Índice de Del espíritu de las leyes de MontesquieuLibro anteriorSiguiente LibroBiblioteca Virtual Antorcha

LIBRO XII

De las leyes que forman la libertad política en su relación con el ciudadano

I.- Idea de este libro. II.- De la libertad del ciudadano. III.- Continuación del mismo asunto. IV.- La libertad es favorecida por la naturaleza de las penas y su proporción. V.- De ciertas acusaciones que más particularmente exigen moderación y prudencia. VI.- Del crimen contra natura. VII.- Del crimen de lesa majestad. VIII.- De la mala aplicación del nombre de crimen de sacrilegio y de lesa majestad. IX.- Prosecución del mismo asunto. X.- Continuación del mismo asunto. XI.- De los pensamientos. XII.- De las palabras indiscretas. XIII.- De los escritos. XIV.- Violación del pudor en los castigos. XV.- De la manumisión del esclavo por acusar al amo. XVI.- Calumnia en el crimen de lesa majestad. XVII.- De la revelación de las conspiraciones. XVIII.- De lo peligroso que es, en las Repúblicas, el castigar con exceso el crimen de lesa majestad. XIX.- Cómo se suspende el uso de la libertad en la República. XX.- De las leyes favorables a la libertad del ciudadano, en la República. XXI.- De la crueldad de las leyes respecto a los deudores, en la República. XXII.- De las cosas que merman la libertad en la monarquía. XXIII.- De los espías en la monarquía. XXIV.- De las cartas anónimas. XXV.- De la manera de gobernar en la monarquía. XXVI.- En la monarquía, el príncipe debe ser accesible. XXVII.- De las costumbres del monarca. XXVIII.- De las consideraciones que los monarcas deben a sus súbditos. XXIX.- De las leyes civiles adecuadas para poner un poco de liberalismo en el gobierno despótico. XXX.- Continuación del mismo asunto.


CAPÍTULO PRIMERO

Idea de este libro

No es bastante el haber tratado de la libertad politica en lo que respecta a la constitución; es necesario hacerla ver en lo que se refiere al ciudadano.

Ya he dicho, en cuanto a lo primero, que la determina cierta distribución armónica de los tres poderes; en cuanto a lo segundo, hay que mirarla desde otro punto de vista. Consiste en la seguridad o en la opinión que se tenga de la seguridad.

Puede suceder que la constitución sea libre y que el ciudadano no lo sea; o que siendo libre el ciudadano no lo sea la constitución. En tales casos, la constitución será libre de derecho y no de hecho; el ciudadano libre de hecho y no de derecho.

Solamente la disposición de las leyes y principalmente de las fundamentales, forma la libertad en lo referente a la constitución. Pero en lo que se refiere al ciudadano, pueden engendrarla ejemplos recibidos, tradiciones, costumbres, y favorecerla ciertas leyes civiles, como en este libro hemos de ver.

Además, como en la mayoría de los Estados la libertad se encuentra más cohibida, más contrariada, con más trabas de las que permite la constitución, es conveniente hablar aquí de las leyes particulares que en cada institución ayudan o contrarían el principio de la libertad de que pueda ser susceptible cada Estado.


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CAPÍTULO II

De la libertad del ciudadano

La libertad filosófica consiste en el ejercicio de la propia voluntad, o a lo menos (si ha de hablarse de todos los sistemas) en la creencia de que se ejerce la propia voluntad. La libertad política consiste en la seguridad, o a lo menos en creer que se tiene la seguridad.

Esta seguridad no está nunca más comprometida que en las acusaciones públicas o privadas. Por consecuencia, de la bondad de las leyes criminales depende principalmente la libertad del ciudadano.

Las leyes criminales no se han perfeccionado de una vez. En los lugares mismos en que más se ha buscado la libertad, no siempre la han encontrado.

Aristóteles (1) nos dice que en Cumas podían ser testigos los parientes del acusador. En Roma, en tiempo de los reyes, era tan imperfecta la ley que Servio Tulio pronunció la sentencia contra los hijos de Anco Marcio, acusado de haber asesinado al rey su suegro (2). Uno de los primeros reyes de los Francos hizo una ley para que ningún acusado pudiera ser condenado sin ser oído (3), lo que prueba que se hacía lo contrario en algún caso particular o en algún pueblo bárbaro. Charondas fue quien introdujo los juicios contra los falsos testimonios (4). Cuando la inocencia no está asegurada, la libertad no existe.

Los conocimientos que se han de adquirir en diferentes países y los que se vayan adquiriendo en otros, acerca de las reglas que deben observarse en las causas criminales, interesan al género humano más que cuanto haya en el mundo.

No más que en la práctica de tales conocimientos se funda la libertad; y en un Estado que tenga buenas leyes y se cumplan, un hombre acusado y que deba ser ahorcado al día siguiente es más libre que en Turquía el bajá más poderoso.


Notas

(1) Política, lib. II.

(2) Tarquino Prisco.

(3) El rey Clotario, en 560.

(4) Charondas O Karondas, discípulo de Pitágoras, legisló en Sicilia y en Turio (coloma de Tesania). Selló sus leyes con su propia sangre. Habiendo prohibido bajo pena de muerte que se concurriera con armas a los comicios, le sucedió que un día, al volver del campo, estaba el pueblo reunido y alborotado en la plaza pública y él acudió inmediatamente para apaciguar aquel tumulto, olvidando que llevaba su espada. Alguien se lo reprendió; y él mismo se dió muerte. con su propia espada, atravesándose el pecho. - Para que el lector pueda formarse una idea de la sabiduría de aquel gran legislador, extractamos los dos artículos siguientes: El que edifique una casa más hermosa que los templos o los edificios destinados al servicio público, lejos de hacerse digno de estimación merece que se le infame; ningún edificio particular debe insultar con su magnificencia a los monumentos públicos - El que da una madrastra a sus hijos, en vez de ser enaltecido debe ser mirado con desprecio; porque ha introducido la discordia en su familia.


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CAPÍTULO III

Continuación del mismo asunto

Las leyes que condenan a un hombre por la declaración de un solo testigo, son funestas para la libertad. La razón exige dos, porque si un testigo afirma lo que un acusado niega, la verdad no se descubre y hace falta un tercero.

Los Griegos exigían un voto de mayoría para condenar (1), y lo mismo los Romanos (2); las leyes francesas piden dos. Pretendían los Griegos que lo que ellos hacían era lo establecido por los dioses. Lo establecido por los dioses es lo que hacemos nosotros (3).


Notas

(1) Véase Aristides, Oratio in Minervam.

(2) Dionisio de Halicarnaso, hablando del juicio de Coriolano lib. VII.

(3) El autor olvida que, según Dionisio de Halicarnaso Y según todos los historiadores romanos, a Coriolano se le condenó por una asamblea de tribus; que veintiuna tribus le juzgaron, de las cuales, pidieron nueve su absolución: cada tribu era un voto. Montesquieu, por una ligera inadvertencia, toma aquí el sufragio de una tribu por el voto de un solo hombre. Sócrates fue condenado por la pluralidad de treinta y tres votos. Mucho honor nos hace Montesquieu diciendo que es en Francia donde la manera de condenar ha sido establecida por los dioses. (Voltaire).


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CAPÍTULO IV

La libertad es favorecida por la naturaleza de las penas y su proporción

Cuando las leyes criminales sacan las penas de la indole particular de cada crimen, eso es el triunfo de la libertad. No hay arbitrariedad; la pena no es hija del capricho del legislador, sino de la naturaleza del delito; y no es el hombre quien ejerce violencia en otro hombre.

Hay cuatro clases de delitos. Los de la primera son los perpetrados contra la religión; pertenecen a la segunda clase los que van contra las buenas costumbres, los de la tercera contra la tranquilidad; los de la cuarta contra la seguridad de los ciudadanos. La pena que se imponga debe ser correlativa, respectivamente.

No incluye en la especie de delitos que interesan a la religión nada más que los que la atacan directamente, como son todos los sacrilegios simples, porque los que turban su ejercicio, entran en la categoría de los que atentan a la seguridad de los ciudadanos o a su tranquilidad, Y deben ser incluídos en esas clases.

Para que la pena del sacrilegio salga de la naturaleza de la cosa (1), debe consistir en la privación de todas las ventajas que da la religión: expulsión de los templos; exclusión del gremio de los fieles, por tiempo determinado o para siempre; evitación de su trato y de contacto con él; la execración, la detestación, la conjuración.

En las cosas que turban la tranquilidad o la seguridad del Estado, las acciones ocultas son de la incumbencia de la justicia humana; pero en las que ofenden a la divinidad, en las que no cabe la acción pública, no puede haber materia delictiva: todo queda entre el hombre y Dios, que sabe la medida y el tiempo de sus venganzas. Y sí, confundiendo las cosas, busca el magistrado el sacrilegio oculto, practica una inquisición que no es de ninguna manera necesaria, con la cual destruye la libertad de los ciudadanos, alarma sus conciencias, excita el celo de las conciencias tímidas y de las conciencias atrevidas contra el sosiego e los mismos ciudadanos.

El mal ha venido de la falsa idea de que es preciso vengar a la divinidad. Pero a la divinidad es menester honrarla y no vengarla. En efecto, si nos guiáramos por esta última razón, ¿cuál sería el término de lo suplicios? Para que las leyes de los hombres hayan de defender y vencer a un ser infinito, se habría de hacerlas con arreglo a una infinidad, no según las flaquezas, la ignorancia y los caprichos de la naturaleza humana.

Un historiador de Provenza (2) cuenta un hecho que nos pinta muy bien lo que puede influír en los espíritus débiles esa extraña idea de defender a la divinidad. Un judío, acusado de haber blasfemado contra la Virgen Santísima, fue condenado a ser desollado vivo. Y hubo caballeros que subieron al cadalso, con careta y con cuchillo en mano, expulsaron al verdugo y creyeron que así vengaban ellos mismos el honor de la Santísima Virgen ... No quiero anticiparme a las reflexiones del lector.

La segunda clase de delitos es la de los que se cometen contra la moral; figura entre ellos la violación de la continencia pública o privada, esto es, de la forma en que se debe gozar de los placeres sexuales, del uso de los sentidos en la unión de los cuerpos. Las penas de estos delitos deben sacarse también de la naturaleza de la cosa. La privación de las ventajas que atribuye la sociedad a la pureza de costumbres, las multas, la vergüenza, la precisión de esconderse, la infamia pública, la expulsión de la ciudad y de la sociedad, en fin todas las penas de la jurisdicción correccional, son penas suficientes para reprimir la temeridad de los dos sexos. Porque estas cosas no vienen de la maldad, sino de la falta de respeto a la propia persona.

Se trata aquí de los delitos que interesan únicamente a las costumbres, no de los que atacan al mismo tiempo al derecho ajeno y a la seguridad pública, tales como la violación y el rapto, que son de la cuarta especie.

Los delitos de la tercera clase son los que turban la tranquilidad de los ciudadanos; las penas han de ser de la naturaleza de la cosa y referirse a dicha tranquilidad, como la prisión, el destierro y otras que calmen los espíritus inquietos y reestablezcan el orden.

Restrinjo los delitos contra la tranqUilidad, no incluyendo en ellos sino los que contienen alguna simple lesión de policía, pues los que perturban la tranquilidad atentando a la vez contra la seguridad, deben ser inclusos en la cuarta clase.

Las penas de estos últimos delitos son llamadas suplicios. Una especie de talión, que hace que la sociedad le niegue o le quite la seguridad al ciudadano que ha privado o querido privar a otro de la suya. Esta pena, igualmente, ha de corresponder a la naturaleza de la cosa. Un ciudadano merece la muerte, cuando ha violado la seguridad de otro hasta el punto de quitarle la vida o de querer quitársela. Es la pena de muerte como el remedio de la sociedad enferma, como la amputación de un miembro gangrenado. Cuando se viola el derecho a la seguridad en lo tocante a los bienes, puede haber razones para imponer la pena capital; pero mejor sería, y estaría. más en la naturaleza de la cosa, que los delitos contra la seguridad de los bienes se castigaran con pérdida de los bienes. Y así seria, ciertamente, donde los bienes fueran comunes o iguales; pero como no suelen tenerlos casi nunca los que más atacan a los bienes de otros, se ha hecho preciso qúe las penas corporales suplan a las pecuniarias.

Todo lo que he dicho es ajustado a la naturaleza y muy favorable a la libertad del ciudadano.


Notas

(1) San Luis edictó leyes tan extremadas contra los que juraban que el Papa hubo de advertírselo. Aquel príncipe entonces moderó su celo y suavizó sus leyes. Véanse las Ordenanzas de San Luis.

(2) El Padre Bougerel.


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CAPÍTULO V

De ciertas acusaciones que más particularmente exigen moderación y prudencia

Máxima importante: hay que ser muy circunspecto en la persecución de la magia y la herejía. La acusación de estos dos delitos pudiera ser extremadamente peligrosa para la libertad y originar una infinidad de tiranías, si el legislador no sabe limitarla. Como no va directamente contra las acciones de un ciudadano, sino más bien contra el concepto que se tiene de su carácter, puede acentuarse en proporción de la ignorancia del pueblo. Siempre es un gran peligro para un ciudadano, pues no lo cubren contra la sospecha de semejantes delitos, ni la práctica de todos sus deberes, ni la conducta más correcta, ni la moral más pura.

Acusado Aarón de haber leído un libro de Salomón, cuya lectura provocaba la aparición de una legión de demonios, fue perseguido con ensañamiento. Se supone en la magia un poder terrible, que desata el infierno; y en tal supuesto, se tiene el hombre a quien se titula mágico por el más a propósito para trastornar la sociedad, lo que induce a castigarle sin medida.

La indignación aumenta cuando se le atribuye a la magia el poder de destruir la religión. La historia de Constantinopla (1) nos enseña que, por una revelación que había tenido un obispo, se creyó que cierto milagro había cesado por las artes mágicas de un particular. Éste y su hijo fueron sentenciados a muerte. ¡Cuántas cosas eran necesarias para explicar este crimen! Que haya revelaciones, que tuviera una aquel obispo; que el milagro, en efecto, hubiera cesado; que la magia existía; que, existiendo, tenga poder contra la religión; que el acusado fuera mago efectivamente; por último, aun siendo mago, que hubiera hecho un acto de magia (2).

El emperador Teodoro Lascaris atribuyó la enfermedad que padecía a la magia. Los acusados de haberse valido de ella no tenían otro recurso que manejar un hierro candente sin quemarse. Entre los Griegos, había que ser mágico para justificarse de la magia. Tal era el extremo de su idiotez, que ál delito más dudoso del mundo agregaron las pruebas más dudosas.

Reinando Felipe el Largo se expulsó de Francia a los judíos acusados de haber envenenado las fuentes por medio de los leprosos. Esta absurda acusación es suficiente para que se dude de todas las que se funden en la pública animosidad.

No quiero decir con esto que la herejía no deba castigarse; lo que digo es que para castigarla, se ha de proceder con gran circunspección.


Notas

(1) Historia del emperador Mauricio, por Teofilactes, cap. XI.

(2) Y que haya milagros, pudo añadir el autor. Sin duda omitió el decirlo, porque hubiera sido perseguido él por ataque a la religión católica.


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CAPÍTULO VI

Del crimen contra natura

No permita Dios que yo intente disminuir el horror que se siente contra semejante crimen, castigado por la religión, por la moral y por la política. Habría que proscribirlo, aunque no hiciera más que darle a un sexo las debilidades del otro y preparar una vejez infame por una juventud ignominiosa. Lo que voy a decir le dejará todas sus manchas, no atenuará su afrenta, pues sólo va contra la tiranía que puede abusar hasta del horror que inspira.

Como por su índole es este crimen oculto, ha sucedido con frecuencia que lo hayan castigado los legisladores por la simple deposición de un niño: esto es abrir una ancha puerta a la calumnia. Justino, nos dice Procopio (1), dictó una ley contra este crimen; hizo buscar no sólo a los que fueran culpables desde la promulgación de la ley, sino desde antes de ella, dándole efecto retroactivo. La declaración de un testigo, a veces de un esclavo, era lo bastante, sobre todo contra los ricos, y contra los que pertenecían a la facción de los verdes (2).

Es singular que entre nosotros, aquí donde la magia, la herejía, y el crimen contra natura son tres cosas de las que podría probarse: de la primera que no existe, de la segunda que se presta a un gran número de distinciones, interpretaciones y limitaciones; de la tercera, el crimen contra natura, que es a menudo obscuro; es singular, repito, que los tres hayan sido castigados con la pena del fuego.

Diré que el crimen contra natura nunca se propagará excesivamente en una sociedad, si el pueblo no es arrastrado a él por alguna causa, como sucedía entre los Griegos, que hacían todos sus ejercicios enteramente desnudos; como entre nosotros, donde la educación doméstica se halla en desuso; como entre los Asiáticos, donde hay personajes que tienen muchas mujeres, y las desprecian, en tanto que otros no poseen ninguna. Que no se prepare con excitaciones este crimen, que se le proscriba por medio de una policía rigurosa, como todos los ataques a la moral, y se verá que la naturaleza tarda poco en defender sus derechos o en recuperarlos. La dulce, amable y encantadora naturaleza ha esparcido sus placeres con liberalidad; Y al colmarnos de delicias, nos da hijos en los que renacemos y satisfacciones más intensas que esas mismas delicias.


Notas

(1) Historia secreta.

(2) Véanse las Consideraciones sobre la grandeza y decadencia de los Romanos, cap. XX.


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CAPÍTULO VII

Del crimen de lesa majestad

Las leyes de China mandan que quien falte al respeto debido al emperador sea castigado con la muerte. Como no definen en qué consiste esa falta, cualquier cosa puede dar pretexto para quitarle la vida a una persona a quien se tenga mala voluntad, y para exterminar a una familia entera.

Dos personas encargadas de redactar la Gaceta de la Corte (1) pagaron con su vida el haber escrito algo que no era cierto, por considerarse falta de respeto su equivocación (2).

Un príncipe de sangre real que, por distracción, había escrito una nota en un memorial sellado con la roja estampilla del emperador, fue acusado formalmente de haber faltado al respeto al soberano, lo que dió motivo a las persecuciones más terribles que ha registrado la historia.

Basta que no esté bien definido el crimen de lesa majestad, para que el gobierno degenere en despotismo. Acerca de esto he de extenderme algo más en el libro de la Composición de las leyes.


Notas

(1) En China hubo periódicos siglos antes de que en Europa se inventara la imprenta.

(2) Era un crimen de lesa majestad, en China, cualquier error o alteración de los hechos en que incurrieran los redactores de la >Gaceta de la Corte, y singularmente el insertar én ella cosas falsas. Disculpable severidad, dice un autor, pues siendo la Gaceta el órgano oficial del monarca, y éste su único censor, era un insulto a su imperial persona el presentarle a sus súbditos como capaz de mentir.


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CAPÍTULO VIII

De la mala aplicación del nombre de crimen de sacrilegio y de lesa majestad

Es un violento abuso dar el nombre de crimen de lesa majestad a un acto que no lo sea. Una ley de los emperadores (1) perseguía como sacrílegos a los que discutieran los dictados del príncipe o dudaran del mérito de los que él escogía para cualquier empleo (2).

Sin duda fueron los favoritos quienes establecieron y calificaron este crimen. Otra ley declaró que quien atentara contra los ministros y oficiales del príncipe era culpable de lesa majestad, como si hubiera atentado contra el príncipe mismo (3). Esta ley la debemos a dos príncipes (4) cuya debilidad es célebre en la historia: los dos fueron guiados por sus ministros como lo son los rebaños por sus pastores; eran príncipes esclavos en palacio, niños en el consejo, extraños a la milicia, que si conservaron el imperio fue porque en realidad no lo tenían. Algunos de sus favoritos conspiraron contra el imperio, llamaron a los bárbaros; y cuando se les quiso detener, el Estado era tan débil que fue preciso violar su ley exponiéndose al crimen de lesa majestad para castigarles.

Sin embargo en esa ley se fundaba el acusador de Cinq-Mars (5) cuando, para probar que este señor era culpable de lesa majestad por haber querido que se destituyera al cardenal Richelieu, dijo: El crimen que afecta a la persona del ministro es idéntico al perpetrado contra la persona del monarca, según las constituciones de los emperadores. Un ministro sirve al príncipe y al Estado; privar al uno y al otro de sus servicios, es quitarle al príncipe su brazo y al Estado su poder (6). El mayor servilismo no hablaría de otro modo.

Otra ley de Valentiniano, Teodosio y Arcadio (7), declara culpables de lesa majestad a los monederos falsos. ¿Pero no es esto confundir las cosas? Darle a otro delito el nombre de lesa majestad, ¿no es disminuir el horror del crimen de lesa majestad?


Notas

(1) Graciano, Valentiniano y Teodosio.

(2) Sacrilegii instar est dubitare an is dignus sit quem elegerit imperator. Esta ley sirvió de modelo a la de Roger en las constituciones de Nápoles.

(3) La ley quinta, del código ad Leg. jul, maj.

(4) Arcadio y Honorio.

(5) Memorias de Montresor, tomo l.

(6) Nam ipsi pars corpori nostri sunt. (La misma ley, en el código ad Leg. jul. maj).

(7) La ley novena del código de Teodosio, de Falsa moneta.


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CAPÍTULO IX

Prosecución del mismo asunto

El emperador Alejandro, al decirle Paulino que se preparaba a perseguir como culpable de lesa majestad a un juez que había sentenciado contra sus ordenanzas, respondió: En un siglo como el mío, no hay crimen indirecto de lesa majestad.

Faustiniano le escribió al mismo emperador que, habiendo jurado por la vida del príncipe no perdonar nunca a su esclavo, se veía forzado a perpetuar su cólera para no hacerse culpable de lesa majestad. Vanos terrores, le contestó el emperador; ya veo que no conocéis mis máximas.

Un senado consulto ordenó que no incurría en la culpa de lesa majestad el que hubiera fundido estatuas del emperador que fuesen reprobadas. Los emperadores Severo y Antonino le escribieron a Porcio que no se persiguiera por lesa majestad a los que vendieran estatuas del emperador no consagradas. Los mismos emperadores advirtieron a Julio Casiano que no era crimen de lesa majestad arrojar una piedra sin querer a la estatua del emperador (1). La Ley Julia pedía todas estas modificaciones, pues según ella eran culpables de lesa majestad los que fundían estatuas de los emperadores y aun todos los que hicieran algo parecido (2), por lo cual la calificación del mencionado crimen era arbitraria.

Cuando hubo demasiados crímenes de lesa majestad, fue necesario distinguir entre ellos. Por eso el jurisconsulto Ulpiano, después de haber dicho que la acusación de lesa majestad no prescribía ni aun con la muerte del culpable, hubo de añadir que no hacía referencia a todos los crímenes de lesa majestad señalados en la ley Julia, sino solamente a los atentados directos contra la vida del emperador.


Notas

(1) Véase la ley 5, párr. 2, del código Leg. jul. maj.

(2) Aliudve quid simile admiserint. (Ley 6, ídem).


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CAPÍTULO X

Continuación del mismo asunto

Una ley de Inglaterra y de la época de Enrique VIII, declaraba culpables de alta traición a cuantos predijeran la muerte del rey. Era una ley muy vaga. El despotismo tan terrible es, que se vuelve hasta contra los mismos que lo ejercen. En la última enfermedad del rey, los médicos no se atrevieron a decir que estaba en peligro; y obraron, sin duda, en consecuencia (1).


Notas

(1) Véase la Historia de la Reforma, por Burnet.


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CAPÍTULO XI

De los pensamientos

Un Marsias soñó que degollaba a Dionisio (1). Éste lo mandó matar diciendo que no habría soñado por la noche si no hubiera pensado en el día. Fue una acción tiránica, pues aunque hubiera pensado no había ejecutado (2). Las leyes no deben castigar más que los hechos.


Notas

(1) Plutarco, Vida de Dionisio.

(2) Se castigan los actos; el pensamiento no delinque.


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CAPÍTULO XII

De las palabras indiscretas

Nada hace más difícil la calificación del crimen de lesa majestad, que el fundarse la acusación en palabras. Las palabras están sujetas a interpretación; y hay tanta diferencia entre la indiscreción y la malicia, y tan poca entre las expresiones que la una y la otra emplean, que la ley no puede someter las palabras a una pena capital; a no ser que declare expresamente qué palabras son las que a tal pena quedan sometidas (1).

Las palabras no forman un cuerpo de delito, no quedan más que en la idea. Generalmente no son delictuosas por sí mismas, ni por sí mismas significan nada, sino por el tono en que se digan. Suele suceder que, repitiendo las mismas palabras, no encierran siempre igual sentido. El sentido depende, no solamente del tono, sino también de la relación que tengan con otras cosas distintas de las expresadas. Algunas veces dice más el silencio que todos los discursos. No hay nada tan equívoco como las palabras. ¿Y ha de incurrirse con ellas en un crimen de lesa majestad? Dondequiera que se entiende así, no existe la libertad, ni siquiera su sombra.

En el manifiesto de la difunta zarina contra la familia de Olguruki (2), uno de estos príncipes era condenado a muerte por haber proferido palabras indecorosas que se referían a ella; otro, por haber interpretado maliciosamente sus disposiciones imperiales ofendiendo a su sagrada persona con palabras poco respetuosas.

No pretendo disminuir la indignación que deben inspirar los que quieran empañar la gloria de su príncipe; pero sí sostengo que, para moderar el despotismo, sin dejar impune aquella incorrección, basta una pena correccional sin que una acusación de lesa majestad, siempre terrible para la inocencia misma, agrave excesivamente la situación del culpable (3).

Las acciones, como bien puede observarse, no son de todos los días; una acusación falsa, relativa a hechos, puede aclararse fácilmente. Las palabras, unidas a una acción, toman el carácter de la misma acción. Pongamos un ejemplo; va un hombre a la plaza pública y exhorta al pueblo a rebelarse; por excitación a la revuelta se hace culpable de lesa majestad: pues sus palabras se juntan a la acción y forman parte de ella. Es el acto lo que se castiga, no las palabras. Éstas no son criminales, sino cuando preparan, acompañan o secundan un acto criminal. Se trastornó todo, si se hace de las palabras un crimen capital en vez de mirarlas como el signo de un crimen capital.

Los emperadores Teodosio, Arcadio y Honorio escriben a Rufino, prefecto del pretorio: Si alguno hablase mal de nuestra persona o de nuestro gobierno, que no se le castigue: si habló por ligereza, es menester despreciarlo; si por imbecilidad, compadecerlo; si por ofendernos, perdonarlo. Así, pues, dejando las cosas en toda su integridad, nos daréis conocimiento de ellas para que juzguemos de las palabras según las personas que las digan y pensemos bien si deben ser juzgadas o desdeñadas.


Notas

(1) Si non tale sit delictum, inquod vel scriptura legis descendit, vel ad exemplum legis vindicandum est, dice Modestino en la ley VII, ad Leg. jul. maj.

(2) En 1740.

(3) Neo lubrioum linguae ad pamam facile trahendum est. (Modestino, en la ley VII).


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CAPÍTULO XIII

De los escritos

Los escritos contienen algo más permanente que las palabras; pero cuando no preparan, no predisponen al crimen de lesa majestad, no son materia de crimen de lesa majestad.

Augusto y Tiberio, sin embargo, les imponían la pena correspondiente a dicho crimen (1). Augusto lo hizo con ocasión de ciertos escritos contra personas ilustres (hombres y mujeres); Tiberio, porque algunos escritos los creyó dirigidos contra él. Nada más fatal para la libertad romana. Cremucio Cordo fue acusado, porque en sus anales, había llamado a Casio el último de los Romanos (2).

Los escritos satíricos son casi desconocidos en los Estados despóticos; el abatimiento por un lado, y la ignorancia por otro, quitan la. voluntad de hacerlos y aun la capacidad. En la democracia son permitidos y abundan, por la misma razón que los prohibe el gobierno personal. Como es lo más general que se dirijan contra gentes poderosas, en la democracia halagan a la malignidad del pueblo que gobierna. En las monarquías templadas se los prohibe, pero es más bien cuestión de policía que de delincuencia. Hasta es de buena política el tolerarlos, porque entretienen al público, satisfacen a los descontentos, disminuyen el deseo de figurar y hacen que el pueblo se ría de sus propios sufrimientos.

El gobierno aristocrático es el que menos consiente obras satíricas, si no las proscribe en absoluto. Es un régimen en el cual los magistrados son reyezuelos, sin grandeza bastante para despreciar insultos. Si en la monarquía va algún dardo contra el monarca, está demasiado alto para llegar a él; a un aristócrata lo atraviesa de parte en parte. Así los decenviros castigaron con la muerte los escritos satíricos (3).


Notas

(1) Tácito, lib. 1 de los Anales. Esto continuó en los reinados siguientes. Véase la ley primera en el código de famosis libellis.

(2) Tácito, lib. IV de los Anales.

(3) Ley de las Doce Tablas.


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CAPÍTULO XIV

Violación del pudor en los castigos

Hay reglas de pudor observadas en casi todos los países del mundo. Absurdo sería el violarlas al castigar delitos, puesto que el castigo debe tener por objeto restablecer el orden.

Los Orientales, que han expuesto mujeres a elefantes amaestrados para un abominable género de suplicio, ¿querían violar la ley por la ley?

Una antigua costumbre de los Romanos prohibía matar a las jóvenes que no eran núbiles, Tiberio se valió del expediente de hacer que las violara el verdugo antes de enviarlas al suplicio (1); sutil y cruel tirano, que destruía las costumbres por conservar las costumbres.

Cuando la magistratura japonesa ha hecho exponer en las plazas públicas mujeres desnudas, haciéndolas andar como animáles, hacía que el pudor se estremeciera (2); y cuando obligaba a una madre ... cuando obligaba a un hijo ... no puedo acabar; son cosas que estremecían a la misma naturaleza.


Notas

(1) Suetonio, in Tiberio. - La palabra virgen, que se lee en el texto de Suetonio, designaba a toda mujer que no fuera casada ni conocida por cortesana.

(2) Colección de viajes que han servido para establecer la Compañía de las Indias, tomo V, 2a. parte. No habla de estas abominaciones más que un solo viajero, casi desconocido, llamado Reyergisbert, a quien se las contó, según él dice, un magistrado del Japón. Añade que este magistrado japonés se complacía en atormentar de semejante modo a los cristianos. -Dice una de las Notas de Voltaire: A Montesquieu le gustan estos cuentos. Nos cuenta que los Orientales entregaban las mozas a los elefantes, pero no nos dice qué Orientales eran esos. En verdad que estas citas amorosas no tienen nada que ver con el templo de Guide, ni con el congreso de Citerea, ni con el espíritu de las Leyes. Con pena y contra mi gusto combato algunas ideas de un filósofo ciudadano a quien admiro, y señalo algunos de sus errores. No haría estos ligeros comentarios ni intentaría esta refutación, si no me sintiera inflamado de amor a la verdad. Estoy conforme, en general, con las máximas que Montesquieu enuncia más bien que desarrolla; acepto cuanto él dice acerca de la libertad política, del despotismo, de los tributos, dc la esclavitud, por lo cual no imitaré a los eruditos que han empleado tres tomos en recoger errores de detalle. Ni entraré tampoco en la discusión del antiguo gobierno de los Francos, vencedores de los Galos; en aquel caos de costumbres, todas raras y contradictorias; en el examen de aquella barbarie, de aquella anarquía, sobre lo cual hay tantas divergencias como en materia teológica. Demasiado tiempo se ha perdido bajando a los abismos y registrando escombros. El autor del Espíritu de las Leyes se pierde en esas ruinas, como los demás. Los orígenes de las naciones son demasiado obscuros, como todos los sistemas sobre los primeros principios son un caos de fábulas. Cuando se extravía un genio tan admirable como Montesquieu, no es extraño que yo me pierda en nuevos errores al descubrir los suyos. Es la suerte de todo el que persigue la verdad ...


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CAPÍTULO XV

De la manumisión del esclavo por acusar al amo

Augusto mandó que los esclavos de los que hubieran conspirado contra él fueran vendidos en subasta pública, para que pudieran deponer contra sus amos (1). No debe desdeñarse nada que conduzca al descubrimiento o esclarecimiento de un gran crimen. Es natural, por consiguiente, que en un Estado en que haya esclavitud puedan ser indicadores los esclavos; indicadores, pero no testigos.

Vindex indicó la conspiración fraguada en favor de Tarquino: pero no fue testigo contra los hijos de Bruto. Era justo dar la libertad a quien había hecho a su patria un tal servicio.

El emperador ordenó que los esclavos no fueran testigos contra sus amos en el crimen de lesa majestad (2); ley que no está inclusa en la compilación de Justiniano.


Notas

(1) Obsérvese que Tácito, en sus Anales (lib. II, cap. XXX y lib. II, cap. LIVII), atribuye esta ley a Tiberio, no a Augusto.

(2) Flavio Vopisco, en su Vida.


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CAPÍTULO XVI

Calumnia en el crimen de lesa majestad

Es necesario hacer justicia a los Césares: no imaginaban ellos las tristes leyes que hacían. Fue Sila el primero en enseñarles que no se debía penar a los calumniadores; no se tardó en hacer más: en recompensarlos (1).

Notas

(1) Et quo quis distinctior accusator, o magis honores assequebatur, ac veluti sacrosantus erat (Tácito)


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CAPÍTULO XVII

De la revelación de las conspiraciones

Cuando tu hermano, o tu hijo, o tu hija, o tu mujer amada, o tu amigo, que es como tu alma, te digan en secreto vamos a otros dioses, los lapidarás; primero por tu mano, en seguida por la de todo el pueblo, Esta ley del Deuteronomio (1) no puede ser ley civil en la mayor parte de los pueblos que conocemos, porque abriría la puerta a numerosos crímenes.

La ley que ordena en varios Estados, so pena de la vida, revelar todas las conspiraciones, aun aquellas en que no se haya tomado parte, no es menos dura. Si la adopta un Estado monárquico, es muy convemente restringirla.

Solamente debe aplicarse con severidad cuando se trata del crimen de lesa majestad bien definido, bien calificado. Es muy importante no confundir los diferentes grados de culpabilidad.

En el Japón, donde las leyes trastornan todas las ideas de la razón humana, la denuncia es obligatoria en los casos más comunes; no revelar un crimen es uno de los mayores crímenes.

Según el relato de un viajero (2) dos señoritas fueron encerradas hasta la muerte en un cofre erizado de puntas; la una por cierta intriga amorosa, la otra por no haberla denunciado.


Notas

(1) Cicerón, pro Cluentio, art, 3.

(2) Colección de viajes que han servido para establecer la Compañía de las Indias, lib. V, 2a. parte.


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CAPÍTULO XVIII

De lo peligroso que es en las Repúblicas, el castigar con exceso el crimen de lesa majestad

Cuando una República ha logrado destruír a los que intentaban derribarla, es menester apresurarse a poner término a las venganzas, a los castigos y aun a las recompensas.

No es posible imponer grandes castigos y hacer, por consiguiente, grandes cambios, sin sentar la mano a algunos grandes personajes influyentes. En este caso, más vale perdonar mucho que castigar mucho, desterrar poco que desterrar con exceso, respetar los bienes que excederse en las confiscaciones. Con pretexto de la venganza pública, se extendería demasiado la tiranía de los vengadores. Es preciso volver lo más pronto posible a la normalidad, en la que las leyes protegen a todos porque no se han hecho contra nadie.

Los Griegos no pusieron límites a las venganzas que tomaron contra los tiranos o contra los que sospechaban que lo eran. Mataban a sus hijos y a sus parientes más próximos (1). Expulsaron infinidad de familias. Estos rigores quebrantaron sus Repúblicas. Los destierros y la vuelta de los desterrados, siempre fueron épocas marcadas por el cambio de la constitución.

Los Romanos fueron más prudentes. Condenado Casto por haber aspirado a la tiranía, se habló de matar hasta sus hijos; no fueron condenados a ninguna pena. Los que quisieron, dice Dionisio de Halicarnaso (2), cambiar esta ley al acabarse la guerra civil, y excluír de los empleos a los hijos de los proscrÍptos de Sila, son bien criminales.

En las guerras de Mario y Sila se ve hasta qué punto se habían depravado poco a poco las almas de los Romanos. Cosas tan funestas, pudo creerse que no se verían más. Pero en tiempo de los triunviros se quiso extremar la crueldad y parecer menos crueles; es triste ver los sofismas que empleó la crueldad. Puede leerse en Apiano (3) la fórmula de las proscripciones. Se diría que su único objeto era el bien de la República, según lo que se habla en ella de serenidad y de imparcialidad, de las ventajas de la misma proscripción, de la seguridad que se promete a los ricos, de la tranquilidad que van a tener los pobres, del interés que merecen la vida y el sosiego de todos los ciudadanos, de que se quiere apaciguar a la tropa, en una palabra, de que todos van a ser felices (4).

Roma estaba inundada de sangre cuando Lépido triunfó en España; sin embargo, por un absurdo sin ejemplo se ordenó regocijarse bajo pena de ser proscripto (5).


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, lib. VIII. - Tyrannos occisos, quinque ejus proximos cognatione magistratus necato. (Cicerón, Invención, lib. II).

(2) Lib. VIII, pág. 547.

(3) De las Guerras civiles, lib. IV.

(4) Quod felix faustumque sit.

(5) Sacris et epulis dent hune diem; qui secus faxit, inter proscriptos esto.


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CAPÍTULO XIX

Cómo se suspende el uso de la libertad en la República

En los Estados en que más se cuida de la libertad, hay leyes que la violan contra uno solo por conservar la de todos. Es lo que ocurre en Inglaterra con los bill de excepción, correspondientes a las leyes de ostracismo que se dictaban en Atenas contra un particular; pero en Atenas se habían de hacer por el sufragio de seis mil ciudadanos. Corresponden también a las leyes que se llamaban en Roma privilegios (1) y que no podían hacerse más que en las grandes asambleas del pueblo. Aun así, quería Cicerón que se las aboliera, porque la fuerza de la ley está en que sea aplicable a todo el mundo (2). Confieso que los usos de los pueblos más libres que han existido en la tierra, me inclinan a creer que hay casos en que es preciso echar un velo, por un momento, sobre la libertad, como se hacía con las estatuas de los dioses.


Notas

(1) De privis hominibus lates. (Cicerón, De las Leyes, lib. III).

(2) Scitum est jussum in omnes. (Cicerón, De las leyes, lib. III).


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CAPÍTULO XX

De las leyes favorables a la libertad del ciudadano, en la República

Sucede a menudo en los Estados populares, que sean públicas las acusaciones, pudiendo cualquiera acusar a otro. Por lo mismo se han hecho leyes a propósito para defender la inocencia de los ciudadanos. En Atenas, el denunciador que no tenia en su favor la quinta parte de los votos, pagaba una multa de mil dracmas. Esquines fue condenado a pagarla por haber acusado a Tesifonte (1). En Roma era descalificado e infamado el acusador injusto (2), imprimiéndole una K en la frente (3). Se rodeaba de guardias al acusador, para que no pudiera corromper a los jueces ni a los testigos.

Ya he hablado de la ley ateniense y romana que facultaba al acusado para retirarse antes del juicio.


Notas

(1) Véase Filostrato. (Vidas de los Sofistas y Vida de Esquines). Véanse también Plutarco y Focio.

(2) En Virtud de la ley Remnia.

(3) La letra k era la inicial de calumnia en el latín primitivo.


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CAPÍTULO XXI

De la crueldad de las leyes respecto a los deudores en la República

Ya es bastante superioridad la que tiene un ciudadano sobre otro, si le ha prestado dinero, que el segundo tomó por deshacerse de él y por consiguiente no lo tiene ya. ¿Qué será si agravan la servidumbre las leyes de la República, sujetándolo más todavía a la voluntad de su acreedor?

En Atenas y en Roma se permitía en los primeros tiempos que los acusadores tomaran por esclavos a sus deudores, o como tales esclavos, los vendieran, si no podían pagar (1). Solón corrigió en Atenas esta costumbre (2), ordenando que nadie estaría obligado a pagar con su persona sus deudas civiles. Pero los decenviros no lo corrigieron en Roma; aunque tenían a la vista lo hecho por Solón, no quisieron imitarlo. Y no es el único pasaje de la ley de las Doce Tablas en que se ve el propósito de los decenviros de bastardear el espíritu de la democracia (3).

Estas leyes, tan duras contra los deudores, pusieron en peligro muchas veces la República romana. Se presentó una vez en la plaza pública un hombre cubierto de heridas, escapado de la vivienda de su acreedor (4). El pueblo se conmovió al ver aquel espectáculo. Otros ciudadanos, que sus acreedores no se atrevieron a conservar cautivos, salieron de los calabozos en que estaban. El pueblo entonces, no pudiendo ya contener su indignación, se retiró al Monte Sacro. No obtuvo la abrogación de aquellas leyes, pero encontró un magistrado que lo defendiera. Se salió de la anarquía para caer en la tiranía. Manlio, para hacerse popular, quiso librar de sus acreedores a los ciudadanos que habían sido reducidos a la esclavitud por deudas (5); pero el mal persistía. Leyes particulares dieron facilidad de pago a los deudores (6); y el año 428 de Roma dieron los cónsules una ley que les quitaba a los acreedores el derecho de tener a los deudores en sus casas y en la servidumbre (7). Un usurero, llamado Papirio quiso atentar contra el pudor de un mozo que se llamaba Publilio, a quien tenía aherrojado. -El crimen de Sexto le dió a Roma la libertad política; el de Papirio le dió la libertad civil.

Tal fue el destino de la gran ciudad, a la que crímenes nuevos le confirmaron la libertad que le habían dado crímenes antiguos. El atentado de Apio contra Virginia devolvió al pueblo aquel horror contra los tiranos que le había inspirado la desdicha de Lucrecia. Treinta y siete años después (8) del atentado infame de Papilio, un hecho semejante (9) hizo qué el pueblo se retirara al monte Janículo (10), Y que la ley favorable a los deudores tomara nueva fuerza.

Desde aquel tiempo, más perseguidos fueron los acreedores por quebrantar las leyes dictadas contra la usura, que los deudores por no pagar sus deudas.


Notas

(1) Algunos vendían sus hijos para pagar sus deudas. (Plutarco, Vida de Solón).

(2) Plutarco, idem.

(3) Parece que esta costumbre se hallaba establecida en Roma antes de la ley de las Doce Tablas. (Véase Tito Livio, primera década, lib. II).

(4) Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, lib. VI.

(5) Plutarco, Vida de Furio Camilo.

(6) Véase más adelante el lib. XXII, caps. XXI y XXII.

(7) Esta ley se dió ciento veinte años después de la de las Doce Tablas. Eo anno plebi Romanae velut atiud initium libertatis, factum est quod necti desierunt. (Tito Livio, lib. VIII). - Bona debitoris, non corpus obnoxium esset (Idem, ídem).

(8) El año 465 de Roma.

(9) El de Plaucio, que atentó contra el pudor de Veturio. (Valerio Máximo, lib. VI, art. IX). No deben confundirse ambos sucesos, pues son distintas personas y distintas fechas.

(10) Puede verse un fragmento de Dionisio de Halicarnaso, en el extracto de las virtudes y los vicios.


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CAPÍTULO XXII

De las cosas que merman la libertad en la monarquía

La cosa más inútil para el príncipe ha mermado muchas veces la libertad en las monarquías: los delegados o comisarios que se nombran a menudo para juzgar a alguien.

Tan poca utilidad saca el príncipe de los comisarios, que no vale la pena de que cambie el orden establecido para tan poca cosa. Es moralmente seguro que el príncipe tiene más espíritu de probidad y de justicia que sús comisarios, los cuales se creen siempre bastante justificados por las órdenes del príncipe o bien por interés del Estado, o por la elección que ha recaído en ellos o por sus temores mismos.

En tiempo de Enrique VIII, cuando se procesaba a un par del reino se le hacía juzgar por comisarios que pertenecían a la Cámara de los pares: con este método, se hizo morir a cuantos pares se quiso que desaparecieran.


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CAPÍTULO XXIII

De los espías en la monarquía

¿Hacen falta espías en la monarquía? El servirse de ellos no es práctica ordinaria de los buenos príncipes. Cuando un hombre es fiel a la legalidad, ha satisfecho cuanto debe al príncipe. Lo menos que se le debe a él es que tenga su casa por asilo, y entera seguridad mientras no falte a las leyes. El espionaje, empero, podría ser tolerable, si fuera ejercido por gente honrada; pero la infamia necesaria de la persona puede hacer que se juzgue de la infamia de la cosa. Un príncipe debe conducirse con sus súbditos, no mostrando recelos, sino con candor, franqueza y confianza. El que tenga inquietudes, sospechas y temores, será un actor que desempeñe su papel con poca desenvoltura. Si ve que las leyes, en general, conservan su vigor y son respetadas, puede creerse bien seguro. El aspecto general le responde de la actitud de los particulares. Que no abrigue ningún miedo y puede creer que será amado. ¿Por qué no se le amaría? Él es la fuente de todos los beneficios; los males y los castigos se achacan a las leyes. No se presente jamás sin un semblante sereno; hasta su gloria se nos comunica, su poder a todos nos sostiene. Prueba de que se le ama es la confianza que se pone en él; si un ministro nos niega lo que solicitamos, creemos que el monarca nos lo hubiera concedido. Aun en las grandes calamidades públicas, no se le atribuye la más pequeña culpabilidad, nadie le acusa. Laméntase, a lo más, que ignore lo que pasa, que esté engañado por gentes corrompidas. ¡Si el rey lo supiera! exclama el pueblo. Estas palabras son una especie de invocación, un testimonio de la confianza que inspira.


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CAPÍTULO XXIV

De las cartas anónimas

Los Tártaros están obligados a poner sus nombres en sus flechas para que se sepa quien las disparó. Filipo de Macedonia, herido por un dardo en el sitio de una fortaleza, pudo leer estas palabras escritas en el dardo que le hiriera: Aster ha herido mortalmente a Filipo (1). Si los que acusan a un hombre lo hicieran pensando en el bien público, no lo harían ante el príncipe, que puede ser fácilmente sorprendido o engañado, sino que presentarían su denuncia a los magistrados, conocedores de reglas formidables para los calumniadores. Los que no quieren dejar las leyes entre ellos y el acusado, prueban tener alguna razón para temerlas; y la menor pena que se les puede infligir, es no hacerles caso. Únicamente debe atendérseles cuando se trate de urgencias que no se presten a las lentitudes de la justicia ordinaria, o cuando se trate de la salud del príncipe. En estos casos puede creerse que el acusador no lo hace por su gusto, y que es la importancia de la cosa lo que ha movido su lengua. Pero en los demás casos, es mejor decir con el emperador Constantino: No sospechemos del que no ha tenido un acusador, que no le faltaba un enemigo (2).


Notas

(1) Plutarco, Obras morales, colección de algunas historias romanas y griegas; tomo II, pág. 487.

(2) Código de Teodosio, L. 6, de famosis libellis.


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CAPÍTULO XXV

De la manera de gobernar en la monarquía

La autoridad real es un gran resorte que debe moverse con regularidad y sin estrépito. Los Chinos celebran mucho a uno de sus emperadores, de quien dicen que gobernó como el cielo, es decir, dando ejemplo.

Hay casos en que el Poder debe actuar en toda su extensión; otros en que debe limitarse. Lo importante es conocer cuál sea la parte del poder, grande o pequeña, que debe emplearse en cada una de las diversas circunstancias.

En nuestras monarquías, toda la felicidad estriba en la opinión que el pueblo tenga de la blandura del gobierno. El ministro inhábil quiere advertiros y sin cesar os repite que sois esclavos. Aunque así fuera, lo acertado sería procurar que lo ignoraseis. No sabe deciros nada más, ni de palabra, ni por escrito, sino que el príncipe está enojado, que está muy sorprendido, que él os arreglará. Lo que facilita el mando es que el príncipe halague; que las leyes amenacen, y no el príncipe (1).


Notas

(1) Nerva aumentó la facilidad del imperio, dice Tácito. - En efecto, lo dice en la Vida de Agrícola, cap. III. Mas repárese que no dice facilitatem imperii, sino felicitatem imperii.


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CAPÍTULO XXVI

En la monarquía, el principe debe ser accesible

Esto se sentirá mejor por los contrastes.

El zar Pedro I, ha dicho Perry, ha hecho una nueva ordenanza que prohibe presentarle ninguna solicitud sino después de haberla presentado dos veces a sus oficiales. Si el solicitante es desatendido las dos veces, la tercera solicitud puede presentarse al zar; pero el que pida o reclame sin justificación, debe perder la vida. Y nadie desde entonces ha dirigido súplicas al zar.


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CAPÍTULO XXVII

De las costumbres del monarca

Las costumbres del príncipe contribuyen tanto a la libertad como las leyes; puede hacer con ellas, de los hombres, animales; de los animales, hombres. Si ama las almas libres, tendrá súbditos; si prefiere las almas serviles, tendrá siervos. Si quiere saber el difícil arte de reinar, que tenga a su lado el honor, la virtud, que llame junto a sí al mérito personal. Que no tema a esos rivales suyos llamados hombres de mérito y de talento: es igual a ellos, si los ama. Que les gane el corazón, pero no les aprisione el espíritu. Que se haga popular: debe lisonjearle el cariño del más ínfimo súbdito; todos sus súbditos son hombres. Es tan poco lo que pide el pueblo, que no debe rehusársele; se contenta con tan escasas consideraciones, que es justo concedérselas. Tan infinita es la distancia que media entre el monarca y el pueblo, que aquél no puede estorbar a éste. Que el soberano sea tan exorable al ruego como inexorable con la petición. Y no olvide que si los cortesanos celebran sus gracias, el pueblo aplaude sus justicias.


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CAPÍTULO XXVIII

De las consideraciones que los monarcas deben a sus súbditos

Es menester que sean muy comedidos en las bromas. Éstas lisonjean cuando son discretas y moderadas, porque dan un medio de entrar en la familiaridad; pero cuando son picantes o rayan en la burla no están bien ni en el último de los vasallos, mucho menos en el príncipe, que tales chanzas hieren mortalmente.

Y menos debe hacérsele un insulto a ningún súbdito; la misión del monarca es perdonar o castigar, nunca insultar.

Cuando un monarca ofende con la palabra o el ademán a cualquiera de sus súbditos, le trata peor que a los suyos el déspota de los Turcos o el de los Moscovitas. Si éstos insultan a sus vasallos, no los deshonran aunque los humillen; en tanto que aquéllos los humillan y los deshonran.

Es tal el preconcepto de los Asiáticos nacidos y criados en el servilismo, que una afrenta inferida por su príncipe la consideran efecto de su bondad paternal, y nosotros, por nuestra manera de pensar, añadimos al dolor de la afrenta la desesperación de no poder lavarla.

Los monarcas deben alegrarse de tener por súbditos a hombres más amantes del honor que de la vida, sentimiento que "es un motivo más de fidelidad y de valor.

Pueden recordarse las desgracias que les han ocurrido a varios príncipes cuando han sido bastante inconsiderados para injuriar a sus súbditos: la venganza del eunuco Narses, la del conde Don Julían y la de la duquesa de Montpensier; ofendida esta última por Enrique III, reveló alguno de sus defectos secretos y le amargó la vida.


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CAPÍTULO XXIX

De las leyes civiles adecuadas para poner un poco de liberalismo en el gobierno despótico

Aunque por su propia índole, el gobierno despótico es lo mismo en todas partes, puede haber circunstancias, costumbres, ejemplos, opiniones que en algo lo modifiquen, introduciendo en él diferencias muy considerables.

Es bueno que en él se admitan ciertas ideas. En China se tiene al príncipe por padre del pueblo. Y al fundarse el imperio de los Árabes, el príncipe era su predicador (1).

Conviene que haya algún libro sagrado que sirva de regla para todos, que preste su autoridad al régimen político. Los Árabes tienen el Corán, los Persas tienen los libros de Zoroastro, los Indios los libros de Vedas, los Chinos sus libros clásicos. El código religioso, que suple al civil, da cierta fijeza a la arbitrariedad, le impone reglas al propio despotismo.

No es un mal, que en los casos dudosos, consulten los jueces a los ministros religiosos (2). Así pasa en Turquía. Si el caso merece pena capital, puede ser conveniente que el juez o el gobernador oigan al parecer del sacerdote, aunque resuelva la autoridad política.


Notas

(1) En efecto, los Califas reunían el poder temporal y el religioso.

(2) Historia de los Tártaros,tercera parte, en las Observaciones.

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CAPÍTULO XXX

Continuación del mismo asunto

El furor despótico ha establecido que la culpa del padre recaiga en sus hijos y su mujer, que ya son bastante desventurados por su mala suerte sin ser culpables. Por otra parte, cuando uno pierde el favor del príncipe, bueno es que entre éste y el que ha caído en desgracia queden suplicantes que suavicen el enfado del primero, o aplaquen su justicia con sus explicaciones.

Es una buena costumbre de los Maldivos (1) la de que, al ser destituído o caer en desgracia algún señor, vaya todos los días a hacer la Corte al sultán hasta conseguir que le devuelva su gracia: con su presencia disipa más o menos pronto el desagrado del príncipe.

En algunos Estados despóticos, se piensa que hablarle al príncipe del que ha perdido su gracia es faltarle al respeto (2). Parece que ciertos príncipes hacen todo lo posible por privarse de una gran virtud: de la clemencia.

Arcadio y Honorio, en la ley que he citado tantas veces, declaran que no atenderán a los que se atrevan a pedir el perdón de los culpables. Esta ley era muy mala, aun dentro del despotismo (3).

La costumbre de Persia, que permite salir del reino a quien lo tenga a bien, es una buena costumbre; aunque la contraria se deriva del régimen despótico, en el cual se tiéne por esclavos a los súbditos y por esclavos fugitivos a los que se ausentan, es una costumbre buena la de Persia, aun para el despotismo, ya que el temor a que se fuguen o se alejen los contribuyentes modera las persecuciones de los recaudadores.


Notas

(1) Habitantes de las islas Maldivas, situadas en el Océano indico; son musulmanes. Es un archipiélago formado por 12.000 islas e islotes, distribuidos en quince o veinte grupos.

(2) Como en Persia. Hay una ley, dice Procopio, que prohibe hablar a los que son encerrados en el castillo del Olvido; no se permite ni aun pronunciar sus nombres.

(3) Sin embargo, Federico la copió en la constitución napolitana, véase la misma.


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