Índice de La lucha por el derecho de Rudolf von IheringCapítulo anteriorCapítulo siguienteBiblioteca Virtual Antorcha

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Hemos alcanzado aquí el punto culminante ideal de la lucha por el derecho. Ascendiendo desde los bajos motivos del interés nos hemos elevado hasta el punto de vista de la autoconservación moral de la persona y hemos llegado finalmente a la colaboración del individuo en la realización de la idea del derecho en interés de la comunidad. En mi derecho es agraviado el derecho y negado, es defendido, afirmado y restablecido. ¡Qué alto significado adquiere así la lucha del sujeto por su derecho! ¡Qué profundamente bajo la altura de ese interés ideal, en tanto que general, en el derecho, está la esfera de lo puramente individual, la región de los intereses personales, objetivos, pasiones, en los que el inexperto ve los únicos resortes de la disputa por el derecho!

Pero esta altura, puede decir alguno, es tan elevada que sólo es perceptible para los filósofos del derecho; nadie realiza un litigio por la idea del derecho. Para refutar esta afirmación podría remitir al derecho romano, en el cual la efectividad de ese sentido ideal llegó a su más clara expresión en la institución de las quejas populares (1), pero seríamos injustos con el presente si quisiéramos rehusarle ese sentido ideal. Lo posee todo el que a la vista de la violación del derecho por la arbitrariedad siente indignación, cólera moral. Pues mientras se mezcla al sentimiento que provoca la lesión sufrida por el derecho un motivo egoísta, aquél sentimiento tiene exclusivamente su razón en el poder moral de la idea de derecho sobre el alma humana; es la protesta de la naturaleza moral vigorosa contra el atentado al derecho, el más hermoso y elevado testimonio que puede ofrecer de sí mismo el sentimiento del derecho -un proceso moral tan atractivo y fecundo para la consideración de los psicólogos como para la imaginación del poeta. Que yo sepa no hay ningún efecto que pueda provocar tan repentinamente una transformación tan violenta en el ser humano, pues es sabido que justamente las naturalezas más apacibles y conciliadoras pueden ser puestas por él en un estado de pasión que les es completamente extraño en otras circunstancias una prueba de que han sido alcanzados en lo más noble de su ser, en la médula más íntima. Es el fenómeno de la tempestad en el mundo moral: sublime, mayestática en sus formas por lo repentino, lo inmediato, por la violencia de su explosión, por el dominio de la fuerza moral elemental, ciclónica que lo olvida todo y lo derriba todo ante sí; y nuevamente conciliador y ennoblecedor al mismo tiempo por sus impulsos y sus efectos -una purificación moral del aire tanto para el sujeto como para el mundo. Pero en verdad, si la fuerza limitada del sujeto se quiebra en instituciones que aseguran a la arbitrariedad una protección que rehusa el derecho, entonces la tempestad azota al promotor y le aguarda ya sea la suerte del delincuente por causa del sentimiento del derecho herido, de lo que hablaré más tarde, o el no menos trágico del aguijón que la injusticia sufrida impotentemente ha dejado en su corazón, que le hace desangrar moralmente y perder la fe en el derecho.

Ahora bien, ese sentido ideal del derecho del hombre, que siente el ataque y el escarnio contra la idea del derecho más vivamente que la lesión personal y defiende sin ningún interés propio el derecho oprimido como si fuese propio -ese idealismo puede constituir el privilegio de naturalezas de noble disposición. Pero también el frío sentimiento del derecho, desprovisto de todo impulso ideal, que en la injusticia sólo se siente a sí mismo, tiene plena comprensión para aquella relación señalada por mí entre el derecho concreto y la ley, que he resumido antes en la frase: mi derecho es el derecho, en aquél es simultáneamente lesionado y defendido éste. Suena paradójico y sin embargo es verdad que justamente para los juristas no es muy corriente este modo de interpretación. Según su concepción, la ley no es afectada en la disputa por el derecho concreto; no es la ley abstracta en tomo a la cual gira la disputa, sino su encarnación en figura de ese derecho concreto, en cierto modo un daguerrotipo del mismo, en el que se ha fijado, pero en el que no es directamente alcanzada ella misma. Admito la necesidad técnico-jurídica de esta interpretación, pero esta concesión no debe impedirnos reconocer la justificación del modo de ver contrapuesto, que pone la ley en una misma línea con el derecho concreto y en consecuencia ve en un peligro para el último como un peligro para la primera. Para el sentimiento ingenuo del derecho, la última manera de ver está incomparablemente más cerca que la primera. La mejor prueba de ello la da la expresión que ha conservado tanto la lengua latina como el alemán. En un proceso entre nosotros el acusador apela a la ley, el romano llamaba a la queja legis actio. La ley misma es puesta en litigio, hay una disputa por la ley, que debe ser decidida en el caso singular -una interpretación que es de la más alta importancia en especial para la comprensión del litigio romano antiguo (2). A la luz de esta representación es, por tanto, una lucha por la ley, se trata en la disputa no sólo del interés del sujeto, de una relación individual en la que la ley se ha encarnado, un daguerrotipo, como lo llamé, en el que ha sido captado un rayo de luz fugitivo de la ley y ha sido fijado, y que se puede quebrar y destruir sin herir a la ley misma, sino que la ley misma es despreciada, pisoteada; la ley, si no ha de ser juego vano y mera frase, tiene que afirmarse -con el derecho del agraviado se derrumba también la ley.

Que este modo de ver, que quiero designar brevemente como solidaridad de la ley con el derecho concreto, capta y reproduce en su razón más profunda la relación de ambos, la he expuesto más arriba. Pero por decirlo así no está de ningún modo tan honda y oculta que no sea comprensible para el egoísmo craso, inaccesible a toda interpretación superior; incluso tiene la vista más aguda para ella, pues corresponde a su ventaja atraer al Estado como aliado de su disputa. Y de ese modo él mismo, sin saberlo y sin quererlo, es elevado sobre sí mismo y sobre su derecho a aquella altura en que el afectado se convierte en representante de la ley. La verdad sigue siendo verdad, aun cuando el sujeto sólo la reconozca y defienda desde el estrecho punto de vista de su interés propio. El odio y el ansia de venganza son los que llevan a Shylock ante el tribunal para cortar su libra de carne del cuerpo de Antonio, pero las palabras que el poeta le hace decir, son en sus labios tan verídicas como en los de cualquier otro. Es el lenguaje que el sentimiento del derecho herido hablará siempre en todos los lugares y en todos los tiempos; la fuerza, la inflexibilidad de la convicción de que el derecho tiene que ser siempre derecho; el vuelo y la pasión de un hombre que es consciente de que en la cosa por la cual combate no sólo se trata de su persona, sino de la ley. La libra de carne, le hace decir Shakespeare,

La libra de carne que exijo,

fue caramente comprada, es mía, y quiero tenerla.

¡Pobre de vuestra ley si me la negáis!

El derecho de Venecia no tiene así ninguna fuerza.

-Yo exijo la ley.

-Me atengo aquí a mi recibo.

Yo exijo la ley. El poeta ha esbozado con esas cuatro palabras la verdadera relación del derecho en el sentido subjetivo y en el objetivo y la significación de la lucha por el derecho de una manera que ningún filósofo del derecho habría podido hacer más acertadamente. Con esas palabras la cosa se ha convertido de golpe de una simple reivindicación legal de Shylock en un problema del derecho mismo de Venecia. ¡Qué poderosa, qué gigantesca se extiende la figura del hombre cuando habla esas palabras! No es ya el judío que exije su libra de carne, es la ley de Venecia misma la que llama a los estrados del tribunal -pues su derecho y el derecho de Venecia son una sola cosa; con su derecho se derrumba el último también. Y cuando él mismo cae bajo el peso del fallo judicial, que le priva de su derecho por un chiste burdo(3), cuando, perseguido por el escarnio amargo, abatido, aplastado, se aleja con las rodillas vacilantes, ¿quién puede eludir el sentimiento de que con él ha sido defraudado el derecho de Venecia, que no es el judío Shylock el que se escabulle consternado, sino la figura típica del judío medioeval, aquel paria de la sociedad, que en vano clama por derechos? Lo enormemente trágico de su destino no se apoya en el hecho que se le rehusa el derecho, sino en que él, un judío medioeval, tiene fe en el derecho -se podría decir, ¡como si fuese un cristiano!- una fe sólida en el derecho que nada puede conmover, y que el juez mismo alienta; hasta que luego, como un rayo, cae sobre él la catástrofe, que lo arranca de su ilusión y le enseña que no es más que un judío medioeval proscrito, al que se le da su derecho engañándole.

La figura de Shylock me recuerda otra, la no menos histórica que poética de Michael Kohlhaas, que ha dibujado Heinrich von Kleist con verdad conmovedora en su novela homónima (4). Shylock se aleja aplastado, su fuerza quebrantada, se somete sin resistencia al fallo judicial. Michael Kohlhaas obra diversamente. Después de haber agotado todos los medios para hacer valer su derecho despreciado del modo más ofensivo, después de haberle cerrado el camino legal un acto infame de justicia de gabinete y, cuando la justicia hasta su más alto representante, el príncipe, se ha colocado abiertamente del lado de la injusticia, le invade un sentimiento de infinito dolor sobre el ultraje de que se le ha hecho víctima: Es preferible ser un perro si he de ser pisoteado, que un hombre, y su decisión está firme: El que me niega la protección de las leyes, me empuja hacia los salvajes del desierto, y pone en mis manos la maza que me protejerá. Arranca a la justicia venal de la mano la espada manchada y la esgrime de tal modo que el temor y el espanto se extienden ampliamente por el país, el Estado enmohecido se conmueve en sus cimientos, y el príncipe tiembla en el trono. Pero no es el sentimiento salvaje de la venganza el que le anima, no se convierte en bandido y asesino como Karl Moor, que quería hacer sonar en toda la naturaleza el cuerno de la rebelión, para llevar la lucha por aire, tierra y mar contra la generación de hienas, que declara la guerra a toda la humanidad por el sentimiento lesionado del derecho; sino que es una idea moral la que lo mueve, la idea de que tiene para con el mundo el deber de luchar con sus fuerzas para lograr satisfacción para la ofensa sufrida y garantizar a sus conciudadanos contra ofensas futuras. A eso lo sacrifica todo, la felicidad de su familia, su nombre estimado, su fortuna, cuerpo y vida, y no hace una guerra de destrucción ciega, sino que la dirige contra los culpables y todos aquellos que hacen causa común con ellos. Y cuando se le ofrece la perspectiva de alcanzar su derecho, depone voluntariamente las armas; pero como si el hombre hubiese sido elegido para hacer ver en su ejemplo qué grado de ignominia podía pesar sobre el deshonor y la ilegalidad de aquella época, se violó el salvoconducto y la amnistía, y terminó su vida en el cadalso. Pero antes se le reconoce su derecho, y el pensamiento de que no ha combatido en vano, que ha vuelto a honrar el derecho, que ha sostenido su dignidad humana, eleva su corazón por encima del horror de la muerte; se reconcilia consigo mismo, con el mundo y con Dios, y avanza tranquila y resueltamente tras el verdugo. ¡Qué consideraciones se anudan a este drama jurídico! Un hombre, honrado y benévolo, lleno de amor hacia su familia, de sentido infantilmente piadoso se convierte en un Atila que aniquila a sangre y fuego los lugares en los que se ha refugiado su adversario. ¿Por qué así? Justamente por aquella cualidad que lo pone moralmente tan por encima de todos sus enemigos, los cuales finalmente triunfan sobre él: por su alto respeto ante el derecho, su fe en la santidad del mismo, la energía de su legítimo y sano sentimiento jurídico. Y en eso descansa lo trágico y profundamente conmovedor de su destino, que incluso es lo que constituye la superioridad y nobleza de su naturaleza: el impulso ideal de su sentimiento del derecho, su abnegación heroica, que todo lo olvida y todo lo sacrifica a la idea del derecho, en el contacto con el mundo mísero de entonces, la arrogancia de los grandes y poderosos y el olvido de su deber y la cobardía de los jueces se conjuran para su perdición. Los delitos que ha cometido, recaen con doble y triple peso sobre los príncipes, sus funcionarios y jueces que le arrojaron violentamente de la vía del derecho a la de la ilegalidad. Pues ninguna injusticia que tiene que soportar el hombre, por pesada que sea, al menos para el sentimiento moral ingenuo -alcanza con mucho a la que ejerce la soberanía instituída por Dios cuando ella misma quebranta el derecho. El asesinato judicial, según lo califica acertadamente nuestro idioma, es el verdadero pecado mortal del derecho. Los cuidadores y guardianes de la ley se transforman en sus asesinos -es el médico que envenena al enfermo, el tutor que estrangula a su pupilo. En la antigua Roma el juez venal merecía la pena de muerte. Para la justicia que ha quebrantado el derecho, no hay ningún acusador más aniquilador que la figura obscura y amenazadora del delincuente a causa del sentido de derecho agraviado- es su propia sombra sangrienta. La víctima de una justicia venal o parcial es expulsada casi violentamente del cauce del derecho, se convierte en vengador y ejecutor de su derecho por la propia mano y no raramente, al sobrepasar el objetivo próximo, se vuelve un enemigo jurado de la sociedad, bandido y asesino. Pero también aquellos a quienes su noble naturaleza moral protege contra esta desviación, como Michael Kohlhaas, se vuelven criminales y al sufrir el castigo por ello se convierten en mártires de su sentimiento del derecho. Se dice que la sangre de los mártires no se derrama en vano, y puede ser verificado en él, y su sombra monitora tendrá que perdurar todavía para que una violación del derecho como la que se cometió en él, se vuelva imposible.

Cuando por mi parte he conjurado esa sombra, lo hice para mostrar en un ejemplo patente qué desviación amenaza justamente al sentimiento vigoroso del derecho, idealmente dispuesto, en condiciones en que la imperfección de las instituciones jurídicas le rehusa su satisfacción (5). Allí la lucha por la ley es una lucha contra la ley. El sentimiento del derecho, abandonado por el poder que debía protegerlo, deja él mismo el terreno de la ley y trata de conseguir por sí la que la torpeza, la mala voluntad, la impotencia le rehusan. Y no son sólo naturalezas singularmente vigorosas o de propensión violenta aquéllas en las que el sentimiento nacional del derecho promueve su acusación y su protesta contra semejantes condiciones jurídicas, sino que esa acusación y esa protesta por parte de toda la población en ciertos fenómenos que, según su determinación o naturaleza, según el pueblo o un determinado sector, las considera o las aplica, pueden ser consideradas como accesorios populares de las instituciones del Estado. A ellas pertenecen en la edad media los tribunales de la Vehm y el derecho de desafío, graves testimonios de la impotencia o parcialidad de los tribunales penales de entonces y de la importancia del poder público; en el presente la institución del duelo, la prueba efectiva de que las penas que el Estado impone contra la lesión del honor, no son suficientes para el sentimiento sensible del honor de ciertas clases sociales. A ello pertenece la venganza de sangre de los corsos y la justicia del pueblo en los Estados Unidos, la llamada ley de Lynch. Todo eso testimonia que las instituciones del Estado no se hallan en armonía con el sentimiento jurídico del pueblo o clase; en todo caso entrañan un reproche para él, o bien porque las hace necesarias, o bien porque las tolera. Para los individuos, aun cuando la ley las ha prohibido, pero no pudo realmente reprimirlas, se convierte en fuente de un grave conflicto. Los corsos, que se contienen por efecto del mandato del Estado de la venganza de sangre, son despreciados por los suyos; aquellos que ceden a ella bajo la presión de la manera de ver popular, caen en los brazos vengadores de la justicia. Igualmente en nuestro duelo. El que lo rechaza en condiciones que lo convierten en un deber de honor, lesiona su honor, el que lo practica es castigado -una situación igualmente penosa para el participante y para los jueces. En la antigua Roma buscamos en vano fenómenos análogos; las instituciones del Estado y el sentimiento nacional del derecho se encontraban allí en plena armonía.



Notas

(1) Para aquellos de mis lectores que no han estudiado derecho, advierto que esas quejas (Acciones populares) daban ocasión a todo el que quería para presentarse como defensor de la ley y perseguir al transgresor de la misma, y ello no sólo en los casos en que se trataba de intereses del público entero, como por ejemplo la perturbación, la puesta en peligro de un pasaje público, sino también allí donde una persona privada que no podia defenderse a sí misma eficazmente, había sido objeto de una injusticia, como por ejemplo la explotación de un menor en un asunto de derecho, la infidelidad del tutor contra el pupilo, la obtención de intereses usurarios; sobre èstos y otros casos, ver mi Geist des romischen rechts, III, Abth. 1, ed. 3, pág. 111 y sigts. Aquellas quejas contenían pues una incitación al sentido ideal, que defiende el derecho simplemente por el derecho sin ningún interés propio; algunas de ellas apelaban también al motivo ordinario de la avaricia, poniendo en perspectiva al acusador la pena pecuniaria a obtener del acusado, pero incluso por eso recae sobre ellas o mejor sobre su empleo profesional la misma mancha que entre nosotros sobre las denuncias con el fin de obtener las compensaciones de delatores. Si menciono que la mayor parte de la anterior categoría segunda ya han desaparecido en el derecho romano posterior, pero que las primeras han desaparecido en nuestro derecho actual, todos aquellos lectores míos saben qué conclusión deben extraer: la supresión de las hipótesis del sentido egoista en que estaban calculadas.

(2) Citada por mí en mi Geist des romischen rechts, II, 2, pág. 47.

(3) Justamente en eso descansa a mis ojos el alto interés trágico que tiene para nosotros Shylock. En realidad ha sido engañado en su derecho. Así al menos tiene que ver la cosa el jurista. El poeta naturalmente está libre para hacer su propia jurisprudencia, y no queremos deplorar que Shakespeare lo haya hecho aquí o más justamente que haya conservado inalterada la vieja fábula. Pero si el jurista quiere someterla a una crítica, no puede decir sino lo siguiente: el titulo no tenía valor porque contenía algo inmoral; el juez habría debido rechazarlo de antemano por este motivo. Pero si no lo hizo, si déjaba al sabio Daniel darle validez no obstante, fue una mísera triquiñuela, un subterfugio deplorable, rehusar al hombre, al que ya se había reconocido el derecho a cortar del cuerpo viviente una libra de carne, que lo hiciera vertiendo la sangre necesariamente asociada. De igual modo un juez podría reconocer el derecho de una servidumbre en una finca ajena, pero prohibiéndole dejar en ella las huellas de sus pasos, porque esto no había sido establecido en la concesión. Casi se podría creer que la historia de Shylock se ha desarrollado ya en la antigua Roma; pues los autores de las doce tablas consideraron necesario, en relación con el desgarramiento del deudor (in partes secare) por parte del acreedor, advertir expresamente que debían tener la mano libre en cuanto a la magnitud de los trozos (si plus minusve secuerint, sine fraude esto!) -Sobre los ataques que ha experimentado la opinión sostenida en el texto, ver el prefacio.

(4) Las siguientes citas son tomadas de la edición de Tieck de los escritos completos del poeta, Berlín, 1826, vol. 3.

(5) De una manera nueva y en extremo impresionante, completamente independiente de su precursor Kleist, Karl Emil Franzos ha tratado este tema en la novela motivada por mi escrito: Ein kampf um's recht (Breslau, 1882). Michael Kohlhaas es llamado a la liza por el desprecio vil de su propio derecho, el héroe de esa novela por la del derecho de la comuna, cuyo alcalde es, y que ha intentado hacer reconocer por todos los medios legales con el mayor sacrificio, pero en vano. El motivo para esa lucha por el derecho está, pues, en una región más alta aun que la de Michael Kohlhaas, es el idealismo jurídico, que no apetece nada para sí mismo, todo únicamente para otros. La finalidad de mi escrito no me permite poner en su debida luz la maestría con que el autor ha cumplido su misión, pero no puedo menos de llamar la atención del lector que se interesa por el tema que he tratado en el texto, sobre esta manipulación poética del mismo. Constituye un digno producto lateral del Michael Kohlhaas de Kleist, un cuadro gemelo de una verdad y de fuerza conmovedora que nadie puede dejar de la mano sin la más profunda emoción.


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