hasta en las cabañas, y el mismo hombre que, trasladado a otro ambiente, habría hecho su propia experiencia de la prosperidad que se basa en el trabajo, siente éste, bajo la presión enervante de tal atmósfera, como una maldición -el comunismo prospera sólo en aquel pantano en donde la idea de la propiedad se ha corrompido plenamente; en su fuente no se le conoce. La experiencia que la concepción de la propiedad de los círculos dirigentes no se limita a los últimos, sino que se comunica también a las demás clases de la sociedad, se conserva en dirección justamente opuesta en el campo. El que vive constantemente allí y no está por decirlo así fuera de todo vínculo con los campesinos, aun cuando sus relaciones y su personalidad no lo favorezcan en lo demás, admitirá involuntariamente algo del sentido de propiedad y de economía de los campesinos. El mismo hombre del término medio, en condiciones por lo demás completamente iguales, se vuelve ahorrativo en el campo con los campesinos, en una ciudad como Viena derrochador si vive con millonarios.
Pero de ahí también puede proceder aquella tibieza de la convicción, que, por amor a la comodidad, evita el camino de la lucha por el derecho, mientras el valor del objeto no excite a la resistencia, y que para nosotros sólo importa reconocer y definir como lo que es. La filosofía práctica de la vida que predica, no es otra cosa que la política de la cobardía. También el cobarde que huye de la batalla, salva lo que otros sacrifican: su vida, pero la salva al precio de su honor. Sólo la circunstancia que los otros resisten, le protege a él y a la comunidad contra las consecuencias que su modo de obrar entrañaría de lo contrario inevitablemente; si todos pensasen como él, estarían perdidos todos. Esto se aplica también a aquél que abandona cobardemente el derecho. Como acción de un individuo es inofensiva, pero elevada a máxima general de la acción, significaría la decadencia del derecho. También en esta conexión la apariencia de la impunidad de tal modo de obrar sólo es posible por el hecho que la lucha del derecho contra la injusticia en su conjunto no es afectada por él. Pues no está a merced del individuo, ya que en el Estado desarrollado interviene del modo más amplio el poder de Estado, en tanto que persigue y pena todas las transgresiones graves contra el derecho del individuo, su vida, su persona y su propiedad por impulso propio; la policía y el juez en lo penal desembarazan al sujeto de antemano del trabajo más pesado. Pero también en relación con aquellas lesiones del derecho, cuya persecución es dejada exclusivamente al individuo, se ha cuidado de que la lucha no se desate nunca, pues no todos practican la política del cobarde, e incluso este último se coloca entre los combatientes cuando el valor del objeto de la contienda supera su comodidad. Pero supongamos un estado de cosas en que falla el respaldo que tiene el sujeto en la policía y la justicia penal, trasladémonos a los tiempos en que, como en la vieja Roma, la persecución del ladrón y del bandido era cosa del agraviado -¿quién no comprende a dónde tendría que conducir este abandono del derecho? ¿A dónde si no al estímulo de los ladrones y bandidos? Lo mismo puede decirse de la vida de los pueblos. Pues aquí todo pueblo está a merced de sí mismo, ningún poder superior se encarga de la afirmación de su derecho, y sólo necesito recordar mi ejemplo anterior de la milla cuadrada para mostrar lo que significa para la vida de los pueblos aquella interpretación que quiere medir la resistencia contra la injusticia según el valor material del objeto de la disputa. Pero una máxima que, dondequiera que la ponemos a prueba, se demuestra enteramente inimaginable como disolución y aniquilación del derecho, no puede ser calificada de justa donde excepcionalmente sus consecuencias funestas son compensadas por el favor de otras condiciones. Tendré ocasión de exponer más adelante la influencia perjuicial que ejerce incluso en una situación proporcionalmente favorable.
Por tanto rechazamos esa moral de la comodidad, que ningún pueblo, ningún individuo de sano sentimiento del derecho ha hecho jamás suya. Es el síntoma y el producto de un sentimiento enfermo, paralizado del derecho, el materialismo grosero y desnudo en el dominio del derecho. También el último tiene en este dominio plena justificación, pero dentro de determinados límites. La obtención del derecho, la utilización y la puesta en vigor del mismo en casos de injusticia objetiva pura, es un simple problema de intereses -el interés es el núcleo práctico del derecho en el sentido subjetivo (3). Pero frente a la arbitrariedad que levanta su mano contra el derecho, pierde aquella consideración materialista, que confunde el problema del derecho con el problema de los intereses, su justificación, pues le afecta el golpe que la arbitrariedad asesta al derecho, y con lo último también a la persona.
Es indiferente qué es lo que forma el objeto del derecho. Si el mero azar lleva la cosa al círculo de mi derecho, podría ser que pudiera ser despojado de ella sin lesión de mi personalidad; pero no es el azar, sino mi voluntad la que anuda el lazo entre ella y yo, y sólo por el precio del trabajo precedente propio o extraño -es un trozo del propio o extraño pasado de trabajo el que poseo y afirmo en ella. Al hacerla mía, le he impreso el sello de mi persona; el que la toque, ataca a ésta, el golpe que se dirige a ella, me hiere a mí mismo, pues estoy presente en ella- la propiedad es sólo la periferia objetivamente ensanchada de mi persona.
Esta conexión del derecho con la persona confiere a todos los derechos, de cualquier especie que sean, aquel valor inconmensurable que califico de valor ideal en oposición al valor puramente substancial que tienen desde el punto de vista del interés. De ahí procede aquella abnegación y energía en la afirmación del derecho que he descrito más arriba. Esta interpretación ideal del derecho no constituye el privilegio de naturalezas altamente dotadas, sino que es tan accesible al más tosco como al más ilustrado, al más rico como al más pobre, a los pueblos salvajes primitivos como a las naciones más civilizadas, y justamente en eso se manifiesta cómo ese idealismo está fundado en la esencia más íntima del derecho -no es más que la salud del sentimiento del derecho. Así el mismo derecho, que aparentemente señala a los humanos exclusivamente la baja región del egoísmo y del cálculo, lo ensalza por su parte nuevamente a una altura ideal, donde olvida toda sutileza y cálculo, que aprendió allí, y la medida del provecho, según la cual suele medirlo todo por lo general, para entregarse pura y enteramente a una idea. Prosa en la región de lo puramente objetivo, el derecho se convierte en poesía en la esfera de lo personal, en la lucha por el derecho para el propósito de la afirmación de la personalidad -la lucha por el derecho es la poesía del carácter.
¿Y qué es lo que opera este milagro? No es el conocimiento, no es la instrucción, sino el simple sentimiento del dolor. El dolor es el grito de angustia y el grito de auxilio de la naturaleza amenazada. Esto se aplica, lo mismo que al organismo físico, también al organismo moral, y lo que para los médicos es la patología del organismo humano, es la patología del sentimiento del derecho para el jurista y el filósofo del derecho, o mejor dicho, eso debería ser, pues sería erróneo afirmar que se ha vuelto así ya. En él está todo el secreto del derecho. El dolor que experimenta el hombre por la lesión de su derecho, contiene la confesión instintiva, violentamente arrancada de lo que es el derecho, primeramente lo que es para él, para el individuo, pero inmediatamente también lo que es para la sociedad humana. En ese factor se manifiesta en forma de emoción, el sentimiento inmediato de la significación y de la esencia verdaderas del derecho más que durante largos años de disfrute tranquilo. El que no ha experimentado en sí mismo o en otros ese dolor, no sabe lo que es derecho, aún cuando tenga en la cabeza todo el Corpus Juris. No es la razón, sino el sentimiento el que puede respondernos a la pregunta, por eso el lenguaje ha calificado con razón la fuente primitiva psicológica de todo derecho como sentimiento del derecho. La conciencia del derecho, la convicción jurídica son abstracciones de la ciencia que no conoce el pueblo; la fuerza del derecho descansa en el sentimiento, lo mismo que el amor; la razón y el entendimiento no pueden suplantar el sentimiento ausente. Pero como el amor no se conoce a menudo, y basta un momento único para llevarlo a la plena conciencia de sí mismo, así el sentimiento del derecho regularmente no sabe en ciscunstancias corrientes lo que es y lo que entraña, pero la lesión del derecho es la cuestión penosa que le obliga a hablar y pone en primer plano la verdad y la fuerza. En qué consiste esa verdad, lo he dicho antes -el derecho es la condición moral de la vida de la persona, la afirmación del mismo es la propia conservación moral de ésta.
La violencia con que el sentimiento del derecho reacciona efectivamente contra una lesión sufrida, es la piedra de toque de su salud. El grado del dolor que experimenta, le anuncia qué valor atribuye al bien amenazado. Pero experimentar el dolor, sin tomar a pecho la advertencia que entraña para la defensa contra el peligro, soportarlo pacientemente sin defenderse, es una negación del sentimiento del derecho, disculpable quizá en algún caso por las circunstancias, pero que a la larga no es posible sin las consecuencias más desastrosas para el sentimiento mismo del derecho. Pues la esencia de este último es el hecho, la acción -donde hay que privarlo de la acción, se anquilosa y embota poco a poco completamente, hasta que al fin apenas experimenta el dolor. Irritabilidad, es decir, capacidad para sentir el dolor de la lesión del derecho, y la fuerza de acción, es decir, el valor y la decisión para rechazar el ataque, son a mis ojos los dos criterios del sano sentimiento del derecho.
Notas
(1) El experto sabe que con las observaciones anteriores he utilizado solamenta las ideas que ha reconocido el primero y constituyen el mérito inmortal de Montesquieu, El espíritu de las leyes.
(2) Una contribución interesante sobre ello la efrecen nuestras pequeñas ciudades universitarias alemanas, que viven preferentemente de los estudiantes; el estado de ánimo y las costumbres de los últimos en relación con el modo como gastan el dinero, se comuncan involuntariamente también a la población civil.
(3) Más detalles en mi Geist des römischen rechts, III 60.
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