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LIBRO XXIII

De las leyes con relación al número de habitantes.

(SEGUNDO ARCHIVO)


XX. Los Romanos tuvieron necesidad de hacer leyes para la propagación de la especie. XXI. De las leyes de los Romanos sobre la propagación de la especie. XXII. De la exposición de los hijos. XXIII. Del estado del universo después de la destrucción de los Romanos. XXIV. Mudanzas acaecidas en Europa respecto al número de habitantes. XXV. Continuación de la misma materia. XXVI. Consecuencias. XXVII. De la ley hecha en Francia para favorecer la propagación de la especie. XXVIII. De cómo puede remediarse la despoblación. XXIX. Asilos y hospitales.


CAPÍTULO XX

Los Romanos tuvieron necesidad de hacer leyes para la propagación de la especie

Los Romanos, destruyendo pueblos, se destruían ellos mismos. Siempre en acción, el esfuerzo y la violencia los gastaban como se gasta un arma con el continuo uso.

No hablaré aquí del cuidado que pusieron en sustituir los ciudadanos que perdían, ni de las asociaciones que crearon, ni de los derechos de ciudadanía que concedieron, ni del inmenso plantel de ciudadanos que tuvieron en sus esclavos. Diré, sí, lo que hicieron, no para reponer la pérdida de ciudadanos, sino la de hombres; y como no ha habido en el mundo ningún pueblo que mejor supiera armonizar sus leyes con sus proyectos, es interesante examinar su obra en este punto.


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CAPÍTULO XXI

De las leyes de los Romanos sobre la propagación de la especie

Las antiguas leyes de Roma se encaminaban a facilitar los casamientos. El Senado y el pueblo hicieron reglamentos que tendían al mismo fin, como lo dice Augusto en la arenga que Dion (1) nos ha dado a conocer.

Dionisio de Halicarnaso (2) no puede creer que después de muertos los trescientos cinco Fabios exterminados por los Veyos no quedara más que un niño de aquel linaje, porque la ley antigua que hacía obligatorio el casamiento, aun estaba en vigor (3).

Aparte de las leyes, los pretores también se cuidaban de los matrimonios atendiendo a las necesidades de la República; para promoverlos se valían de las amonestaciones y de las penas (4).

Cuando empezaron a pervertirse las costumbres, empezó a manifestarse la aversión al matrimonio; éste no ocasiona más que trabajos cuando dejan de sentirse los goces de la inocencia. Este era el espíritu de la arenga dirigida al pueblo por Metelo Numídico el censor (5): Si fuera posible no tener mujer, nos libraríamos de este mal; pero como la naturaleza dispone que no podamos ni ser felices con ellas ni vivir sin ellas, más vale atender a nuestra conservación que a satisfacciones pasajeras.

La corrupción de costumbres acabó con la censura, creada precisamente para combatir la corrupción.

Las discordias intestinas, los triunviratos, las proscripciones debilitaron a Roma más que ninguna de sus guerras: quedaban pocos ciudadanos (6) y la mayor parte de ellos no eran casados. Para buscarle algún remedio a este mal, César y Augusto restablecieron la censura y ellos mismos se encargaron de ejercerla (7). Dieron varios reglamentos: César otorgaba premios a los que tenían cierto número de hijos (8), prohibió llevar pedrería y usar litera a las mujeres menores de cuarenta y cinco años que no tuvieron ni marido ni hijos (9). Las leyes de Augusto fueron más ejecutivas: castigaban a los célibes y aumentaban los premios a los casados que tenían hijos (10). Tácito llamó Julias (11) a estas leyes en las que parecen haberse refundido los antiguos reglamentos hechos por el Senado, el pueblo y los censores.

La ley de Augusto encontró mil obstáculos, y fue pedida su revocación treinta y cuatro años después de promulgada (12). Entonces mandó Augusto que se pusieran a un lado los casados y al otro los que no lo eran, viéndose que estos últimos eran mucho más, lo que dejó sorpresos y confusos a los ciudadanos. Y Augusto, con la gravedad de los censores antiguos, les habló así (13):

Cuando las epidemias y las guerras se nos llevan tantos ciudadanos, ¿qué será de la ciudad si no se contraen bastantes matrimonios? La ciudad no consiste en casas, pórticos y plazas públicas: son los hombres los que constituyen la ciudad. No veréis, como en las fábulas, que salgan hombres de debajo de la tierra para cuidar de vuestros negocios. Vivís célibes, mas no por vivir solos: cada uno de vosotros tiene quien le acompañe en la cama y en la mesa; lo que buscáis es la paz en vuestros desórdenes. ¿Citaréis el ejemplo de las vírgenes vestales? Pues guardad como ellas la ley de la castidad, y si no, sed castigados como ellas. Sois malos ciudadanos, lo mismo si todo el mundo imita vuestro ejemplo que si no tenéis imitadores. Mi único objeto es perpetuar la República; he aumentado las penas para los que no han obedecido; y en cuanto a las recompensas para los merecedores, jamás las hubo más grandes: por otras más pequeñas se arriesgan muchas personas a perder la vida. ¡Y no os impulsarán a tomar mujer y tener hijos las que ahora se os ofrecen!

Augusto dictó la ley a la que se dió su nombre: ley Julia; y se le dió también el de Papia Popaea, por los nombres de los cónsules de aquel año (14). La magnitud del mal se hizo patente en su misma elección, pues estos magistrados no eran casados ni tenían hijos (15).

Esta ley de Augusto fue propiamente un código de leyes y un cuerpo sistemático de todos los reglamentos que podían hacerse en la materia. En ella quedaron refundidas las leyes Julias y más vigorizadas (16). Son unas leyes tan profundas e influyen en tantas cosas, que forman la parte más hermosa de la legislación civil de los Romanos.

Algunos trozos de ellas se encuentran diseminados en los preciosos fragmentos de Ulpiano (17), en las leyes del Digesto, en los historiadores y otros autores que las han citado, en el Código de Teodosio que las abrogó y en los Santos Padres que las censuran, con lo que probaron su celo por las cosas de la otra vida y su escaso conocimiento de los asuntos de ésta.

Las leyes de que hablamos tocaban muchos puntos, de los que conocemos treinta y cinco (l8). Pero yendo a mi objeto lo más directamente posible, comenzaré por el título que es el séptimo según Aulo Gelio (19), y que trata de los premios y honores concedidos por la ley.

Procedentes los Romanos, en su mayor parte, de las ciudades latinas que eran colonias griegas y habían establecido algunas leyes de Lacedemonia (20), tuvieron para la ancianidad ese respeto que la distingue con toda clase de honores y preeminencias. Y cuando en la República empezó a escasear el número de ciudadanos, los honores que se otorgaban antes a los viejos se concedieron al matrimonio y al número de hijos; algunas de las distinciones y prerrogativas se adquirían por el solo hecho de casarse, y esto se llamaba derecho de los maridos. Otras recompensas correspondían a los padres que más hijos tuvieran, como, por ejemplo, tener señalado lugar de preferencia en el teatro (21).

Semejantes privilegios eran variados y extensos: los casados que tenían más hijos eran preferidos siempre, ya para obtener honores, ya para ejercerlos (22). El cónsul que tenía mayor número de hijos era el primero que tomaba las insignias consulares (23) y el que elegía las provincias (24). El senador que más hijos tenía era el primero en la lista de los senadores y el primero en emitir su dictamen (25). Por cada hijo que se tuviera se obtenía un año de dispensa de la edad (26), pudiendo así llegarse a las magistraturas antes de tener la edad marcada para desempeñarlas. Si se tenían tres hijos dentro de Roma, se estaba exento de todas las cargás personales (27).

Hasta las mujeres ingenuas, si tenían tres hijos, y las manumitidas que tienen cuatro (28), salían de la tutela perpetua en que las retenían las viejas leyes de Roma (29).

Las leyes a que nos referimos no sólo hablaban de recompensas, sino también de penas (30). Los que no estaban casados no podían recibir nada de los extraños por testamento (31); y los que no tenían hijos, aun estando casados no recibían más que la mitad. Los Romanos, dice Plutarco, se casaban para heredar y no para tener herederos (32).

Las donaciones que el marido y la mujer se hicieran por testamento, las limitaba la ley. Podían hasta dejárselo todo (33) si tenían hijos que lo fueran de ambos; si no los tenían, cada uno podía recibir la décima parte de la herencia a título de cónyuge; si uno de ellos tenía hijos de otro matrimonio, podían donarse tantas décimas como fueran los hijos.

Si el marido se ausentaba, separándose de su mujer por causa ajena al servicio de la República, no podía heredar a su mujer.

Al marido o la mujer que enviudara les daba la ley dos años para volverse a casar (34); a los divorciados año y medio. Si los padres no querían casar a sus hijos varones o dotar a sus hijas, los magistrados les obligaban a hacerlo (35).

No podían celebrarse esponsales si el matrimonio había de tardar más de dos años (36), y como la mujer no podía casarse hasta los doce de edad, no era posible desposarla hasta los diez. La ley no quería que, so pretexto de esponsales, gozara indebidamente de los privilegios concedidos a las personas casadas.

Estaba prohibido que un hombre de sesenta años contrajera matrimonio con mujer que contara ya cincuenta (37). Como los casados tenían tantos privilegios, no quería la ley que hubiera matrimonios inútiles. Por la misma razón, el senado consulto Calvisiano declaraba ilegal el matrimonio de una mujer de más de cincuenta años con un hombre de menos de sesenta (38); de modo que una mujer de cincuenta años cumplidos no podía casarse, o incurría en la penalidad establecida por las leyes. Tiberio aumentó el rigor de la ley Papia (39), al prohibir que el hombre de sesenta se casara con mujer menor de los cincuenta; de suerte que un hombre de sesenta no podía contraer matrimonio sin incurrir en pena. Claudio derogó lo estatuído por Tiberio en este particular (40).

Todas estas disposiciones se conformaban al clima de Italia más que al del Norte, donde el hombre de sesenta años se conserva fuerte y la mujer de cincuenta no es estéril todavía, generalmente.

Para no limitar sin utilidad ninguna la elección que cada cual hiciera, permitió Augusto que todos los ingenuos que fueran senadores se casaran con libertas (41). La ley Papia les prohibía a los senadores el casarse con mujeres manumitidas y con las que hubieran trabajado en el teatro; y en tiempo de Ulpiano, los ingenuos no podían casarse con hembras de mala vida ni con las que hubieran sido condenadas en juicio público. Indudablemente habría un senadoconsulto, o más de uno, que así lo dispusiera; en tiempo de la República no se dictaron leyes de esta clase, porque se bastaban los censores para impedir los desórdenes o para corregirlos si se presentaban.

Constantino hizo una ley por la cual quedaban inclusos en la prohibición de la ley Papia todos los que tuvieran alguna categoría en el Estado, aunque no fueran senadores, sin que la ley mencionara a las personas de condición humilde; esto constituyó él derecho de aquel tiempo, y ya no se prohibieron tales matrimonios nada más que a los comprendidos por su calidad en las cláusulas de la ley de Constantino, ley que Justiniano derogó, permitiendo tales matrimonios a toda clase de gentes; de aquí proviene la triste libertad que hemos adquirido.

Es claro que las penas señaladas para los que se casaban contra las prescripciones de la ley eran las mismas que se imponían a los que no se casaban.

Estos matrimonios no ofrecían ninguna ventaja civil a los casados; la dote caducaba a la muerte de la mujer (42). Como Augusto adjudicó al Erario las herencias y legados de las personas incapacitadas para suceder (43), estas leyes parecieron más bien fiscales que civiles y políticas. El desagrado con que ya se veían unas restricciones que parecían tiránicas, aumentó con el disgusto de verse continuamente amenazados por la codicia del fisco. Esto fue causa de que en tiempo de Tiberio se hiciera en estas leyes una modificación (44); de que Nerón disminuyera las gratificaciones a los denunciadores (45); de que Trajano reprimiera los latrocinios del fisco (46); de que Severo, en fin, reformara aquella legislación (47), considerada odiosa por los jurisconsultos.

Por otra parte, los emperadores debilitaron estas leyes dando los privilegios de maridos, de padres y de padres de tres hijos (48). Hicieron más: dispensar a los particulares de las penas señaladas en las mismas leyes; aunque las leyes establecidas, teniendo en cuenta la utilidad pública, no admiten dispensa (49).

Era razonable otorgar el derecho de hijos a las vestales, puesto que su virginidad era un precepto religioso (50), como se dió privilegio de maridos a los soldados que no podían casarse (51). A los emperadores se les eximía de la sujeción a ciertas leyes civiles; por eso Augusto fue exceptuado de la ley que limitaba la facultad de manumitir (52) y de la que restringía el, derecho de legar (53). Esto no era más que casos particulares, pero luego se otorgaron dispensas casi generales y la regla quedó convertida en excepción.

Varias sectas filosóficas habían introducido en el imperio cierto espíritu de despego a los negocios, indiferencia o despego que no hubiera podido prosperar en tiempo de la República, cuando todo el mundo se ocupaba en las artes de la guerra o de la paz (54). De esto provino que se uniese la idea de perfección a todo lo encaminado a la vida especulativa, y la aversión a los quehaceres domésticos. La filosofía, apartando a los hombres de los cuidados y obligaciones de familia, no hizo más que preparar lo que había de hacer poco después la religión cristiana.

El cristianismo comunicó su carácter a la jurisprudencia, porque el imperio siempre está relacionado con el sacerdocio. Puede verse el código Teodosiano, el cual no es otra cosa que una compilación de las ordenanzas de los emperadores cristianos (55).

Un panegirista de Constantino dice, dirigiéndose a este emperador:

Vuestras leyes no se han hecho más que para corregir los vicios y enmendar las costumbres: habéis quitado el artificio de las leyes antiguas, que parecían proponerse nada más que tender lazos a la sencillez.

Seguramente los cambios que hizo Constantino se fundaban en ideas referentes a la introducción del cristianismo, o en otras tomadas de su ideal de perfección. De las primeras proceden todas las leyes que invistieron de tanta autoridad a los obispos y han sido la base de la jurisdicción eclesiástica, y también las que mermaron la autoridad paterna quitándole al padre la propiedad de los bienes de sus hijos (56).

Para que una religión nueva se propague conviene dar independencia a los hijos, que han de sentir menos apego a la vieja religión.

Las leyes que buscaban el ideal de la perfección cristiana fueron las que, principalmente, anularon las penas de las leyes Papias, al exceptuar de las mismas tanto a los no casados como a los casados sin hijos.

Esas leyes se habían establecido, dice un historiador eclesiástico (57), cual si la multiplicación de la especie humana pudiera ser obra de nuestros actos, sin comprender que crece o decrece como la Providencia determina.

Los principios de la religión han influído mucho en la propagación de la especie humana: o la han favorecido, como entre los Judíos (58), los Mahometanos, los Güebros y los Chinos, o la han contrariado, como sucedió entre los Romanos convertidos al cristianismo.

Se predicaba a todas horas la continencia, es decir, la más perfecta de las virtudes, puesto que está al alcance de poquísimas personas.

Constantino había conservado las leyes decimarias, que daban más latitud a las donaciones entre marido y mujer a medida que era mayor el número de hijos. Teodosio las abrogó.

Justiniano declaró válidos todos los matrimonios prohibidos por las leyes Papias (59). Ordenaban éstas que se celebrase nuevo matrimonio cuando el anterior se disolvía: Justiniano concedió ventajas a los que no se casaban nuevamente.

Por las leyes antiguas no se podía privar a nadie de la facultad natural que tiene cada uno de casarse y tener hijos; así al recibirse un legado con la condición de no casarse, y al exigirle a un liberto el juramento de que no se casaría (60), la ley Papia declaraba nulos este juramento y aquella condición (61). Las cláusulas de mantenerse en viudez, usuales entre nosotros, se hallan en contradicción con el derecho antiguo y se derivan de las constituciones de los emperadores, inspiradas en las ideas de perfección.

No hay ley alguna que contenga la abrogación expresa de los privilegios y de los honores que los Romanos del paganismo concedieron a los que se casaban y al número de hijos que tuvieran; lo que hay es que el cristianismo da la preeminencia al celibato, y dondequiera que éste es enaltecido es imposible honrar al matrimonio. Puesto que pudo obligarse a los administradores a renunciar a tantos beneficios con abolir las penas; se comprende que aun fuera más fácil quitar las recompensas.

La misma razón espiritualista que llevó a permitir el celibato impuso pronto la necesidad de establecerlo. ¡No quiera Dios que yo diga una palabra contra el celibato adoptado por la religión! Pero, ¿quién podría no censurar acerbamente el que es producto del libertinaje, aquel en que los dos sexos, pervirtiéndose por los mismos sentimientos naturales, huyen del vínculo que los haría mejores para vivir en el que los empeora?

Es regla sacada de la naturaleza que, cuanto más se disminuye el número de matrimonios que podrían efectuarse, tanto más se corrompen los que existen, a menos personas regúlarmente casadas, menos fidelidad en los matrimonios, como al aumentarse el número de ladrones son más numerosos los robos.


Notas

(1) Libro LVI.

(2) Libro II.

(3) El año 277 de Roma.

(4) Véase lo que dicen: Aulo Gelio, en el lib. I, cap. VI; Valemo Máximo, en el lib. XII, cap. IX; Tito Livio, en el lib. XLV; el Epítome de Tito Livio en su lib. LIX.

(5) Puede verse en Aulo Gelio, lib. I, cap. VI.

(6) Terminada la lucha civil mandó César que se formara el censo y no se encontraron más que ciento cincuenta mil cabezas de familia.

(7) Dion, lib. XLIII.

(8) Dion, lib. XLIII; Suetonio, Vida de César, cap. XX; Apiano, De la guerra civil, lib. II.

(9) Eusebio en su Crónica.

(10) Dion, lib. I. IV.

(11) Anales, lib. III.

(12) El año 762. (Dion, lib. LVI).

(13) He abreviado esta arenga, que es demasiado larga; puede verse en Dion, lib. LVI.

(14) Marco Papio Mutilo y Popeo Sabino.

(15) Dion, lib. LVI.

(16) En los Fragmentos de Ulpiano, tít. XIV, quedan bien deslindadas la ley Papia y la Ley Julia.

(17) Fueron recopilados por Jacobo Godofredo.

(18) El título 35 está citado en la ley XIX, fl. De Ritu nuptiarum.

(19) Libro II, cap. XV.

(20) Dionisio de Halicarnaso.

(21) Suetonio, in Agusto, cap. XLIX.

(22) Tácito, lib. II. Ut numerus liberorum in candidatis praepolleret, quod lex jubebat.

(23) Aulo Gelio, libro II, cáp. XV.

(24) Tácito, Anales, lib. XV.

(25) Véase la ley VI, párr. 6, de Decurión.

(26) Véase la ley 11 de Minoribus.

(27) Ley 1, párr. 3, y Ley II, párr. 1, De vocatione.

(28) Fragmentos de Ulpiano, tít. XXIX.

(29) Plutarco, Vida de Numa.

(30) Véanse los Fragmentos de Ulpiano, tits. del XIV al XVIII, que son de lo mejor de la antigua jurisprudencia romana.

(31) Pero si de los parientes. (Fragmentos de Ulpiano, tít. XVI, párr. f.

(32) Plutarco, Del amor de los padres a sus hijos, en las Obras morales.

(33) Fragmentos de Ulpiano, títs. XV: y XVI.

(34) Idem de ídem, tít. XIV. Parece que las primeras leyes Julias concedían tres años; véase la Arenga de Augusto, en Dion, lib. LVI, y la Vida de Augusto, en Suetonio, cap. XXIV. La ley Papia señaló dos años; otras leyes nada más que uno. Estos cambios no eran del gusto del pueblo; ni la ley era tampoco popular, pero Augusto la templaba o la extremaba según el estado de los ánimos.

(35) Véase de Ritu nuptiarum, en la ley Papia, tít. XXXV.

(36) Véanse Dion, lib. LIV, y Suetonio, in Octavio, capítulo XXXIV.

(37) Código de nuptiis, ley XXXVII.

(38) Fragmentos de Ulpiano, tít. XIV, párr. 8.

(39) Suetonio, in Claudio, cap. XXIII.

(40) Suetonio, Vida de Claudio, cap. XXIII.

(41) Véase en Dion la Arenga de Augusto.

(42) Véase más adelante el cap. XIII del lib. XXVI.

(43) Excepto en algunos casos. Véanse los Fragmentos de Ulpiano, tit. XVIII, y la ley única en el Código de Canductollend.

(44) Relatum de moderanda Papia Popoea. (Tácito, Anales, lib. III).

(45) Las redujo a la cuarta parte. (Suetonio, in Nerón, cap. X).

(46) Véase el Panegírico de Plinio.

(47) Tartuliano, Apologética, cap. IV.

(48) P. Escipión censor, en su arenga sobre las costumbres, se quejó del abuso generalizado que daba al hijo adoptivo el mismo privilegio que al hijo natural. (Aulo Gelio, lib. V, cap. XIX).

(49) Véase la ley de Ritu nuptiarum.

(50) Augusto, en la ley Papia, les concedió el mismo privilegio que a las madres. (Dion, lib. LVI.) Numa les había dado el antiguo privilegio de las mujeres que tenían tres hijos, de no tener curador. (Plutarco, Vida de Numa).

(51) Claudio les otorgó este derecho. (Véase Dion, lib. LX).

(52) Leg. apul eum de Manumisionib, párr. I.

(53) Véase Dion, lib. LVI.

(54) En los Oficios de Cicerón puede verse lo que éste pensaba de aquel espíritu especulativo.

(55) Nazario, in Panegyrico Constantini, año 321.

(56) Véanse las leyes, 1, 2 y 3 del Código Teod. de Bonis materniss, maternique generis, etc., y la ley única del mismo Cód. de Bonis quoe filiis famil. acquiruntur.

(57) Sozomeno, pág. 27.

(58) La ley de Moisés combatía el celibato, y la esterilidad, se miraba como un oprobio entre los Israelitas.

(59) Leg. Sancimus, cód. de Nuptiis.

(60) Leg. V, párr. 4, de Jure patron.

(61) Paulo, Sentencias, lib. III, tít. XII.


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CAPÍTULO XXII

De la exposición de los hijos

Los Romanos en sus primeros tiempos tuvieron muy bien reglamentada la exposición de los hijos. Rómulo impuso a todos los ciudadanos la obligación de criar a los hijos varones y a la mayor de las hembras (1). Si los hijos eran deformes y monstruosos, el padre podía exponerlos después de haberlos mostrado a cinco de los vecinos más próximos.

Rómulo no permitió matar a los hijos menores de tres años, conciliando así el derecho de vida y muerte que los padres tenían sobre los hijos con la prohibición de exponerlos.

En Dionisio de Halicarnaso leemos, además (2), que la ley ordenando a los ciudadanos casarse y criar a todos los hijos estaba en vigor el año 277 de Roma; se ve, pues, que el uso había restringido la ley de Rómulo que autorizaba la exposición de las hembras.

De lo que estatuyera la ley de las Doce Tablas, publicada el año 301, acerca de la exposición de los hijos, sólo tenemos noticia por un pasaje de Cicerón en el libro III de Las Leyes, donde dice, hablando del Tribunado del pueblo, que fue ahogado apenas hubo nacido, como el hijo monstruoso de las Doce Tablas. Se conservaban, por tanto, los hijos no monstruosos, de modo que dicha ley no alteró en este punto las instituciones precedentes.

Los Germanos, dice Tácito, no exponen a sus hijos; y entre ellos tienen más fuerza las buenas costumbres que en otras partes las buenas leyes (3). Habia entre los Romanos leyes contra este uso y no se respetaron. No se encuentra ninguna ley romana que permita exponer los hijos; sin duda fue esto un abuso introducido en los últimos tiempos, cuando el lujo acabó con el bienestar de las familias, cuando a las riquezas divididas se las llamó pobreza, cuando el padre entendió perder lo que daba a los suyos y distinguió la familia de la propiedad.


Notas

(1) Dionisio de Halicarnaso, Antigüedades romanas, lib. II.

(2) Idem, libro IX.

(3) De moribus Germanorum.


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CAPÍTULO XXIII

Del estado del universo después de la destrucción de los Romanos

Los reglamentos que hicieron para aumentar la población, no dejaron de surtir efecto mientras la República, en toda la fuerza de su institución, no tuvo que reponer más pérdidas que las consecutivas de su valor, de su audacia, de su firmeza, de su amor a la gloria y de su misma virtud. Pero poco después ya no bastaron las leyes más sabias para restablecer lo que habían destruido sucesivamente una República moribunda, un desorden general, un gobierno militar, un imperio duro, un despotismo soberbio, una monarquía débil, una Corte estúpida, idiota y supersticiosa; no parecía sino que los Romanos habían conquistado el mundo para debilitarlo y entregarlo sin defensa a los bárbaros. Las naciones góticas, géticas, sarracenas y tártaras los oprimieron unas tras otras, y bien pronto los pueblos bárbaros no tuvieron que destruír sino otros pueblos bárbaros. Así en los tiempos fabulosos, después de las inundaciones y diluvios, brotaron de la tierra hombres armados que se exterminaron entre sí.


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CAPÍTULO XXIV

Mudanzas acaecidas en Europa respecto al número de habitantes

En el estado que se hallaba Europa no se hubiera creído que se podría reponer, sobre todo cuando llegó a formar un vasto imperio en tiempo de Carlomagno. Pero entonces, por la misma naturaleza del gobierno establecido, se dividió en una infinidad de soberanías pequeñas; y como cada señor o pequeño soberano residía en su localidad, ciudad o aldea; como ninguno era grande, rico, poderoso, ¡qué digo! como ninguno tenía seguridad sino por el número de habitantes de que dispusiera, todos se esmeraron con el mayor interés en que floreciera el pequeño territorio de su soberanía. Esto produjo tan buenos resultados, que a pesar de las irregularidades del gobierno, de la falta de luces, de las continuas guerras que se suscitaban, la mayor parte de las comarcas de Europa llegaron a contar más habitantes que los que tienen hoy.

No tengo tiempo bastante para tratar a fondo esta materia; citaré no obstante los ejércitos numerosísimos de los Cruzados, compuestos de toda clase de gentes. Dice Puffendorff (1) que en tiempo de Carlos IX tenía Francia veinte millones de habitantes.

Las reuniones sucesivas de los Estados pequeños han traído la actual disminución. Cada ciudad de Francia ha sido una capital; ahora no hay más que una. Cada región del Estado era un centro de poder; hoy dependen todas de un centro común, de un centro único, el cual, por decirlo así, es el Estado (2).


Notas

(1) Historia del Universo, cap. V.

(2) Se ve con cuánta razón se ha dicho que Montesquieu fue un precursor de los Girondinos; por algo era natural de la Gironda, cuna del pálido federalismo francés.


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CAPÍTULO XXV

Continuación de la misma materia

La verdad que la navegación ha aumentado en Europa considerablemente desde hace un par de siglos; esto le ha hecho ganar habitantes y se los ha hecho perder. De Holanda salen todos los años para las Indias muchos marineros y sólo vuelven dos terceras partes; los restantes perecen o se establecen en aquellos países; poco más o menos, debe suceder lo mismo a las otras naciones comerciales (1).

No hay que juzgar de Europa como de un Estado particular que tuviera él solo una gran navegación. En ese Estado particular no menguaría la población; al contrario, crecería, porque de todas las naciones vecinas acudirían marineros para tomar parte en la navegación. Europa, aislada del mundo por los mares y por la religión (2), no puede compensar sus pérdidas de este modo.


Notas

(1) De España y Portugal no iban solamente los marinos, sino toda clase de trabajadores y de aventureros; y no se quedaba en las Indias una tercera parte, sino casi la totalidad. Esta fue una de las causas de la despoblación de la Peninsula.

(2) En efecto, la rodean paises mahometanos.


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CAPÍTULO XXVI

Consecuencias

De lo dicho se deduce que Europa tiene todavia necesidad de leyes que favorezcan la multiplicación de la familia humana; por lo mismo, asi como los politicos griegos hablan siempre del excesivo número de ciudadanos que pesaban sobre la República, los politicos modernos hablan de los medios conducentes a aumentar la población.


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CAPÍTULO XXVII

De la ley hecha en Francia para favorecer la propagación de la especie

Luis XIV concedió pensiones para los que tuvieran diez hijos, y otras mayores para los que tuvieran doce o más (1); pero lo importante no era dar premios a los prodigios. Lo que hubiera convenido para formar cierto espiritu general que inclinase a la propagación de la especie, era establecer, a ejemplo de los Romanos, premios y penas generales.


Notas

(1) Edicto de 1666.


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CAPÍTULO XXVIII

De cómo puede remediarse la despoblación

Cuando un Estado se despuebla por accidentes particulares, como guerras, pestes, hambres, hay remedio para el mal. Los hombres que quedan pueden conservar el espfritu de trabajo y de industria; pueden buscar remedio a los daños padecidos y llegar a ser más industriosos que antes por efecto de la misma calamidad que sufrieron. El mal no es incurable sino cuando la despoblación ha sido lenta, cuando viene de muy atrás, por ser resultado de algún vicio interno o de una gobernación desastrosa. En este caso, los hombres han perecido por una dolencia insensible y habitual: nacidos en la flojedad y la miseria, víctimas de las violencias y preocupaciones del gobierno, se van aniquilando sin comprender la causa de su destrucción. Los países asolados por el despotismo o por los privilegios desmedidos que se otorgan al clero con perjuicio de los laicos, son dos grandes ejemplos de lo que decimos.

Para repoblar un país que de esta manera se hubiese despoblado, en vano se esperaría lograrlo por los nacimientos. Habría pasado la oportunidad y los hombres en sus desiertos no tendrían ánimos, ni actividad, ni industria. Con tierras bastantes para alimentar a un pueblo, apenas las habría para alimentar a una familia, para criar a los niños que nacieran. En semejantes países, el pueblo bajo no tiene parte ni aun en su miseria, es decir, en los yermos que los cubren. No hay más que eriales donde el clero, los príncipes, las ciudades y algunos individuos se han hecho insensiblemente dueños de todos los campos: estos quedan incultos y los trabajadores nada tienen. Las familias destruídas no han dejado más que pastos, y aun éstos son utilizados solamente por los poderosos.

En tal situación, habría que hacer en toda la extensión del imperio lo que hacían los Romanos en una parte del suyo: repartir las tierras entre las familias que no tienen nada, dándoles medios de desmontarlas y sembrarlas. Este reparto debería hacerce a medida que hubiese un hombre a quien entregar su parte, de modo que no hubiera un solo momento perdido para el trabajo.


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CAPÍTULO XXIX

Asilos y hospitales

Un hombre no es pobre por no tener nada, sino por carecer de trabajo. El que trabaja, aunque nada posea, es tan rico o más que quien sin trabajar tenga una renta de un centenar de escudos. El que nada tiene, pero sabe un oficio, no es más pobre que el dueño de una tierra que él ha de labrar para poder vivir. El artesano que deja su arte por toda herencia a sus hijos, les deja un caudal multiplicado por el número de ellos. No le sucede lo mismo al que les deja unas fanegas de tierra, pues se han de dividir en vez de multiplicarse por el número de hijos.

En los países comerciales, donde muchos individuos no tienen más que su arte, se ve a menudo el Estado en la obligación de proveer a las necesidades de los ancianos, de los inválidos y de los huérfanos. Un Estado bien organizado encuentra en las artes mismas los medios de cumplir ese deber; a los unos les da el trabajo de que sean capaces, a los otros les enseña a trabajar, que también es un trabajo.

Por muchas limosnas que en la vía pública se le den a un pobre, no quedan cumplidas las obligaciones que con él tiene el Estado, el cual le debe al pobre la alimentación, la existencia asegurada, la ropa conveniente y un género de vida que no comprometa su salud.

Aureng-Zeb, a quien se le preguntó por qué no edificaba asilos, respondió (1): Enriqueceré tanto mi imperio, que no harán falta. Mejor hubiera dicho: Empezaré por hacer rico mi imperio y luego construiré los hospitales.

Riqueza de un Estado supone gran industria. Siendo muchos los ramos de comercio, no es posible que todos estén siempre en la prosperidad, por consiguiente los trabajadores de alguno de ellos pasarán a veces por privaciones, aunque sean momentáneas.

Entonces llega la ocasión de que el Estado acuda pronto al remedio, sea para impedir que el pueblo sufra, sea para evitar que se revuelva; es entonces cuando hacen falta hospicios, o medidas adecuadas para precaver las consecuencias posibles de un estado de miseria.

Pero cuando la nación es pobre, la pobreza particular se deriva de la general; es, por decirlo así, una parte de la miseria común. En este caso, no bastan a remediarla todos los hospitales del mundo; al contrario, estimulando la pereza, aumentan la pobreza general y consiguientemente la particular.

Enrique VIII, cuando quiso reformar y morigerar la Iglesia en Inglaterra, lo primero que hizo fue suprimir los frailes, gente perezosa que mantenía la pereza de todo el mundo, no sólo con su ejemplo, sino porque practicaba la hospitalidad; infinidad de vagos y de ociosos, lo mismo de la nobleza que de la burguesía, pasaban la vida de convento en convento y comían sin trabajar. El mismo rey de Inglaterra suprimió también los hospitales y asilos, donde el pueblo bajo hallaba manutención y albergue como los otros en los monasterios. Desde aquellos cambios empezó a desarrollarse en Inglaterra el espíritu comercial e industrial (2).

En Roma, gracias a los hospicios, todo el mundo lo pasa bastante bien menos los que trabajan, menos los que tienen alguna industria, menos los cultivadores de las artes, menos los que labran la tierra o se dedican al comercio.

He dicho que las naciones ricas necesitan hospitales, porque en ellas está expuesta a mil accidentes la suerte de cada uno; pero se comprende que los socorros pasajeros serían preferidos a los establecimientos perpetuos. Donde el mal es momentáneo, el socorro debe ser lo mismo: aplicable al accidente particular y sin ningún carácter permanente.


Notas

(1) Chardin, Viaje a Persia, tomo VIII.

(2) Burnet, Historia de la Reforma en Inglaterra.


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