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De las relaciones que la imposición de los tributos y la importancia de los rendimientos tienen con la libertad
I.- De las rentas del Estado. II.- Discurren mal los que dicen que los tributos grandes son buenos por ser grandes. III. De los tributos en los países donde una parte del pueblo es esclava de la gleba. IV.- De una República en el mismo caso. V. De una monarquía en el mismo caso. VI.- De un Estado despótico en el mismo caso. VII. De los tributos en los países donde no existe la servidumbre de la plebe. VIII.- De cómo se conserva la ilusión. IX.- De una mala especie de impuesto. X.- La cuantía de los tributos depende de la naturaleza del gobierno. XI.- De las penas fiscales. XII.- Relación de la cuantía de los tributos con la libertad. XIII.- En cuáles gobiernos son susceptibles de aumento los tributos. XIV.- La naturaleza de los tributos depende de la especialidad del gobierno. XV.- Abuso de la libertad. XVI.- De las conquistas de los mahometanos. XVII.- Del aumento de tropas. XVIII.- De la condonación de los tributos. XIX.- De si es más conveniente al pueblo administrar los tributos o arrendarlos. XX.- De los arrendadores-.
De las rentas del Estado
Las rentas al Estado son una parte que da cada ciudadano de lo que posee para tener asegurada la otra, o para disfrutarla como le parezca.
Para fijar estas rentas se han de tener en cuenta las necesidades del Estado y las de los ciudadanos. Es preciso no exigirle al pueblo que sacrifique sus necesidades reales para necesidades imaginarias del Estado.
Son necesidades imaginarias las que crean las pasiones y debilidades de los que gobiernan, por afán de lucirse, por el encanto que tiene para ellos cualquier proyecto extraordinario, por su malsano deseo de vanagloria, por cierta impotencia de la voluntad contra la fantasía. A menudo se ve que los espíritus inquietos, gobernando, han creído necesidades del Estado las que eran necesidades de sus almas pequeñas.
No hay nada que los gobernantes deban calcular con más prudencia y más sabiduría que las contribuciones, esto es, la parte de sus bienes exigible a cada ciudadano y la que debe dejársele a cada uno.
Las rentas públicas no deben medirse por lo que el pueblo podría dar, sino por lo que debe dar; y si se miden por lo que puede dar, es necesario a lo menos que sea por lo que puede siempre.
Discurren mal los que dicen que los tributos grandes son buenos por ser grandes
Se ha visto en algunas monarquías, que ciertos países pequeños exentos de tributos, eran tan miserables como otros países colindantes agobiados por las exacciones. La principal razón es que el pequeño país, rodeado por los países vecinos, carecía de industria, de artes, de manufacturas, precisamente por hallarse enclavado en un Estado grande que tenía todo eso. El gran Estado en que están las artes y las industrias hace aranceles, tarifas, reglamentos en ventaja propia; el pequeño se arruina, forzosamente, por más que se reduzcan sus impuestos, y aunque se le exima de pagarlos.
Pero se ha deducido de la pobreza de algunos Estados chicos, no su incapacidad tributaria por la falta de industria, sino la necesidad de crearla recargando los impuestos. Más acertado sería la deducción contraria. La miseria de los países vecinos hace que acudan sus habitantes adonde hay industria, despoblándose aquéllos; pero si se aumentan los tributos, lejos de fomentarse la industria, se la menoscaba; el trabajo estará muy mal retribuído y los trabajadores, cansados de trabajar sin provecho, cifrarán su dicha en no hacer nada.
El efecto de las riquezas de un país es despertar la ambición en todos los pechos; el efecto de la pobreza es que engendra la desesperación. La primera la estimula el trabajo; la segunda la consuela la pereza.
La naturaleza es justa con los hombres: les recompensa; el trabajo los hace laboriosos, porque a mayores trabajos concede mayores recompensas. Pero si un poder arbitrario los despoja del premio que les ha dado la naturaleza, en lugar de sentirse estimulados al trabajo, se entregan a la inacción.
De los tributos en los países donde una parte del pueblo es esclava de la gleba
La servidumbre de la gleba se ha establecido algunas veces en los países recién conquistados. Cuando esto se hace, el esclavo que cultiva la tierra debe ser colono y copartícipe del amo. La única manera de reconciliar a los que trabajan con los que se divierten, es que se asocien para pérdidas y beneficios.
De una República en el mismo caso
Cuando una República ha obligado a una nación a labrar las tierras para la República, no debe permitir que el ciudadano pueda aumentar el tributo del esclavo. En Lacedemonia no se permitía; se pensaba allí que los ilotas labrarían mejor los campos cuando supieran que su servidumbre no se aumentaría; se creía también que los patronos serían mejores ciudadanos cuando no desearan más rendimientos que los de costumbre.
De una monarquía en el mismo caso
Cuando en una monarquía la nobleza hace cultivar las tierras en provecho suyo por el pueblo conquistado, es menester que el censo no pueda aumentar (1). Es bueno además que el príncipe se contente con su dominio propio y el servicio militar. Pero si quisiere levantar tributos en dinero sobre los esclavos de los nobles, el señor es quien responde del tributo y paga por sus esclavos con cargo a ellos (2). Si no se sigue esta regla, el Estado y el señor vejarán al esclavo alternativamente, lo sacrificarán, hasta que perezca de hambre o huya a los bosques.
Notas
(1) Esto es lo que mandó Carlomagno en sus bellas instituciones sobre el particular. (Véase el lib. V, art. 303 de las Capitulaciones).
(2) Es lo que se practica en Alemania.
De un Estado despótico en el mismo caso
Lo que acabo de decir es aún más indispensable en el Estado despótico. Un señor que en todos los instantes puede ser despojado de sus tierras y de sus esclavos, no se siente inclinado a su conservación.
Pedro I deseando imitar lo que se hacía en Alemania, y cobrar los tributos en dinero, hizo una ordenanza muy sabia que aun está vigente en Rusia. El noble cobra de los campesinos y el zar le cobra a él. Si el número de siervos disminuye, el señor sigue pagando lo mismo; si aumenta, no por eso paga más; está pues interesado en no hostigar; en no agobiar, en no vejar a sus siervos.
De los tributos en los países donde no existe la servidumbre de la plebe
Cuando en un Estado todos los particulares son ciudadanos, poseyendo cada cual su hacienda como el príncipe su imperio, pueden ponerse impuestos, a las personas, a las tierras, o a las mercancías; o a dos de estas cosas, o a las tres juntas.
En el impuesto a las personas, la proporción injusta sería la exactamente proporcionada a los bienes. En Atenas se había dividido a los ciudadanos en cuatro clases (1). Los que sacaban de sus bienes quinientas medidas de productos secos o liquidos, pagaban un talento; los que sacaban trescientas medidas pagaban medio talento; los que sacaban doscientas medidas pagaban diez minas o la sexta parte de un talento; los de cuarta clase, mercenarios que nada poseían, no pagaban nada.
La tasa era justa, sin ser proporcional; si no seguía la proporción de los bienes, estaba en proporción con las necesidades. Se juzgó que cada uno tenía la misma necesidad física y que lo necesario en tal concepto no debía ser tasado; que después de lo necesario viene lo útil, y esto sí debe tasarse, pero menos que lo superfluo; y que tasando con exceso lo superfluo se impedía precisamente lo superfluo.
En la tasa de las tierras, se hacían registros por diversidades; mas no era fácil conocer y apreciar las diferencias y aun era más difícil no tropezar con gentes interesadas en desconocerlas. Hay pues ahí dos clases de injusticia: la injusticia del hombre y la injusticia de la cosa. Pero si, en general, la tasa no es excesiva; si se le deja al pueblo, de sobra, lo que le es realmente necesario, las injusticias particulares significan poco. Y si, al contrario, no se le deja al pueblo lo que en rigor le hace falta para poder vivir, la menor desproporción ocasionará muy graves consecuencias.
Si algunos ciudadanos pagan menos de lo justo, el mal no es grande: su beneficio redundará en favor del público; si otros pagan demasiado, su perjuicio alcanzará a todos. Si el Estado proporciona su renta a la de los individuos, el desahogo de los particulares hará subir la renta del Estado. Todo depende del momento. ¿Empezará el Estado por empobrecer a los súbditos para enriquecerse, o esperará que los súbditos estén en situación de enriquecerlo? ¿Optará por lo primero o por lo último? ¿Comenzará por ser rico o acabará por serlo?
Los derechos impuestos a las mercaderías son los que el pueblo siente menos, porque no se le piden de una manera formal. Es un tributo indirecto, y puede hacerse de modo que el pueblo ignore que lo paga.
Para eso no es conveniente que sea el vendedor de cada mercancía quien pague el derecho impuesto a cada uno. El vendedor sabe muy bien que no paga por sí: y el comprador, que en definitiva es el que paga, confunde el recargo con el precio de la mercancía. Algunos autores han escrito que Nerón suprimió el derecho de veinticinco por ciento que antes se pagaba sobre los esclavos que se vendían (2); le hubiera sido lo mismo ordenar que este impuesto lo pagara el vendedor en lugar del comprador; con este arreglo, hubiera mantenido aquel impuesto aparentando abolirlo.
Hay dos reinos en Europa que han puesto contribuciones muy fuertes sobre las bebidas; en el uno, el expendedor paga este impuesto él solo; en el otro, lo pagan todos los consumidores indistintamente. En el primero, nadie siente el rigor de tal tributo; en el segundo se le cree oneroso. En aquél, ve el ciudadano que tiene la libertad de no pagarlo; en éste, no siente más que la necesidad que le obliga.
Por otra parte, para que tribute directamente cada ciudadano, es preciso ejecutar casa por casa repetidas investigaciones. Nada más contrario a la libertad; y los que establecen este régimen, no pueden lisonjearse de haber encontrado la mejor especie de administración.
Notas
(1) Polux, lib. VIII, cap. x, art. 130.
(2) Vectigal quoque quintre el vicesimae venalium mancipiorum remissum specie magis quam vi; quia cum vcnditor pendere juberetur in partem pretii, emptoribus accrescebat. (Tácito, Anales, lib. XIII).
De cómo se conserva la ilusión
Para que el precio de la cosa y el derecho que se le imponga puedan confundirse en la mente del que paga, es preciso que haya cierta relación entre la mercancía y el impuesto, sin que se grave un género de poco precio con un derecho extremado. Hay países en los cuales el derecho es diez y siete o diez y ocho veces el valor del artículo. En este caso, el príncipe les quita la ilusión a los contribuyentes haciéndoles ver que se les trata sin consideración, en lo cual comprenden hasta dónde llega su servidumbre.
Por otro lado, para que el príncipe cobre un derecho tan desproporcionado con el valor de la cosa, menester sería que vendiera él mismo, es decir, él solo, para que el pueblo no pudiera comprar en otra parte; lo que está sujeto a mil inconvenientes.
Siendo en tal caso muy lucrativo el fraude, la pena razonable y natural que es la confiscación, no basta para impedirlo, sobre todo cuando el precio de la cosa es ínfimo, que es lo ordinario. Es necesario, pues, recurrir a penas extravagantes, parecidas a las que se imponen a los mayores delitos. Así desaparece toda proporción en las penas. A hombres que no es posible considerar malvados, se les castiga como si lo fueran, lo que es enteramente contrario al espíritu del gobierno moderado.
Agréguese a esto que cuantas más ocasiones tiene el pueblo de defraudar al recaudador, tanto más se enriquece éste y se empobrece aquél. Para contener el fraude hay que darle al recaudador medios de causar vejaciones extraordinarias; es peor el remedio que la enfermedad.
De una mala especie de impuesto
Hablaremos de pasada del impuesto que existe en varios países sobre las diversas cláusulas de los contratos. Como estas cosas están sujetas a distinciones sutiles, se necesita poseer extensos conocimientos y mucha práctica para defenderse del recaudador. Facultado éste para interpretar las ordenanzas del príncipe, ejerce un poder arbitrario sobre las fortunas. La experiencia ha demostrado que es preferible gravar con un impuesto el papel en que se extienda el contrato, no teniendo validez los que no estén escritos en papel sellado.
La cuantía de los tributos depende de la naturaleza del gobierno
En los gobiernos despóticos, los tributos deben ser livianos. De no ser así, ¿quién se tomaría el trabajo de labrar las tierras? Además, ¿cómo pagar tributos considerables en un gobierno que cobra y no corresponde con beneficio alguno?
Por la desmedida autoridad del príncipe y la extrema debilidad del pueblo, es preciso evitar las causas de confusión en materia de tributos. El percibo de éstos debe ser fácil, para lo cual han de establecerse con tanta precisión que no puedan los recaudadores aumentarlos ni disminuirlos. Cierta porción de los frutos de la tierra, una cuota fija por persona, un tanto por ciento sobre las mercancías; he aquí lo más conveniente.
Es bueno en los gobiernos despóticos que los mercaderes tengan una salvaguardia personal, respetada por el uso, de lo contrario serán demasiado débiles en las cuestiones que tengan con los agentes del fisco.
De las penas fiscales
Es una cosa rara que las penas fiscales sean más severas en Europa que en Asia. En Europa se embargan las mercancías y a veces hasta los barcos y los carros; en Asia no se hace lo uno ni lo otro. La razón es que en Europa el mercader tiene jueces que le defiendan de la opresión, mientras que en Asia no tendría más jueces que los mismos opresores. ¿Qué haría un mercader contra el bajá que hubiese resuelto confiscar sus géneros?
La vejación despótica se sobrepone a sí misma, viéndose obligada a la adopción de una templanza relativa. En el imperio turco no se exige más que un derecho de entrada, pagado el cual circula libremente la mercancía por el país entero. Las declaraciones falsas no llevan consigo un recargo en el derecho impuesto y mucho menos la confiscación. En China no se abren los fardos de los que no son mercaderes (1). En el Mogol no se castiga el fraude con la confiscación, aunque sí con el duplo del derecho establecido. Los príncipes tártaros (2) que viven en las ciudades frecuentadas por los mercaderes, no cobran nada o muy poco, por las mercancías de tránsito. Y si en el Japón se considera capital cualquier delito de fraude en el comercio, es porque hay razones para prohibir toda comunicación con el extranjero; el fraude es allí, más bien contravención a las leyes de seguridad del Estado que a las leyes comerciales.
Notas
(1) Duhalde, tomo II, pág. 57.
(2) Historia de los Tártaros, 3a. parte, pág. 292.
Relación de la cuantía de los tributos con la libertad
Regla general; pueden ir creciendo los tributos proporcionalmente a la libertad de que se goza, pero es preciso moderarlos a medida que aumenta la servidumbre. Siempre ha sido y siempre será así. Es regla derivada de la naturaleza, que es siempre la misma. Puede observarse en Inglaterra, en Holanda y en todos los Estados en que la libertad va descendiendo gradualmente hasta perderse en Turquía. Suiza parece una excepción puesto que en ella no hay tributos; pero conocida es la razón particular del hecho, que confirma lo que he dicho. En aquellas áridas montañas son tan caros los víveres y la población tan densa, que un suizo paga a la naturaleza cuatro veces más de lo que al sultán le paga un turco.
Un pueblo dominador, como el ateniense y el romano, puede eximirse de todo impuesto porque impera sobre naciones conquistadas y sometidas. No tributará en proporción de la libertad que tenga, porque en la relación de que se trata no es un pueblo, sino un monarca.
Pero la regla general subsiste siempre. En los gobiernos moderados hay una compensación del peso de los tributos: la libertad. En los Estados despóticos hay una equivalencia a la libertad: la modicidad de los tributos (1).
En ciertas monarquías de Europa suele haber provincias (2) que, por la índole de su régimen político, están mejor administradas que las otras. Se cree que pagan poco, porque la bondad del régimen les permitiría pagar bastante más; pero por eso los unitarios no piensan más que en despojarlos de un régimen que produce tamaños beneficios, en lugar de aplicarlo a todas las demás provincias agobiadas por la centralización.
Notas
(1) En Rusia eran pequeñas las contribuciones, pero han ido aumentando desde que se ha moderado un tanto el despotismo.
(2) Los paises de Estados. - Asi se llamaban antes las provincias que mantenian el derecho de fijar sus gastos y sus tributos, como las provincias Vascongadas en España.
En cuáles gobiernos son susceptibles de aumento los tributos
En casi todas las Repúblicas pueden los tributos aumentarse, porque el ciudadano que cree pagarse a sí mismo los paga de buena voluntad; ordinariamente puede hacerlo, porque las ventajas del régimen le dan medios suficientes.
En la monarquía templada también es posible un aumento en la tributación, porque la misma templanza del gobierno suele proporcionarle un aumento de riqueza: aumento que viene a ser como un premio otorgado al príncipe en recompensa de su moderación, de su respeto a las leyes.
En el Estado despótico no pueden aumentarse los tributos, porque en la máxima esclavitud no cabe aumento.
La naturaleza de los tributos depende de la especialidad del gobierno
El impuesto por cabeza es más propio de la servidumbre; el impuesto sobre las mercaderías es más propio de la libertad, porque no se refiere tan directamente a la persona.
Lo natural en el gobierno despótico es que el príncipe no pague en dinero a sus soldados ni a los individuos de su Corte, sino que les reparta tierras, y por consiguiente, exija pocos tributos. Si paga en metálico, es más natural que cobre por cabeza. Pero el tributo por cabeza debe ser muy módico, porque no siendo posible establecerlo de diversas clases a causa de los abusos que de esto resultarían, se ha de fijar para todos la cuota que los pobres sean capaces de satisfacer.
El tributo natural en el gobierno templado es el impuesto sobre las mercaderías. Como este impuesto, en realidad, lo paga el comprador, aunque lo anticipe el mercader, es un préstamo que éste hace a aquél; de modo que al negociante se le debe considerar deudor del Estado y acreedor de todos los particulares. Anticipa al Estado lo que el comprador ha de pagarle a él. Se comprende, pues, que cuanto más moderado es el gobierno, cuanto mayor sea el espíritu de libertad, cuanto mayor sea la seguridad de que gocen las fortunas, tanto más fácil ha de serle al mercader anticipar al Estado lo que, en definitiva, es un préstamo a los particulares. En Inglaterra, el mercader le anticipa al Estado cincuenta o sesenta libras esterlinas por cada tonel de vino que recibe; ¿se atrevería a hacerlo en un país gobernado corno el imperio turco? Aun queriendo hacerlo no podría con una fortuna sin estabilidad, quebrantada muchas veces y amenazada siempre.
Abuso de la libertad
Las grandes ventajas de la libertad han hecho que se abuse de ella. Como el gobierno moderado ha producido admirables efectos, se ha ido dejando la moderación; como se han percibido grandes tributos, se los ha aumentado sin medida. Olvidando que tantos bienes eran debidos a la libertad, que lo da todo, se ha recurrido a la servidumbre, que todo lo quita.
La libertad ha originado el exceso de tributos; pero el efecto del exceso de tributos es originar la servidumbre, y el efecto de la servidumbre es originar la disminución de los tributos.
Los monarcas en Asia, casi no dan ningún edicto que no sea para dispensar de la contribución a alguna provincia de su imperio; las manifestaciones de su voluntad son beneficios. En Europa, al contrario, los edictos reales nos afligen aun antes de conocerlos, porque hablan siempre de las urgencias del monarca y nunca de las necesidades del pueblo.
De la indolencia incurable que padecen los ministros asiáticos, debida en parte a la forma de gobierno y en parte al clima, sacan los pueblos una ventaja: la de que los edictos imperiales no sean más frecuentes, la de que no menudeen las peticiones. Los gastos allí no aumentan, porque no se hacen reformas ni mejoras; si por casualidad se proyecta alguna cosa, es un proyecto inmediatamente realizable y cuyo fin se ve, no un plan de término indefinido ni una obra perdurable. Como los gobernantes no se inquietan, no apuran con exigencias a los gobernados. En cuanto a nosotros, es imposible que tengamos normalizada la administración ni equilibrada la hacienda, porque siempre hay que hacer algo y no sabemos qué.
No se tiene ya por gran ministro al que invierte los ingresos con acierto y con cordura, sino al que discurre lo que se llama expedientes.
De las conquistas de los mahometanos
La extraña facilidad que encontraron los mahometamos para llevar a cabo sus rápidas y afortunadas conquistas, no tuvo otro fundamento que la enormidad de los tributos (1). Los pueblos, en vez de la serie de vejaciones ideadas por la sutil avaricia de los monarcas, se encontraron con un sencillo tributo fácilmente pagadero y se creyeron más felices obedeciendo al invasor extranjero que a su propio gobierno rapaz y corrompido.
Notas
(1) En la historia se ve su magnitud, su extravagancia y la insensatez de algunos. Anastasio imaginó un impuesto por respirar el aire: ut quisque pro haustu aeris penderet.
Del aumento de tropas
Una nueva plaga se ha difundido en los reinos de Europa: nuestros reyes han dado en mantener ejércitos numerosísimos, absolutamente desproporcionados. Es un mal contagioso, pues lo que hace un Estado lo imitan los demás, con lo que no se va más que a la ruina común. Cada monarca tiene tantas tropas como necesitaría si sus pueblos estuvieran en peligro inminente de ser exterminados. ¡Y se llama paz a este esfuerzo de todos contra todos! Así está Europa arruinándose, hasta el punto de que si los particulares estuvieran en la situación en que se hallan las tres potencias más opulentas (1) de esta parte del mundo, no podrían vivir. Somos pobres con las riquezas y con el comercio de todo el universo, y muy pronto, a fuerza de mantener soldados, no tendremos más que soldados y seremos como los Tártaros.
Los príncipes de los grandes Estados, no contentos con reclutar mercenarios en los Estados pequeños, procuran comprar alianzas en todas partes, que es dinero perdido.
Las consecuencias de esta situación es el aumento constante de los tributos; y esto no puede remediarse ya: las guerras futuras no se harán con las rentas, sino con el capital de las naciones. Que los Estados hipotequen sus rentas durante la paz, no es una cosa inaudita; pero es increíble que lo hagan para gastar improductivamente, derrochando con un desenfreno que apenas concebiría el hijo de familia más vicioso y más atolondrado.
Notas
(1) Verdad es que semejante esfuerzo es lo que mantiene el equilibrio, pues va consumiendo a las tres grandes potencias. (Se refiere a Francia, Austria y España).
De la condonación de los tributos
En los grandes imperios de Oriente, se perdonan los tributos a las provincias que padecen alguna calamidad; los Estados monárquicos dé Europa debieran hacer lo mismo. Se hace en algunos, pero de un modo que contribuye a la agravación del mal: como el príncipe no ha de cobrar más ni menos, lo que deja de pagar una provincia es para las otras un recargo. Para alivio de la región imposibilitada de contribuir, o que contribuye mal, se sacrifica la que paga bien. Se restaura una provincia aniquilando a otra. El pueblo lucha entre la conveniencia de pagar, a fin de evitar apremios, y el peligro de pagar que traería recargos.
Todo Estado bien gobernado consigna en su presupuesto de gastos una suma destinada a casos imprevistos. Al Estado le sucede como a los particulares, que se arruinan si consumen todas sus rentas sin contar con los casos fortuitos.
En cuanto a la solidaridad entre los vecinos de un mismo lugar, se ha dicho que era razonable (1) porque podía suponerse un complot fraudulento de los mismos; pero ¿de dónde se ha sacado que por meras hipótesis debe establecerse una cosa injusta en sí misma y ruinosa para el Estado?
Notas
(1) Véase el Tratado de las rentas públicas de los Romanos, cap. II, editado en Paris, por Briasson, en 1740.
De si es más conveniente al pueblo administrar los tributos o arrendarlos
Un padre de familia recauda y administra por si mismo las rentas de su casa, único medio de hacerlo con orden y economía. El mismo sistema debe adoptar el príncipe, que es dueño de adelantar o retardar el cobro de los impuestos según sus necesidades y la situación de los contribuyentes. Es la manera de ahorrarle al Estado los provechos grandes y a veces abusivos de los arrendadores, que tanto perjudican a los pueblos. Así se evita a la vez el espectáculo de las fortunas improvisadas que los desmoralizan. El dinero pasa por pocas manos, pues va más directamente a las del príncipe y vuelve más pronto a las del pueblo. Se libra el pueblo, además, de una multitud de leyes y reglamentos que le perjudican en beneficio de los arrendadores.
Como el que tiene el dinero es el que manda, el arrendador ejerce un poder arbitrario hasta sobre el mismo príncipe; no es el legislador, pero obliga al príncipe a dar leyes.
Reconozco, sin embargo, que a veces puede ser útil arrendar un impuesto de nueva creación, pues su propio interés les sugiere a los arrendadores artes y medidas para impedir ocultaciones y fraudes; pero una vez organizado por el arrendador un sistema eficaz de recaudación, debe encargarse la administración de recaudar con los menos intermediarios que sea posible. En Inglaterra, la administración de la renta de correos y de otras la aprendió el Estado de los arrendadores, cuando los había.
En las Repúblicas, generalmente, las rentas las administra el Estado. La práctica contraria fue un gran defecto del gobierno de Roma (1).
En los Estados despóticos, donde rige la administración directa, los pueblos son bastante más felices, como lo atestiguan Persia y China (2). Los más desgraciados son aquellos en que el soberano arrienda los puertos de mar y las ciudades comerciales. Llena está la historia de las monarquías de los males que causan los arrendadores.
Enfurecido Nerón por los abusos de los publicanos, concibió el proyecto (magnánimo, pero irrealizable) de abolir todas las contribuciones; pero no se le ocurrió la idea de la administración por el Estado, sino que dictó cuatro decretos en los que disponía (3): que se hicieran públicas todas las disposiciones secretas contra los publicanos (4); que éstos no pudiesen reclamar a ningún contribuyente lo que no le hubiesen pedido en tiempo hábil; que hubiera un pretor para conocer sus pretensiones, sin formalidades; que los mercaderes quedasen exentos de tributo por sus barcos. He aquí los buenos tiempos de aquel emperador.
Notas
(1) César se vió obligado a suprimir los publicanos en la provincia de Asia, poniendo allí otra clase de administración. (Dion). - En Macedonia y Acaya, provincias que Augusto había dejado al pueblo romano y que, por consiguiente, se gobernaban por el antiguo sistema, también se acabó por introducir el gobierno directo de emperador por medio de sus empleados. (Tácito).
(2) Chardin, Viaje a Persia, tomo VI.
(3) Tácito, Anales, lib. XIII.
(4) Montesquieu no interpreta con exactitud lo dispuesto en este punto por Nerón, quien dijo: ut leges cujusque publici occultre ad id tempus proscriberentur; con lo cual quería decir que se expusieran al público las condiciones de lo tratado. (Crevier).
De los arrendadores
Todo está perdido cuando la profesión lucrativa de los recaudadores llega a ser honrosa por sus riquezas. Esto puede admitirse en los Estados despóticos donde son recaudadores los gobernadores mismos; pero no es conveniente en la República, de tal suerte que una cosa parecida destruyó la República romana. Tampoco es bueno en la monarquía por ser lo más contrario al espíritu de este gobierno. Honrando al recaudador, se apodera el disgusto de los que desempeñan las demás funciones; se pierde el concepto del honor; se desvanece la esperanza de distinguirse por medios lícitos, y con lentitud; se falta, en fin, al principio fundamental de la forma de gobierno.
Se vió en tiempos pasados que se hacían fortunas escandalosas; fue una de las calamidades que produjo las guerras de cincuenta años; pero los que entonces amontonaron riquezas parecían despreciables, y hoy admiramos a los poseedores de las mismas.
Cada profesión tiene su lote. El lote de los perceptores de tributos es manejar caudales, sin más recompensa que la de hacerse ricos; ni pretenden otro galardón. La gloria y el honor son buenos para la gente noble; que no ve, que no conoce, que no concibe otro bien que la gloria y el honor. El respeto y la consideración de todo el mundo son para aquellos ministros y aquellos magistrados que velan noche y día por la felicidad del imperio, sin hallar otra cosa que el trabajo después del trabajo.
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