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He llegado aquí al fin de mis consideraciones sobre la lucha del individuo por su derecho. Lo hemos seguido en la escala de los motivos que la producen, desde las más inferiores del mero cálculo de intereses ascendiendo hasta la más ideal de la afirmación de la personalidad y sus condiciones éticas de vida, para llegar finalmente al punto de vista de la realización de la idea de la justicia -la más elevada cima, desde la cual un paso en falso derriba al delincuente por causa del sentimiento lesionado del derecho en el abismo de la ilegalidad.
Pero el interés de esa lucha no está limitada de ningún modo al derecho privado o a la vida privada, va mucho más allá de eso. Una nación es finalmente la suma de todos los individuos particulares, y según los individuos particulares sienten, piensan, obran, así siente, piensa, obra la nación. Si el sentimiento del derecho del individuo se muestra romo, cobarde, apático en las condiciones del derecho privado, a causa de impedimentos que leyes injustas o malas instituciones le oponen, no encuentra ningún espacio de juego para desarrollarse libre y vigorosamente, si le alcanza la persecución allí donde debía esperar protección y estímulo, se habitúa en consecuencia de ello a tolerar la injusticia y a considerarla como algo que no se puede cambiar: ¿quién podrá creer que un sentimiento del derecho esclavizado, empequeñecido, apático podría levantarse repentinamente a la sensación y a la acción enérgica cuando hay una lesión del derecho que afecta, no al individuo, sino a todo el pueblo: un atentado a su libertad política, la violación o la caída de su constitución, el ataque del enemigo exterior? ¿El que no ha estado habituado a defender valientemente su derecho propio, cómo debe sentir el impulso a poner en juego su vida y sus bienes voluntariamente en favor de la comunidad? El que no ha mostrado ninguna comprensión para los daños ideales que sufrió en su honor y su persona, abandonando su buen derecho por comodidad o cobardía, el que estuvo habituado a aplicar en cosas del derecho solamente la medida del interés material, ¿cómo se puede esperar de él que aplique otro cartabón y sienta diversamente cuando se trata del derecho y el honor de la nación? ¿De dónde habría de llegar repentinamente el idealismo del sentimiento que ha negado hasta allí? ¡No! el combatiente por el derecho del Estado y por el derecho de los pueblos no es otro que el del derecho privado; las mismas cualidades que ha hecho suyas en las condiciones del último, le acompañan también en la lucha por la libertad civil y contra el enemigo exterior -lo que ha sido sembrado en el derecho privado, da sus frutos en el derecho público y en el derecho internacional. En las condensaciones del derecho privado, en las condiciones corrientes e ínfimas de la vida hay que formar y recoger gota a gota aquella fuerza, acumular aquel capital moral de que el Estado tiene necesidad para poder operar con él para sus fines en lo grande. El derecho privado, no el derecho público, es la verdadera escuela de la educación política de los pueblos, y si se quiere saber cómo defenderá un pueblo en caso necesario sus derechos políticos y su posición internacional, véase cómo afirma el miembro particular en la vida privada su derecho propio. He mencionado ya el ejemplo del inglés combativo, y sólo puedo repetir aquí lo que dije entonces: en la moneda por la cual disputa tenazmente, está el desarrollo político de Inglaterra. A un pueblo en el que es práctica general que cada cual defiende valerosamente su derecho en lo pequeño e insignificante, nadie se atreverá a arrancarle lo más alto que tiene, y por eso no es ningún azar que el mismo pueblo de la antigüedad, que ha mostrado en el interior el más notable desarrollo político y hacia fuera la mayor fuerza expansiva, el romano, poseyese además el derecho privado mejor formado. Derecho es idealismo, por paradojal que pueda sonar. No idealismo de la fantasía, pero sí del carácter, es decir del hombre que se siente su propio fin y menosprecia todo lo demás cuando es lesionado en ese su gérmen más íntimo. ¿Qué le importa de dónde viene ese ataque a sus derechos, del individuo, del propio gobiemo, de un pueblo extranjero? Sobre la resistencia que opone a esos ataques, no decide la persona del atacante, sino la energía de su sentimiento del derecho, la fuerza moral con la que suele afirmarse. Por eso es eternamente verdadera la frase: la posición política de un pueblo hacia lo interno y lo exterior corresponde siempre a su fuerza moral -el imperio chino con sus bambús, que sirve de azote para los niños crecidos, a pesar de sus centenares de millones no pudo asumir frente a las naciones extranjeras la posición internacional respetada de la pequeña Suiza. Lo natural de los suizos está en el sentido del arte y la poesía no menos que en lo ideal, es positivo y práctico como el de los romanos. Pero en el sentido en que he usado hasta aquí la expresión ideal en relación con el derecho, conviene a los suizos tanto como a los ingleses.
Este idealismo del sano sentimiento del derecho perdería su fundamento si se limitase a defender simplemente el propio derecho, sin que defendiese también el derecho en su derecho. En una comunidad donde es dominante esta manera de ver, este sentido para la estricta legalidad, se buscará en vano aquellos fenómenos aflictivos que son tan frecuentes en otras partes, es decir que la masa del pueblo, cuando las autoridades persiguen al criminal o transgresor de la ley o quieren aprisionarlo, toma partido por el último, es decir ve en el poder de Estado el adversario natural del pueblo. Todos saben aquí que la causa del derecho es también la suya -con el delincuente simpatiza aquí sólo el delincuente mismo, no el hombre honesto, este último presta más bien auxilio voluntario a la policía y a la autoridad.
Apenas tendré necesidad de resumir en palabras la conclusión que se vincula a lo dicho. Es el simple principio: para un Estado que quiere existir respetado hacia fuera, firme e inconmovible en el interior, no hay un bien más valioso a cuidar y guardar que el sentimiento nacional del derecho. Esta preocupación es sin embargo una de las más altas y más importantes tareas de la pedagogía política. En el sano y vigoroso sentimiento de justicia de cada individuo posee el Estado la fuente más fecunda de su propia existencia tanto hacia el interior como hacia el exterior. El sentimiento del derecho es la raíz del árbol entero; si la raíz no sirve, se seca entre las rocas y la arena árida y todo lo demás es apariencia -cuando llega la tempestad, el árbol entero es derribado. Pero el tronco y la corona tienen la ventaja que se les ve, mientras que las raíces penetran en la tierra y escapan a la mirada. La influencia disgregadora que las leyes injustas y las malas instituciones jurídicas ejercen en la fuerza moral del pueblo, se desarrolla bajo tierra, en aquellas regiones que para muchos diletantes políticos no merece su atención; les interesa sólo la copa imponente, no tiene noción alguna del veneno que sube de la raíz a la copa. Pero el despotismo sabe dónde tiene que aplicar el golpe para derribar el árbol; deja la copa primeramente intacta, pero destruye las raíces; con la intervención en el derecho privado, con el atropello al individuo ha comenzado el despotismo en todas partes; terminado allí su trabajo, cae el árbol por sí mismo. Por eso hay que contrarrestarlo aquí ante todo, y los romanos sabían bien lo que hacían cuando tomaron los atentados a la castidad y el honor femeninos como pretexto para poner fin a la realeza y al desenvirato. Destruir el libre sentimiento de sí mismo de los campesinos mediante cargas y gabelas, poner a los ciudadanos bajo la tutela de la policía, vincular el permiso de un viaje a la obtención de un pasaporte, distribuir caprichosamente los impuestos -un Macchiavelli no habría podido dar una receta mejor para extinguir en el pueblo todo sentimiento viril de sí mismo y toda fuerza moral y para asegurar al despotismo una entrada sin resistencia. Que el mismo terror, por el cual hacen su aparición el despotismo y la arbitrariedad, abre también el camino al enemigo exterior, no es percibido ciertamente, y tan sólo cuando está allí, llegan los sabios al tardío reconocimiento de que la fuerza moral y el sentimiento jurídico de un pueblo habrían podido constituir frente al enemigo exterior la defensa más eficaz. Al mismo tiempo, cuando el campesino y el burgués eran objeto de la arbitrariedad feudal y absolutista, se perdieron Alsacia y Lorena para el Reich alemán- ¡cómo podían sus habitantes y sus hermanos en el Reich sentir por el Reich si ellos mismos habían olvidado a sentirse a sí mismos!
Pero es nuestra propia culpa si tan sólo comprendemos las lecciones de la historia cuando es ya tarde; no está en ella el que no la sepamos a tiempo, pues las predica en todo momento alto y perceptiblemente. La fuerza de un pueblo es equivalente a la fuerza de su sentimiento del derecho, el cultivo del sentimiento nacional del derecho es el cultivo de la salud y la fuerza del Estado. Por ese cultivo no entiendo yo naturalmente el teórico en la escuela y la enseñanza, sino la realización práctica de los principios de la justicia en todas las condiciones de la vida. Con el mecanismo exterior del derecho solamente no se tiene todo. Este puede ser ordenado tan perfectamente y ser manejado de tal modo que impere el orden supremo, y sin embargo puede ser despreciada la exigencia anterior de la manera más brillante. Ley y orden eran también la servidumbre, el tributo de protección de los judíos y muchos otros principios e instituciones del tiempo pasado que estaban en la contradicción más cruda con las exigencias de un sano y vigoroso sentimiento del derecho, y por los cuales el Estado se perjudicó a sí mismo quizás más que los ciudadanos, campesinos, judíos, sobre los cuales pesaban primeramente. La firmeza, la claridad, la delimitación del derecho material, la abolición de todos los principios en que puede chocar un sano sentimiento jurídico, en todas las esferas del derecho, no sólo del derecho privado, sino también de la policía, de la administración, de la legislación financiera; la independencia de los tribunales, la mayor perfección posible de las instituciones procesales -éste es para el Estado el camino adecuado a fin de llevar al pleno desarrollo el sentimiento del derecho de sus miembros y con ello su propia fuerza. Toda institución injusta sentida por el pueblo como tal o toda institución odiosa es una lesión del sentimiento nacional del derecho y con ello de la fuerza nacional, un pecado contra la idea del derecho que repercute sobre el Estado mismo y que a menudo tiene que pagar caramente con exceso -¡en algunas circunstancias pueden costarle una provincia! No soy ciertamente de opinión que el Estado debe evitar esos pecados solamente por causa de tales consideraciones de conveniencia, considero más bien como su deber más sagrado, realizar esa idea en razón de su misma existencia; pero éste es quizás idealismo doctrinario y no quiero vituperar al político práctico y al hombre de Estado si escucha tal pretensión encogiéndose de hombros. Pero por eso precisamente he destacado la parte práctica del problema, a fin de que tenga plena comprensión del mismo. La idea del derecho y el interés del Estado marchan mano a mano. Un mal derecho a la larga abate cualquier sentimiento sano del derecho, lo embota, lo empequeñece, lo corrompe. Pues la esencia del derecho, como se ha observado a menudo, es la acción -lo que el aire libre para la llama, es la libertad de acción para el sentimiento del derecho; prohibirla o restringirla equivale a sofocarlo.
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